VIENES A MI CASA

De momento, no sé qué hacer. Tengo el visado, pero Lketinga se ha marchado. Priscilla está en su casita con dos guerreros. Cuento lo ocurrido, y los dos se lo hacen traducir por ella. Por último, Priscilla me aconseja que olvide a Lketinga, a pesar de que es un buen muchacho. O bien está realmente enfermo o los demás le han pasado algún deseo malo que le obliga a regresar con su madre, pues en Mombasa está perdido con su enfermedad. Tiene que ir a un curandero. Yo no puedo ayudarle. Y también es peligroso que yo, una mujer blanca, me enfrente con todos.

Estoy desesperada y ya no sé qué y, sobre todo, a quién creer. Solo mis sentimientos me dicen que se han llevado a Lketinga contra su voluntad antes de mi regreso. Esa misma noche los primeros guerreros vienen a mi casita para hacerme proposiciones sexuales. Cuando el segundo me explica sin tapujos que lo necesito a él como boyfriend, ya que Lketinga está loco y no va a volver, los echo a todos, furiosa por tanta impertinencia. Cuando se lo cuento a Priscilla, se limita a reír, diciendo que todo eso es normal, que no debo verlo con tantos prejuicios. Obviamente, ni siquiera ella ha entendido aún que no quiero a cualquiera, sino que he dejado por Lketinga todo lo que tenía en Suiza, toda mi vida.

Al día siguiente escribo una carta a su hermano James, que está en Maralal. Quizá sepa algo más. Ahora pasarán con toda seguridad dos semanas antes de que me llegue una respuesta. Dos largas semanas en las que no sabré qué ha sucedido, ¡me volveré loca! Al cuarto día no aguanto más. Sin decírselo a nadie, decido partir y pasar por el largo viaje a Maralal. Allí ya veré lo que hago después, pero no pienso desistir, ¡todos ellos se van a llevar una buena sorpresa! Ni siquiera a Priscilla le hablo de mis planes, pues ya no me fío de nadie. Cuando se marcha a la playa para vender kangas, cojo mi bolsa de viaje y desaparezco en dirección a Mombasa.

De nuevo recorro nada menos que mil cuatrocientos kilómetros y llego a Maralal al cabo de dos días. Me alojo por cuatro francos en la misma pensión de la última vez, y la dueña se sorprende al volver a verme después de tan poco tiempo. En la exigua habitación me tumbo en el camastro y me pongo a reflexionar. ¿Y ahora qué? Mañana iré a ver al hermano de Lketinga.

Primero tengo que convencer al director del colegio hasta que consigo que se muestre dispuesto a mandar buscar a James. También a él se lo cuento todo y me dice que, si le dan permiso, me llevará hasta donde vive su madre. Tras un largo tira y afloja el director da su conformidad, pero antes tengo que encontrar un coche que nos lleve a James y a mí a Barsaloi. Contenta de haber conseguido tanto con mi pobre inglés, recorro Maralal preguntando por todas partes quién posee un coche. Los pocos que tienen uno son casi todos somalíes. Pero cuando digo adónde pretendo ir, o bien se ríen de mí o piden precios que se me antojan astronómicos.

En mi segundo día de búsqueda me topo con mi antiguo salvador, Tom, quien buscó y encontró a Lketinga. También él quiere saber dónde está. De nuevo, se hace cargo de mi situación e intentará conseguir un coche, pues el color de mi piel haría que el precio se quintuplicara. Y, realmente, al mediodía estamos los dos sentados en un todoterreno que logró alquilar por doscientos francos con chófer incluido. Voy a ver a James para decirle que no es necesario que me acompañe, ya que Tom está dispuesto a hacerlo.

El todoterreno atraviesa Maralal y luego enfila por una desierta carretera de barro rojo. Al cabo de poco tiempo llegamos a un bosque tupido formado por árboles gigantescos cubiertos de lianas. La vista no alcanza ni dos metros en el interior de la selva. Pronto incluso la carreterita se distingue ya solo por las rodadas dejadas por los neumáticos. El resto ha quedado cubierto por la vegetación. Desde la parte trasera del todoterreno no veo gran cosa. Solo cuando, de tiempo en tiempo, el coche parece a punto de volcar, me doy cuenta de que el camino ha de ser muy empinado y oblicuo. Cuando al cabo de una hora abandonamos el bosque, nos encontramos ante inmensos bloques de roca. ¡Por aquí es imposible seguir! Pero mis dos acompañantes bajan y desplazan algunas piedras. Luego, el vehículo atraviesa lentamente y con gran estrépito la escombrera. Ahora sí comprendo por qué el precio fue tan elevado. Ahora estaría dispuesta a pagar más. Será un milagro que logremos llegar al otro lado sin que el coche se estropee. Pero lo conseguimos. El chófer es un excelente conductor.

De vez en cuando pasamos ante manyattas y niños con rebaños de cabras o de vacas. Estoy nerviosa. ¿Cuándo llegaremos al fin? ¿Será aquí donde tiene su vivienda mi darling o hacemos todo ese esfuerzo en vano? ¿Existe aún alguna posibilidad? Voy rezando en voz baja. Mi salvador, en cambio, está completamente tranquilo. Al fin, atravesamos el ancho lecho de un río y, tras dos o tres curvas, diviso algunas sencillas cabañas de adobe y más arriba, en una loma, un inmenso edificio que contrasta en el paisaje como un oasis, verde y hermoso.

—¿Dónde estamos? —pregunto a mi acompañante.

—Esto es el poblado de Barsaloi y lo de allá arriba la nueva misión recientemente construida. Pero primero iremos a las manyattas para ver si Lketinga está en casa de su madre —me explica.

Pasamos cerca de la misión, y me asombra tanto verde, pues la zona es muy seca, como un semidesierto o una sabana.

Después de trescientos metros doblamos y empieza el traqueteo por la estepa. Dos minutos más tarde, el vehículo se detiene. Tom baja y me invita a seguirle lentamente. Al chófer le pide que espere. Bajo un gran árbol de copa casi plana están sentados varios adultos y niños. Mi acompañante se va acercando a la gente, mientras yo espero a una distancia prudencial. Todos miran hacia mí. Tras una prolongada charla con una vieja, regresa, diciendo:

—Corinne, ven, su madre me ha dicho que Lketinga está aquí.

Caminamos entre matorrales altos, llenos de espinas, y llegamos a tres manyattas muy sencillas que se encuentran a una distancia de aproximadamente cinco metros la una de la otra. Ante la del centro, hay dos largas lanzas clavadas en el suelo. Tom las señala, diciendo:

—Está aquí dentro.

No me atrevo a moverme, así que es él quien se inclina y entra. Como me encuentro a poca distancia tras él, su espalda me impide ver. Oigo hablar a Tom y poco después la voz de Lketinga. Ahora no aguanto más y paso adentro. ¡Con qué sorpresa y alegría, más aún, con qué incredulidad, me mira Lketinga en ese momento! Aquello es algo que no olvidaré en toda mi vida. En la semioscuridad, está echado sobre una piel de vaca en el pequeño recinto, tras el fuego, y de repente se echa a reír. Tom se aparta para dejarme algo de espacio, y me echo en los brazos extendidos de Lketinga. Durante un largo rato permanecemos abrazados.

—Yo siempre saber que si tú quererme, tú venir a mi casa.

Este volver a vernos, o mejor, este reencuentro, es más hermoso que todo lo que he vivido hasta entonces. En ese minuto sé que me quedaré aquí, incluso si lo único que tenemos es a nosotros mismos. Lketinga expresa exactamente lo que estoy sintiendo, cuando dice:

—Ahora tú ser mi mujer, tú quedar conmigo como mujer samburu.

Me siento inmensamente feliz.

Mi acompañante me dirige una mirada llena de escepticismo y pregunta si, realmente, quiero que vuelva solo a Maralal con el todoterreno. Será difícil aquí para mí. Casi no hay comida y tendré que dormir en el suelo. Tampoco puedo ir a pie a Maralal. A mí, todo eso me da igual, y le digo:

—Donde vive Lketinga, también yo puedo vivir.

Durante un breve instante se hace oscuro en el interior de la cabaña. La madre de Lketinga pasa por el pequeño agujero de la entrada. Se sienta frente al fuego y me mira durante un largo rato en silencio con expresión sombría. Soy consciente de que estos minutos son decisivos y permanezco callada. Permanecemos sentados, con las manos unidas y los rostros encendidos. Si con ellos fuéramos capaces de producir luz, la cabaña estaría completamente iluminada.

Lketinga solo habla unas pocas palabras con ella, y lo único que entiendo de vez en cuando es mzungu o «Mombasa». Su madre no me quita la vista de encima. Es intensamente negra. Su cabeza rapada tiene una forma hermosa. En el cuello y las orejas lleva anillas de cuentas de colores. Es más bien rolliza y de su torso desnudo cuelgan dos pechos caídos e inmensos. Las piernas están tapadas por una falda sucia.

De repente, me tiende la mano, diciendo:

Jambo. —Después sigue una parrafada más larga.

Miro a Lketinga. Se ríe.

—Madre dar bendición, nosotros poder quedar en cabaña con ella.

Ahora Tom se despide y yo voy al todoterreno a sacar mi bolsa. A mi regreso, la manyatta está rodeada de un numeroso grupo de personas.

Al anochecer oigo el repique de unas campanillas. Salimos afuera, y veo un gran rebaño de cabras. La mayoría pasa de largo; a otras las hacen entrar en nuestro cercado de espinas. A unos treinta animales los conducen al centro del poblado que, a su vez, está protegido con matorrales espinosos. Entonces la madre va con una calabaza hacia las cabras para ordeñarlas. Como comprobaré más tarde, la leche obtenida basta apenas para el chai. Un muchacho de unos ocho años cuida del rebaño. Se sienta junto a la manyatta y me observa asustado mientras bebe ávidamente dos vasos de agua. Es el hijo del hermano mayor de Lketinga.

Una hora después ya es de noche. Somos cuatro sentados en la pequeña manyatta. La madre delante, junto a la entrada y, a su lado, asustada, Saguna, de unos tres años de edad. Saguna es la hermana pequeña del chico. Se aprieta, temerosa, contra su abuela que es ahora su madre. Cuando la primera hija del hijo mayor tiene edad suficiente, pasa a pertenecer a su madre, como una especie de ayuda para la vejez y para ayudarla a recoger leña o ir a buscar el agua, me explica Lketinga.

Nos quedamos los dos sentados sobre la piel de vaca. La madre, para avivar el fuego, remueve la ceniza entre los tres pedruscos que sirven de trébedes. Luego sopla, lenta pero constantemente, el rescoldo. Durante unos minutos se produce un humo irritante que me arranca lágrimas. Todos se echan a reír. Cuando, además, me da un ataque de tos, salgo al aire libre. Aire, aire es lo único en que puedo pensar.

Fuera, ante la pequeña cabaña, la oscuridad es total. Solo millones de estrellas parecen tan cercanas que se tiene la sensación de poderlas coger con las manos y arrancarlas del cielo. Disfruto de esta sensación de paz. Por todas partes se ve el llamear del fuego en las manyattas. También en la nuestra el fuego arde y crea un ambiente acogedor. La madre prepara chai, nuestra cena. Después de haber tomado el té, me atormenta la vejiga. Lketinga se ríe.

—Aquí no lavabo, solo selva. ¡Tú venir conmigo, Corinne!

Con paso elástico, va delante, aparta un matorral lleno de espinas, y forma un pasadizo. La valla de espinas es la única seguridad contra animales salvajes. Nos alejamos unos trescientos metros del poblado, y con su rungu me señala un arbusto que será a partir de ahora mi inodoro. Durante la noche también puedo orinar junto a la manyatta, pues la arena lo absorbe todo. Pero jamás debo hacer cosas mayores allí, si no, tendrían que sacrificar una cabra y ofrecérsela a los vecinos, y tendríamos que cambiarnos de vivienda, lo que significa una gran vergüenza.

De vuelta en la manyatta, la cerramos tapando la entrada con matorrales, y nos retiramos a nuestra piel de vaca. No es posible lavarse, pues hay solo el agua justa para preparar el chai. A mi pregunta de cómo realizan su aseo, Lketinga contesta:

—¡Mañana en río, no problem!

Mientras que en el interior de la cabaña reina un agradable calorcito gracias al fuego, fuera empieza a hacer fresco. La niña duerme ya, desnuda, al lado de su abuela, y los tres intentamos iniciar una conversación. Aquí la gente se acuesta entre las ocho y las nueve de la noche. También nosotros nos acomodamos para dormir, porque el fuego se va apagando y apenas nos vemos ya los unos a los otros. Lketinga y yo nos acostamos muy juntos. Pese a que los dos queremos más, naturalmente, no ocurre nada en presencia de su madre y en ese silencio infinito.

La primera noche duermo mal, porque no estoy acostumbrada al duro suelo. No paro de dar vueltas y aguzo el oído para identificar los diferentes sonidos. De vez en cuando tintinea la campanilla de alguna cabra, un sonido que se me antoja casi como el repicar de una campana de iglesia en la noche silenciosa. A lo lejos se oye el aullido de algún animal. Más tarde se percibe un crujido entre los matorrales espinosos. Sí, lo oigo claramente, alguien está buscando la entrada del poblado. Mientras escucho atentamente, el corazón me late a toda prisa. Se está acercando alguien. Desde mi posición horizontal, miro a través de la pequeña entrada y veo dos maderas negras, pero no, se trata de piernas, y dos puntas de lanza. Inmediatamente después, se oye una voz de hombre:

Supa moran!

Le doy un codazo a Lketinga y le susurro:

Darling, hay alguien ahí.

Empieza a emitir sonidos que me resultan desconocidos y que casi parecen un gruñido, y durante una fracción de segundo me dirige una mirada casi furiosa.

—Hay alguien fuera —explico nerviosa.

De nuevo suena la voz:

Moran supa!

Luego se intercambian algunas frases y, a continuación, las piernas empiezan a moverse y desaparecen.

—¿Qué sucede? —pregunto.

El hombre, otro guerrero, quería pasar la noche aquí, lo que, normalmente, no sería ningún problema, pero al estar yo no es posible. Intentará encontrar acogida en otra manyatta. Que vuelva a dormirme.

A las seis de la mañana sale el sol, y con él se despiertan animales y seres humanos. Las cabras balan con fuerza, pues quieren salir. En todas partes, oigo voces, y el sitio de la madre ya está vacío. Una hora más tarde, también nosotros nos levantamos y tomamos chai. El desayuno se convierte casi en una tortura, pues con el sol de la mañana despiertan también las moscas. Si poso la taza en el suelo, docenas de moscas revolotean alrededor del borde de la taza. Zumban sin parar en torno a mi cabeza. Saguna apenas parece notarlo, pese a que se le ponen en las órbitas de los ojos y hasta en las comisuras de los labios. Pregunto a Lketinga de dónde vienen todas estas moscas. Señala los excrementos de cabra que se han acumulado durante la noche. El calor del día los va secando, y el número de moscas decrece. Por eso, ayer por la noche, no lo noté con tanta intensidad. Se ríe, diciendo que eso no es más que el comienzo, pues cuando hayan regresado las vacas será aún mucho peor, porque su leche atrae a miles de moscas. Pero aún mucho más desagradables son los mosquitos que acuden cuando ha llovido. Tras el chai quiero ir al río para lavarme de una vez. Nos ponemos en marcha, provistos de jabón, toalla y ropa limpia. Lketinga solo lleva un bidón de color amarillo para traerle agua a su madre para el próximo chai. Bajamos durante aproximadamente un kilómetro por un angosto sendero hasta el ancho lecho del río que cruzamos el día antes con el todoterreno. A ambos lados del lecho del río hay grandes árboles pletóricos de savia, pero no veo ni rastro de agua. Seguimos el río seco hasta que, tras una revuelta, aparecen unas rocas. Y, efectivamente, aquí fluye un pequeño riachuelo que brota de la arena.

No somos los únicos aquí. Junto al arroyuelo algunas muchachas han cavado un agujero en la arena y con un vaso de plástico van llenando pacientemente sus bidones de agua potable. Al ver a mi guerrero, bajan avergonzadas las cabezas y, con sofocadas risitas, siguen recogiendo agua. Veinte metros más abajo hay un grupo de guerreros desnudos junto al río. Se lavan mutuamente. Han puesto a secar sobre la roca caliente sus taparrabos. Al verme se callan, pero, obviamente, su desnudez no les molesta. Lketinga se detiene y se pone a hablar con ellos. Algunos clavan sus miradas sin disimulo en mí, y ya no sé adónde mirar. Nunca antes he visto a tantos hombres desnudos, aunque parece que ni son conscientes de ello. Los esbeltos y graciosos cuerpos relucen hermosos al sol de la mañana.

Como no sé muy bien cómo comportarme en esta situación desacostumbrada, continúo paseando y, al cabo de unos metros, me siento junto al agua, que fluye exigua, para lavarme los pies. Lketinga viene hacia mí, diciendo:

—¡Corinne, ven, este lugar no bueno para señora!

Seguimos dando la vuelta a otro recodo del lecho del río hasta quedar fuera del alcance de las miradas. Aquí se desnuda y se lava. Cuando también yo me dispongo a quitarme toda la ropa, me mira espantado.

—¡No, Corinne, eso no estar bien!

—¿Por qué? ¿Cómo he de lavarme si no me puedo quitar la camiseta y la falda? —pregunto.

Me explica que no puedo desnudarme las piernas, que sería indecente. Nos ponemos a discutir y, finalmente, pese a todo, acabo arrodillándome desnuda junto al río y me lavo a fondo. Lketinga me enjabona la espalda y el pelo, no sin dejar de mirar constantemente a su alrededor para estar seguro de que nadie nos está observando.

El ritual del aseo dura unas dos horas, después regresamos. Ahora hay una gran actividad junto al río. Varias mujeres se lavan la cabeza y los pies, otras cavan agujeros para que puedan beber las cabras, y otras llenan pacientemente sus recipientes de agua. También Lketinga deposita su pequeño bidón, e, inmediatamente, una muchacha se lo llena.

Después paseamos por el pueblo porque quiero inspeccionar las tiendas. Hay tres chozas cuadradas de barro que pretenden ser tiendas. Lketinga habla con los respectivos propietarios, que son todos somalíes. Todos niegan con la cabeza. No hay nada para vender excepto té en polvo o latas de grasa Kimbo. En la más grande encontramos, al fin, un kilo de arroz. Cuando el propietario quiere envolverlo, descubro que el arroz está repleto de pequeños escarabajos negros.

—¡Oh no! —exclamo—, ¡no lo quiero!

Lo lamenta y se queda con el arroz. En consecuencia, no tenemos nada para comer.

Bajo un árbol están sentadas varias mujeres que venden leche de vaca en sus calabazas. Por pocas monedas nos llevamos a casa dos calabazas llenas, aproximadamente un litro. La madre de Lketinga se alegra al ver tanta leche. Preparamos chai, y Saguna recibe una taza entera llena de leche. Se siente feliz.

Lketinga y su madre comentan la precaria situación. Para mí resulta un verdadero enigma de qué se alimenta la gente. De vez en cuando reciben de la misión algún que otro kilo de harina de maíz para las viejas, pero, de momento, no se puede esperar nada, ni siquiera de la misión. Lketinga decide matar una cabra por la noche, tan pronto regrese el rebaño. Abrumada por tantas novedades, aún no siento hambre.

Pasamos el resto de la tarde en la manyatta, ya que la madre charla bajo el gran árbol con otras mujeres. Al fin podemos amarnos. Por si acaso, no me desnudo. Es de día, y en cualquier momento alguien puede entrar en la cabaña. Esta tarde repetimos varias veces el breve acto de amor. Para mí resulta desacostumbrado que todo termine siempre tan deprisa y que, por otra parte, vuelva a empezar tras una breve pausa. Pero no me molesta, no hay nada que eche en falta. Me siento feliz de estar con Lketinga.

Por la noche regresan las cabras y, con ellas, también el hermano mayor de Lketinga, el padre de Saguna. Entre él y la madre se desata una fuerte discusión durante la cual me examina a veces con expresión feroz. Más tarde pido una explicación a Lketinga. Con gran lujo de detalles, intenta contarme que lo único que ocurre es que su hermano está muy preocupado por mi salud. Seguramente no pasará mucho tiempo hasta que el jefe del distrito venga para preguntar por qué una mujer blanca vive en esta cabaña, algo que no es normal.

Dentro de dos o tres días, toda la gente de la región sabrá que estoy aquí y vendrá. Si me ocurriera algo, hasta vendría la policía, y eso es algo que jamás ha sucedido en toda la historia de los Leparmorijo; ese es el apellido de la familia. Tranquilizo a Lketinga, asegurándole que no hay problema si viene el jefe, pues todo está en regla en cuanto a mí y a mi pasaporte. Hasta ahora jamás en mi vida he estado seriamente enferma. Al fin y al cabo, ahora iremos a comer una cabra, y me esforzaré por comer mucho.

Nada más hacerse de noche, nos ponemos en marcha los tres, Lketinga, su hermano y yo. Lketinga arrastra una cabra. Aproximadamente a un kilómetro del pueblo nos adentramos en la selva, puesto que Lketinga no puede comer en la cabaña de su madre si ella está presente. A mí, por ser blanca, se me acepta, aunque de mala gana, porque no les queda más remedio. Pregunto qué comerán su madre, Saguna y la madre de esta. Lketinga se echa a reír y explica que algunas piezas son para las mujeres y los hombres no las comen. Estas y todo lo que no comamos, se lo llevaremos a su madre. Cuando hay carne, se queda despierta hasta altas horas de la noche, incluso vuelve a despertar a Saguna. Me ha tranquilizado, aunque tengo constantes dudas de entenderlo todo correctamente, pues al hablar en inglés, mezclado con masai y gestos de manos y pies, la comunicación es aún muy deficiente.

Al fin, hemos llegado al lugar adecuado. Se ponen a buscar madera y a arrancar ramas verdes de un arbusto. Con ellas preparan en el suelo arenoso una especie de lecho. Luego Lketinga coge por las patas delanteras y traseras a la cabra, que no para de emitir balidos, y la coloca de lado sobre aquel lecho verde. Su hermano sostiene la cabeza y asfixia al pobre animal, tapándole la nariz y la boca. La cabra patalea brevemente y queda de pronto rígida e inmóvil con la mirada clavada en la noche estrellada. No me queda más remedio que contemplar toda la escena desde muy cerca, puesto que en la oscuridad no puedo marcharme. Un poco indignada pregunto por qué no le seccionan la garganta en vez de ahogarla de aquella manera tan cruel. La respuesta es breve. Los samburu no permiten que fluya la sangre antes de que el animal esté muerto. Siempre ha sido así.

Estoy asistiendo por primera vez al descuartizamiento de un animal. Se le practica un corte en el cuello y mientras el hermano de Lketinga tira de la piel, se forma una especie de concavidad que enseguida se llena de sangre. Asqueada, contemplo la operación y, para mi gran sorpresa, Lketinga se inclina sobre el riachuelo de sangre y bebe varios pequeños sorbos. Su hermano hace lo mismo. Aquello me horroriza, pero no digo palabra. Riendo, Lketinga señala la apertura.

—Corinne, ¿tú querer sangre? ¡Sangre hacer muy fuerte!

Contesto con la cabeza que no.

Luego, todo se desarrolla con gran rapidez. Con gran destreza desuellan la cabra. Echan la cabeza y los pies seccionados sobre el lecho de hojas. Y ya me encuentro con el siguiente shock. Cuidadosamente, abren el vientre del animal, y una masa de color verde, que apesta horrorosamente, se vacía sobre el suelo. Es el estómago lleno. Se me ha pasado completamente el apetito. El hermano sigue descuartizando el animal mientras mi masai sopla pacientemente para encender el fuego. Tras una hora todo está dispuesto y los trozos de carne se pueden colocar sobre los palos de madera que han sido agrupados formando una especie de pirámide. Primero se coloca la parte formada por las costillas, porque necesita menos tiempo que las patas traseras. La cabeza y los pies yacen directamente en el fuego.

Es un espectáculo bastante desagradable, pero sé que es algo a lo que tengo que acostumbrarme. No pasa mucho tiempo hasta que retiran el costillar del fuego y, poco a poco, van asando el resto de la cabra. Lketinga corta con su machete la mitad de las costillas y me las tiende. Valientemente las cojo y empiezo a mordisquear la carne. Con un poco de sal resultaría seguramente más sabrosa. Mientras que a mí me cuesta arrancar con los dientes la carne correosa de los huesos, Lketinga y su hermano la devoran ruidosamente y deprisa. Se les nota la práctica. Los huesos mondos los tiran a la espesura, donde producen un breve crepitar al caer. No sé quién vendrá a recoger los restos, pero cuando Lketinga está conmigo desconozco el miedo.

Ahora los dos van cortando por capas la primera pata trasera que vuelven a colocar una y otra vez sobre el fuego para que se vaya asando del todo. El hermano me pregunta si me gusta.

—¡Oh sí, está buenísima! —contesto, y continúo mordisqueando.

Al fin y al cabo tengo que ofrecerle algo a mi estómago si no quiero convertirme yo misma en poco tiempo en un esqueleto. Al fin, he conseguido acabar mi trozo. Tengo los dientes doloridos. Lketinga coge del fuego toda una pata delantera y me la tiende. Le dirijo una mirada interrogante.

—¿Para mí?

—Sí, solo para ti.

Pero mi estómago está lleno. No puedo más. No se lo acaban de creer, y llegan a la conclusión de que aún no soy una auténtica samburu.

—Tú llevar a casa y comer mañana —dice Lketinga amablemente.

Ahora permanezco sentada y me limito a observar cómo van devorando kilo tras kilo.

Cuando, al fin, los dos han saciado su hambre, envuelven en la piel las piezas sobrantes de la cabra con todos los menudillos, la cabeza y las patas, y regresamos a la manyatta. En el poblado reina el silencio de la noche. Nos adentramos en la cabaña y su madre, que ya estaba acostada, se levanta en el acto. Los hombres le dan la carne sobrante. Apenas veo nada, salvo las brasas rojizas del fuego.

El hermano nos abandona y lleva carne a la manyatta de su mujer. La madre de Lketinga remueve el rescoldo y sopla cuidadosamente para avivar de nuevo el fuego. Naturalmente, no lo consigue sin que empiece a humear, y a mí me vuelve a dar un ataque de tos. Luego, llamea y en la cabaña empieza a haber luz y un ambiente acogedor. La madre ataca un trozo de carne asada y despierta a Saguna. Me sorprende ver que la niña, arrancada de un sueño profundo, coge ávidamente la carne que se le ofrece y corta con un cuchillo pequeños trozos a poca distancia de su boca.

Mientras las dos comen, está hirviendo el agua para el chai. Lketinga y yo tomamos té. La pata trasera de la cabra, mi porción, cuelga de las ramas que forman el techo de la cabaña, encima de mi cabeza. Apenas hemos vaciado de té la única olla, la madre echa en ella trozos de carne, finamente cortados, y los fríe hasta que se doran y se vuelven crujientes. Después los coloca en calabazas vacías. Intento averiguar lo que está haciendo. Lketinga explica que de esta manera conserva la carne para varios días. Su madre preparará así todos los restos; si no lo hiciera, mañana los tendría que compartir con las mujeres que vinieran, y nosotros nos quedaríamos otra vez sin nada. Me dice que la cabeza de la cabra, que a causa del humo ha quedado negra, es especialmente buena y que la conserva para mañana.

El fuego se ha consumido, y Lketinga y yo intentamos dormir. Siempre coloca la cabeza sobre un pequeño trípode tallado de madera de unos diez centímetros de altura para que sus largos cabellos rojos no se enreden y no lo tiñan todo. En Mombasa no tenía ese taburete y, por eso, envolvía su cabello siempre en una especie de pañuelo. Para mí resulta un enigma cómo se puede dormir bien con la cabeza en alto, colocada sobre algo tan duro. Pero para él no parece representar ningún problema, pues ya se ha quedado dormido. A mí, en cambio, también la segunda noche me cuesta conciliar el sueño. El suelo es muy duro y la madre sigue comiendo todavía con gran deleite, algo imposible de no oír. De vez en cuando molestos mosquitos revolotean alrededor de mi cabeza.

Por la mañana me despiertan el balar de las cabras y un extraño rumor. A través de la entrada veo la falda de la madre. Entre sus piernas mana un rumoroso riachuelo. Por lo visto, las mujeres orinan de pie, mientras que los hombres se acurrucan para tal fin con toda naturalidad, como le he visto hacer a Lketinga. Cuando se apaga el rumor, me deslizo fuera de la cabaña y también yo orino, acurrucándome tras nuestra manyatta. Después voy hacia donde están las cabras y observo a la madre mientras las ordeña. Tras el acostumbrado chai, nos marchamos nuevamente al río, de donde regresamos con cinco litros de agua.

A nuestro regreso nos encontramos en la manyatta con tres mujeres que, al vernos a Lketinga y a mí, abandonan inmediatamente la cabaña. La madre está enfadada, pues, por lo visto, antes ya vinieron otras y ahora no le queda ni té en polvo ni azúcar ni una gota de agua. La hospitalidad exige que a toda visita se le ofrezca té o, al menos, una taza de agua. Todas le han preguntado por la blanca. Antes, ella no era interesante, así que quiere que la dejen en paz también ahora. Propongo a Lketinga que intentemos conseguir al menos té en polvo en una de las tiendas. A nuestro regreso, varios viejos están sentados a la sombra ante la manyatta. Demuestran una paciencia infinita. Permanecen sentados durante horas, esperando y charlando, sabedores de que alguna vez también la mzungu tiene que comer y que la hospitalidad no permite excluir a los viejos.

Lketinga quiere enseñarme los alrededores, pues, en su calidad de guerrero, no se encuentra a gusto entre tantas mujeres casadas y hombres mayores. Vamos a campo traviesa cruzando la selva. Lketinga me recita los nombres de las plantas y animales que vamos viendo. La zona está completamente seca, y el suelo se compone o bien de durísima tierra roja o bien de arena. Hay grandes grietas en el suelo y a veces atravesamos verdaderos cráteres. Con aquel calor, al cabo de poco tiempo me entra sed. Pero Lketinga dice que cuanta más agua beba más sed tendré. De un arbusto corta dos trozos de madera, se mete uno en la boca y me tiende el otro, indicándome que aquello va bien para limpiar los dientes y, además, quita la sensación de sed.

De vez en cuando mi ancha falda de algodón se engancha en los matorrales espinosos. Cuando ha transcurrido otra hora más, estoy completamente sudada y ahora insisto en beber algo. Vamos, pues, al río, que se reconoce desde lejos porque allí los árboles son más grandes y más verdes. En vano busco agua en el reseco lecho. Durante un rato caminamos hasta que, desde alguna distancia, divisamos varios monos que se alejan asustados saltando por encima de las rocas. Exactamente allí, junto a aquellas rocas, Lketinga cava un agujero en la arena. Al cabo de poco tiempo la arena se vuelve más oscura y húmeda. Pronto se forma el primer charco de agua que, con el tiempo, se va haciendo cada vez más transparente. Apagamos nuestra sed e iniciamos el camino de regreso.

El resto de la pata de cabra es mi cena. En la semioscuridad conversamos en la medida en que es posible mantener una conversación. La madre quiere saber muchas cosas sobre mi país y mi familia. A veces nos reímos de nuestros problemas de comunicación. Saguna duerme, como de costumbre, apretando su cuerpo contra el de la madre. Poco a poco se ha ido acostumbrando a mi presencia, pero aún no se deja tocar por mí. Pasadas las nueve, intentamos dormir. La camiseta me la dejo puesta, solo coloco la falda bajo mi cabeza para que haga las veces de almohada. Para taparme utilizo un delgado kanga que, no obstante, no me protege del frío de la madrugada.

El cuarto día acompaño a Lketinga a vigilar las cabras durante toda la jornada. Me siento muy orgullosa de que me deje ir con él. No resulta fácil mantener a todos los animales juntos. Cuando nos encontramos con otros rebaños de cabras, me sorprende ver cómo incluso los niños conocen cada uno de los animales que forman parte de su rebaño. Son al menos cincuenta animales o más. Recorremos pacientemente kilómetro tras kilómetro, y las cabras mordisquean las poquísimas hojas que quedan en los arbustos. Sobre el mediodía las llevan al río para que beban agua, y después siguen caminando. También nosotros bebemos de la misma agua. Es nuestro único alimento durante ese día. A última hora de la tarde regresamos a casa. Completamente agotada, y quemada por el sol abrasador, pienso: ¡una vez y no más! Admiro a la gente que se dedica a eso día tras día, mejor dicho toda su vida. Cuando llegamos a la manyatta, la madre de Lketinga, su hermano mayor y la mujer de este me reciben con alegría. Noto por la conversación entre ellos que he ganado en respeto. Se sienten orgullosos de que yo haya sido capaz de aguantar aquello. Por primera vez duermo profundamente, sin interrupción, hasta altas horas de la mañana.

Vestida con una falda de algodón limpia, salgo de la manyatta. La madre se muestra sorprendida y pregunta cuántas tengo. Alzo cuatro dedos, y ella pregunta si no le puedo dar una. La que tiene la lleva desde hace años. Es fácil creerla vistos los desgarrones y la suciedad. Solo que las mías son demasiado largas y estrechas para ella. Le prometo traerle una del próximo safari. Para lo que se considera habitual en Suiza, realmente tengo poca ropa ahora, pero aquí con cuatro faldas y unas cuantas camisetas una se siente casi provocadora.

Hoy quiero lavar mi ropa en la escasa agua del río. Por eso vamos a una tienda para comprar Omo. Ese es el único detergente que se puede comprar en Kenia, y se utiliza también para el aseo personal y para lavarse el pelo. No resulta fácil lavar la ropa con poca agua y mucha arena. Lketinga me ayuda, y las mujeres presentes lo observan riéndose. Aún lo amo más por eso, por ponerse en ridículo por mí. Aquí los hombres no realizan prácticamente ningún trabajo y mucho menos un trabajo de mujer, como ir a buscar agua, leña o lavar la ropa. Solo suelen lavar ellos mismos su propio kanga.

Por la tarde decido pasar por la «lujosa» misión para presentarme. Un misionero con aspecto entre furioso y sorprendido abre la puerta:

Yes?

Recurro a mi mejor inglés para explicar que quiero quedarme aquí en Barsaloi y que convivo con un hombre samburu. Me dedica una mirada algo desdeñosa y, con acento italiano, dice:

Yes, ¿y qué?

Le pregunto si sería posible acompañarle de vez en cuando a Maralal para comprar comida. Contesta con frialdad que no sabe nunca de antemano cuándo va a ir a Maralal. Aparte de eso, su misión es transportar a personas enfermas pero no la de ofrecer posibilidades de hacer la compra. Me tiende la mano y se despide fríamente, diciendo:

—Soy el padre Giuliano, arrivederci.

Aturdida ante ese recibimiento, me quedo de pie ante la puerta cerrada intentando digerir mi primer encuentro con un misionero. Empiezo a sentir rabia y vergüenza de ser blanca. Despacio, regreso a la manyatta, con mis gentes, ese pueblo pobre que está dispuesto a compartir conmigo lo poco que tiene pese a que soy para ellos una completa extraña.

Le cuento mi experiencia a Lketinga. Se echa a reír diciendo que esos dos misioneros no son buenos. Pero que el segundo, el padre Roberto, es más amable. Sus antecesores les ayudaban más y siempre repartían harina de maíz cuando había hambruna como ahora. Por lo visto, no puedo contar con la posibilidad de que me dejen ir en el coche con ellos. E insistir en pedirles un favor es algo a lo que no estoy dispuesta.

Los días transcurren con ritmo uniforme. La única diversión la constituyen las diferentes visitas que se presentan en la manyatta. A veces son viejos, a veces guerreros de la misma edad que Lketinga, y durante esas visitas tengo que escuchar normalmente durante horas para entender de vez en cuando alguna palabra.