Pasamos la última noche en la cabaña, y, al día siguiente, regresamos a Mombasa. El corazón me late a toda prisa mientras me voy acercando al poblado. Desde lejos se oyen voces extrañas, y Priscilla exclama:
—Jambo, Jutta!
Me da un vuelco el corazón al oír estas palabras. Tras dos semanas sin hablar casi con nadie, la llegada de aquella blanca es una gran alegría para mí.
Me saluda con bastante frialdad y habla en suahili con Priscilla. ¡De nuevo, me quedo sin entender nada! Pero luego me mira riendo y pregunta:
—Bien, ¿qué tal la vida en la selva? ¿Te gusta? Si no estuvieras tan enormemente sucia, no te creería capaz de adaptarte a esto.
Mientras pronuncia estas palabras me repasa de arriba abajo con mirada crítica. Contesto que me siento contenta de estar de nuevo aquí, pero tengo picaduras por todo el cuerpo y también me pica insoportablemente el cuero cabelludo. Jutta se echa a reír.
—¡Tendrás pulgas y piojos, eso es todo! ¡Pero si te vas ahora a tu cabaña ya no te los quitarás de encima!
Para las pulgas me propone un baño en el mar y, a continuación, una ducha en uno de los hoteles. Ella se permite siempre este lujo cuando para en Mombasa. Dudando, pregunto si no llamará la atención, ya que no soy cliente del hotel.
—Entre tantos blancos se puede pasar inadvertida —dice desvaneciendo mis reparos.
A veces, ella incluso va a buscar comida en los bufés, aunque, naturalmente, no siempre en el mismo hotel. Me maravillan todos esos trucos y siento admiración por Jutta. Me promete que después me acompañará. Desaparece luego en su casita.
Priscilla intenta deshacerme las trencitas. Los tirones son tremendos. El pelo está apelmazado y pegajoso por el humo y la suciedad. En toda mi vida no he estado nunca tan sucia, y me siento fatal. Tras más de una hora en que el cabello se me cae a mechones, lo conseguimos. Todas las trencitas están deshechas, y tengo un aspecto como si me hubiera alcanzado un rayo. Equipada con champú, jabón y ropa limpia, llamo a la puerta de Jutta y nos ponemos en marcha. Lleva lápiz y un bloc de dibujo.
—¿Qué quieres hacer con eso? —le pregunto.
—¡Ganar dinero! —explica—. En Mombasa me resulta fácil conseguir dinero, por eso he venido a pasar dos o tres semanas.
—Pero ¿cómo? —quiero saber.
—Hago caricaturas de turistas en diez o quince minutos y gano por pieza unos diez francos. ¡Si retrato a cuatro o cinco personas por día, no vivo nada mal! —cuenta Jutta. Lleva ya cinco años saliendo adelante de esta manera, conserva su apariencia segura de sí misma y conoce todos los trucos. La admiro.
Hemos llegado a la playa, y me lanzo al agua salada. No vuelvo a salir hasta al cabo de una hora, y Jutta me muestra el primer dinero que, entretanto, ha ganado.
—Bien, y ahora vamos a ducharnos —dice riendo—. Todo consiste en que pases con aire desenvuelto y con toda naturalidad ante el vigilante de la playa, pues somos blancas, ¡eso has de tenerlo siempre presente!
Y realmente funciona. Me pego una ducha larguísima y me lavo el pelo unas cinco veces hasta que me siento limpia. Por fin, me pongo un ligero vestido de verano, y, como si fuera lo más natural del mundo, vamos a tomar el tradicional té de las cuatro. ¡Todo gratis!
Aquí me pregunta cuál es el motivo de mi presencia en el poblado. Le cuento mi historia y me escucha con atención. Luego vienen sus consejos:
—Si te empeñas en quedarte aquí y en tener a tu masai, ya es hora de que hagas algo. En primer lugar, tienes que alquilar tu propia casita. El alquiler es muy barato, y así estarás, al fin, tranquila. En segundo lugar, no debes derrochar tu dinero. Tendrás que ganar algo por tu cuenta. Por ejemplo, podrías captar clientes para que yo los pueda dibujar. Luego repartiremos las ganancias. En tercer lugar, no creas a ningún negro de la costa. En el fondo, lo único que todos quieren es dinero. Para ver si tu Lketinga merece el dolor que por él sientes, iremos mañana a la agencia de viajes a ver si ha dejado allí el dinero que entregaste en su día. Si es así, el turismo no lo ha estropeado aún, y lo digo en serio. ¡Si tuviera una foto de él, con un poco de suerte lo encontraríamos!
Estar con Jutta me sienta de maravilla. Sabe hablar en suahili, conoce el país y las costumbres y tiene la energía de un «rambo» femenino. Al día siguiente nos marchamos a Mombasa, pero nada de tomar el autobús. Jutta dice que no está dispuesta a gastar a lo tonto el dinero tan duramente ganado y, con gran maestría, levanta el dedo. Efectivamente, se detiene el primer coche particular que pasa. Son hindúes que nos llevan hasta el ferry. Aquí, casi los únicos que tienen coches particulares son hindúes o blancos. Jutta me mira riendo.
—¿Lo ves, Corinne? ¡Ya has aprendido algo más!
Tras una larga búsqueda encontramos la agencia de viajes. Espero ansiosamente que aún esté allí el dinero después de casi cinco meses, y no me preocupa el dinero en sí, sino sentirme confirmada en mi creencia de no haberme equivocado con Lketinga y nuestro amor. Además, Jutta solo está dispuesta a ayudarme a buscar a Lketinga si él no ha recogido ese dinero. Por lo visto, no se lo cree.
Cuando abro la puerta y cruzo el umbral, el corazón me late con fuerza. El hombre que está tras el escritorio levanta la vista y lo reconozco en el acto. Aun antes de que pueda decir nada, viene hacia mí con las manos extendidas y dice:
—Hello, ¿cómo se encuentra? Ha pasado mucho tiempo. ¿Dónde está el masai? No le he vuelto a ver.
Estas dos frases me causan una gran emoción, y, tras el primer saludo, le explico que lo del pasaporte fracasó y que, por eso, vengo a recoger el dinero.
Aún no me atrevo a creerlo, pero el hindú desaparece tras la cortina mientras lanzo una breve mirada a Jutta. Se limita a encogerse de hombros. El otro regresa y trae en ambas manos unos fajos de billetes. Podría llorar de felicidad. Lo sabía, sabía que Lketinga no buscaba mi dinero. Mientras él cuenta la fuerte suma, siento crecer en mí una fuerza insospechada. He recobrado la confianza. Ahora ya nada me importan todas aquellas habladurías y maledicencias.
Salimos a la calle. Antes, le dejo al hindú unos billetes para recompensar su honradez. Luego Jutta dice al fin:
—Corinne, tienes que encontrar realmente a ese masai. Ahora sí creo toda esa historia y también yo sospecho que hay otros que andan mezclados en el asunto.
—Ven —digo—, te invito, ¡vamos a comer como turistas!
Durante la comida planeamos lo que vamos a hacer. Jutta propone partir dentro de una semana más o menos hacia la región de los samburu. Me indica que es un largo camino hasta Maralal, el pueblo del distrito donde quiere ver si encuentra a algún masai a quien conozca de la costa. Si encuentra a alguien, le enseñará las fotos de Lketinga, y, con algo de suerte, averiguaremos su paradero.
—Allí prácticamente todos se conocen —dice.
Mi esperanza aumenta minuto a minuto. Podremos alojarnos con unos amigos suyos, a los que está ayudando a construirse una casa. Estoy de acuerdo con todo lo que propone, a condición de que, al fin, ocurra algo positivo y no tener que seguir yo esperando inactiva.
La semana con Jutta resulta divertida. Le busco algunos clientes y ella les hace retratos y caricaturas. Tenemos éxito y conocemos a gente agradable. Pasamos la mayor parte de las noches en la Bush Baby, pues Jutta parece tener necesidad de música y de entretenimiento, cosas de las que ha carecido durante mucho tiempo. Pero, aun así, tiene que tener cuidado para no gastar inmediatamente el dinero ganado, pues, si no lo hace, dentro de un mes aún seguiremos aquí.
Al fin, preparamos nuestro equipaje. Me llevo aproximadamente la mitad de mi ropa en la bolsa de viaje y dejo el resto en la casita de Priscilla. No está contenta de mi marcha y opina que resulta casi imposible encontrar a un guerrero masai:
—Cambian constantemente de lugar. No paran hasta que están casados. En todo caso, quizá su madre sepa dónde se encuentra.
Pero ya no me dejo disuadir de mi plan. Estoy segura de que lo que voy a hacer es lo único correcto.
Primero tomamos el autocar hasta Nairobi. Esta vez el viaje de ocho horas no me molesta en absoluto. Siento curiosidad por conocer la región de la que procede mi masai, y cada hora nos acerca más a la meta.
En Nairobi, Jutta tiene también cosas que arreglar, de modo que permanecemos durante tres días en el hotel Igbol, una pensión para gente que viaja en autoestop. Vienen autoestopistas de todo el mundo, y se diferencian enormemente de los turistas de Mombasa. En general, Nairobi es completamente distinto. Hay una actividad más febril, y se ve a mucha gente mutilada y a mendigos. Como nuestro alojamiento se encuentra en pleno barrio bajo veo también cómo florece la prostitución. Por la noche, los bares, uno al lado del otro, intentan atraer a la clientela con música suahili. Casi todas las mujeres en los establecimientos se venden a quien sea por unas cuantas cervezas o por dinero. Los clientes son principalmente indígenas. Hay mucho ruido y, no obstante, resulta en cierto modo fascinante. Nosotras llamamos la atención por ser blancas, y cada cinco minutos pregunta alguien si buscamos un boyfriend. Afortunadamente, Jutta sabe defendernos enérgicamente en suahili. De noche, en Nairobi solo sale a la calle con un rungu, el garrote de los masai. Sin él, sería peligroso.
Al tercer día suplico a Jutta que, al fin, continuemos viaje. Está de acuerdo, y, al mediodía, subimos al primer autocar con dirección a Nyahururu. Este autocar es más desastrado aún que el de Mombasa, que tampoco era precisamente un portento de lujo. Jutta se limita a reír.
—¡Espera al siguiente! ¡Ya verás! Este está bien.
Permanecemos una hora sentadas en el autocar hasta que no cabe ni una pieza más de equipaje ni queda un solo asiento libre, pues antes no se sale. De nuevo tenemos por delante seis horas de viaje, siempre en leve ascenso. De vez en cuando, el autocar para, bajan algunas personas, otras suben. Naturalmente, todos llevan consigo un montón de enseres que hay que bajar o también subir.
Finalmente llegamos a nuestra meta de hoy: Nyahururu. Nos arrastramos a la pensión más cercana y alquilamos una habitación. Comemos algo aún y luego nos vamos a dormir, pues ya no aguanto más tiempo sentada. Estoy contenta de poder estirar al fin los huesos, y me quedo dormida en el acto. Tenemos que levantarnos a las seis de la mañana, pues a las siete sale el único autocar que lleva a Maralal. Cuando llegamos, ya está casi lleno. En el autocar veo algunos guerreros masai, y ya no me siento tan extraña. Pero todo el mundo clava los ojos en nosotras, pues en todos los viajes somos los únicos viajeros blancos.
El autocar es realmente una catástrofe. Por todas partes salen los muelles de los asientos o se desparrama la sucia gomaespuma. En algunas ventanas faltan los cristales. Además, reina un caos considerable. Hay que avanzar saltando sobre cajas en las que llevan gallinas. Sin embargo, es el primer autocar en el que el ambiente resulta agradable. Todos hablan mucho y se ríen. Jutta se apea una vez más de un salto y compra algo para beber en uno de los numerosos tenderetes. Vuelve y me ofrece una botella de Coca-Cola.
—Toma, y bébela despacio, vas a pasar mucha sed. Este último trayecto es polvoriento, pues la ruta hay que hacerla por caminos sin asfaltar. Hasta Maralal no hay más que selva y desierto.
El autocar se pone en marcha y, al cabo de unos diez minutos, abandonamos la carretera asfaltada y avanzamos a sacudidas por un camino de tierra roja lleno de baches.
Al instante queda el vehículo envuelto en una nube de polvo. Los que tienen cristal en su ventana, lo cierran, y los demás se cubren con paños o gorras. Yo toso y entorno los párpados. Ahora sé por qué solo quedan libres los últimos asientos. El autocar avanza despacio, pero, aun así, tengo que sujetarme constantemente para no resbalar hacia delante a causa del balanceo causado por los gigantescos baches.
—Eh, Jutta, ¿cuánto va a durar esto?
Se ríe.
—Si no tenemos una avería, unas cuatro o cinco horas, aunque solo son ciento veinte kilómetros.
Me siento horrorizada. Pensar en Lketinga es lo único que me ayuda a ver ese trayecto como algo medianamente romántico.
De vez en cuando vemos manyattas a alguna distancia. Después, durante mucho tiempo, solo de nuevo desierto, tierra roja y, de tanto en tanto, algún árbol. A veces aparecen niños con cabras y vacas y saludan a los viajeros del autocar. Van de un lugar a otro con su rebaño en busca de alimentos.
Tras una hora y media aproximadamente, el autocar para por primera vez. A un lado y otro de la carretera hay algunos cobertizos. También diviso dos tiendas más pequeñas que ofrecen plátanos, tomates y comistrajos varios. Los niños y las mujeres se agolpan ante los cristales e intentan vender algo en la breve pausa. Algunos de los pasajeros se abastecen de alimentos, y ya continúa el traqueteo del autocar en marcha. Nadie ha bajado; en cambio, han subido otros tres guerreros cubiertos de adornos. Cada uno de ellos lleva dos largas lanzas. Al examinar a los tres, me siento segura de que pronto voy a encontrar a Lketinga.
—Cuando pare la próxima vez estaremos en Maralal —dice Jutta cansada.
También yo estoy agotada por las constantes sacudidas en esta horrorosa carretera. Por lo visto, hemos tenido suerte hasta ahora, pues no se nos ha reventado un neumático ni ha habido daños en el motor, algo que nada tendría de extraordinario y, además, por suerte la carretera está seca. Jutta cuenta que la tierra roja queda convertida en un barrizal cuando llueve.
Tras otras dos horas y media estamos en Maralal. El autocar hace su entrada mientras el conductor atruena con el claxon. Primero da una vuelta por la aldea, que dispone de una sola calle, antes de aparcarlo a la entrada del pueblo. Enseguida está rodeado de docenas de curiosos. Bajamos a la calle polvorienta como la carretera. Vamos cubiertas de polvo de pies a cabeza. En torno al autocar se apretujan hombres y mujeres de todas las edades y se forma un verdadero tumulto. Esperamos nuestras bolsas de viaje, que se encuentran debajo de un montón de cajas, colchones y cestas. Al ver este pueblecito y sus habitantes, se apodera de mí el espíritu aventurero.
A unos cincuenta metros de la parada hay un pequeño mercado. Por todas partes cuelgan paños de colores que ondean al aire. Sobre plásticos, se apilan montañas de vestidos y de zapatos. Delante, están sentadas casi exclusivamente mujeres que intentan vender algo.
Al fin, nos entregan nuestras bolsas. Jutta propone tomar primero un té y comer algo antes de dirigirnos a su casita, que se encuentra aproximadamente a una hora de camino a pie. Cientos de pares de ojos nos siguen hasta el alojamiento. Jutta es saludada por la dueña, una kikuyu. Todos conocen a Jutta, puesto que interviene desde hace tres meses en la construcción de una casa no lejos de aquí, y, además, siendo blanca no puede pasar inadvertida en esta zona.
La casa de té se parece a la de Ukunda. Estamos sentadas a la mesa y nos traen la comida. Naturalmente, carne con salsa y chapattis, las tortas de pan, y nuestro té. Un poco más atrás están sentados un grupo de guerreros masai.
—Jutta —pregunto—, ¿conoces quizás a alguno de esos? ¡No dejan de mirarnos!
—Aquí te miran siempre —dice Jutta en tono impasible—. Hasta mañana no empezaremos a buscar a tu masai, pues hoy aún nos queda un buen trayecto a pie cuesta arriba.
Tras la comida, que me parece baratísima, nos ponemos en marcha. Bajo un sol de justicia seguimos por una carretera polvorienta que asciende constantemente. Ya al cabo de un kilómetro mi bolsa de viaje se me antoja inmensamente pesada. Jutta me tranquiliza:
—Espera, iremos por un atajo que lleva a una pensión para turistas. Quizá tengamos suerte y encontremos a alguien que haya venido en coche.
Vamos por un estrecho sendero y, de repente, oímos un crujido a nuestro lado, entre los matorrales. Jutta exclama:
—¡Corinne, quédate donde estás! ¡Si son búfalos, no te muevas!
Asustada, intento transformar mentalmente la palabra «búfalo» en una imagen. Permanecemos inmóviles cuando a unos quince metros de distancia reconozco algo de color claro con rayas oscuras. Jutta también lo ve y se echa a reír, aliviada:
—¡Ah, solo cebras!
Espantadas por nuestra presencia, se alejan galopando. Dirijo una mirada interrogante a Jutta:
—¿Has dicho búfalos? ¿Es que se acercan tanto hasta el pueblo?
—¡Tú espera! —contesta—. Cuando lleguemos a la pensión veremos con un poco de suerte búfalos, cebras, monos o ñus.
—¿Y no es peligroso para la gente que va por este camino? —pregunto sorprendida.
—Sí, pero, normalmente, solo guerreros samburu armados toman este camino. A las mujeres las suelen custodiar. Los demás van por la carretera. Allí es menos arriesgado. Pero por este camino se acorta la mitad de la distancia.
Solo empiezo a sentirme mejor cuando llegamos a la pensión. Esta pensión es realmente bonita, no tan pomposa como el hotel que visité con Marco en Masai Mara. Esto es modesto, pero se adapta bien al paisaje de la zona. Si se compara con el alojamiento para indígenas de Maralal, parece un espejismo. Entramos. No hay ni un alma. Nos sentamos en el mirador y, efectivamente, vemos, a unos cien metros de distancia, numerosas cebras junto a un gran charco de agua. Un poco más a la derecha retoza un grupo de numerosos babuinos hembra con sus crías. Reconozco también entre ellas a algunos machos gigantescos. Todos quieren acercarse al agua.
Al fin, aparece con paso lento un camarero y pregunta qué deseamos. Jutta charla con él en suahili y pide dos Coca-Colas. Mientras esperamos las bebidas, cuenta con tono alegre:
—El jefe de la pensión vendrá dentro de aproximadamente una hora. Tiene un todoterreno y, seguramente, nos llevará hasta arriba. Ahora podemos esperar cómodamente.
Cada una de nosotras se entrega a sus pensamientos. Yo me dedico a estudiar las colinas de los alrededores y daría mucho por saber en o detrás de cuál de ellas estará Lketinga. ¿Sentirá que me encuentro cerca de él?
Esperamos casi dos horas hasta que al fin aparece el encargado. Es un hombre agradable, más bien sencillo y profundamente negro. Nos pide que subamos a su coche y, tras quince minutos de traqueteo, llegamos a nuestra meta. Le damos las gracias, y después Jutta me muestra con orgullo el lugar donde trabaja. La casa es una larga caja de hormigón, dividida en habitaciones de las que dos están casi terminadas. En una de ellas nos instalamos nosotras. En la habitación no hay más que una cama y una silla. Carece de ventanas, de modo que durante el día hay que dejar la puerta abierta si se quiere ver algo. Me sorprende que Jutta pueda encontrarse a gusto en esa oscura habitación. Encendemos una vela, pues está oscureciendo. Nos metemos las dos juntas en la cama y nos acomodamos lo mejor posible. Pronto me quedo dormida de puro agotamiento.
Nos despertamos de madrugada, pues hay gente que empieza su trabajo ruidosamente. Primero queremos lavarnos a fondo en un lavabo con agua fría, algo que, con el frescor de la mañana, requiere un considerable esfuerzo. Pero, al fin y al cabo, quiero estar guapa cuando al fin me encuentre cara a cara con mi masai.
Alegre y llena de dinamismo, quiero ir a Maralal y visitar más detalladamente la pequeña ciudad. Entre tantos guerreros masai como vi a nuestra llegada, tiene que haber alguno a quien Jutta conozca. He contagiado mi euforia a Jutta, y, tras el té de costumbre, nos ponemos en marcha. De vez en cuando adelantamos a mujeres o muchachas que marchan en la misma dirección para vender en el pueblo la leche que llevan en calabazas.
—Ahora necesitamos mucha paciencia y suerte —dice Jutta—. Ante todo, tenemos que dar varias vueltas para ser vistas o para que yo vea si reconozco a alguien.
No se tarda mucho en dar la vuelta al pueblo. La única calle forma una especie de rectángulo. A ambos lados hay multitud de tiendas, una al lado de la otra. Todas, con pocas excepciones, están medio vacías y ofrecen casi lo mismo. Entre las tiendas hay algunas pensiones en las que se puede comer o beber algo en el cuarto delantero. En la parte trasera se encuentran las habitaciones para pasar la noche, una tras otra, como en una conejera. A continuación sigue el retrete que resulta ser siempre un banco de madera con un agujero en medio. Con un poco de suerte hay una ducha con un exiguo chorro de agua. El edificio más llamativo es el Commercial Bank. Está hecho por entero de hormigón y ha sido pintado recientemente. Cerca de la parada de autobús hay un surtidor de gasolina. Aunque lo cierto es que, hasta ahora, solo he visto tres coches, dos todoterrenos y un pick-up.
Damos tranquilamente la primera vuelta por el pueblo, y miro todas las tiendas. Algunos de los propietarios intentan dirigirse a nosotras en inglés. Detrás de nosotras va siempre una cuadrilla de niños que hablan excitados o ríen. La única palabra que comprendo es: mzungu, mzungu, «blanca, blanca».
Sobre las cuatro de la tarde iniciamos el camino de regreso a casa. Mi sentimiento de exaltación ha desaparecido, aunque la razón me dice que no es posible que encuentre a Lketinga el primer día. También Jutta me tranquiliza:
—Mañana habrá otra gente en el pueblo. Todos los días vienen personas nuevas, solo una mínima parte vive aquí, y esas no nos interesan. Mañana habrá más gente que sabe que han venido dos mujeres blancas, pues los que estuvieron aquí hoy se llevan la noticia a la selva.
Pero Jutta no ve una verdadera posibilidad hasta después de tres o cuatro días.
Los días pasan y todas las novedades que ofrece Maralal han perdido interés, pues pronto conozco cada rincón de ese pueblucho. Con mis fotos en la mano, Jutta ha abordado a algunos guerreros, pero la reacción no pasó de unas sonrisas desconfiadas. Ha transcurrido ya una semana, y no hemos tenido el menor éxito. Empezamos a sentirnos estúpidas por andar haciendo siempre lo mismo. Jutta dice que vendrá conmigo una vez más y después tendré que probarlo yo sola con las fotos. Esta noche rezo para que lo consigamos mañana, pues no quiero creer que hayamos hecho en vano este largo camino.
Cuando estamos dando la tercera vuelta al pueblo, un hombre se acerca y se dirige a Jutta. Por los grandes agujeros en los lóbulos de las orejas reconozco que se trata de un antiguo guerrero samburu. Empiezan los dos a hablar animadamente y, con gran alegría, compruebo que Jutta lo conoce. El hombre se llama Tom, y Jutta le muestra las fotos de Lketinga. Las mira y dice despacio:
—Yes, lo conozco.
Me siento electrizada. Como los dos no hablan más que suahili, casi no entiendo nada. Vuelvo a preguntar una y otra vez:
—¿Qué pasa, Jutta? ¿Qué sabe de Lketinga?
Vamos a un restaurante y Jutta traduce:
—Sí, lo conoce, no muy bien, pero sabe que ese hombre vive con su madre y que todos los días saca a pastar las vacas.
—¿Dónde se encuentra su casa? —pregunto intrigada.
—Está bastante lejos de aquí, a unas siete horas a pie para alguien acostumbrado a andar. Hay que atravesar un bosque espeso, que resulta muy peligroso porque hay elefantes y búfalos. No está seguro de que la madre siga viviendo en el mismo lugar, en Barsaloi, pues a veces, si no hay agua, esta gente se marcha a otra parte con su ganado.
Me siento totalmente desconcertada ante estas noticias que hacen que Lketinga me parezca inalcanzable.
—Jutta, pregúntale si existe alguna posibilidad de informarle, y dile que si hace falta estoy dispuesta a pagar.
Tom reflexiona y dice que podría salir pasado mañana con una carta mía. Pero antes tiene que informar a su mujer, con la que acaba de casarse, pues ella lleva poco tiempo aquí. Acordamos una cantidad de dinero de la que le entrego ahora la mitad y más tarde, si regresa con noticias, el resto. Le dicto una carta a Jutta que la escribe en suahili. El samburu dice que volvamos dentro de cuatro días a Maralal, pues si localiza a Lketinga y este se muestra dispuesto a acompañarle, estarán de vuelta en el transcurso del día.
Son cuatro largos días y cada noche lanzo mis súplicas al cielo. El último día mis nervios están destrozados. Por una parte, me siento muy intrigada, por otra soy consciente de que, si las cosas no salen como espero, tendré que regresar a Mombasa y olvidar a mi gran amor. Me llevo mi bolsa, porque ya no quiero pasar la noche en casa de Jutta sino en Maralal. Con o sin Lketinga, lo que es seguro es que mañana abandonaré este pueblo.
Jutta y yo volvemos a dar vueltas por el pueblo. Al cabo de unas tres horas nos separamos y vagamos en direcciones opuestas para ser vistas. No paro de rezar para que Lketinga venga. En una de mis vueltas no me encuentro, como de costumbre, a mitad de camino con Jutta. Me vuelvo y no veo ningún rostro blanco. Aun así, sigo caminando cuando, de repente, un niño se acerca corriendo y exclama sin aliento:
—¡Mzungu, mzungu, ven, ven!
Agita los brazos y me tira de la falda. En el primer momento pienso que a Jutta le ha ocurrido algo. El chico me arrastra en dirección a la primera pensión, donde he depositado mi bolsa de viaje. Me habla sin parar en suahili. Cuando llegamos a la pensión señala la zona trasera del edificio.