MI VIAJE CON PRISCILLA

Un día me propone que la acompañe a su pueblo durante dos semanas para visitar a su madre y a sus cinco hijos. Sorprendida, pregunto:

—¿Cómo? ¿Tú tienes cinco hijos? ¿Y dónde viven?

—Con mi madre, pero a veces también con mi hermano —dice.

Ella vive en la costa para ganar dinero vendiendo adornos y baratijas. Dos veces al año lleva las ganancias a casa. Hace ya mucho tiempo que su marido no vive con ella. De nuevo, quedo sorprendida ante las condiciones de vida en África.

Cuando estemos de vuelta, tal vez ya haya venido Jutta, pienso, y acepto acompañarla. ¡El viaje me permitirá también escapar del acoso de los diferentes masai! Priscilla se pone contentísima, porque nunca antes ha llevado a su casa a una blanca.

Sin pensárnoslo más, partimos al día siguiente. Esther se queda para cuidar de la casa. En Mombasa, Priscilla compra varios uniformes de colegial para sus hijos. Yo solo llevo la pequeña mochila en la que hay algo de ropa interior, jerséis, tres camisetas y unos tejanos para poderme cambiar. Compramos nuestros billetes y, hasta la salida del autobús, por la noche, nos queda aún mucho tiempo. Voy a una peluquería, donde me hago recoger el pelo en pequeñas trencitas africanas. Este procedimiento dura casi tres horas y resulta muy doloroso. Pero, para viajar, me parece más práctico.

Cuando aún falta mucho tiempo para la salida, una docena de personas se agolpan ya alrededor del autocar en cuyo techo cargan primero los más diversos bártulos. Cuando partimos, todo está ya a oscuras, y Priscilla propone que durmamos. Hasta Nairobi seguro que tardaremos nueve horas. Luego tenemos que cambiar y aguantar otras cuatro horas y media hasta Narok.

Al cabo de un rato de viaje, ya no sé cómo sentarme y me siento aliviada cuando, al fin, llegamos. Ahora hay que emprender una larga caminata. Tomamos una pendiente suave durante casi dos horas a través de campos, prados, incluso bosques de abetos. Por el paisaje se podría pensar que estamos en Suiza, por todas partes solo verde y una total ausencia de seres humanos.

Al fin, diviso humo en lo alto e identifico algunas barracas de madera, medio en ruinas.

—Enseguida llegamos —dice Priscilla, y me explica que tiene que comprar antes una caja de cerveza para su padre. Este es el regalo que le lleva. Grande es mi asombro al ver que se coloca también la caja en la cabeza y la lleva con todo lo demás.

Siento curiosidad por ver cómo viven estos masai, pues Priscilla me ha contado que son más ricos que los samburu, de los que desciende Lketinga.

Nuestra llegada causa un gran alboroto. Todos salen corriendo, saludan a Priscilla, pero luego se detienen bruscamente y me miran en silencio. Priscilla parece contar a todos que somos amigas. Primero tenemos que ir a casa de su hermano, que habla algo de inglés. Las chabolas son mayores que nuestra casa en el poblado y tienen tres habitaciones, pero todo está sucio y ennegrecido por el hollín, porque se cocina sobre fuego de leña y por todas partes saltan gallinas y gatos. Se mire donde se mire, retozan niños de todas las edades. Los mayores llevan en la espalda, atados con un paño, a los que les siguen en edad. Se reparten los primeros regalos.

La gente aquí ya no tiene un aspecto muy tradicional. Llevan ropa normal y su vida es una ordenada rutina labriega. Cuando las cabras regresan a casa, yo, como huésped, tengo que escoger una para la comida de bienvenida que se celebrará en nuestro honor. No soy capaz de dictar una sentencia de muerte, pero Priscilla me alecciona diciendo que es la costumbre y que representa un gran honor. Seguramente voy a tener que hacerlo también los próximos días en las siguientes visitas. Señalo, pues, una cabra blanca, a la que cazan enseguida. Dos hombres asfixian al pobre animal. Para no tener que seguir viendo aquello, me aparto. Ya se está haciendo de noche y empieza a refrescar. Entramos en la casa y nos sentamos en torno al fuego que arde en el suelo de barro de una de las habitaciones.

Ignoro dónde cocinan o asan la cabra. Tanto mayor es mi sorpresa cuando me pasan una pata delantera entera y, con ella, un enorme machete. La otra pata es para Priscilla.

—Priscilla —digo—, no tengo mucha hambre, ¡soy incapaz de comer todo esto!

Se ríe y dice que el resto nos lo llevamos y mañana seguiremos comiendo. Me resulta desagradable la idea de tener que meterle el diente nuevamente a esta pata en el desayuno. Pero mantengo la compostura y como, al menos, algo, aunque pronto se ríen de mí por mi escaso apetito.

Como estoy cansadísima y tengo fuertes dolores de espalda, quiero saber dónde podemos dormir. Nos dan un estrecho camastro en el que debemos dormir las dos. En ningún sitio se ve agua para lavarse y, sin fuego, el frío es intenso. Para dormir me pongo el jersey y una fina chaqueta. Hasta estoy contenta de que Priscilla se acomode a mi lado, pues así tendré algo más de calor. Mediada la noche me despierto, siento picor y me doy cuenta de que unos cuantos animalillos se pasean por mi cuerpo. Quisiera saltar del camastro, pero no se ve absolutamente nada y hace muchísimo frío. No me queda más remedio que aguantar hasta la mañana. Al primer rayo de luz despierto a Priscilla y le muestro mis piernas. Están acribilladas de picaduras rojas, seguramente de piojos. No hay nada que hacer, pues no traigo ropa para cambiarme. Al menos, quiero lavarme, pero cuando salgo afuera me llevo una gran sorpresa. Toda la zona está envuelta en niebla, y hay rocío en los jugosos prados. Se podría pensar que nos encontramos en la casa de un labriego en el Jura.

Hoy seguimos camino para ir a ver a la madre de Priscilla y a sus hijos. Pasamos por colinas y campos y, de vez en cuando, nos encontramos con niños o gente mayor. Los niños se mantienen a cierta distancia de mí, pero la mayoría de la gente mayor, sobre todo las mujeres, quieren tocarme y hablar conmigo. Algunas sostienen largo rato mi mano y murmuran algo que, naturalmente, no entiendo. Priscilla dice que la mayor parte de estas mujeres nunca han visto a una blanca y, mucho menos, la han tocado. Ocurre, pues, que durante algunos apretones de mano me escupen, además, encima, algo que, por lo visto, es un gran honor.

Tras unas tres horas llegamos a la cabaña donde vive la madre de Priscilla. Inmediatamente unos niños corren a nuestro encuentro y se agarran a Priscilla. Su madre, aún más oronda que Priscilla, está sentada en el suelo y lava ropa. Lógicamente, las dos tienen muchas cosas que contarse. Intento, al menos, intuir una parte de lo que dicen.

La cabaña es la más modesta de las que he visto hasta ahora. Tiene también forma circular y está ensamblada con diversas tablas, trapos y plástico. En el interior, apenas puedo ponerme de pie, y el fuego en el centro llena el recinto de humo que irrita mis ojos. No hay ventana. Por eso tomo el té al aire libre, porque, de lo contrario, me caen lágrimas constantemente y me pican los ojos. Un poco inquieta, pregunto a Priscilla si hemos de pasar la noche aquí. Se echa a reír.

—No, Corinne, otro hermano mío vive a una media hora de camino en una casita mayor. Allí pasaremos la noche. Aquí no hay sitio, porque en la cabaña duermen todos los niños y no hay más comida que leche y maíz.

Respiro aliviada.

Poco antes de la caída de la noche continuamos camino a casa del otro hermano. También aquí nos espera un recibimiento tumultuoso. La gente no estaba informada de la visita de Priscilla y de que venía acompañada de una blanca. Este hermano me resulta muy simpático. Al fin puedo mantener una agradable conversación. También su mujer habla algo de inglés. Ambos han ido a la escuela.

Después, de nuevo, tengo que escoger una cabra. Me siento desvalida, pues no quiero comer otra vez aquella carne correosa. Por otra parte, tengo realmente hambre y me atrevo a preguntar si no hay alguna otra cosa para comer, porque nosotros, los blancos, no estamos acostumbrados a comer tanta carne. Todos se echan a reír, y la mujer pregunta si prefiero un pollo con patatas y verdura. Ante esta maravillosa propuesta de menú, contesto entusiasmada:

Oh yes!

Ella desaparece y, poco después, regresa con un pollo desplumado, patatas y una especie de espinacas. Estos masai son auténticos campesinos, algunos han ido al colegio y trabajan duramente en sus campos. Las mujeres y los niños comemos esta comida realmente buena. Se parece a un potaje y, después de todas aquellas bienintencionadas montañas de carne, me sabe a gloria.

Nos quedamos casi una semana y, desde aquí, realizamos varias visitas. Hasta me preparan agua caliente para que pueda lavarme. Aun así, nuestra ropa está sucia y apesta espantosamente a humo. Empiezo a cansarme de esta vida y añoro la playa de Mombasa y mi nueva cama. A mi deseo de marcharnos, Priscilla contesta que aún tenemos que asistir a la ceremonia de una boda a la que estamos invitadas y que tendrá lugar dentro de dos días. Así es que nos quedamos.

La boda se celebra a unos kilómetros de distancia. Uno de los masai más ricos se casará allí con su tercera esposa. Me sorprende el hecho de que, por lo visto, los masai pueden casarse con tantas mujeres como sean capaces de mantener. Me vienen a la mente los rumores sobre Lketinga. ¿Será verdad que ya está casado? Esta idea me pone casi enferma, pero me tranquilizo y pienso que, de ser así, sin duda me lo habría contado. El motivo de su desaparición tiene que ser otro. Tengo que averiguarlo en cuanto esté de regreso en Mombasa.

La ceremonia es impresionante. Acuden cientos de hombres y de mujeres. También me presentan al orgulloso novio, que me dice que, si quiero casarme, él estaría inmediatamente dispuesto a tomarme también a mí por esposa. Me quedo sin palabras. Vuelto hacia Priscilla, pregunta realmente cuántas vacas tendría que ofrecer por mí. Pero Priscilla no le hace caso, y él se marcha.

Luego aparece la novia, acompañada por las primeras dos esposas. Es una muchacha hermosísima, adornada de pies a cabeza. Su edad me escandaliza, pues seguro que no tiene más de doce o trece años. Las otras dos esposas tendrán dieciocho o veinte. Tampoco el novio debe de ser muy viejo, pero sí tendrá sus buenos treinta y cinco años. Pregunto a Priscilla:

—¿Por qué casan aquí a muchachas que son casi unas niñas?

Me dice que es así, y que ella tampoco era mucho mayor. Siento cierta compasión de la chica que, si bien parece orgullosa, no da la impresión de ser feliz.

De nuevo mis pensamientos vuelven a Lketinga. ¿Sabrá él que yo tengo veintisiete años? De repente, me siento vieja, insegura y ya no muy atractiva con aquella ropa sucia. No pueden atenuar este sentimiento las numerosas ofertas de diferentes hombres que me llegan a través de Priscilla. No me gusta ninguno y, en lo referente a un posible marido, solo existe Lketinga en mi pensamiento. Quiero ir a casa, a Mombasa. Quizás haya venido entretanto. Al fin y al cabo ya llevo casi un mes en Kenia.