Aunque estoy completamente agotada, la visión del inmenso poblado me fascina. De la nada, las mujeres han construido todo un pueblo nuevo. Hay mucho más de cincuenta manyattas. Y vida en todas partes. De cada cabaña sale una humareda. Primero, Lketinga busca la manyatta de su madre mientras yo espero junto al todoterreno. Me tiemblan las piernas y me duelen mis brazos enflaquecidos. En un santiamén me veo rodeada de niños, mujeres y viejos que clavan sus miradas en mí. Espero que Lketinga regrese pronto. Y realmente aparece acompañado por su madre. Su rostro adopta una expresión sombría mientras me recorre con la mirada:
—Corinne, jambo… ¿wewe malaria?
Asiento con la cabeza y reprimo las lágrimas.
Descargamos el equipaje y dejamos el coche cerrado con llave aparcado ante el poblado. Tenemos que pasar ante unas quince manyattas hasta que llegamos a la de la madre. Todo el camino está sembrado de boñigas. Naturalmente, todos se han traído sus animales, que están fuera ahora y no regresarán hasta la caída de la tarde. Tomamos chai, y la madre conversa excitada con Lketinga. Más tarde nos enteramos de que nos hemos perdido dos de los tres días de fiesta. Mi darling está decepcionado y parece confuso. Me da pena. Habrá un consejo en el que los ancianos más importantes determinarán si aún lo admiten. Su madre, que forma también parte de ese consejo, se ausenta constantemente para ir a hablar con los hombres de más peso en la comunidad.
Los actos solemnes de la fiesta no comenzarán hasta que sea de noche y hayan regresado los animales. Sentada ante la manyatta, contemplo el ajetreo. Lketinga escucha las informaciones de dos guerreros mientras le adornan y le pintan con mucho arte. Hay una enorme tensión en todo el poblado. Me siento excluida y olvidada. Hace horas que nadie me ha dirigido ni una sola palabra. Pronto regresarán las vacas y las cabras, y poco después será de noche. Vuelve la madre y comenta la situación con Lketinga. Parece ligeramente achispada. Todos los viejos beben grandes cantidades de cerveza preparada por ellos mismos.
Quiero saber de una vez qué pasará después. Lketinga me explica que tiene que matar un gran buey o cinco cabras para los viejos. Esta es la condición para que lo admitan en la ceremonia. Esta noche darán su bendición ante la manyatta de su madre y él podrá encabezar el baile de los guerreros para que todos se enteren de forma oficial de que le ha sido perdonado el gran retraso, que significaría normalmente su exclusión. Me siento aliviada. Pero dice que, en estos momentos, no posee cinco cabras grandes. Como mucho dos, las otras están preñadas y está prohibido matarlas. Propongo comprarles las otras a los parientes. Saco un fajo de billetes y se lo doy. Primero no quiere aceptarlo, porque sabe que hoy cada cabra costará el doble. Pero su madre insiste enérgicamente. Se guarda el dinero y, al oír el primer sonido de cascabeles que anuncia el regreso de los animales, abandona la choza.
Poco a poco nuestra manyatta se va llenando de mujeres. La madre de Lketinga prepara ugali, un guiso de arroz, y se habla mucho. La cabaña está escasamente iluminada por la hoguera. De vez en cuando una mujer intenta entablar una conversación conmigo. Una mujer joven con un niño pequeño está sentada a mi lado y admira primero mis brazos repletos de adornos masai, luego también se atreve a pasar la mano por mis largos cabellos lisos. De nuevo, todas empiezan a reír, y ella señala su cabeza rasurada, adornada únicamente con una cinta de cuentas de cristal. Hago un gesto negativo con la cabeza. Me cuesta imaginarme con la cabeza calva.
Fuera, ya está completamente oscuro cuando oigo algo parecido a un gruñido. Es el sonido típico que emiten los hombres cuando están excitados, bien sea por un peligro o durante el acto sexual. Inmediatamente se hace el silencio en la cabaña. Mi guerrero asoma la cabeza, pero, al ver a tantas mujeres, vuelve a desaparecer en el acto. Oigo voces, cada vez más altas. De repente, se oye un grito, e inmediatamente varias personas empiezan a entonar una especie de ronroneo o arrullo. La curiosidad me hace abandonar la cabaña y me sorprende ver cuántos guerreros y muchachas jóvenes se han reunido para el baile ante nuestra choza. Los guerreros están bellamente pintados y llevan un paño rojo que les cubre las caderas. Sus torsos están desnudos y adornados con collares cruzados de cuentas. La pintura roja va desde el cuello hasta el centro del pecho donde confluye en punta. Al menos tres docenas de guerreros mueven rítmicamente sus cuerpos. Las muchachas, en parte muy jóvenes, tal vez entre nueve y quince años, bailan en una fila, vueltas hacia los hombres, moviendo las cabezas y siguiendo el ritmo. Solo muy poco a poco aquel ritmo se va acelerando. Después de una hora más o menos, los primeros guerreros empiezan a dar saltos, los típicos saltos de los masai.
Mi guerrero tiene un aspecto maravilloso. Como una pluma salta más y cada vez más alto. Sus largos cabellos revolotean a cada salto. Los torsos desnudos relucen de sudor. La noche estrellada no deja ver con exactitud, en cambio se siente literalmente el erotismo que se va extendiendo durante tantas horas de baile. Los rostros tienen una expresión seria y las miradas son fijas. De vez en cuando resuena un grito salvaje o alguien entona una canción y los demás la corean. Es fantástico, y durante horas olvido mi enfermedad y mi cansancio.
Las muchachas eligen cada vez a un guerrero al que se acercan moviéndose rítmicamente con sus pechos desnudos. En el cuello llevan enormes adornos. Al verlas, se apodera de mí la tristeza. Me doy cuenta de que aquí, con mis veintisiete años, soy ya vieja. Quizá más adelante Lketinga tome por segunda mujer a alguna muchacha joven como esas. Atormentada por los celos, me siento desplazada y excluida.
El grupo se va colocando para formar como una especie de polonesa, y Lketinga encabeza orgulloso la columna. Tiene un aspecto salvaje e inaccesible. Lentamente, el baile toca a su fin. Las muchachas se apartan con risitas. Los viejos están sentados en el suelo, en círculo, envueltos en sus mantas de lana. Los moran también forman un círculo. Ahora los viejos recitan un ensalmo. Uno pronuncia una frase y todos dicen Enkai, la palabra que en masai significa Dios. Esto se va repitiendo durante media hora, después la fiesta común ha terminado por hoy. Lketinga se acerca a mí y dice que me vaya ahora a dormir con su madre. Él se marcha a la selva con los otros guerreros para matar una cabra. No van a dormir, sino a hablar de tiempos pasados y venideros. Lo comprendo perfectamente y le deseo una noche maravillosa.
En la manyatta me acomodo como puedo entre las demás. Permanezco despierta durante mucho tiempo, porque por todas partes resuenan voces. A los lejos se oyen rugidos de leones. De vez en cuando bala alguna cabra. Pido a Dios que recupere pronto mis fuerzas.
A las seis de la mañana empieza la guardia de día. Tantos animales juntos en un mismo lugar hacen muchísimo ruido. La madre de Lketinga sale para ordeñar las cabras y las vacas. Preparamos chai. Permanezco sentada, envuelta en mi manta, porque hace fresco. Impaciente espero la llegada de Lketinga, porque hace ya un buen rato que tengo que ir al lavabo, pero con tanta gente no me atrevo a abandonar el poblado. Todos me seguirían con la mirada, sobre todo los niños, que corren constantemente tras de mí si doy unos cuantos pasos sin Lketinga.
Al fin llega. Con una sonrisa radiante, asoma la cabeza al interior de la cabaña.
—Hello, Corinne, ¿cómo estar? —Desenrolla su segundo kanga y me tiende una pierna de cordero envuelta en hojas—. Corinne, tú comer despacio ahora, esto muy bueno después de malaria.
Es bonito que haya pensado en mí, pues no es normal que un guerrero le traiga a su novia carne ya asada. Al ver que sostengo indecisa la pierna en la mano, se sienta a mi lado y con su machete me va cortando trozos pequeños que me caben en la boca. La carne no me apetece en absoluto, pero no hay nada más, y si quiero recuperar las fuerzas tengo que comer. Haciendo de tripas corazón, como unos cuantos trozos, y Lketinga se muestra satisfecho. Pregunto si podemos lavarnos. Ante mi pregunta, se echa a reír, diciendo que el río está muy lejos y que no se puede llegar con el coche. Las mujeres solo van a buscar el agua necesaria para el té, no hay agua para nada más. Así que aún tendremos que esperar unos días hasta que podamos lavarnos. Esta idea me resulta desagradable. En cambio, apenas hay mosquitos, pero sí una gran cantidad de moscas. Se forma un buen número de observadores curiosos que contemplan cómo me lavo los dientes ante la manyatta. Se quedan perplejos al ver que escupo la espuma. Esta reacción también a mí me provoca la risa.
Ese día matan un buey en medio de la plaza. Es un espectáculo espeluznante. Seis hombres intentan tumbar al buey en el suelo. No resulta fácil, pues en su angustia mortal el animal da violentas cabezadas a su alrededor. Solo tras varios intentos dos guerreros consiguen coger al buey por los cuernos y ladear su cabeza. El animal se va desplomando con lentitud. Inmediatamente le atan las patas. Tres personas se dedican a asfixiarlo mientras los demás le sujetan las patas. Es horroroso, pero para los masai es la única forma de matar a un animal. Cuando ha dejado de moverse le abren una arteria y todos los hombres reunidos en torno al animal quieren beber de la sangre. Debe de ser una bebida exquisita, pues se produce una auténtica aglomeración. Después empiezan a descuartizarlo. Ya se ha formado una cola de hombres viejos, de mujeres y de niños que esperan sus tajadas. Los viejos reciben los mejores trozos, y solo después reparten el resto entre mujeres y niños. Al cabo de cuatro horas, no queda más rastro que un reguero de sangre y la piel tendida. Las mujeres se han retirado a sus cabañas, donde preparan la comida. Los hombres viejos están sentados a la sombra bajo los árboles, bebiendo cerveza y esperando sus trozos cocinados.
A última hora de la tarde oigo el ruido de un motor y poco después aparece Giuliano montado en su moto. Le saludo con gran alegría. Ha oído que estoy aquí y que tuve la malaria, por eso ha venido a verme. Ha traído pan horneado por él mismo y plátanos. Estoy contenta y me siento como si hubiera venido Papá Noel a traerme regalos. Después le cuento toda la desgracia, desde la boda que no se pudo celebrar hasta la malaria. Me aconseja con insistencia que vaya a Wamba o que regrese a Suiza hasta que haya recuperado las fuerzas. Me dice que la malaria no se debe tomar a la ligera. Acompaña sus palabras con una mirada insistente y empiezo a comprender que aún estoy muy lejos de estar curada. Después, monta en su moto y se aleja a toda velocidad.
Pienso en mi casa, en mi madre y en un baño caliente. Sí, en estos momentos sería realmente agradable, pese a que no ha pasado demasiado tiempo desde que estuve en Suiza. Pero se me antoja una eternidad. Al ver a mi darling, dejo de pensar en Suiza. Pregunta cómo me encuentro y le hablo de la visita del misionero. Le digo que por él supe que los alumnos de Maralal regresan hoy a sus casas. El padre Roberto traerá a algunos en su coche. Cuando la madre de Lketinga se entera de la noticia expresa su esperanza de que James esté entre ellos. También a mí me ilusiona la posibilidad de poder hablar en inglés durante dos semanas.
Como de vez en cuando algunos trozos de carne, aunque primero tengo que alejar el enjambre de moscas. El agua potable no parece agua sino más bien chocolate. No me queda más remedio que beberla si no quiero morir de sed. No me dan leche, pues la madre opina que es muy peligrosa tras la malaria, podría causar una recaída.
Llegan los primeros muchachos del colegio. James y dos amigos suyos están entre ellos. Todos visten igual, pantalones cortos de color gris, una camisa azul claro y un jersey azul oscuro. Me saluda con alegría; a su madre, en cambio, la saluda más bien con respeto. Mientras todos juntos tomamos el té, observo a esta generación y me doy cuenta de lo mucho que se diferencia de Lketinga y de sus coetáneos. De alguna manera no encaja en estas manyattas. James me contempla y cuenta que le dijeron en Maralal que yo tengo la malaria. Manifiesta que me admira por vivir en la manyatta de su madre siendo blanca. Él, aun siendo samburu, siempre tiene al principio grandes dificultades cuando viene a casa en vacaciones. Todo está sucio y falta espacio.
Los jóvenes rompen la monotonía, el día pasa volando. Regresan ya las vacas y las cabras. Por la noche se celebra un gran baile. Hoy bailan incluso las viejas, aunque no en público, sino entre ellas. También los muchachos bailan fuera del poblado, algunos vestidos con su uniforme del colegio. Resulta divertido observarlos. Más tarde, por la noche, se reúnen de nuevo los reyes de la fiesta, los guerreros. James permanece de pie a su lado y graba sus cantos con nuestro radiocasete. Esta idea ni se me había ocurrido. Al cabo de dos horas la cinta está llena.
El baile de los guerreros se hace cada vez más salvaje. De repente, uno de los moran cae en una especie de trance. Se agita como en éxtasis hasta que se desploma y, con fuertes gritos, reparte golpes a su alrededor. Dos guerreros abandonan el ritual del baile y lo sujetan a la fuerza en el suelo. Alterada, me acerco a James y le pregunto qué es lo que pasa. Me dice que, por lo visto, ese moran bebió demasiada sangre y el baile le hizo caer en una especie de trance. Ahora, en su delirio, está luchando con un león. No es muy grave, porque lo vigilan y ya volverá en sí. El hombre se revuelca en el suelo, gritando. Tiene los ojos clavados en el cielo y sale espuma de su boca. Ofrece un aspecto terrorífico. Solo espero que no le pase a Lketinga algo así. Aparte de los dos que le vigilan, nadie le presta atención, la fiesta continúa. Poco después, también yo vuelvo a contemplar a Lketinga, que se levanta del suelo con elegantes saltos. Una vez más disfruto de este espectáculo, pues, oficialmente, esta noche termina la fiesta.
La madre de Lketinga está sentada en la manyatta, ligeramente achispada. Los muchachos ponen el radiocasete en marcha y se produce un gran alboroto. Curiosos, los guerreros se reúnen en torno al aparato que James coloca en el suelo. Lketinga es el primero en comprender. Esboza una sonrisa radiante al reconocer por los gritos o por el canto a los diferentes moran. Mientras unos lo miran fijamente con los ojos muy abiertos, otros palpan el aparato. Orgulloso, Lketinga se echa el aparato al hombro, y algunos moran empiezan a bailar de nuevo.
Empieza a refrescar y regreso a la manyatta. James dormirá en la cabaña de un amigo y mi darling se marcha a la selva con los demás. De nuevo me llegan ruidos de todas partes. La entrada de la cabaña no está tapada, por eso veo de vez en cuando unas piernas que se deslizan ante ella. Estoy contenta de regresar a Barsaloi. Mi ropa está sucia e impregnada de humo. También a mi cuerpo le vendría bien entrar en contacto con el agua, por no hablar ya de mi pelo.
Por la mañana, los muchachos llegan a la manyatta antes que Lketinga. La madre está preparando chai cuando Lketinga asoma la cabeza al interior de la choza. Al ver a los muchachos, se dirige a ellos, furioso. Su madre replica algo, y los muchachos abandonan nuestra manyatta sin haber tomado el chai. En su lugar, Lketinga y un segundo moran se sientan en la cabaña.
—¿Qué pasa, darling? —pregunto algo desconcertada.
Después de una prolongada pausa me explica que esta es una choza para guerreros en la que no deben entrar muchachos a los que aún no se les ha practicado la circuncisión. James tiene que comer y beber en otra choza en la que su madre no tiene ningún hijo de la edad de los moran sino de su misma edad. La madre calla obstinadamente. Me siento decepcionada por tener que renunciar a la conversación en inglés y, a la vez, siento compasión por los muchachos expulsados. Pero tengo que aceptar estas leyes.
Pregunto cuánto tiempo nos quedaremos aún aquí. Unos dos o tres días, es la respuesta, después cada familia regresará a su antiguo lugar. Me horroriza la idea de tener que aguantar aquí durante tanto tiempo, sin agua, con las molestas boñigas y las moscas. De nuevo, mis pensamientos se escapan a Suiza. Sigo sintiéndome muy débil. No ando más que un par de metros para hacer mis necesidades en la selva. También quiero volver a llevar una vida normal con mi novio.
Por la tarde, pasa Giuliano y me trae algunos plátanos y una carta de mi madre. La carta me levanta la moral, a pesar de que se muestra muy preocupada porque hace tiempo que no ha tenido noticias mías. El misionero y yo cambiamos unas palabras, y se marcha de nuevo. Aprovecho el tiempo para escribir una carta de respuesta. Solo de pasada menciono mi enfermedad y le quito importancia para no intranquilizar a mi madre. Pero insinúo que, posiblemente, vaya pronto a Suiza. Quiero entregar la carta en la misión a nuestro regreso. Mi madre tendrá que esperar tres semanas hasta recibirla.
Al fin, nos ponemos en marcha. En un momento todo está empaquetado. Metemos el máximo posible en el todoterreno, la madre de Lketinga sujeta el resto a lomos de dos asnos. Naturalmente, llegamos a Barsaloi mucho antes que la madre, así que me dirijo directamente al río. Como Lketinga no quiere dejar el coche sin vigilancia, continuamos por el lecho seco del río hasta encontrar un lugar donde, al fin, estamos lejos de cualquier mirada. Me desprendo de la ropa impregnada de humo y nos lavamos largo rato y a fondo. La espuma del jabón corre negra por mi cuerpo. Sobre mi piel se había formado una auténtica capa de hollín. Pacientemente, Lketinga me enjabona y aclara varias veces mi pelo.
Hace mucho tiempo que no he mirado mi cuerpo desnudo, por eso me llaman ahora la atención mis piernas tan delgadas. Después de haberme lavado, me siento como nueva. Me envuelvo en un kanga y comienzo a lavar la ropa. Como siempre, resulta laborioso quitar la suciedad con agua fría, pero utilizando Omo suficiente, lo consigo más o menos. Lketinga me ayuda y me demuestra cuánto me quiere, ayudándome a lavar mis faldas, camisetas e incluso mi ropa interior. Ningún hombre lavaría la ropa de una mujer.
Disfruto enormemente ante el hecho de estar los dos juntos y a solas. Tendemos la ropa mojada sobre arbustos o la colocamos sobre las rocas calientes. Nos sentamos al sol, yo en kanga, Lketinga completamente desnudo. Saca su pequeño espejo de bolsillo y, utilizando un palito de madera con mucho arte, comienza a pintar con ocre anaranjado su rostro lavado. Lo hace con tanta precisión con sus largos y elegantes dedos que, para mí, es un placer observarle. Tiene un aspecto fantástico. Al fin, vuelvo a notar que se despierta en mí el deseo. Me mira, riendo.
—¿Por qué tú mirar siempre a mí, Corinne?
—Precioso, es muy bonito —manifiesto.
Pero Lketinga niega con la cabeza, explicando que esto es algo que no se debe decir, que trae mala suerte.
La ropa se seca rápidamente, lo recogemos todo y nos ponemos en marcha. Una vez en el pueblo, nos paramos para ir a la casa de chai en la que, aparte de té, sirven también mandazi, pequeñas tortas de maíz. El edificio es una construcción entre barraca y una gran manyatta. En el suelo hay dos fuegos donde hierve el chai. A lo largo de las paredes hay unas tablas que sirven de escaños. Tres viejos están sentados allí con dos moran. Se intercambian saludos.
—Supa moran!
—Supa —es la respuesta.
Pedimos té y, mientras los dos moran me examinan, Lketinga comienza la conversación utilizando siempre las mismas frases iniciales, que ya soy capaz de entender. Aquí se pregunta a cualquier desconocido por su nombre, la zona donde vive, cómo está su familia y sus animales, de dónde viene ahora y adónde se dirige. Después, se comentan incidencias que se han producido. Así funciona en la selva lo que en la ciudad realizan el periódico o el teléfono. Si uno se dirige a pie a algún lugar, se habla así con todas las personas con que uno se encuentra. Los dos moran quieren saber, además, quién es esa mzungu. Con eso la conversación ha terminado y abandonamos la casa de té.
La madre ha llegado y está remendando y arreglando nuestra vieja manyatta. El techo se vuelve a tapar con cartón o moquetas de sisal. En estos momentos no se dispone de boñigas. Lketinga se marcha a la selva con James para talar más arbustos de espinas. Quieren remendar el vallado y elevar su altura. Las personas que se quedaron en Barsaloi recibieron hace dos días la visita de dos leones que degollaron algunas cabras. Vinieron de noche y saltaron por la valla de espinas. Luego atraparon las cabras y desaparecieron en la oscuridad sin dejar huella. Como no había ningún guerrero en el pueblo, nadie los persiguió. Pero, a raíz de este incidente, se aumentó la altura de las vallas. Toda la zona habla de este percance. Hay que tener cuidado, porque volverán. En nuestro poblado les resultará más difícil, pues decidimos dejar el todoterreno aparcado junto a la choza, con lo que media plaza ya queda bloqueada.
Al caer la tarde, regresan nuestros animales. A causa del cencerro suizo, los oímos desde lejos y Lketinga sale a su encuentro. Es un hermoso espectáculo ver a los animales empujándose unos a otros para llegar pronto a casa. Delante, las cabras, y tras ellas las vacas.
Nuestra cena consiste en ugali. Lketinga no lo come hasta altas horas de la noche, cuando todos están dormidos. Al fin, podemos amarnos. No debemos hacer ruido, ya que la madre y Saguna duermen a una distancia de metro y medio de nosotros. Aun así, es hermoso sentir su piel sedosa y su deseo. Tras este juego de amor, Lketinga susurra:
—Ahora tú tener bebé.
Sus palabras convencidas me hacen reír. A la vez me doy cuenta de que hace ya bastante tiempo que no me ha venido la regla. Pero lo atribuyo más bien a mi salud deteriorada que a un embarazo. Pensando en un bebé, me duermo feliz.
Durante la noche me despierto con retortijones en el vientre. Un instante después, noto que me viene una diarrea. El pánico se apodera de mí. Con mucho cuidado, le doy un empujón a Lketinga, pero está profundamente dormido. ¡Dios mío, jamás encontraré la abertura en la valla! Además, puede que los leones anden por allí. Sin hacer ruido, abandono la manyatta y miro brevemente a mi alrededor para ver si hay alguien cerca. Después, me pongo en cuclillas tras el todoterreno, y ya empieza. No puedo parar. Siento mucha vergüenza, porque sé que es una falta grave hacer este tipo de necesidades dentro del poblado. De ninguna manera debo utilizar papel. Me limpio, pues, con mi ropa interior, que escondo bajo el todoterreno, en el chasis. Echo arena sobre el desastre que he dejado, esperando que por la mañana no quede ningún vestigio de esa pesadilla. Atemorizada, regreso a la manyatta. Nadie se despierta, solo Lketinga emite un breve gruñido.
¡Ojalá no me venga otra oleada! La cosa va bien hasta la mañana. Entonces tengo que meterme a toda prisa en la selva. La diarrea continúa y, de nuevo, me tiemblan las piernas. De vuelta al poblado, echo una rápida mirada a la zona contigua al todoterreno y, con gran alivio, compruebo que ya no se ve nada de mi desgracia nocturna. Seguramente, algún perro vagabundo se habrá encargado de los restos. Le cuento a Lketinga que tengo problemas y que he pensado ir a pedir medicinas en la misión. Pero, pese a las pastillas de bicarbonato, la diarrea persiste durante todo el día. La madre me trae cerveza casera y me dice que beba un litro. Tiene un aspecto horrible y el sabor es aún peor. Después de dos tazas, se nota al menos el efecto del alcohol y me paso medio día adormilada.
Llega un momento en que aparecen los muchachos. Lketinga está en el pueblo y puedo disfrutar de la conversación con ellos sin que nadie nos moleste. Hablamos de Dios y del mundo, de Suiza, de mi familia y de la boda que espero se celebre pronto. James me admira y se siente orgulloso de que su hermano, que, a sus ojos, es bastante complicado, vaya a tener una mujer blanca y buena. Ellos cuentan muchas cosas sobre el severo colegio y de lo que cambia la vida si uno puede ir a un colegio. Ahora hay muchas cosas en casa que ya no entienden. Citan ejemplos que nos hacen reír a todos.
Durante la conversación, James pregunta por qué no me dedico a algún negocio con mi todoterreno. Podría traer maíz o sacos de azúcar para los somalíes, transportar gente, etcétera. Por el estado de las carreteras, la idea no acaba de entusiasmarme, pero le digo que, después de la boda pienso dedicarme a algo que me dé algún dinero. Lo que más me apetecería sería tener una tienda en la que se pudieran comprar todos los comestibles. Pero, de momento, no es más que un deseo. Actualmente estoy demasiado débil, y primero necesito el permiso para casarme, y luego ya quizá me permitan trabajar. Los muchachos se muestran fascinados por la idea de una tienda. James afirma que dentro de un año escaso, cuando haya terminado en el colegio, quiere ayudarme. La idea resulta tentadora, pero un año es mucho tiempo.
Lketinga regresa, y, poco después, los muchachos se marchan respetuosos. Quiere saber de qué hemos estado hablando. Le cuento la vaga idea de una tienda. Para sorpresa mía, también él se deja arrastrar por el proyecto. Sería la única tienda masai a la redonda, y los somalíes se quedarían sin clientes, pues la gente vendría encantada a la tienda de alguien de su misma tribu. Después se me queda mirando y dice que costará mucho dinero, pregunta si yo tengo tanto. Le tranquilizo, diciendo que en Suiza me queda algo. Pero hay que pensárselo todo muy bien.