0020

Mi avatar se materializó lentamente frente al panel de control de mi centro de mando, el mismo lugar donde me encontraba la noche antes, inmerso en mi ritual nocturno, que consistía en mirar fijamente los versos de la cuarteta, tan fijamente que me había quedado dormido y el sistema se había desactivado solo. Llevaba ya casi seis meses concentrado en aquella maldita rima y todavía no había sido capaz de descifrarla. Nadie lo había hecho. Todo el mundo tenía sus teorías, claro, pero la Llave de Jade seguía oculta y las primeras posiciones de La Tabla se mantenían inalteradas.

Mi centro de mando estaba situado en el interior de una cúpula blindada incrustada bajo la superficie rocosa de mi propio asteroide. Desde allí disfrutaba de una vista de trescientos sesenta grados de los cráteres que conformaban el paisaje y se perdían en el horizonte, en todas direcciones. El resto de mi fortaleza se encontraba bajo tierra, en un vasto complejo subterráneo que descendía hasta el núcleo mismo del asteroide. Lo había configurado yo, poco después de trasladarme a Columbus. Mi avatar necesitaba un refugio fortificado y, como no quería vecinos, había adquirido el planetoide más barato que había encontrado —ese asteroide pequeño y desolado que se encontraba en el Sector 14—. Su designación oficial era S14A316, pero yo lo llamaba Falco, como el rapero austríaco. (No es que fuera un gran fan de Falco, pero me gustaba el sonido de aquel nombre).

Aunque su superficie ocupaba apenas unos pocos kilómetros cuadrados, me había costado bastante caro. Pero había merecido la pena el gasto. Cuando poseías tu propio mundo, podías construir lo que quisieras en él. Y nadie podía visitarte a menos que tú autorizaras el acceso, cosa que yo no hacía con nadie. Mi fortaleza era mi refugio dentro de Oasis. El santuario de mi avatar. El único lugar en toda la simulación donde estaba verdaderamente a salvo.

Tan pronto como se hubo completado la secuencia de inicio, apareció en el visualizador una ventana que me informaba de que ese era día de elecciones. Como ya tenía dieciocho años, podía votar. Y podía hacerlo tanto en las elecciones que tenían lugar en Oasis, como en las que servirían para escoger a cargos del Gobierno de Estados Unidos. A mí las elecciones no me importaban lo más mínimo; no les veía sentido. Del gran país de antaño en el que yo había nacido solo quedaba el nombre. No importaba quién lo gobernara. Eran personas que se dedicaban a cambiar de asientos en la cubierta del Titanic, y todo el mundo lo sabía. Además, la gente ya podía votar desde casa, vía Oasis. Las únicas personas que podían salir elegidas eran estrellas de cine, personajes de reality shows o telepredicadores radicales.

En las elecciones de Oasis sí me molesté en votar, porque sus resultados me afectaban. El proceso me llevó apenas unos minutos, porque ya estaba familiarizado con los principales asuntos que GSS sometía a votación. En aquellas elecciones, además, también se escogía al presidente y al vicepresidente del Consejo de Usuarios de Oasis y, para mí, la decisión no resultaba difícil. Como la mayoría de los gunters, voté a favor de reelegir a Cory Doctorow y Wil Wheaton (una vez más). No había límite de legislaturas y aquellos dos «ancianos» llevaban más de diez años protegiendo como nadie los derechos de los usuarios.

Después de votar, ajusté ligeramente la silla háptica y estudié la consola de mandos que tenía frente a mí. Estaba llena de clavijas, botones, teclas, pulsadores y pantallas. Una tira de monitores de seguridad, a mi izquierda, mostraba lo que transmitían las cámaras virtuales repartidas por el interior y el exterior de mi fortaleza. A mi derecha, otras tantas me permitían ver mis informativos y vídeos de entretenimiento preferidos. Entre ellos, los que emitía mi propio canal, Parzival TV: «El Canal que emite mierdas raras y eclécticas veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año».

Se trataba de algo nuevo. GSS había añadido una innovadora función a todas las cuentas de usuarios de Oasis: el CPO, es decir, el Canal Personal de Oasis para la emisión de vídeos, con el que, por una cuota mensual, todo el mundo podía tener su propio canal de televisión. Los usuarios conectados a la simulación podían entrar en ella y ver los CPO de los usuarios del mundo entero. Lo que cada cual emitía en su canal y las personas autorizadas a verlo, eran decisión del «dueño» de la cadena. La mayoría de los usuarios optaba por disponer de un «canal voyeur», que equivalía a ser la estrella de tu propio reality show las veinticuatro horas del día. En ese caso, unas cámaras virtuales seguían a los avatares por Oasis y transmitían sus actividades diarias. Podía limitarse el acceso al canal de modo que solo los amigos pudieran verlo o cobrar por entrar en el CPO. Muchos famosillos y actores porno lo hacían y vendían sus vidas virtuales a tanto el minuto.

También había gente que usaba su CPO para emitir imágenes en directo de sí mismos en el mundo real, de su perro o de sus hijos. Algunos solo programaban dibujos animados antiguos. Las posibilidades eran infinitas y la variedad de material disponible parecía crecer y sofisticarse con el paso de los días: veinticuatro horas al día de vídeos para fetichistas del pie emitidos en países de la Europa oriental; porno amateur donde aparecían unas pervertidas madres de familia futbolistas residentes en Minnesota. Lo que quisieras. Todas las rarezas que la mente humana fuera capaz de concebir se grababan y se emitían online. El inmenso descampado de la programación televisiva había alcanzado al fin su cenit y las personas corrientes ya no estaban limitadas a quince minutos de fama. En ese momento, podían salir por la tele todos los días en cualquier ocasión, independientemente de que los mirara alguien o no.

Parzival TV no era un canal voyeur. En realidad, el rostro de mi avatar no aparecía nunca. Lo que yo hacía era programar una selección de series clásicas de los ochenta, anuncios antiguos, dibujos animados, videoclips y películas. Muchas películas. Los fines de semana, pasaba largometrajes japoneses antiguos de monstruos y algún anime vintage. Lo que me apeteciera. Lo cierto es que no importaba mucho qué programara. Mi avatar seguía siendo uno de los Cinco de Arriba, por lo que mi canal atraía a millones de espectadores todos los días, sin importar lo que emitiese, cosa que me permitía vender espacio publicitario a mis diversos patrocinadores.

Casi todo el público de mi canal estaba formado por gunters que lo veían con la esperanza de que yo, involuntariamente, revelara alguna información sobre la Llave de Jade e incluso sobre el Huevo. Pero yo, claro está, no lo hacía. En ese momento, Parzival TV emitía un maratón ininterrumpido de dos días de Kikaider, una serie japonesa de acción de finales de los setenta, en la que un androide rojo y azul se cargaba a una sucesión de monstruos cubiertos con trajes de goma, episodio tras episodio. Yo sentía debilidad por los kaiju y los tokusatsu antiguos, programas como Espectroman, Gigantes del espacio y Supaidaman.

Abrí mi parrilla de programación e hice algunos cambios. Suprimí los episodios de Muelle 56 y de Misfits of Science e introduje unos cuantos episodios consecutivos de mi tortuga voladora gigante, Gamera. Pensé que la audiencia lo agradecería. Y después, para finalizar la emisión del día, añadí varios capítulos de Silver Spoons.

Art3mis también tenía su propio canal de vídeo, Art3mivision, y yo siempre estaba conectado a él con uno de mis monitores. En ese momento emitía su plato de los lunes por la noche: un episodio de Square Pegs, donde aparecía Sarah Jessica Parker jovencísima. Después, vendrían Electrawoman y DynaGirl, seguidos de varios episodios seguidos de Isis y Wonder Woman. Hacía siglos que no modificaba el orden de su programación. Pero no importaba. Sus índices de audiencia eran elevadísimos. Recientemente, además, había lanzado una línea de ropa de cuerpo entero para avatares femeninos, con la marca Art3Miss, que había sido todo un éxito. La verdad era que las cosas le estaban yendo muy bien.

Después de aquella noche en el Distracted Club, Art3mis había cortado todo contacto conmigo. Me bloqueaba los e-mails, llamadas y peticiones de chat. Además, había dejado de añadir entradas a su blog.

Yo había intentado por todos los medios ponerme en contacto con ella. Le enviaba flores a su avatar. Me desplazaba muchas veces hasta su refugio, un palacio fortificado en Benatar, la pequeña luna de su propiedad. Soltaba cintas de casete con canciones y notas, sobre su palacio, desde el aire, como si se tratara de bombas de un enfermo de amor. Una vez, en un acto de extrema desesperación, permanecí ante las puertas de su palacio durante dos horas seguidas, con un radiocasete en la cabeza que emitía In Your Eyes, de Peter Gabriel. Pero ella no salió. Ni siquiera sé si estaba en casa.

Llevaba ya más de cinco meses viviendo en Columbus y hacía ocho largas y agónicas semanas que no hablaba con Art3mis. Sin embargo, no me había dedicado a lloriquear ni a compadecerme de mí mismo durante ese tiempo. Bueno, no me había dedicado solo a eso. Había intentado disfrutar de mi «nueva vida» de gunter viajero mundialmente famoso. A pesar de haber llevado a mi avatar a su máxima potencia, seguía adelante con la búsqueda y añadía, a mi ya impresionante colección de armamento, objetos mágicos y vehículos, que guardaba en una cámara acorazada oculta en el corazón de mi fortaleza. Las misiones me mantenían ocupado y me servían de distracción en mi estado de soledad y aislamiento, que cada vez sentía con más intensidad.

Después de que Art3mis me dejara, intenté retomar el contacto con Hache, pero las cosas ya no eran como antes. Nos habíamos distanciado y yo sabía que era culpa mía. Nuestras conversaciones se movían entre la reserva y la cautela, como si los dos temiéramos revelar algo que el otro pudiera usar en su beneficio. Se notaba que ya no confiaba en mí. Y si yo me había obsesionado con Art3mis, él parecía obsesionado con ser el primer gunter en encontrar la Llave de Jade. Pero hacía ya casi un año que habíamos franqueado la Primera Puerta y la ubicación de la Llave de Jade seguía siendo un misterio.

Llevaba prácticamente un mes sin comunicarme con Hache. Nuestra última conversación había degenerado en un concurso de gritos que terminó cuando yo le recordé que él «no habría encontrado siquiera la Llave de Cobre» si yo no lo hubiera conducido directamente hasta ella. Él me miró fijamente un segundo antes de desconectarse de la sala de chat. Testarudo y orgulloso, yo me había negado a llamarlo en ese mismo momento para disculparme y entonces me parecía que había pasado demasiado tiempo.

Sí. Estaba en racha. En menos de seis meses había logrado cargarme las dos amistades que más me importaban.

Entré en el canal de televisión de Hache, que él había bautizado como H-Feed. En ese momento emitía un combate de lucha de finales de los ochenta entre Hulk Hogan y Andre el Gigante. Ni me molesté en ver qué pasaban en el canal de Daito y Shoto, porque sabía que sería alguna película antigua de samuráis. No programaban otra cosa.

Pocos meses después de nuestro tenso primer encuentro en El Sótano de Hache, había logrado establecer cierta amistad con ellos cuando los tres formamos equipo para completar una extensa misión en el Sector 22. La idea había sido mía. No me gustaba que las cosas hubieran terminado de aquel modo la primera vez y esperé a que se me presentara la ocasión de tenderles la rama de olivo a los dos samuráis. Y la ocasión se presentó cuando descubrí la existencia de una misión de alto nivel llamada Shodai Urutoraman, en el planeta Tokusatsu. La fecha de creación que figuraba en los créditos indicaba que había sido lanzada varios años después de la muerte de Halliday, lo que implicaba que no podía tener nada que ver con el concurso. Además, se trataba de una misión en japonés creada por la división que GSS tenía en Hokkaido. Podría haber intentado completarla solo, recurriendo al traductor simultáneo Mandarax instalado en todas las cuentas de Oasis, pero habría sido arriesgado. Se sabía que Mandarax no era fiel a los originales, que malinterpretaba instrucciones y réplicas, algo que podía llevar fácilmente a cometer errores fatales.

Daito y Shoto vivían en Japón (donde se habían convertido en héroes nacionales). Yo sabía que los dos hablaban varias lenguas con fluidez. Así que me puse en contacto con ellos y les pregunté si estaban dispuestos a formar equipo conmigo solo para esa misión. En un principio se mostraron escépticos, pero cuando les expliqué la naturaleza única de la expedición y los beneficios que, en mi opinión, podríamos obtener si la completábamos, accedieron. Los tres nos encontramos al otro lado de la puerta que daba paso al reto, en Tokusatsu y la franqueamos juntos.

La prueba consistía en una recreación de los treinta y nueve episodios de Ultraman, la serie original que se había emitido en la televisión japonesa entre 1966 y 1967. La trama se centraba en un humano llamado Hayata que era miembro de la Patrulla de la Ciencia, una organización dedicada a luchar contra las hordas de monstruos, tipo Godzilla, empeñados en atacar la Tierra constantemente y en amenazar a la civilización humana. Cuando la Patrulla de la Ciencia se encontraba con una amenaza a la que no se atrevía a enfrentarse sola, Hayata usaba un dispositivo alienígena llamado la «Cápsula Beta» para transformarse en un superhéroe extraterrestre conocido como Ultraman. Y entonces sí, se entregaba a la destrucción del monstruo que tocara esa semana, recurriendo para ello a toda clase de llaves de kung-fu y ataques de energía.

Si hubiera franqueado la puerta solo, habría tenido que reproducir de principio a fin todo el papel de Hayata. Pero como Shoto, Daito y yo habíamos entrado juntos, se nos permitió seleccionar a un miembro distinto de la Patrulla de la Ciencia a quien interpretar. Además, al principio de cada nivel o «episodio», podíamos cambiar de papeles. Así, los tres nos fuimos turnando en la representación de Hayata y sus compañeros de equipo, Hoshino y Arashi. Como sucedía con casi todas las misiones de Oasis, jugar en equipo hacía que resultara más fácil derrotar a los diversos enemigos e ir superando los niveles.

Tardamos una semana entera, jugando, en ocasiones, más de dieciséis horas diarias, antes de completar los treinta y nueve niveles y superar la prueba. Al salir por la puerta, nos entregaron un montón de puntos de experiencia y varios miles de créditos. Pero el verdadero premio por completar la misión fue un artefacto increíblemente difícil de encontrar: la Cápsula Beta de Hayata. El pequeño cilindro metálico permitía al avatar transformarse en Ultraman una vez al día, durante un máximo de tres minutos.

Como éramos tres, debatimos quién debía quedársela.

—Debería ser para Parzival —había dicho Shoto, volviéndose hacia su hermano mayor—. Fue él quien descubrió la prueba. Nosotros no habríamos sabido ni siquiera que existía de no haber sido por él.

Daito, claro está, se había mostrado en desacuerdo.

—¡Pero él no habría podido completar la misión sin nuestra ayuda!

Y dijo que, para ser justos, lo único que podíamos hacer era subastar la cápsula y repartirnos lo que nos dieran por ella. Pero yo no estaba dispuesto a permitirlo. El artefacto era demasiado valioso para que nos desprendiéramos de él y sabía que acabaría en manos de los sixers, que se dedicaban a adquirir todas las piezas importantes que se subastaban. Además, aquella me parecía una buena ocasión de congraciarme con los Daisho.

—Deberíais quedaros vosotros con la Cápsula Beta —dije—. Urutoraman es el mayor superhéroe japonés. Sus poderes han de permanecer en manos niponas.

Mi generosidad los sorprendió y conmovió a partes iguales. Sobre todo a Daito.

—Gracias, Parzival-san —respondió dedicándome una sentida reverencia—. Eres hombre de honor.

Y, después de aquello, los tres nos despedimos como amigos (que no necesariamente aliados) y yo me di por recompensado por mis esfuerzos.

Oí el sonido de un timbre y consulté la hora. Eran casi las ocho. Ya me tocaba empezar a ganarme el pan.

Siempre iba escaso de dinero, por más frugalmente que intentara vivir. Debía pagar algunas facturas bastante abultadas todos los meses, tanto en el mundo real como en Oasis. Mis gastos en el mundo real eran los más corrientes: alquiler, luz, comida, agua. Reparación de equipos, actualizaciones. Los de mi avatar resultaban más exóticos. Arreglos de naves espaciales. Pasajes de teletransportación. Recargas de energía. Munición. La compraba al por mayor, pero aun así no era barata. Y mis gastos mensuales en teletransportación solían ser astronómicos. Mi búsqueda del Huevo me exigía desplazamientos constantes y GSS no dejaba de aplicar incrementos en los precios.

Lo cierto es que ya me había gastado lo que me habían pagado por los contratos publicitarios. Casi todo había ido a la adquisición de mi equipo de inmersión y a la compra de mi propio asteroide. Ganaba bastante dinero al mes por la venta de espacio publicitario en mi canal privado de televisión y subastando los artículos mágicos que ya no necesitaba; la armadura o las armas que había ido adquiriendo durante mis viajes. Pero mi principal fuente de ingresos era mi empleo a jornada completa dando asistencia técnica a Oasis.

Cuando me creé mi nueva identidad, la de Bryce Lynch, me había atribuido una licenciatura universitaria, así como múltiples certificados técnicos y mucha experiencia laboral como programador de Oasis y desarrollador de aplicaciones. Y, sin embargo, a pesar de mi impresionante currículum inventado, el único trabajo que había conseguido era el de representante de apoyo técnico de primer nivel en Helpful Helpdesk Inc., una de las firmas subcontratadas por GSS para gestionar el servicio al cliente y la asistencia técnica de Oasis. Así que trabajaba cuarenta horas a la semana, ayudando a inútiles a reiniciar sus consolas Oasis y a actualizar los drivers de sus guantes hápticos. Se trataba de un trabajo durísimo, pero me permitía pagar los gastos.

Salí de mi cuenta de Oasis y me serví de mi equipo para conectarme a una cuenta distinta que me habían asignado exclusivamente para el trabajo. Tras completar el proceso de conexión, asumí el control de un avatar de Happy Helpdesk, un hombre guapo y apuesto fabricado en serie a imagen y semejanza del Ken de la Barbie, que yo usaba para atender las llamadas al servicio técnico. Ese avatar aparecía en medio de un inmenso centro de atención telefónica virtual, instalado en el interior de un cubículo virtual, delante de un ordenador virtual, equipado con unos auriculares virtuales.

Para mí, ese lugar era mi infierno particular y virtual.

Helpful Helpdesk recibía millones de llamadas al día, de todo el mundo. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año. Un cretino indignado y torpe tras otro. No había tiempo libre entre llamadas, porque la lista de espera era siempre de varios centenares de inútiles, todos ellos dispuestos a esperar durante horas para que un técnico les llevara de la manita a resolver su problema. ¿Para qué molestarse en buscar la solución online? ¿Para qué intentar resolverlo tú mismo, cuando podías pagar a alguien para que pensara por ti?

Como de costumbre, mi turno de diez horas se me hizo eterno. Los avatares de Helpdesk no estaban autorizados a abandonar sus cubículos, pero yo había encontrado otros modos de pasar el rato. La cuenta de mi trabajo estaba configurada con limitaciones, para que no pudiera consultar páginas externas, pero yo había manipulado mi visor y podía escuchar música o ver las películas que almacenaba en el disco duro mientras atendía las llamadas.

Cuando, finalmente, concluyó mi jornada laboral y me desconecté del trabajo, no esperé ni un segundo para entrar en mi cuenta de Oasis. Descubrí que tenía cientos de e-mails sin abrir y, por lo que pude leer en las casillas de «asunto», supe lo que había ocurrido.

Art3mis había encontrado la Llave de Jade.