BUSCANDO

Marco ha cambiado de opinión y se queda en el hotel. Aún hace un intento para disuadirme de mi plan, pero no hay consejos bienintencionados que valgan frente a la fuerza que me obliga a marcharme. Le dejo, pues, en el hotel y prometo estar de vuelta sobre las dos. Edy y yo nos dirigimos a Mombasa con el matatu. Es la primera vez que uso este tipo de taxi. Se trata de un pequeño autobús de unos ocho asientos. Cuando se detiene, ya hay en él trece personas que se aprietan entre su equipaje. El revisor va colgado en la parte exterior del vehículo. Desconcertada, miro aquel barullo.

—¡Sube, adelante, sube ya! —dice Edy, y paso por encima de bolsas y piernas y me agarro, acurrucada, para no caer sobre los demás en las curvas.

Gracias a Dios nos bajamos tras unos quince kilómetros. Estamos en Ukunda, el primer pueblo que tiene cárcel. Entramos los dos juntos. No he podido pasar ni el umbral cuando nos para un tipo fornido. Le echo una mirada interrogante a Edy. Delibera un rato y, al cabo de varios minutos, después de indicarme que me quede donde estoy, el individuo abre una puerta a sus espaldas. Como el interior está a oscuras y yo me encuentro al sol, no veo gran cosa. La pestilencia que se percibe es tan grande que siento ganas de vomitar. El gordo grita algo en dirección a aquel agujero oscuro y, al cabo de unos segundos, asoma un ser humano con aspecto totalmente desastrado. Parece que se trata de un masai, pero no lleva adornos. Asustada, niego con la cabeza y le pregunto a Edy:

—¿Solo hay este masai aquí?

Por lo visto, es el único. El prisionero es empujado y devuelto junto a los demás que se acurrucan en el suelo. Nos marchamos, y Edy dice:

—Ven, vamos a tomar otra vez el matatu. Son más rápidos que los grandes autocares, y continuaremos la búsqueda en Mombasa.

Volvemos a hacer la travesía en el Likoni-Ferry y, luego, tomamos otro autobús que nos lleva a la prisión de la periferia. Es mucho mayor que la anterior. También aquí recibo furiosas miradas por ser blanca. El individuo que está tras la barrera no nos presta la menor atención. Con aire aburrido lee un periódico, y nosotros nos quedamos de pie, desconcertados. Le doy un empujón a Edy:

—¿Por qué no preguntas?

Nada sucede hasta que Edy me explica que habría que darle discretamente unos chelines kenianos a aquel tipo. Pero ¿cuántos? Jamás en mi vida he tenido que sobornar a nadie. Pongo, pues, cien chelines en la mesa, lo que equivale a aproximadamente diez francos suizos. Con aparente indiferencia se mete el dinero en el bolsillo y, al fin, nos dirige una mirada. No, últimamente no había ingresado ningún masai que se llamara Lketinga. En la cárcel había dos masai, pero eran mucho más bajos que el descrito. Aun así, quiero verlos, pues, a lo mejor, se equivoca, y el dinero ya se lo ha quedado. Me dirige una mirada adusta, se levanta y abre una puerta.

Lo que ven mis ojos me resulta chocante. En un recinto sin ventanas se acurrucan, hacinadas, varias personas, unas sobre cartones, otras sobre periódicos o directamente en el suelo de hormigón. Cegadas por el rayo de luz, se tapan los ojos con las manos. Solo queda libre un pequeño pasillo entre aquellos seres acurrucados. Y, un instante después, veo cuál es el motivo, pues un empleado se acerca para arrojar una cuba de «comida», directamente en el pasillo de hormigón. Resulta inconcebible, ¡así se da de comer a los cerdos, en el mejor de los casos! Al oír la palabra masai, salen dos hombres, pero ninguno de ellos es Lketinga. Me siento desanimada. Y en cualquier caso, ¿qué es lo que me espera si le encuentro?

Nos dirigimos al centro de la ciudad, tomamos otro matatu y tras una hora de traqueteo llegamos a la costa norte. Edy me tranquiliza diciendo que seguro que está allí. Pero no llegamos ni hasta la entrada. Un policía armado pregunta qué es lo que queremos. Edy explica el motivo de nuestro viaje, pero el otro contesta negativamente con la cabeza, hace dos días que no ha ingresado nadie. Abandonamos la población. Me siento completamente desconcertada.

Edy alega que ya es tarde y que tenemos que darnos prisa si quiero estar de vuelta a las dos. Pero no quiero ir al hotel. Solo me queda el día de hoy para encontrar a Lketinga. Edy propone que convendría volver a preguntar en la primera prisión, porque los reclusos son trasladados frecuentemente. Regresamos, pues, otra vez a Mombasa bajo el calor infernal.

Nuestro ferry se cruza con otro que hace la travesía en sentido contrario y me doy cuenta de que en el otro barco apenas hay seres humanos, solo vehículos entre los que hay uno que destaca especialmente. Es de color verde chillón y lleva rejas. Edy dice que es el vehículo que transporta a los presos. Siento náuseas al pensar en aquella pobre gente, pero no sigo pensando. Tengo sueño, sed y estoy empapada en sudor. A las dos y media estamos de nuevo en Ukunda.

Ante la cárcel hay otro guardián que parece mucho más amable. Edy vuelve a explicar a quién estamos buscando. Se produce una acalorada discusión. No entiendo nada en absoluto.

—Edy, ¿qué sucede?

Me explica que hace una hora escasa han llevado a Lketinga a la costa norte de la que acabamos de llegar. Estuvo en Kwale; luego, brevemente aquí, y ahora va camino a la prisión en la que tendrá que permanecer hasta que se celebre el juicio.

Empiezo a volverme loca. Nos hemos pasado toda la mañana de un lado a otro, y hace media hora que se ha cruzado con nosotros en aquel coche celular. Edy me dirige una mirada desconcertada. Será mejor que vayamos al hotel, mañana él volverá a intentarlo, ahora ya sabe dónde está Lketinga. Si quiero puedo darle el dinero, él se ocupará de rescatarlo.

No tengo necesidad de reflexionar ni un momento y le pido a Edy que volvamos una vez más a la costa norte. No se muestra precisamente entusiasmado, pero me acompaña. En silencio recorremos de nuevo aquel largo camino, y, constantemente, me pregunto a mí misma, Corinne, ¿por qué estás haciendo todo esto? En realidad, ¿qué es lo que pretendo decirle a Lketinga? No lo sé. Me siento sencillamente empujada por aquella tremenda fuerza.

Falta poco para las seis cuando llegamos de nuevo a la prisión de la costa norte. Sigue allí el mismo hombre armado de antes. Nos reconoce e informa de que Lketinga ha llegado hace unas dos horas y media. Ahora me siento completamente despierta. Edy explica que queremos sacar al masai. El guardián contesta negativamente con la cabeza e indica que no será posible hasta Nochevieja, porque el preso aún no ha sido sometido a juicio y hasta entonces el director de la prisión se encuentra de vacaciones.

He contado con todo, pero no con eso. Ni siquiera con dinero es posible conseguir la libertad de Lketinga. A duras penas consigo convencer al guardián de que me permita al menos ver a Lketinga durante diez minutos, pues ha entendido que mañana regreso a mi país. E inmediatamente aparece en el patio de la prisión con una sonrisa radiante. Me llevo un susto inmenso. Ya no lleva sus adornos tribales, lleva el cabello envuelto en un paño sucio y apesta horrorosamente. Aun así, parece alegrarse y solo le sorprende verme aquí sin Marco. Estoy a punto de gritar: ¿será posible que no se entere de nada? Le digo que mañana regresaremos a casa en avión, pero que volveré lo antes que pueda. Le anoto mi dirección y le pido la suya. Tras un instante de vacilación, anota dificultosamente su nombre y el apartado de correos. En el último instante me da tiempo de deslizarle el dinero en la mano, cuando ya se lo lleva de nuevo el carcelero. Al marcharse, se vuelve, da las gracias, y dice que salude en su nombre a Marco.

Regresamos despacio y, mientras va oscureciendo, esperamos que pase un autobús. Solo ahora me doy cuenta de lo agotada que estoy; de repente estallo en lágrimas y ya no puedo dejar de llorar. En el abarrotado matatu todos se quedan mirando a aquella blanca llorosa. A mí me importa un bledo: lo que quisiera es morirme.

Son más de las ocho de la noche cuando llegamos al Likoni-Ferry. Me vuelvo a acordar de Marco y me siento culpable, porque han pasado más de seis horas de la hora acordada, y yo sin aparecer.

Mientras estamos esperando el ferry, Edy dice:

—No hay ningún autobús, tampoco hay ningún matatu que vaya a Diani-Beach.

Me parece haber oído mal. ¿Después de las ocho ya no circulan autobuses públicos al hotel? ¡No puede ser cierto! Permanecemos a oscuras junto al ferry, y al otro lado no hay posibilidad de seguir. Paso al lado de los coches que esperan para ver si hay algún blanco entre los ocupantes. Entre los vehículos hay dos safaribuses que regresan del viaje. Golpeo la ventana y pregunto si puedo ir con ellos. El conductor contesta negativamente, le está prohibido llevar a gente que no forme parte del grupo. Los pasajeros son hindúes que ocupan todos los asientos. En el último instante un coche sube a la rampa, y tengo suerte. En él van dos monjas italianas que me permiten explicarles mi problema. En vista de mi situación, aceptan llevarme a mí y a Edy al hotel.

Viajamos en la oscuridad durante tres cuartos de hora, y empiezo a sentir miedo de Marco. ¿Cómo reaccionará? Aunque me diera una bofetada, lo entendería, tendría toda la razón. Es más, incluso espero que se irrite hasta ese punto y que eso, tal vez, me haga entrar en razón. Sigo sin comprender qué es lo que me ha sucedido y por qué he perdido hasta ese punto la sensatez. Solo noto que estoy cansada como no lo he estado nunca antes en mi vida y que, por primera vez, siento mucho miedo, miedo de Marco y de mí misma.

Delante del hotel me despido de Edy y, poco después, me encuentro ante Marco. Me mira con tristeza, nada de gritos, nada de palabras profusas, solo aquella mirada. Le echo los brazos al cuello, y ya estoy llorando otra vez. Marco me conduce a nuestra cabaña y me habla en tono tranquilizador. He contado con todo, pero no con un recibimiento tan cariñoso. Solo dice:

—Corinne, todo está bien. Estoy tan contento de que sigas con vida. Estuve a punto de ir a la policía y presentar una denuncia por desaparición. Ya había perdido toda esperanza de volver a verte. ¿Quieres que te vaya a buscar algo de comida?

Sin esperar mi respuesta, se marcha y vuelve con un plato repleto. El aspecto es delicioso y, por él, me lo como todo. Solo cuando he terminado de comer, pregunta:

—¿Y qué, lo has encontrado al menos?

—Sí —contesto, y se lo cuento todo.

Se me queda mirando y dice:

—Estás loca, pero eres una mujer muy fuerte. Cuando quieres algo, no te das jamás por vencida. Pero ¿por qué no puedo yo ocupar el lugar de ese masai?

Esto es precisamente lo que yo misma ignoro. Tampoco yo me explico cuál es el secreto mágico que rodea a ese hombre. Si dos semanas antes alguien me hubiera dicho que me iba a enamorar de un guerrero masai, me habría echado a reír. Y ahora me encuentro ante un inmenso caos.

Durante el vuelo de regreso, Marco pregunta:

—¿Y qué será ahora de nosotros, Corinne? La decisión depende de ti.

Me resulta difícil hacerle entender a Marco la medida de mi desconcierto.

—Lo más rápidamente posible me buscaré un piso para mí sola, aunque no será por mucho tiempo, pues quiero regresar a Kenia, tal vez para siempre —le contesto. Marco se limita a mover tristemente la cabeza.