Fuera, el aire está muy cargado y los gases de los coches jamás me han resultado tan desagradables. Son las cuatro de la tarde y tengo todos los papeles en regla. Quisiera alegrarme, pero estoy demasiado agotada. Tenemos que volver a la zona donde podremos encontrar un alojamiento. Ya tras haber recorrido unos cientos de metros me empiezo a marear. Tengo la sensación de que las piernas se me van a doblar.
—¡Darling, ayúdame!
Lketinga pregunta:
—Corinne, ¿qué ser problema?
Todo me da vueltas. Tengo que sentarme, pero no hay ningún restaurante cerca. Me apoyo en el alféizar de un escaparate y me siento enferma y con una sed inmensa. A Lketinga le resulta violento, pues los primeros transeúntes empiezan a detenerse. Quiere arrastrarme, pero no consigo avanzar sin apoyarme en él. Me arrastran en dirección al alojamiento.
De repente me entra claustrofobia. La gente que viene en sentido contrario se va desdibujando ante mis ojos. ¡Y esos olores! En todas las esquinas están friendo pescado, mazorcas de maíz o carne. Me siento muy mal. Si no me alejo inmediatamente de esta calle voy a vomitar en el acto. Hay una cervecería cerca. Entramos. Quiero una cama. Primero no quieren dármela, pero cuando nuestro acompañante dice que no puedo seguir caminando, nos llevan a una habitación en el primer piso.
Es un típico hotel de citas. En la habitación el sonido machacón de la música kikuyu se oye casi con la misma intensidad que en el bar del piso de abajo. Me dejo caer en la cama, y, en el acto, siento náuseas. Insinúo que voy a vomitar. Lketinga me ayuda y me arrastra al retrete apoyada en él. Pero no consigo llegar. Ya en el pasillo echo por la boca el primer chorro. En el retrete, sigo vomitando. No paro hasta que ya no sale más que bilis de color amarillo. Con las piernas temblorosas, regreso a la habitación. Me resulta violento haberlo ensuciado todo. Me tumbo en la cama y tengo la sensación de morirme de sed. Lketinga me va a buscar Schweppes. Vacío la botella de un tirón, luego otra y otra más. De repente, tengo frío. Tirito como si estuviera metida en una nevera. Cada vez es peor. Los dientes me castañetean tanto que me duele la mandíbula, pero no puedo hacer nada por impedirlo.
—Lketinga, ¡tengo frío, dame las mantas!
Lketinga me da una manta, pero no sirve de nada. Jomo se marcha y trae dos más de la pensión. Pese a las muchas mantas, noto mi cuerpo rígido y tembloroso. Quiero té, té muy, muy caliente. Tengo la sensación de que pasan horas hasta que por fin me lo traen. Como tiemblo tanto, apenas puedo beberlo. Tras dos o tres tragos el estómago ya empieza otra vez a devolver. Pero no puedo salir ya de la cama. Lketinga se va corriendo y trae una de las palanganas que hay en todas las duchas. Vomito todo lo que he bebido.
Lketinga está desesperado. Me pregunta constantemente qué me pasa, pero yo tampoco lo sé. Tengo miedo. Los escalofríos ceden y me siento débil como un flan. Me duele todo el cuerpo. Estoy tan agotada como si durante horas hubiera corrido como una loca para escapar de un gran peligro. Ahora noto que empiezo a arder. Al cabo de poco tiempo tengo todo el cuerpo empapado. El pelo está pegajoso. Tengo la sensación de quemarme viva. Ahora quiero una Coca-Cola muy fría. De nuevo, me tomo la bebida ávidamente de un tirón. Tengo que ir al lavabo. Lketinga me lleva, y ya comienza la diarrea. Estoy contenta de tener a Lketinga a mi lado, aunque está completamente desesperado. De nuevo en la cama, solo quiero dormir. Tampoco puedo hablar. Medio adormilada, escucho las voces de los dos, que son más bajas que la musiquilla del bar de abajo.
Se inicia un nuevo ataque. El frío se me está metiendo en el cuerpo, y poco después ya estoy otra vez tiritando. Aterrada, me agarro a la cama como puedo.
—Darling, ¡ayúdame! —suplico.
Lketinga se coloca sobre mí con la mitad de su cuerpo, y yo sigo tiritando. Nuestro acompañante permanece de pie a nuestro lado, diciendo que, por lo visto, tengo la malaria y hay que llevarme a un hospital. En mi cabeza retumban las palabras: ¡malaria, malaria, malaria! De un segundo a otro dejo de temblar y el sudor me sale por todos los poros de la piel. Las sábanas están empapadas. ¡Sed, sed! Tengo que beber. La dueña de la pensión asoma la cabeza por la puerta. Cuando me ve, la oigo decir:
—Mzungu, malaria, hospital.
Pero yo niego con la cabeza. No quiero que me lleven a un hospital aquí en Nairobi. He oído tantas cosas horrorosas. ¡Y Lketinga! Solo en Nairobi está perdido.
La patrona se marcha y regresa con unos polvos contra la malaria. Los tomo disueltos en agua, y me siento cansada. Cuando vuelvo a despertarme, todo está a oscuras. Tengo la cabeza como un bombo. Llamo a Lketinga, pero no hay nadie. Después de minutos u horas, no lo sé, Lketinga entra en la habitación. Estuvo abajo en el bar. Percibo el olor a cerveza, y ya se me revuelve otra vez el estómago. Durante la noche, un escalofrío sigue a otro.
Cuando me despierto por la mañana, oigo cómo los dos discuten. Se trata de la fiesta en casa. Jomo se acerca a la cama y pregunta cómo me siento. Muy mal, replico. ¿No vamos a regresar hoy? Para mí es imposible. Tengo que ir al lavabo. Me tiemblan las piernas y apenas me aguanto en pie. Empiezo a pensar que tendría que comer algo.
Lketinga baja y regresa con un plato lleno de trozos de carne. Cuando percibo el olor de la comida, se me contrae el estómago que, entretanto, ha empezado a dolerme espantosamente. Ya estoy otra vez vomitando. No sale más que un poco de líquido amarillo, pero precisamente esa forma de vómito duele terriblemente. Debido a las arcadas empieza, además, la diarrea. Me siento fatal y tengo la sensación de tener las horas contadas.
Al día siguiente por la noche, me quedo dormida una y otra vez durante las olas de calor y pierdo toda noción del tiempo. La musiquilla me crispa tanto los nervios que me echo a llorar y me tapo los oídos. Parece que Jomo se empieza a cansar de todo eso, pues dice que se marcha para ir a ver a unos parientes, pero que dentro de tres horas volverá. Lketinga cuenta nuestro dinero en metálico y tengo la sensación de que falta algo. Pero me da lo mismo. Empiezo a comprender que si no hago nada no saldré viva de Nairobi, ni siquiera de esa horrible pensión.
Lketinga sale a buscar comprimidos de vitaminas y un remedio indígena contra la malaria. Me trago las pastillas como puedo. Si tengo que vomitar, inmediatamente me trago otra. Ya es medianoche, y Jomo aún no ha vuelto. Nos preocupamos, ya que esta zona de Nairobi es peligrosa. Lketinga no duerme y se ocupa de mí con mucho cariño.
Los ataques han cedido algo gracias al remedio, pero me siento tan débil que ni siquiera puedo levantar los brazos. Lketinga está desesperado. Quiere ir a buscar a nuestro acompañante, pero sería una locura en esta ciudad desconocida para él. Tenemos que abandonar Nairobi tan pronto como nos sea posible. Mastico las pastillas de vitaminas como si fueran bombones. Poco a poco empiezo a tener la cabeza algo más clara. Si no quiero reventar aquí tengo que reunir mis últimas fuerzas. Mando a mi darling a comprarme fruta y pan. ¡Sobre todo, nada que huela a comida! Hago un inmenso esfuerzo por ingerir trozo tras trozo. Mis labios cortados me escuecen horrorosamente al comer la fruta, pero tengo que reunir fuerzas para poderme marchar. Jomo nos ha dejado en la estacada.
El simple miedo a que Lketinga pueda trastornarse me da fuerzas. Voy a intentar lavarme para sentirme mejor. Mi darling me lleva a la ducha y a duras penas consigo ducharme. Después de tres días, pido al fin sábanas limpias. Quiero andar unos cuantos pasos hasta que me las hayan cambiado. En la calle me siento mareada, pero quiero conseguirlo. Andamos tal vez unos cincuenta metros que me parecen cincuenta kilómetros. Tengo que volver, pues mi estómago no soporta la pestilencia de la calle. Pero me siento orgullosa de mi esfuerzo. Prometo a Lketinga que mañana nos iremos de Nairobi. Cuando vuelvo a estar acostada en la cama, agotada, desearía encontrarme en Suiza en casa de mi madre.
Por la mañana, un taxi nos lleva a la estación de autobuses. Lketinga se siente intranquilo, pues cree que dejamos plantado al otro. Pero después de dos días de espera tenemos derecho a marcharnos, ya que, además, la fiesta de Lketinga está cada vez más próxima.
El viaje a Isiolo se me hace eterno. Lketinga tiene que sostenerme para que no me caiga del asiento en las curvas porque no tengo fuerzas. En Isiolo, Lketinga propone pasar allí la noche, pero quiero ir a casa. Al menos, quisiera llegar hasta Maralal. Tal vez vea allí a Jutta o a Sophia. Me arrastro hasta la misión y subo al coche mientras Lketinga se despide de los misioneros. Quiere sentarse al volante, pero no puedo asumir esta responsabilidad. Nos encontramos en una ciudad pequeña, y en las calles abundan los controles.
Pongo el coche en marcha y apenas tengo fuerzas para apretar a fondo el pedal del embrague. Los primeros kilómetros aún están asfaltados, después empieza la carretera de tierra apisonada. Durante el viaje paramos para recoger a tres samburu que quieren ir a Wamba. Mientras conduzco, no pienso en nada y me limito a concentrarme en la carretera. Reconozco los baches desde lejos. No me doy cuenta de lo que ocurre en el coche. Solo cuando alguien enciende un cigarrillo, exijo que lo apague en el acto, pues me haría vomitar. Noto cómo protesta mi estómago. ¡Sobre todo, no parar y no vomitar ahora, sería un excesivo desgaste de energía! El sudor me chorrea por todo el cuerpo. Constantemente me paso el dorso de la mano por la frente para que no me entre en los ojos. Mientras conduzco por la interminable carretera no aparto de ella la vista ni por un segundo.
Se está haciendo de noche y van apareciendo luces, estamos en Maralal. Me cuesta creerlo, pues iba conduciendo sin noción del tiempo. Aparco el coche inmediatamente ante nuestra pensión. Apago el motor y miro a Lketinga. Y noto que mi cuerpo se va haciendo cada vez más ligero. Después todo es oscuridad.