EL TODOTERRENO

Tras quince días empiezo a entender que no puedo pasar más tiempo con aquella comida que consiste siempre en lo mismo, pese a que todos los días tomo una tableta de vitaminas. Ya he perdido algunos kilos, lo noto en las faldas, que me quedan cada vez más anchas. Quiero quedarme aquí, eso es seguro, pero no quiero morirme de hambre. También echo en falta el papel higiénico, y los pañuelos de papel, que también se me están acabando. A pesar de mi buena voluntad, no consigo acostumbrarme al método de los samburu de limpiarse con piedras, aunque reconozco que ese es un método más ecológico que dejar tirado mi papel blanco tras los arbustos.

No tardo en adoptar una decisión firme. Necesito un coche. Claro que solo puede tratarse de un todoterreno, cualquier otro coche resultaría inútil aquí. Se lo comento a Lketinga y él, a su vez, habla con su madre, a quien esa idea le parece absurda. Un coche es algo propio de habitantes de otro planeta, con mucho, mucho dinero. Jamás ha ido en coche. Y la gente, ¿qué dirá la gente? No, la madre no se siente precisamente feliz, pero entiende mi problema, que es el de todos, la comida.

La idea de tener un todoterreno y ser independiente me espolea enormemente. Pero como mi dinero se encuentra en Mombasa, eso implica que tengo que volver a enfrentarme una vez más con aquel largo viaje. Tengo que pedirle a mi madre que organice el abastecimiento de dinero desde mi cuenta de Suiza mediante transferencia al Barclays Bank de Mombasa. Le estoy dando vueltas y vueltas y espero que Lketinga me acompañe, porque no tengo ni idea de dónde puedo conseguir un coche. No he visto que existan concesionarios de coches como es habitual en Suiza. Tampoco tengo idea de cómo se consigue la documentación y la matrícula. Pero sí sé una cosa: volveré con un coche.

Una vez más me enfrento con la desagradable visita a la misión. Esta vez me abre el padre Roberto. Le explico mi plan y le pregunto cuándo podría acompañarle a Maralal. Cortésmente, contesta que vuelva dentro de dos días, quizá baje entonces a la ciudad.

Antes de la salida, Lketinga me explica que no me va a acompañar. No quiere ir nunca más a Mombasa. Me siento decepcionada, pero, aun así, le entiendo después de todo lo que sucedió. Nos pasamos la mitad de la noche hablando, y noto su miedo a que yo no regrese. También su madre comparte esa opinión. Una y otra vez prometo estar de vuelta, a más tardar, en una semana. Por la mañana se nota en todos un aire abatido. Me cuesta un gran esfuerzo mostrarme alegre.

Una hora después, estoy sentada al lado del padre Roberto. Tomamos un camino nuevo, desconocido para mí, a Baragoi, en la región de Turkana, y solo después nos dirigimos a Maralal. Esta carretera no pasa por zonas de orografía abrupta, y casi nunca tenemos que recurrir a la tracción de las cuatro ruedas. En cambio, abundan piedrecitas puntiagudas que podrían provocar un reventón, y el trayecto es el doble de largo, casi cuatro horas hasta Maralal. Poco después de las dos de la tarde llegamos a la ciudad. Cortésmente, doy las gracias y me dirijo a la pensión para depositar mi bolsa. Pasaré allí la noche, porque el autocar no sale hasta las seis de la madrugada. Para pasar el tiempo, doy un paseo por Maralal. De repente, oigo mi nombre. Me vuelvo, sorprendida, y para mi alegría descubro a mi salvador, Tom. Resulta agradable descubrir un rostro conocido entre todas aquellas numerosas caras que no dejan de examinarme.

Le cuento mi proyecto. Me da a entender que será difícil, porque en Kenia apenas hay oferta de coches usados. Pero se informará. Hace dos meses hubo alguien en Maralal que intentó vender su todoterreno. Tal vez no lo haya vendido aún. Quedamos en encontrarnos en mi pensión a las siete de la tarde.

¡Eso es lo mejor que podía pasarme! De hecho, Tom aparece incluso media hora antes diciendo que tenemos que ir a ver enseguida ese todoterreno. Le acompaño llena de esperanza. Es un coche ya viejo, pero se ajusta exactamente a lo que yo buscaba. Negocio con el propietario, un hombre gordo de la tribu de los kikuyu. Tras un largo regateo nos ponemos de acuerdo en dos mil quinientos francos. Apenas puedo creerlo, pero intento mantener la cabeza fría cuando sellamos el trato con un apretón de manos. Le explico que tengo el dinero en Mombasa y que estaré de vuelta dentro de cuatro días para pagar el coche. Que de ninguna manera debe vendérselo a otra persona, pues confío en él. No quiero pagar nada a cuenta, porque el vendedor no parece muy digno de confianza. Con una sonrisa irónica me asegura que esperará cuatro días. Mi salvador y yo abandonamos al kikuyu y nos vamos a comer. Feliz por haberme quitado de encima algunas preocupaciones, le prometo que alguna vez le invitaré a él y a su mujer a un safari.

El viaje a Mombasa transcurre sin problemas. Priscilla se pone contentísima al verme aparecer en el poblado. Nos contamos muchas cosas. El que yo quiera levantar mi casita aquí y trasladarme a vivir para siempre con los samburu la pone triste y, además, muestra cierta preocupación. Todo lo que no puedo llevarme se lo regalo, incluso mi preciosa cama.

A la mañana siguiente salgo para Mombasa. Allí saco el dinero necesario, algo que no resulta tan sencillo. Una transacción bancaria como esa exige mucha paciencia. Al cabo de dos horas estoy en posesión de una gran cantidad de billetes que intento esconder entre la ropa. También el banquero me dice que ese dinero representa aquí una fortuna inmensa y que por él habría muchos dispuestos a asesinarme. Me siento inquieta al abandonar el banco, pues mucha de la gente que estaba esperando me ha visto guardar el dinero. Colgada de un hombro llevo la pesada bolsa de viaje, abarrotada con la ropa que aún tenía en Mombasa. En la mano derecha sostengo un garrote, como aprendí de Rambo-Jutta. En caso de necesidad, lo utilizaría sin pensarlo dos veces.

Cambio constantemente de acera para poder comprobar si me sigue alguien. Solo al cabo de aproximadamente una hora me atrevo a ir a la estación de autobuses para comprar el billete para el autocar nocturno a Nairobi. Después, regreso al centro y me siento en el hotel Castel. Es el más caro de Mombasa, y la dirección es suiza. Al fin, puedo volver a comer al estilo europeo, aunque a precios altísimos. Pero qué más da, no sé cuándo volveré a tener ocasión de comer ensalada o patatas fritas.

El autocar sale puntualmente, y me alegra la idea de volver a estar pronto en casa y demostrarle a Lketinga que puede confiar en mí. No ha transcurrido ni una hora y media cuando el conductor da un volantazo y, poco después, el autocar se queda clavado. La gente empieza a alborotarse y todos hablan a la vez. El conductor comprueba que el autocar tiene un reventón en una rueda trasera. Ahora todos bajan. Algunos se sientan al borde de la carretera y sacan pañuelos o mantas de lana. Es noche cerrada, y se mire a donde se mire, no se ve ningún poblado. Me dirijo a un hombre que lleva gafas, porque supongo que alguien con gafas de montura dorada debe de hablar inglés. Efectivamente, me entiende y dice que la cosa va para largo, porque también la rueda de recambio está estropeada y ahora tendremos que esperar hasta que venga algún vehículo en dirección contraria y que alguno de los pasajeros pueda ir en él a Mombasa. Allí tendrá que organizar el envío de una rueda de recambio.

¡No es posible que envíen un autocar repleto hasta el último asiento sin una rueda de recambio en condiciones para un largo viaje de noche! A la mayoría de los pasajeros aquello no parece molestarles demasiado. Se sientan o se tumban sencillamente al borde de la carretera. Hace frío y estoy tiritando. Tras tres cuartos de hora viene, al fin, un vehículo en dirección contraria. Nuestro conductor se pone en medio de la carretera y agita los brazos. El coche se detiene y el hombre sube a él. Ahora, de nuevo, hay que esperar, por lo menos tres horas, puesto que cuando ocurrió el reventón ya llevábamos hora y media de viaje.

Pienso en mi largo viaje de regreso, y me entra el pánico. Cojo mi bolsa y, decidida, me coloco en la carretera para parar el siguiente coche que pase. No transcurre mucho tiempo hasta que veo a lo lejos dos faros encendidos. Agito los brazos como una loca. Un hombre me da una linterna y me dice que sin ella no tardaré en estar muerta. Por el nivel de las luces reconoce que se trata de un autocar. Efectivamente, a poca distancia de mí, rechinan los neumáticos, y se detiene un autocar del safari Maraika. Explico que tengo que ir a Nairobi sin pérdida de tiempo y pregunto si puedo ir con ellos. Parece tratarse de una empresa hindú, pues la mayoría de los pasajeros del autocar son de ese origen. Después de haber pagado otra vez el precio del viaje, me dejan subir al autocar.

¡Gracias a Dios he salido de la carretera, con la gran cantidad de dinero que llevo encima! Voy dormitando y, seguramente, ya me ha vencido el sueño cuando vuelven a oírse voces en el silencioso autocar. Adormilada, miro afuera, a la oscuridad, y compruebo que también ese autocar está parado al borde de la carretera. Muchos pasajeros han bajado ya y permanecen de pie. También yo bajo y miro los neumáticos. Todos están en perfecto estado. Solo ahora veo que el capó del motor está abierto y me entero de que se ha roto la correa de transmisión.

—¿Y ahora qué pasa? —le pregunto a alguien.

Me contesta que es difícil, que aún nos encontramos a dos horas de distancia de Nairobi y los talleres no vuelven a abrir hasta las siete. Solo allí se podrá encontrar una correa de recambio. Me aparto para que nadie vea las lágrimas que empiezan a rodar por mis mejillas.

¡En una misma noche me he quedado encallada por segunda vez en esa condenada carretera con dos autocares distintos! Hoy ya es el tercer día, y a las siete de la mañana tengo que alcanzar en Nairobi el autocar que va a Nyahururu, para poder tomar al día siguiente el único autocar en dirección a Maralal. Si no, cabe la posibilidad de que el kikuyu venda a otro el coche reservado para mí. Me siento desesperada ante tanta mala suerte precisamente ahora, cuando cada hora tiene un enorme valor. Una misma idea no deja de martillear en mi cabeza: ¡tengo que llegar a Nairobi antes de la mañana!

Dos turismos pasan a nuestro lado, pero tengo demasiado miedo a subir a coches particulares. Cuando han transcurrido dos horas y media, reconozco de nuevo las grandes luces de un autocar. Me coloco en la carretera con dos mecheros encendidos, esperando que el conductor me vea. Se detiene, ¡y es mi primer autocar! Riendo, el conductor me abre la puerta y subo avergonzada. En Nairobi justo me queda tiempo de tomar un chai y de devorar un poco de pastel. Poco después ya estoy sentada en el segundo autocar para Nyahururu. Me duelen la espalda, las cervicales y las piernas. Pero me consuela el que, pese a la gran cantidad de dinero que llevo encima, sigo con vida y podré cumplir el horario previsto.

El corazón me late con fuerza cuando entro en Maralal en la tienda del kikuyu. Tras el mostrador hay una mujer de pie que no entiende inglés. De su suahili entiendo incluso que su marido no está y que vuelva mañana. ¡Qué irritante es que las preocupaciones y la incertidumbre no acaben nunca!

Hacia el mediodía del día siguiente diviso, al fin, aquel rostro rechoncho. También el todoterreno sigue allí ante la tienda, atestado hasta arriba de equipaje. Me saluda brevemente y continúa vaciando el coche con diligencia. Permanezco a su lado un tanto desconcertada. Cuando descarga el ultimo saco, pretendo pasar a nuestro negocio. Se frota las manos, un poco cortado, y al fin explica que tiene que pedirme mil francos más al cambio, porque hay otra persona interesada en el coche.

Tengo que hacer un gran esfuerzo por controlarme y le digo que traigo el dinero acordado y no más. Se encoge de hombros, contestando que puede esperar hasta que haya conseguido el resto. Imposible, pienso, pasarán días hasta que llegue dinero de Suiza, y no estoy dispuesta a volver a Mombasa. Él me deja simplemente plantada y pasa a atender a otras personas. Salgo corriendo de la tienda en dirección a la pensión. ¡Ese cabrón de mierda! Podría matarle.

Ante mi pensión está aparcado el todoterreno del gerente del alojamiento para turistas. Tengo que atravesar el bar para llegar al patio trasero, donde se encuentran los dormitorios. El gerente me reconoce en el acto y me invita a tomar una cerveza. Me presenta a su acompañante que trabaja en el registro de Maralal. Primero hablamos de cosas sin importancia, pero, naturalmente, tengo interés por saber si Jutta sigue aún en la zona. Desgraciadamente no, se ha marchado por algún tiempo a Nairobi para volver a ganar dinero con sus dibujos.

Finalmente, menciono mi mala suerte con el todoterreno. El gerente se ríe, diciendo que ese ya no vale ni dos mil francos, pues, de lo contrario, hace mucho tiempo que estaría vendido. Al haber tan pocos coches por aquí, uno los conoce todos. Pero estoy dispuesta a pagar mis dos mil quinientos francos con tal de conseguirlo. Me ofrece su ayuda y, con su coche, regresamos otra vez a la tienda del kikuyu. Discuten durante un buen rato hasta que, al fin, tengo mi coche. El gerente me explica que el kikuyu tiene que entregarme la documentación del coche y que tenemos que ir juntos al registro para el cambio de nombre, puesto que aquí un coche se compra incluyendo la matrícula y el seguro. El gerente insiste en que formalicemos la compraventa con él de testigo y que, a continuación, vayamos inmediatamente al registro. Poco antes de la hora de cierre de la oficina, tengo la documentación con el cambio de nombre en mis manos. Aquello me ha costado otros cien francos más, pero me siento feliz. El kikuyu me tiende la llave y me desea mucha suerte con el coche.

Como nunca antes he conducido semejante vehículo, le pido que me lo explique todo y le acompaño con el todoterreno de vuelta a su tienda. La calle está llena de baches y el volante tiene mucho juego, como compruebo ya al cabo de cinco metros. Las marchas son duras, el freno, en cambio, tarda en actuar. Y, naturalmente, me hundo en el primer bache, y mi copiloto se agarra asustado a la guantera.

—¿Tiene carnet de conducir? —pregunta desesperado.

Yes —contesto escuetamente, e intento volver a meter la marcha, cosa que consigo tras algunos intentos fallidos.

De nuevo, interrumpe mi concentrada conducción, diciendo que estoy circulando por el lado equivocado. ¡Mierda! ¡Me había olvidado de que aquí hay que ir por la izquierda! El kikuyu baja, aliviado, ante su tienda. Continúo bajando hasta la escuela para familiarizarme con el todoterreno fuera del alcance de las miradas. Tras algunas vueltas, domino el vehículo pasablemente.

Ahora me dirijo a la gasolinera, porque el indicador de gasolina solo marca un cuarto. El somalí que tiene la concesión de la gasolinera, lamenta no poder venderme gasolina por el momento. «¿Cuándo volverá a tener?», pregunto con optimismo. Esta noche o mañana, hace mucho que tienen que enviársela, pero nunca se sabe con exactitud cuándo llegará. ¡Ya estoy de nuevo ante otro problema! Ahora tengo coche pero no gasolina.

¡Parece una auténtica burla! De vuelta en la tienda del kikuyu, le pido gasolina. Dice no tener, pero, al menos, me indica un lugar donde puedo comprarla a precio de mercado negro. Consigo veinte litros y pago un franco por litro. Pero no es suficiente para ir a Barsaloi y volver. Voy a ver al gerente de la pensión para turistas y, efectivamente, me venden veinte litros. Ahora estoy contenta y me propongo dirigirme mañana, después de haber hecho la compra, directamente a Barsaloi.