LA GRAN LLUVIA

Llevamos cinco días con el cielo nublado y empiezan a caer las primeras gotas de lluvia. Es sábado, nuestro día libre. A toda prisa intentamos sujetar unos plásticos para cubrir la manyatta, pero el viento que se levanta repentinamente lo convierte en una tarea muy difícil. La madre de Lketinga lucha en su cabaña, nosotros en la nuestra. Y empieza a caer la lluvia. Nunca en mi vida había visto un aguacero semejante. En poco tiempo, todo el país ha quedado inundado. El viento hace que el aire húmedo penetre por todas las rendijas. También tenemos que apagar el fuego, porque por todas partes revolotean chispas. Me pongo toda la ropa de abrigo. Al cabo de una hora, en algunos puntos el agua gotea en el interior de nuestra cabaña, pese a los plásticos. ¡Si la nuestra está así, cuántas goteras tiene que haber en la choza de la madre y de Saguna!

El agua fluye de forma constante desde la entrada hacia nuestra yacija. Con una taza abro una zanja en la tierra para que el agua no siga subiendo. El viento tira de los plásticos, y pienso que en cualquier momento los va a arrancar. Fuera, el agua suena como si nos encontráramos en un río con fuerte corriente. Ahora el agua penetra también por los lados al interior de la cabaña. Levanto todo lo que encuentro. Meto las mantas en la bolsa de viaje para que, al menos, ellas no se mojen.

Al cabo de unas dos horas, se restablece súbitamente la calma. Nos deslizamos al exterior y no reconozco el país. Algunas cabañas han quedado casi destechadas. Se ven cabras que corren asustadas de un lugar a otro. La madre de Lketinga se encuentra, empapada, ante su cabaña, que está completamente inundada. Saguna está sentada en un rincón, tiritando y llorando. La traigo a nuestra choza y le pongo un jersey seco de los míos. Así puede, al menos, envolverse en él. Por todas partes, la gente sale de sus moradas. El agua ha cavado auténticos riachuelos y baja estrepitosamente al río. De repente, oímos un estallido. Asustada, miro a Lketinga y le pregunto qué era eso. Envuelto en su manta roja, se ríe diciendo que ahora la gran ola ha bajado de la montaña al río. Se oye un rugido como el de unas grandes cataratas.

Lketinga quiere bajar conmigo al gran río, pero su madre no está de acuerdo. Es demasiado peligroso, dice en un tono muy rotundo. Nos dirigimos, pues, al otro lado, donde el camión quedó embarrancado en la arena. Este río solo tiene unos veinticinco metros de ancho. El otro tendrá, sin duda, un ancho tres veces mayor. Lketinga se ha tapado la cabeza con su manta y yo llevo por primera vez aquí mis tejanos, un jersey y una chaqueta. Las pocas personas con las que nos encontramos se sorprenden al verme vestida así. Naturalmente, nunca han visto una mujer con pantalones. Tengo que estar muy atenta para que no se me caigan, pues mi barriguita no me permite cerrarlos.

El rumor se va haciendo cada vez más fuerte, y apenas entendemos lo que decimos. Y, luego, veo el río crecido ante mí. ¡Es increíble cómo ha cambiado! Aquella masa marrón lo arrastra todo consigo. Arbustos y piedras desaparecen rodando. La fuerza de la naturaleza me deja sin habla. De repente, creo haber oído un grito. Pregunto a Lketinga si también él lo ha oído. Pero su respuesta es negativa. Luego lo percibo con toda claridad: hay alguien gritando. ¿De dónde procede este sonido? Nos ponemos a correr al lado de la orilla superior con gran cuidado de no resbalar.

Cuando hemos recorrido unos cuantos metros, vemos el horror. En medio del río, sobre un grupo de rocas, hay dos niños metidos hasta el cuello en el agua crecida. Lketinga no duda ni un instante y grita algo hacia ellos mientras se dispone a descender por el barranco. La imagen es espantosa. El agua va subiendo cada vez más y pasa por encima de las cabezas. Una manita se agarra a la roca. Sé que mi marido tiene miedo al agua profunda y que no sabe nadar. Si se cae, estará irremisiblemente perdido en aquel río desbordado. Y aun así, lo entiendo muy bien y me siento orgullosa de que se atreva a salvar a esos niños.

Coge un largo palo y, luchando con la corriente, avanza hacia las rocas mientras no para de gritar algo en dirección a los niños. Yo permanezco de pie, implorando la protección de los ángeles de la guarda. Ha alcanzado la roca, se sube la niña a la espalda y emprende la vuelta, luchando contra la fuerza del agua. Como hipnotizada, miro al niño que aún sigue en la roca. Apenas se le ve ya la cabeza. Voy al encuentro de mi marido y le libero de la niña para que pueda regresar inmediatamente. La niña pesa mucho, y me cuesta un gran esfuerzo recorrer los dos metros hasta la orilla. La deposito en el suelo e, inmediatamente, le pongo mi chaqueta. Está helada. Mi darling salva también al niño, que escupe una buena cantidad de agua. Lketinga empieza en el acto a masajear al chico y yo hago lo mismo con la niña. Poco a poco sus miembros rígidos empiezan a ablandarse. Pero el niño no reacciona y no puede andar. Lketinga lo lleva a casa en brazos, yo sostengo a la muchacha. Me estremece la idea de que estos dos niños se salvaron de la muerte por los pelos.

La madre de Lketinga pone una cara furiosa cuando oye la historia y riñe a los niños. Resulta que estaban cuidando del rebaño y quisieron cruzar el río cuando llegó la crecida. El agua arrastró a muchas cabras, aunque algunas pudieron salvarse alcanzado la orilla. Mi marido me explica que la ola es más grande que él mismo y que baja de las montañas de forma tan repentina y rápida que nadie que se encuentre en aquellos instantes junto al río tiene posibilidad alguna de salvarse. Todos los años se ahogan varias personas y animales. Los niños se quedan con nosotros, pero no les puedo ofrecer té, pues toda la leña está mojada.

Vamos a ver si queda algo en la tienda. La veranda está cubierta de una gruesa capa de barro, pero el interior está seco con excepción de dos pequeños charcos. Nos dirigimos a la casa de chai, pero tampoco allí tienen té. Se oye con fuerza el rugido del gran río, y al final acabamos por bajar. El aspecto es amenazador. También han venido Roberto y Giuliano, que contemplan la fuerza del agua. Les cuento lo que pasó en el otro río y, por primera vez, Giuliano se dirige a mi marido y le da las gracias mediante un apretón de manos.

A la vuelta, nos llevamos de la tienda el infiernillo y carbón vegetal. Así, al menos, podemos preparar té caliente para todos. Pasamos una noche incómoda, porque todo está húmedo. Pero a la mañana siguiente vuelve a brillar el sol. Ponemos a secar la ropa y las mantas sobre los matorrales espinosos.

Un día después, el paisaje vuelve a cambiar nuevamente, esta vez de forma suave y en silencio. Por todas partes brota la hierba y algunas flores crecen en el suelo con tanta rapidez que casi se puede observar su desarrollo. Miles de pequeñas mariposas blancas flotan en el aire como copos de nieve. Es maravilloso poder asistir al nacimiento de la vida en este paisaje árido. Al cabo de una semana, todo Barsaloi se ha convertido en un mar de flores de color violeta.

Pero también hay inconvenientes. Por la noche revolotean los mosquitos a montones, y, naturalmente, dormimos bajo el mosquitero. La plaga aumenta hasta tal punto que, por la noche, quemo además un matamosquitos en la manyatta.

Han pasado ya diez días desde la gran lluvia y seguimos separados del mundo exterior por los dos ríos repletos de agua. Aunque ya es posible atravesarlos a pie, no se puede correr ningún riesgo con el coche. Giuliano me lo ha advertido con insistencia. Me dijo que algunos coches se quedaron encallados en el río y que se pudo ver cómo las arenas movedizas se los iban tragando lentamente.

Días después nos atrevemos a hacer un viaje a Maralal. Tomamos el rodeo, porque en el bosque la carretera está resbaladiza y húmeda. Esta vez no conseguimos un camión enseguida, sino que tenemos que pasar cuatro días inactivos en Maralal. Vamos a ver a Sophia. Está bien. Ha engordado ya tanto que apenas se puede agachar. No ha tenido más noticias de Jutta.

Mi marido y yo pasamos mucho tiempo en la pensión para turistas. Ahora resulta especialmente fascinante observar el abrevadero para los animales salvajes. Al fin y al cabo tenemos tiempo de sobra. El último día nos compramos una cama con colchón, una mesa con cuatro sillas y un pequeño armario. Los muebles no son tan bonitos como en Mombasa y sí mucho más caros. El chófer no se muestra precisamente encantado de tener que recoger además estos enseres, pero quien paga el camión soy yo. Le seguimos en el todoterreno, y esta vez llegamos a Barsaloi sin problemas después de casi seis horas de viaje. Ni siquiera hubo que cambiar un neumático. Primero colocamos los muebles en la parte trasera, después comienza la habitual descarga.