Una semana después de la boda vamos a Maralal a informarnos sobre los requisitos para que Lketinga pueda obtener una licencia para abrir la tienda. Esta vez puede que todo vaya muy deprisa, dice un amable funcionario. Rellenamos los impresos y nos indican que volvamos dentro de tres días. Como necesitamos sin falta una balanza para la tienda, nos dirigimos a Nyahururu. Además quiero comprar malla metálica para poder exponer mejor la mercancía en los estantes, pues pienso ofrecer a los clientes patatas, zanahorias, naranjas, plátanos y otros productos.
En Nyahururu no encontramos ninguna balanza. El único ferretero nos dice que son muy caras y que por eso solo se pueden conseguir en Nairobi. A Lketinga no le hace ninguna gracia, pero necesitamos la balanza sin falta. Tomamos, pues, el autocar que va al odiado Nairobi. Allí las ofrecen en todas partes, aunque los precios oscilan enormemente. Finalmente la compramos en la ferretería que la ofrecía al mejor precio. Por trescientos cincuenta francos conseguimos una pesada balanza con sus correspondientes pesas y, después, regresamos a Maralal. Aquí recorremos los establecimientos de todos los mayoristas y mercados para averiguar los mejores precios de las distintas mercancías. A mi marido todo le parece demasiado caro, pero estoy convencida de que, negociando con habilidad, me van a hacer los mismos precios que a los somalíes. El mayor comerciante me ofrece la posibilidad de organizar un camión que lleve la mercancía a Barsaloi.
Al tercer día, nos dirigimos esperanzados a la oficina. El amable funcionario nos explica que ha surgido un problema, aunque sin importancia. Tenemos que traer una carta del veterinario de Barsaloi en la que certifique la salubridad de la tienda y que si, además, exhibimos también el retrato del presidente del Estado que tiene que estar colgado en todas las tiendas, nos dará la licencia. Lketinga está a punto de protestar, pero le retengo. De todas formas, quiero ir primero a casa para firmar el contrato de alquiler de la tienda y arreglarla de forma que se pueda colocar convenientemente la mercancía. Además hay que encontrar a alguien que nos ayude en la tienda, porque yo no domino suficientemente el idioma y mi marido no sabe nada de números.
Por la noche, vamos a ver a Sophia y a su novio. Ha regresado de Italia y tenemos muchas cosas que contarnos. De pasada, me confía que está embarazada de algo más de dos meses. Me alegro mucho de esta noticia, porque ahora ya creo encontrarme en la misma situación, aunque no tengo la certeza absoluta como ella. A diferencia de mí, todas las mañanas Sophia tiene vómitos. Se sorprende mucho de mi proyecto con la tienda. Pero ya es hora de que el todoterreno me sirva para ganar dinero, porque no puedo seguir gastando miles y miles de francos sin tener ningún ingreso.
En Barsaloi firmamos el contrato. Somos los dueños felices de una tienda. Me paso días enteros limpiando los estantes cubiertos de polvo y clavando la malla metálica en el mostrador. De la parte trasera saco viejos tablones de madera. De repente, oigo un silbido y justo alcanzo a ver aún cómo desaparece el cuerpo verde de una serpiente bajo el resto de madera. Presa del pánico, corro al exterior, gritando:
—¡Una serpiente, una serpiente!
Algunos hombres pasean por allí, pero cuando se dan cuenta de lo que hay, nadie se atreve a entrar en la habitación.
En poco tiempo han acudido unas seis personas, pero nadie hace nada hasta que se acerca un hombre turkana con un largo palo en la mano. Entra con cuidado y remueve el montón de madera. Va apartando un trozo tras otro hasta que aparece bruscamente la serpiente de aproximadamente un metro de longitud. Como loco, el turkana intenta matarla a palos, pero pese a los golpes, la serpiente escapa por la puerta y veloz viene hacia nosotros. Rápido como un rayo, un muchacho samburu clava su lanza en el cuerpo del peligroso animal. Cuando me entero del auténtico peligro de la situación, me empiezan a temblar las piernas.
Mi marido llega más o menos una hora más tarde. Fue a ver al veterinario, que le dio el escrito, pero con la imposición de que tenemos que construir en el plazo de un mes un retrete rudimentario fuera de la tienda. ¡Lo que nos faltaba! Se ofrecen unos cuantos voluntarios, sobre todo gente turkana, dispuestos a cavar el agujero de tres metros de profundidad y a fabricar la casita. Incluyendo el material, el retrete nos cuesta casi seiscientos francos. Los pagos no se acaban nunca, y espero ganar dinero pronto.
Informo al padre Giuliano y al padre Roberto de mi intención de abrir una tienda. Se muestran entusiasmados, porque aquí durante la mayor parte del año resulta imposible conseguir maíz. No menciono mi embarazo, tampoco en las cartas que envío a Suiza. Me hace muchísima ilusión, pero también sé lo fácil que es ponerse enfermo aquí, y no quiero que nadie se preocupe.
Al fin, llega nuestro gran día. Nos vamos para regresar con un camión cargado hasta los topes. También hemos encontrado una mujer agradable que nos ayudará a vender. Se llama Anna y es la esposa del policía del pueblo. Es una mujer robusta que ya ha trabajado en Maralal. Con un poco de buena voluntad, hasta entiende el inglés.
En Maralal vamos al Commercial Bank para preguntar si ha llegado el dinero que he pedido a Suiza. Tenemos suerte, y saco cinco mil francos al cambio para poder comprar la mercancía. Nos dan montones de fajos de chelines kenianos. Lketinga nunca antes en su vida había visto tanto dinero. Preguntamos al mayorista somalí cuándo habrá un camión disponible para hacer el viaje a Barsaloi. En estos momentos, ninguno de los ríos lleva agua, por lo tanto, el camino no representa ningún problema para los pesados camiones. Dentro de dos días podremos disponer de uno.
Vamos a hacer la compra. El camión cuesta trescientos francos, por esto tenemos que aprovechar al máximo la carga. Pido ochenta sacos de harina de maíz de cien kilos cada uno, así como quince sacos de azúcar también de cien kilos, una fortuna para mí. Cuando pago contra recibo, Lketinga vuelve a recoger los fajos de billetes, afirmando que les doy demasiado dinero a esos somalíes. Lo quiere controlar todo. Me resulta un poco violento, porque está ofendiendo a esa gente y ni siquiera sabe calcular cantidades tan elevadas. Va formando pequeños montoncitos sin que nadie entienda a qué está jugando con el dinero. Con toda la dulzura de que soy capaz intento convencer a mi marido, hasta que se muestra dispuesto a devolverme el dinero. Vuelvo a contar el dinero ante sus ojos. Cuando resulta que sobran tres mil chelines, dice enfadado:
—¡Tú ver ahora que ser demasiado dinero!
Le tranquilizo, explicándole que el sobrante es para el alquiler del camión. Los tres somalíes se miran irritados. Al fin, hemos hecho el pedido de la mercancía y nos la reservan hasta que llegue el camión. Después recorro el pueblo en coche y compro cien kilos de arroz aquí, cien kilos de patatas allá, y coles y cebollas más allá.
A última hora de la tarde, el camión está cargado al fin. Seguramente serán más de las once de la noche cuando llegue a Barsaloi. Cargo los objetos frágiles, como agua mineral, Coca-Cola y Fanta en mi todoterreno, además de tomates, plátanos, pan, Omo, margarina, té y otros artículos. El coche está lleno hasta el techo. No quiero tomar el camino mejor, sino ir por el bosque, porque así podré llegar a Barsaloi en dos horas. Lketinga acompaña la mercancía en el camión. Tiene justificados temores de que durante el viaje pueda desaparecer una parte.
El guardabosques y dos mujeres vienen conmigo. Con el coche tan cargado, tengo que accionar pronto la tracción de las cuatro ruedas para que pueda vencer la subida que hay a la entrada del bosque. Necesito un tiempo para acostumbrarme a conducir con tanto peso, al fin y al cabo son unos setecientos kilos. De vez en cuando atravesamos unos charcos que raramente se secan del todo aquí entre los matorrales.
El prado donde vi a los búfalos se encuentra hoy desierto. Con mi copiloto mantengo dificultosamente una conversación en suahili sobre nuestro negocio. Poco antes de la inclinada «ladera de la muerte» hay una empinada curva en forma de S. Cuando me meto por el desfiladero, me encuentro con un gran muro gris que nos bloquea el camino. Freno como una loca, pero debido al peso de la carga, el coche se desliza lentamente en dirección al elefante macho.
—¡Pare, pare el coche! —grita el guardabosques.
Lo intento todo, incluso apretar el freno de mano, pero apenas funciona. Finalmente, el coche se detiene a unos tres metros de aquel inmenso trasero. El animal intenta girarse lentamente en el estrecho camino. Rápidamente pongo la marcha atrás. Las mujeres chillan en la parte trasera del coche y quieren bajarse. Ahora el elefante se ha dado la vuelta y nos mira con sus ojos como botones. Alza la trompa y se pone a gruñir. Sus impresionantes colmillos le dan un aire aún más amenazador. Nuestro coche va retrocediendo despacio. Ahora la distancia ya es de seis metros, pero el guardabosques insiste en que no estaremos fuera de peligro hasta que el animal nos haya perdido de vista, es decir, hasta que hayamos desaparecido tras la curva. Como el coche está lleno hasta los topes y no tiene retrovisor, no puedo mirar hacia atrás. El guardabosques tiene, pues, que dirigirme y espero interpretar correctamente sus instrucciones.
Por fin, la distancia es tan grande que hemos perdido de vista al elefante y ya solo lo oímos. Ahora noto que me tiemblan las piernas. No puedo ni pensar en lo que habría ocurrido si el coche hubiera chocado contra aquel coloso o si se me hubiera calado el motor al hacer marcha atrás.
El guardabosques sigue percibiendo aún el olor del elefante. Como si fuera una burla, hoy no lleva su fusil consigo. Ahora estaremos seguramente a unos ochenta metros de él, pero aún seguimos oyéndole quebrando árboles. Cuando hace ya un rato que no hemos oído nada, el guardabosques se desliza despacio hasta la curva. Regresa diciendo que el elefante defiende su territorio y está pastando placenteramente en el camino. Nos cuenta que a ambos lados de la carretera hay pequeños árboles arrancados.
Poco a poco se va haciendo de noche. Tenemos los cuerpos plagados de tábanos que nos llenan de picaduras. Salvo el guardabosques, nadie baja del coche. Una hora más tarde, aquel macho sigue allí en el camino. Me estoy poniendo nerviosa, porque aún nos queda un largo trayecto y tendré que superar la escombrera cargada hasta los topes y a oscuras. Al ver que nuestra situación no cambia, el hombre recoge grandes piedras y vuelve a deslizarse hacia la curva. Desde allí las tira a la espesura del bosque con lo que causa un gran estrépito. No pasa mucho tiempo y, de repente, el elefante abandona el camino.
En Barsaloi me dirijo directamente a la tienda y descargo a la luz de los faros. Gracias a Dios algunas personas vienen a ayudarme. Después voy a nuestra manyatta. Al cabo de un rato, se presenta el muchacho vecino y me dice que a los lejos ha visto dos luces. También su hermano mayor acecha. Todos están muy intrigados. ¡Y, al fin, llega nuestro camión, un camión samburu!
Voy a la tienda con el hermano para esperar allí. También aparece el veterinario y nos trae una lámpara de petróleo de su cabaña de madera. La colocamos sobre el mostrador e inmediatamente la iluminación crea un ambiente acogedor en la tienda. Me pongo a pensar dónde descargar y colocar cada uno de los artículos. Cada vez son más las personas que empiezan a dar vueltas alrededor de la tienda y que esperan la llegada del camión.
Al fin hace su entrada en el pueblo con gran estruendo. Para mí, es un momento grandioso. Al mismo tiempo se apodera de mí una sensación de inmensa felicidad ante la idea de que en Barsaloi hay ahora una tienda donde siempre habrá comestibles. Ya nadie tendrá que pasar hambre, porque podrá comprar todo lo necesario. Lketinga baja orgulloso del camión y saluda a algunos, entre ellos al guardabosques. Horrorizado, escucha el relato de este, pero después se acerca riendo a mí y pregunta:
—Hello, mujer, ¿realmente tú ver elefante?
—¡Claro que sí!
—¡Eso ser muy peligroso, realmente Corinne, muy peligroso! —dice, echándose las manos a la cabeza.
—Sí, lo sé, pero ahora estamos bien —contesto, y me pongo a mirar quién puede ayudar a descargar.
Empiezan a negociar, y elegimos a tres hombres que, ocasionalmente se ganan también algún dinero ayudando a los somalíes. Primero guardamos los sacos de patatas y de arroz y llenamos la habitación trasera, que destinaremos a almacén, con sacos de maíz y de azúcar. El resto de la mercancía lo apilamos en la tienda.
Hay un gran ajetreo. Al cabo de media hora, el camión está vacío y se dispone a hacer el viaje de regreso a Maralal en plena noche. Entre Omo y cajas de té, estamos rodeados de un caos total. Aparecen los primeros clientes, que quieren comprar azúcar. Pero me niego a vendérselo, porque es demasiado tarde y primero tenemos que colocar la mercancía en su sitio. Cerramos la tienda y vamos a nuestra manyatta.
Nos levantamos por la mañana y, como de costumbre estamos sentados al sol con los animales cuando algunas mujeres se acercan a nuestra manyatta. Lketinga les pregunta qué es lo que pasa. Quieren saber cuándo vamos a abrir la tienda. Lketinga quiere ir enseguida, pero le pido que les diga que no venderé nada hasta el mediodía, porque primero hay que desembalar la mercancía y Anna aún no ha venido.
Anna tiene buen ojo para colocar la mercancía de forma razonable. Al cabo de dos horas, la tienda ofrece un aspecto casi perfecto. Ante la tienda se acurrucan unas cincuenta mujeres y hombres que esperan la apertura. La malla metálica queda muy bien. Bajo el mostrador he expuesto patatas, coles, zanahorias, cebollas, naranjas y mangos. Del techo cuelgan de una cuerda racimos de plátanos. Atrás, en los estantes, están alineados los diferentes tamaños de Omo, latas de grasa Kimbo, té en polvo, papel higiénico que, sorprendentemente, se venderá en grandes cantidades, diversos jabones, dulces de todo tipo, así como cerillas. Al lado de la balanza colocamos sendos sacos de azúcar, harina de maíz y arroz. Fregamos una vez más el suelo y abrimos la puerta de la tienda.
Por un instante, nos deslumbra la luz del sol, después entran las mujeres en tropel. Como una oleada viene hacia mí aquella gente adornada con profusión de colores. La tienda está abarrotada. Todos nos tienden sus kangas o sacos de tela cosidos a mano. Anna empieza a llenarlos de harina de maíz. Para que no se desparrame y se pierda demasiada harina, hemos fabricado una especie de pala de cartón. Ahora también yo me pongo a llenar sus sacos de azúcar o de harina de maíz. La mayoría de la gente se limita a poner dinero sobre el mostrador por el que piden diferentes artículos. Eso exige rapidez en el cálculo.
En media hora escasa hemos vendido el primer gran saco de maíz y la mitad de uno de azúcar. Menos mal que antes anoté todos los precios en los artículos. Aun así, reina un inmenso caos. El recipiente que nos sirve de caja se desborda cuando por la noche hemos vendido casi seiscientos kilos de harina de maíz, doscientos kilos de azúcar y otros varios artículos. Cuando empieza a oscurecer queremos cerrar, pero aún vienen algunos niños que piden azúcar o maíz para la cena. A las siete cerramos al fin. Ya no me aguanto en pie y apenas puedo mover los brazos. También Anna se marcha a casa cansada y agotada.
Por una parte, lo de hoy fue un enorme éxito pero, por otra, ese tremendo aluvión me da que pensar. Mañana todo seguirá igual desde las primeras horas hasta la tarde. También tendría que volver a lavarme alguna vez en el río, pero ¿cuándo?
A las ocho estamos de nuevo en la tienda. Anna ya está esperando. La venta se inicia despacio, pero desde pasadas las nueve, la tienda estará repleta de gente hasta la tarde. Las cajas de agua mineral, Coca-Cola, Fanta y Sprite se vacían con rapidez. Durante demasiado tiempo han tenido que renunciar aquí a estas bebidas.
Muchos de los guerreros o muchachos permanecen simplemente de pie ante la tienda o dentro de ella para hablar con alguien. Las mujeres y muchachas se sientan a la sombra de la tienda. También vienen de la selva la mujer del veterinario, el médico y el maestro y compran patatas y fruta por kilos. Todos se alegran del magnífico comercio. Naturalmente, ya ahora me doy cuenta de que faltan muchas cosas.
Lketinga pasa la mayor parte del tiempo con nosotras y habla con la gente o vende cosas sencillas, como jabón u Omo. Ayuda lo mejor que sabe. Su madre viene hoy por primera vez en mucho tiempo al pueblo para ver nuestra tienda.
Al cabo de dos días, domino ya todos los números en el idioma maa. He hecho una tabla en la que he anotado los precios de las diferentes cantidades de maíz o azúcar, algo que facilita considerablemente el cálculo. También este día trabajamos sin pausa y, luego, nos arrastramos cansados a casa. Naturalmente, tampoco hoy hemos podido comer caliente, algo que en mi estado no es aconsejable. Me duele la espalda de tanto inclinarme. Solo hoy hemos pesado y vendido ocho sacos de maíz y casi trescientos kilos de azúcar.
La madre de Lketinga me prepara un guiso de harina de maíz y de algo de carne, y comento con Lketinga la insostenible situación. Anna y yo necesitamos una pausa para comer y para lavarnos. Decidimos cerrar la tienda a partir del día siguiente entre las doce y las dos de la tarde. También Anna se muestra contenta con la nueva solución. Traemos cuarenta litros de agua a la tienda para, al menos, poder lavarme en la parte de atrás.
Poco a poco la fruta y la verdura empiezan a menguar. Ni siquiera del arroz, producto caro, queda nada. Para nosotros, solo he llevado tres kilos a casa. Hoy es la primera vez que Giuliano y Roberto pasan a vernos y me expresan su admiración, cosa que me satisface. Pregunto si puedo depositar el dinero cobrado en su casa, porque no se me ocurre dónde podría guardar tanto dinero. Giuliano está de acuerdo. Todas las noches paso, pues, por la misión y entrego un sobre lleno de dinero.
La gente no se aclara con el nuevo horario de apertura, porque la mayoría carece de reloj. O bien tenemos que cerrar casi a la fuerza o hay tanta gente que acabamos por no cerrar. Tras nueve días, nuestra tienda está casi vacía, quedan cinco sacos de maíz y hace ya dos días que se acabó el azúcar. Así que tenemos que ir de nuevo a Maralal. Con un poco de suerte, volveremos al cabo de tres días con un camión. Anna se queda en la tienda, puesto que sin azúcar hay mucho menos trabajo.
También en Maralal hay escasez de azúcar. No venden sacos de cien kilos, pues aún no han llegado existencias nuevas. Sin azúcar no vale la pena regresar a Barsaloi. Cuando al cabo de tres días llega por fin azúcar, los sacos se venden racionados. En vez de veinte sacos solo nos dan ocho. Pasan cinco días antes de que podamos partir de nuevo con un camión.
Durante los días que pasamos en Maralal he comprado algunas cosas nuevas, los solicitados kangas, tabaco para mascar, que compran especialmente los viejos, e incluso unos veinte pares de abarcas fabricadas con neumáticos de todos los tamaños. Desgraciadamente, el dinero ganado no es suficiente para estas nuevas adquisiciones. Tengo que sacar dinero del banco y me propongo subir algo el precio del kilo de maíz y de azúcar, a pesar de que los precios están fijados por el Estado. Pero con el elevado coste del transporte es imposible pedir el mismo precio que en Maralal. Además, tenemos que llenar de gasolina el bidón de doscientos litros.
Esta vez Lketinga no me deja hacer sola el viaje con el todoterreno, porque teme que nos encontremos de nuevo con elefantes o búfalos. Pero ¿quién irá con la mercancía en el camión? Lketinga se lo pide a un conocido suyo, en quien cree poder confiar. Partimos al mediodía y llegamos a Barsaloi sin dificultades. Es realmente extraño: cuando me acompaña mi marido todo transcurre sin problemas.
En la tienda reina un silencio total. Anna sale aburrida a nuestro encuentro. Durante aquellos cinco días ha vendido también el resto de harina de maíz. Solo de vez en cuando acude alguien para adquirir té en polvo u Omo. La caja está repleta de billetes, pero difícilmente puedo controlar el dinero, ya que aún quedan algunas reservas en el almacén. Confío en Anna.
Volvemos a nuestra manyatta, donde duermen pacíficamente dos guerreros. No estoy precisamente encantada de encontrar mi manyatta ocupada, pero sé que así lo impone el derecho de hospitalidad. Todos los hombres de la edad de Lketinga tienen derecho a descansar o a pernoctar en nuestra cabaña. También tengo que ofrecerles chai. Mientras enciendo el fuego, los tres hombres conversan. Lketinga me traduce que en Sitedi un búfalo le rajó un muslo a un guerrero. Tiene que partir para allá inmediatamente en coche y llevarlo a un médico. Yo me quedo, porque el camión tiene que llegar en las próximas dos horas. No tengo precisamente buenos presentimientos cuando le entrego la llave del coche a mi marido. El trayecto es el mismo en el que hace un año tuvo aquel accidente con el coche.
Voy abajo con Anna y nos ponemos a arreglar la tienda para que todo esté dispuesto para la descarga. A la caída de la tarde encendemos las dos nuevas lámparas de petróleo. Además, he comprado un sencillo hornillo de leña para poder preparar de vez en cuando té o algo de comida en la parte trasera de la tienda.
Por fin llega el camión. Poco después vuelve a haber un montón de gente ante la tienda. La descarga se realiza rápidamente. Esta vez cuento yo misma los sacos para tener la seguridad de que no falta nada, pero resulta que mi desconfianza era injustificada. Una vez descargada la mercancía reina el caos. Por todas partes se amontonan las cajas que aún tenemos que vaciar.
De repente, mi marido aparece en la tienda. Quiero saber si todo ha ido bien.
—No problema, Corinne, pero este hombre tener grande problema —es su respuesta.
Ha llevado al herido al médico de la selva, que limpió la pierna y cosió sin anestesia la herida de veinte centímetros. Ahora se encuentra en nuestra manyatta, porque todos los días tiene que volver al médico para que vea la evolución de la herida.
Lketinga compró en Maralal miraa a kilos. Se vende a buen precio. Toda la gente viene a por esa hierba, incluso dos somalíes ponen por primera vez el pie en nuestra tienda. También ellos están locos por la miraa. Mi marido los mira con expresión de pocos amigos y les pregunta con aire condescendiente a qué han venido. Su comportamiento me resulta violento, porque aquellos dos somalíes son amables y nuestro negocio ya les perjudica bastante. Reciben su miraa y se marchan. Sobre las nueve de la tarde la tienda está preparada para poder continuar el día siguiente con la venta.
Cuando me retiro a mi cabaña encuentro tumbado en el suelo a un fornido guerrero con un grueso vendaje en la pierna. El hombre emite leves gemidos. Le pregunto cómo está.
—Okay —es su respuesta.
Pero eso no significa nada aquí. Ningún samburu diría jamás lo contrario aunque estuviera a punto de expirar. Está sudando copiosamente y se percibe un fuerte olor a una mezcla de sudor y de yodo. Cuando poco después Lketinga entra en la cabaña, trae consigo dos manojos de miraa. Se dirige al herido, pero este contesta con voz entrecortada. Seguramente el hombre debe de tener mucha fiebre. Tras un rato de tira y afloja, me permite tomarle la temperatura. El termómetro marca cuarenta grados y medio. Doy al guerrero medicamentos para bajar la fiebre y poco después se queda dormido. Esta noche duermo mal. Mi marido se pasa toda la noche masticando miraa y el guerrero herido gime y grita a veces.
A la mañana siguiente, mientras Lketinga se queda con su compañero, yo me marcho a la tienda. No paro de vender, porque la noticia de que he traído nuevas existencias de azúcar y de maíz se ha extendido como un reguero de pólvora. Este día, Anna parece sentirse débil. Se sienta una y otra vez. En los intervalos sale corriendo para vomitar. Inquieta, le pregunto qué le pasa. Pero Anna dice que no es nada, tal vez una leve malaria. La mando a su casa. El hombre que ha venido acompañando la mercancía en el camión, se ofrece a ayudarme. Agradezco su ayuda, porque realmente sabe trabajar. Tras varias horas, la espalda vuelve a dolerme terriblemente. No sé si se debe a mi embarazo o a que constantemente tengo que inclinarme. Según mis cálculos, debo de estar embarazada de casi tres meses. Aparte de una ligera curva en mi vientre aún no se me nota. Entretanto, mi marido ha empezado a dudar de mi estado de buena esperanza. Piensa que tal vez tenga un tumor en la barriga.
Después de un buen rato, Lketinga entra en la tienda. En el primer momento se muestra desconcertado e increpa al hombre preguntando qué se le ha perdido tras el mostrador. Yo sigo atendiendo a la clientela. El hombre le cuenta que Anna se encontraba mal y que se marchó a su casa. Seguimos trabajando mientras mi marido se sienta y sigue masticando miraa, algo que me empieza a irritar. Le mando a casa del veterinario para ver si hoy han matado una cabra, pues quiero preparar una buena comida con carne y patatas. Por la tarde quiero cerrar la tienda para poder cocinar y lavarme en la parte de atrás. Pero Lketinga y el ayudante quieren seguir trabajando. En mi nuevo hornillo de leña preparo un sabroso guiso. Por fin puedo volver a comer tranquilamente. Guardo la mitad para Lketinga. Con el estómago lleno trabajo mejor.
Pasadas las siete de la tarde volvemos a casa. El herido permanece acurrucado en nuestra cabaña. Parece encontrarse mejor. ¡Pero qué caos ven mis ojos! Por todas partes están esparcidos tallos de miraa y bolas de chicle masticado. La olla se encuentra junto al fogón con restos de maíz pegado en el fondo, y en torno a ella todo está sembrado de trozos de comida por los que se pasean hileras de hormigas. A todo esto se añade el mal olor que hay en el interior de la cabaña. No puedo ni creérmelo. Regreso cansada del trabajo y ahora tengo que limpiar la cabaña, por no hablar de la olla para el chai, de la que tengo que arrancar los restos de comida con las uñas.
Cuando le expongo mi descontento a mi marido, me encuentro con incomprensión. Bajo el efecto de la miraa se siente atacado y piensa que no quiero ayudar a su amigo, que se ha salvado de la muerte por un pelo. Y la verdad es que solo pido un poco de orden. Cojeando, el guerrero abandona la cabaña acompañado de mi marido. Se van a casa de la madre de Lketinga. Oigo una fuerte discusión y me siento expulsada y sola. Para no perder la compostura, saco mi radiocasete y me pongo a escuchar música alemana. Al cabo de un rato, Lketinga asoma la cabeza por la cabaña y me mira malhumorado.
—Corinne, ¿qué ser problema? ¿Por qué tú escuchar esta música? ¿Qué significar?
¡Por Dios! ¿Cómo voy a explicarle que me siento incomprendida y explotada y que busco consuelo en la música? No es capaz de comprenderlo.
Le tomo la mano y le pido que se siente a mi lado. Escuchamos música juntos, mirando el fuego. Noto cómo poco a poco va surgiendo una tensión erótica y puedo disfrutarla. A la luz del fuego, Lketinga tiene un aspecto fantástico. Pongo la mano en su oscuro muslo desnudo y siento que también él está excitado. Me dirige una mirada salvaje, y de repente nos encontramos el uno en brazos del otro. Nos besamos. Por primera vez tengo la impresión de que le está gustando también a él. Aunque lo intentaba una y otra vez, a Lketinga nunca acabó de entusiasmarle, y por eso mis intentos solían fracasar rápidamente. Pero ahora me está besando y se está volviendo cada vez más fogoso. Por fin, volvemos a hacer el amor. Es maravilloso. Cuando empieza a ceder la tensión de su cuerpo, me pasa la mano cariñosamente por mi pequeña barriga y pregunta:
—Corinne, ¿tú segura tener bebé ahora?
Me río feliz.
—Yes!
—Corinne, si tú tener bebé, ¿por qué querer amor? Ahora estar bien. Yo darte bebé, ahora yo esperar bebé.
Naturalmente, me siento decepcionada por esta forma de pensar, pero ya no la tomo tan en serio. Nos dormimos satisfechos.
El día siguiente es domingo. Nuestra tienda permanece cerrada y decidimos oír la misa de Giuliano. La pequeña iglesia está abarrotada. Los presentes son casi solo mujeres y niños. Algunos hombres, como el veterinario con su familia, el médico y el maestro de la selva, están sentados en el mismo lado. Giuliano lee la misa en suahili, y el maestro la traduce al idioma samburu. En los intermedios, las mujeres y los niños cantan y tamborilean. En general, todo transcurre con alegría. Lketinga es el único guerrero y esta es la primera y también la última vez que va a la iglesia.
Pasamos la tarde junto al río. Yo lavo la ropa y él limpia nuestro coche. Al fin tenemos tiempo suficiente para el ritual de lavarnos mutuamente. Es como antes, una época en la que pienso con añoranza. Claro que me gusta la tienda y nuestra comida es ahora más variada, pero ya no tenemos tanto tiempo para nosotros. Todo se ha vuelto menos plácido y el nerviosismo es mayor. Aun así, después de cada domingo me apetece volver a la tienda. Me he hecho amiga de las mujeres de la población y de parte de sus maridos, que hablan algo de inglés. Empiezo a saber quiénes pertenecen a la misma familia.
Con el tiempo le he cogido cariño a Anna. Desde hace unos días su marido se pasa el día en la tienda, porque está de vacaciones. A mí no me molesta, a diferencia de Lketinga. Cada vez que el marido de Anna toma una gaseosa, pregunta si Anna la ha descontado de sus ingresos. A mí me resulta violento su comportamiento.
Es hora de traer más azúcar. Hace unos días que los sacos están vacíos, y por eso viene menos gente. También son inminentes las vacaciones escolares. Puedo, pues, comprar azúcar en Maralal y recoger a James. Lketinga se queda en la tienda y quiere ayudar a Anna, pues aún nos quedan casi veinte sacos de harina de maíz que tenemos que vender para disponer de dinero suficiente para pagar un transporte en camión.
Llevo conmigo al ayudante, que ha demostrado ser muy útil. Trabaja bien y puede meter los pesados sacos en el todoterreno. Como de costumbre, otras veinte personas quieren venir con nosotros. Siempre se producen enfados y decido pedir algo de dinero para no tener que cargar yo sola con el coste de la gasolina. Seguro que entonces solo vendrán aquellos que realmente tienen un motivo. La multitud se disuelve rápidamente ante mis palabras, solo quedan cinco personas que pagan el importe solicitado. Así el todoterreno no va abarrotado. Salimos temprano, porque quiero estar de vuelta por la noche. Uno de los que se han apuntado es el guardabosques, que esta vez tiene que pagar también.
En Maralal todos descienden y yo bajo hasta el colegio. El director me explica que los alumnos no estarán libres hasta las cuatro de la tarde. Acordamos que llevaré a tres o cuatro alumnos a Barsaloi. Entretanto, mi ayudante y yo compramos tres sacos de azúcar, algo de fruta y verdura. No puedo cargar más, porque quiero ir a recoger a los alumnos. Me quedan dos horas y aprovecho el tiempo para ir a ver a Sophia.
Sophia se muestra felicísima de verme. En contra de lo que a mí me ocurre, ha engordado algunos kilos y se encuentra muy bien. Me prepara espaguetis, un banquete tras tanto tiempo sin pasta. ¡No es extraño que engorde con tanta rapidez! Su novio rasta aparece un momento y se marcha con unos amigos. Sophia se queja de que apenas la mira desde que está embarazada. Tampoco quiere trabajar, y en vez de hacerlo se gasta el dinero de Sophia en cerveza con sus amigos. Pese a las comodidades que ha adquirido, no la envidio. Al contrario: el ejemplo de Sophia me hace valorar lo mucho que me ayuda Lketinga.
Me despido con la promesa de pasar a verla cada vez que me encuentre en Maralal. Recojo a mi ayudante y al guardabosques en el lugar convenido. Nos dirigimos al colegio, donde esperan tres alumnos. James se alegra mucho de que le recoja. Partimos inmediatamente, porque queremos llegar a casa antes de que se haga de noche.