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Mi ordenador me despertó justo antes de la puesta del sol e inicié mi ritual diario.

—¡Ya estoy levantado! —grité a la oscuridad.

Desde que, hacía unas semanas, Art3mis me había abandonado, me estaba costando bastante levantarme de la cama por las mañanas, por lo que había desprogramado la alarma de repetición del despertador y le había pedido a mi ordenador que hiciera sonar a todo volumen Wake Me Up Before You Go-Go, de Wham! No podía soportar aquella canción y para apagarla debía, necesariamente, levantarme. No era la manera más agradable de empezar el día, pero al menos así me ponía en movimiento.

La canción dejó de sonar y mi silla háptica cambió de forma y de orientación, pasó de su configuración temporal de cama a la suya habitual, la de ser silla y colocarme en posición de sentado mientras se transformaba. El ordenador fue iluminándose gradualmente, para que mis ojos tuvieran tiempo de adaptarse. Ninguna luz exterior alcanzaba jamás mi apartamento. La única ventana me había proporcionado, al principio, una buena vista del perfil de Columbus, pero yo había rociado el cristal con espray negro pocos días después de trasladarme. Había llegado a la conclusión de que todo lo que sucedía más allá de aquella abertura me distraía de mi misión y no me convenía perder el tiempo mirando por ella. Tampoco me interesaba oír lo que sucedía en el mundo, pero por el momento no había logrado mejorar el aislamiento acústico del apartamento y, por tanto, me veía obligado a convivir con los sonidos amortiguados del viento y la lluvia, con los ruidos que llegaban de la calle, del tráfico. Incluso ellos podían distraerme. En ocasiones entraba en una especie de trance y permanecía sentado con los ojos cerrados ajeno al paso del tiempo, escuchando los sonidos que se sucedían más allá de mi habitación.

Había hecho algunas otras modificaciones en mi estudio, por comodidad y para que resultara más seguro. En primer lugar, cambié la puerta, que era muy endeble, por una WarDoor de doble blindaje con cabina hermética. Cuando necesitaba cualquier cosa —comida, papel higiénico, ropa nueva— la pedía por internet y me la traían hasta casa. Las entregas se realizaban de la siguiente manera: primero, el escáner instalado fuera, en el pasillo, verificaba la identidad del transportista y mi ordenador confirmaba que lo que traía era, en efecto, lo que yo había encargado. Entonces la puerta exterior se desbloqueaba automáticamente, se abría hacia un lado y permitía el acceso a una cabina reforzada en acero del tamaño de una ducha. El mensajero colocaba el paquete, la pizza o lo que fuera en el interior de la cabina y se retiraba. La puerta externa se cerraba de nuevo emitiendo un zumbido y volvía a bloquearse. El envío volvía a ser escaneado y sometido a rayos-X y analizado de diversas maneras. Su contenido era verificado y se enviaba una confirmación de recepción. Si todo estaba en orden, yo abría la puerta interior y recibía el encargo. El capitalismo se abría paso hasta mí sin que yo tuviera que interactuar cara a cara con otro ser humano. Podría haber sido de otro modo, pero no, gracias, así era como yo lo prefería.

En el estudio mismo no había gran cosa que ver, lo que a mí me venía bien, porque pasaba el menor tiempo posible mirándolo. Se trataba, básicamente, de un cubo de unos diez metros de longitud por diez de ancho. Empotrados en una pared estaban la ducha y el retrete modulares y, en la opuesta, la cocina ergonómica. No la había usado nunca. Mis comidas, cuando no me las traían a casa, eran siempre congeladas. Si acaso, me preparaba unos brownies en el microondas.

El resto del estudio estaba presidido por mi equipo de inmersión en Oasis. Había invertido mucho dinero en adquirirlo. Siempre salían al mercado componentes nuevos, más rápidos o versátiles, y yo me gastaba gran parte de mis escasos ingresos en actualizarlo.

La joya de la corona de mi equipo era, claro está, mi consola Oasis personalizada. El ordenador que alimentaba mi mundo. Yo mismo lo había construido, pieza por pieza, en el interior de un chasis esférico Odinware de espejo. Contaba con un procesador acelerado tan rápido que su ciclo temporal rayaba en la precognición. El disco duro interno tenía tal capacidad de almacenamiento que permitía archivar tres veces Todo lo Existente.

Me pasaba la mayor parte del tiempo en mi silla háptica adaptable HC5000 de Shaptic Technologies. Estaba suspendida de dos brazos robóticos articulados fijados a las paredes y al techo de mi apartamento, diseñados para permitir que la silla girara sobre sus cuatro ejes. Es decir que, cuando estaba atado a ella, la unidad podía saltar, girar sobre sí misma o sacudir mi cuerpo para crear la sensación de que me caía, volaba o me hallaba sentado al volante de una lanzadera atómica que viajaba al doble de la velocidad del sonido a través de un desfiladero en la cuarta luna de Altair VI.

La silla funcionaba combinada con mi Traje Integral Háptico, un atuendo sensorial completo dotado de feedback. Cubría todo mi cuerpo, de la nuca para abajo, y disponía de unas discretas aberturas que me permitían hacer mis necesidades sin tener que quitármelo. El exterior del traje estaba cubierto por un complejo exoesqueleto, una red de tendones y articulaciones artificiales que podían tanto captar como inhibir mis movimientos. Fijada al interior del traje había una especie de telaraña de activadores diminutos que entraban en contacto con mi piel cada pocos centímetros. Podían activarse en grupos pequeños o grandes a fin de generar una simulación táctil y hacer sentir a mi piel cosas que no estaban ahí. Así, generaban de forma convincente sensaciones como la de que alguien te diera una palmadita en el hombro, o una patada en la espinilla, o la de recibir un tiro en el pecho. (El software de seguridad que llevaba incorporado impedía que mi equipo me causara un daño físico real, por lo que la sensación que transmitía un disparo simulado se parecía más a un puñetazo débil). Tenía otro traje idéntico que en ese momento colgaba de la unidad de limpieza MoshWash, que ocupaba una esquina del apartamento. Esos dos trajes hápticos constituían todo mi vestuario. Mi vieja ropa de calle estaba arrinconada en el armario, acumulando polvo.

En las manos llevaba unos guantes hápticos de última generación con transmisión de datos incorporada, modelo Okagami IdleHands. Las palmas estaban cubiertas por unas almohadillas especiales de retroalimentación que creaban la ilusión de que yo tocaba objetos y superficies que en realidad no existían.

Mi visor era un Dinatro RLR-7800 WreckSpex recién estrenado, dotado de un visualizador virtual de última generación. El visor introducía, velozmente y con la mejor resolución perceptible para el ojo humano, Oasis directamente en mis retinas. En comparación, el mundo real parecía desvaído y borroso. El RLR-7800 era un prototipo que todavía no estaba disponible para los plebeyos, pero yo había llegado a un acuerdo de promoción con Dinatro, que me enviaba el equipo gratuitamente (a través de una serie de envíos indirectos que me permitían mantener el anonimato).

Mi sistema de audio AboundSound estaba formado por una serie de altavoces ultrafinos instalados en las paredes, el suelo y el techo de mi apartamento y creaban una reproducción sonora perfecta, de una precisión absoluta, en un radio de trescientos sesenta grados. El bafle de bajos Mjolnur era tan potente que incluso las muelas me vibraban.

La torre olfativa Olfatrix, instalada en un rincón, era capaz de generar más de dos mil olores discernibles. Un jardín de rosas, un viento marítimo, salado, pólvora encendida… La torre recreaba todo ello de manera convincente. También hacía las veces de aire acondicionado/purificador de potencia industrial, que era para lo que lo usaba yo, fundamentalmente. A muchos bromistas les encantaba introducir olores fétidos en sus simulaciones para joder a la gente que tenía torres olfativas, por eso yo lo tenía casi siempre desactivado, a menos que me encontrara en algún área de Oasis donde creyera que podía resultarme útil oler el entorno.

En el suelo, justo debajo de mi silla háptica suspendida, tenía instalada mi cinta estática Okagami Runaround omnidireccional. («Estés donde estés, ahí la tienes», era el eslogan del fabricante). La cinta tenía dos metros cuadrados y seis centímetros de grosor.

Cuando estaba activada, podía correr a toda velocidad en cualquier dirección y jamás alcanzaba el límite de la plataforma. Si cambiaba de dirección, la cinta lo captaba y su superficie rodante se adaptaba para seguirme, manteniéndome en todo momento en el centro. Ese modelo también estaba equipado con elevadores incorporados, así como con una superficie amorfa, lo que me permitía simular que caminaba por pendientes y escaleras.

Quienes deseaban encuentros más «íntimos» en Oasis, también podían comprar MTAC (Muñecas Táctiles Anatómicamente Correctas). Existían modelos masculinos, femeninos o duales y estaban disponibles en gran cantidad de opciones. De piel de látex realista. Con endoesqueletos accionados con servomotor. Con musculatura simulada. Y con todos los apéndices y orificios imaginables.

Yo, movido por la soledad, la curiosidad y la ebullición de mis hormonas adolescentes, había adquirido una MTAC de gama media, la UberBetty háptica, pocas semanas después de que Art3mis hubiera dejado de hablarme. Tras pasar varios días muy improductivos en el interior de un burdel autónomo simulado llamado el Pleasuredome, me había desprendido de ella, por una combinación de vergüenza y de instinto de conservación. Había malgastado miles de créditos, había perdido una semana entera de trabajo y estaba a punto de abandonar la búsqueda del Huevo, cuando me enfrenté a la dura constatación de que el sexo virtual, por más realista que fuera, no era más que una forma de masturbación glorificada y asistida por ordenador. Yo, en el fondo, seguía siendo virgen, seguía viviendo solo en una habitación oscura, y lo que hacía era tirarme a un robot lubricado. De modo que me deshice de la MTAC y volví a cascármela como se había hecho siempre.

La masturbación no me avergonzaba en absoluto. Gracias al Almanaque de Anorak, había empezado a verla como una función corporal normal, tan necesaria y natural como dormir o comer.

AA 241:87 —Diría que la masturbación supone el caso de adaptación humana más importante. La piedra de toque de nuestra civilización tecnológica. Nuestras manos evolucionaron para agarrar herramientas, de acuerdo, incluidas las nuestras. Lo cierto es que los pensadores, los inventores y los científicos suelen ser miopes y torpes, y los miopes y los torpes lo tienen más complicado que otros para acostarse con otros seres humanos. Sin la válvula de escape, sin la descarga sexual proporcionada por la masturbación, difícilmente los primeros humanos hubieran llegado a dominar los secretos del fuego, o hubieran inventado la rueda. Y podéis estar seguros de que Galileo, Newton y Einstein no habrían realizado sus descubrimientos si antes no hubieran aclarado la mente «dándole a la manivela» (o «eliminando unos cuantos protones del átomo de hidrógeno»). Y lo mismo puede decirse de Marie Curie. Antes de descubrir el radio, seguro que antes descubrió que tenía un «hombrecillo en la canoa».

Aquella no era una de las teorías más populares de Halliday, pero a mí me gustaba.

Al acercarme al baño medio tambaleante, un gran monitor extraplano colgado en la pared se encendió y el rostro sonriente de Max, mi agente de sistemas virtual, apareció en la pantalla. Lo había programado para que se iniciara unos minutos después del encendido de luces, para estar algo más despierto cuando empezara a ametrallarme con sus cosas.

—Bue-bue-buenos días, Wade —tartamudeó Max con su tono entusiasta—. ¡Levánta-ta-ta-te y anda!

Un agente de sistemas virtual era una especie de asistente personal, que también hacía las veces de interfaz activador de voz del ordenador. Se trataba de una aplicación con múltiples opciones de configuración, que incluía centenares de personalidades preprogramadas entre las cuales escoger. Yo había programado la mía para que se pareciera, sonara y se comportara como Max Headroom, el presentador-estrella de un talk-show televisivo de finales de los ochenta generado por ordenador, un hito de los programas ciberpunk, en el que se sucedían los anuncios de Coca-Cola.

—Buenos días, Max —le respondí, soñoliento.

—Creo que lo que quieres decir es «buenas tardes», Rumpelstiltskin. Son las 19.18, horario de Oasis, del miércoles, 30 de diciembre.

Max estaba programado para expresarse con un ligero tartamudeo electrónico. A mediados de los ochenta, cuando se creó el personaje de Max Headroom, los ordenadores no eran lo bastante potentes para generar una figura humana fotorrealista, por lo que el papel de Max, de hecho, lo interpretaba un actor (el genial Matt Frewer), que llevaba una gran capa de maquillaje de goma que le proporcionaba el aspecto de haber sido generado por ordenador. Pero la versión de Max que me sonreía desde el monitor era puro software, dotado de las mejores subrutinas de inteligencia artificial simulada y reconocimiento de voz que podían conseguirse en el mercado.

Yo ya llevaba varias semanas interactuando con una versión muy personalizada de MaxHeadroom v.3.4.1. Hasta entonces, mi agente de sistemas virtual había sido una recreación de la actriz Erin Gray (famosa por sus papeles en Buck Rogers y en Silver Spoons). Pero al constatar que su presencia me distraía mucho, me había pasado a Max. En ocasiones me resultaba algo pesado, pero también me hacía reír. Y con él no me sentía tan solo.

Cuando entré en el módulo del baño a aliviar la vejiga, Max siguió dirigiéndose a mí a través de un pequeño monitor instalado junto al espejo.

—¡Oh, oh! Parece que no-no-no tienes buena pun-pun-tería —balbució.

—Esta bromita ya está muy gastada. Búscate otra. ¿Alguna noticia que deba conocer?

—Lo de siempre. Guerras. Disturbios. Hambrunas. Nada que pueda interesarte.

—¿Algún mensaje?

Max puso los ojos en blanco.

—Algunos. Pero respondiendo a tu verdadera pregunta, no. Art3mis todavía no te ha devuelto las llamadas ni los mensajes, amor mío.

—Ya te lo he advertido varias veces. No me llames así. Te expones a que te borre.

—Conmovedor. Conmovedor. Dime una cosa, Wade, ¿dónde aprendiste a ser tan sensible?

—Te borraré, Max. Lo digo en serio. Tú sigue así y me cambio otra vez a Wilma Deering. O le doy una oportunidad a la voz incorpórea de Majel Barrett.

Max apretó mucho los labios, se volvió y clavó la vista en el papel digital —siempre cambiante— de la pared que tenía detrás, que en ese momento componía un diseño de líneas vectoriales. Max era así. Chincharme formaba parte de su personalidad preprogramada. Y la verdad era que a mí casi me gustaba, porque me recordaba a mi amistad con Hache. La echaba de menos. Mucho.

Me miré en el espejo, pero como no me gustó lo que vi, cerré los ojos hasta que terminé de orinar. Me pregunté —no era la primera vez que lo hacía— por qué no había pintado el espejo de negro cuando pinté la ventana.

La hora que transcurría desde que me levantaba hasta que me conectaba a Oasis era la que menos me gustaba de toda la jornada, porque estaba en el mundo real. Durante ese período debía ocuparme de esas cosas tan aburridas como lavarme, o ejercitar mi cuerpo físico. Odiaba esa parte del día porque era lo contrario a mi otra vida. A mi verdadera vida, la que vivía en el interior de Oasis. La visión de mi minúsculo apartamento, de mi equipo de inmersión, mi reflejo en el espejo… todo me recordaba amargamente que el mundo donde pasaba mis días no era, desde luego, el mundo real.

—Retraer silla —dije al salir del baño.

Al instante, la silla táctil volvió a aplanarse y se retrajo de modo que quedó aplastada contra la pared, dejando un gran espacio vacío en el centro de la habitación. Me coloqué el visor y cargué el Gimnasio, una simulación autónoma.

De pronto me encontraba en un centro de fitness espacioso y moderno donde se alineaban pesas y máquinas de musculación, todas ellas simuladas a la perfección por mi traje háptico. Inicié mi rutina diaria. Abdominales, flexiones, sentadillas, ejercicio aeróbico, pesas. De vez en cuando, Max me gritaba algunas palabras de ánimo: «¡Levanta esas patas, nenaza. Hasta que te duelan!».

Yo ya hacía un poco de ejercicio mientras estaba conectado a Oasis —cuando entraba en combate con alguien, o cuando corría por los paisajes virtuales montado en la cinta—, pero pasaba la mayor parte de mi tiempo sentado en aquella silla, sin apenas moverme. Además, tenía tendencia a comer más de la cuenta cuando me sentía triste o frustrado, que era casi siempre. Y, por lo tanto, tenía unos kilos de más. Y como ya no estaba en muy buena forma, precisamente, había llegado a un punto en el que el traje táctil casi no me cabía, ni podía sentarme cómodamente en la silla. Si seguía así, tendría que comprarme un equipo nuevo de talla grande.

Sabía que si no controlaba el peso podía morir de desidia antes de encontrar el Huevo. Y no podía consentir que me ocurriera algo así. Por eso, movido por un impulso, había tomado la decisión voluntaria de instalar un programa que me impedía el acceso a Oasis si antes no hacía gimnasia.

Y me había arrepentido casi en el acto.

A partir de ese momento, mi ordenador monitorizaba mis constantes vitales y llevaba la cuenta del número exacto de calorías que quemaba en el curso del día. Si no llegaba a los mínimos de ejercicio físico estipulado, el sistema me impedía conectarme a mi cuenta de Oasis y, por tanto, no podía trabajar, seguir con mi búsqueda ni, en la práctica, vivir mi vida. Una vez adquirido el compromiso, no podías desactivarlo en dos meses. Y aquella aplicación estaba vinculada a mi cuenta de Oasis, por lo que no podía, simplemente, comprarme un ordenador nuevo ni alquilar una cabina en algún café-Oasis público. Si quería conectarme, antes debía hacer ejercicio. De todos modos, aquella demostró ser la motivación que necesitaba.

La aplicación también controlaba mi ingesta diaria de calorías. Me presentaba un menú variado a escoger, basado en alimentos hipocalóricos. Una vez realizada la elección, el programa lo encargaba y los platos llegaban a mi puerta. Como yo no salía nunca de mi apartamento, al programa le resultaba fácil controlar todo lo que comía. Si yo pedía más comida por mi cuenta, el tiempo de ejercicio físico aumentaba automáticamente, para compensar el exceso de calorías. Se trataba, en efecto, de un software sádico.

Pero funcionaba. Los kilos empezaron a desaparecer y, transcurridos unos meses, había alcanzado una forma física casi perfecta. Por primera vez en mi vida tenía el vientre plano y músculos. Además, me sentía con el doble de energía que antes y me enfermaba mucho menos. Cuando concluyó el período de dos meses y se me dio la opción de desactivar el compromiso, decidí mantenerlo. En ese momento, el ejercicio físico formaba parte de mi ritual diario.

Una vez completada la tabla de pesas, me subí a la cinta.

—Iniciando carrera matutina —le dije a Max—. Pista Bifrost.

El gimnasio virtual desapareció. Me encontraba de pie sobre una pista de carreras semitransparente, una cinta elíptica suspendida en una nebulosa estrellada. Planetas gigantes, rodeados de anillos y lunas multicolores, permanecían suspendidos en el aire, rodeándome. La pista se alargaba ante mí, subía, bajaba y en ocasiones creaba espirales helicoidales. Una barrera invisible impedía caer accidentalmente al abismo estrellado. La Pista Bifrost era otra simulación autónoma, uno de los varios centenares de diseños de pista almacenados en el disco duro de mi consola.

Cuando empecé a correr, Max activó la lista de reproducción de músicas de los ochenta. Apenas empezó a sonar la primera canción, disparé de memoria título, artista, álbum y año de lanzamiento. «“A Million Miles Away”, The Plimsouls, Everywhere at Once, 1983». Y me puse a cantar, pronunciando bien la letra. Sabérmela bien, sin fallos, entera, podía salvarle la vida a mi avatar algún día.

Cuando terminé de correr, me retiré el visor y empecé a quitarme el traje háptico. Se trataba de una operación que había que ejecutar despacio, para evitar dañar sus componentes. Mientras lo hacía, las almohadillas de contacto emitían una especie de chasquidos al despegarse de mi piel y me dejaban unas minúsculas marcas por todo el cuerpo. Después lo introduje en la unidad de limpieza y extendí el otro en el suelo.

Max ya había abierto la ducha y seleccionado la temperatura exacta que me gustaba. Al meterme en la cabina cubierta de vapor, Max activó allí la lista de reproducción musical. Reconocí los primeros compases de Change, de John Waite. De la banda sonora de Loco por ti. Geffen Records. 1985.

La ducha funcionaba prácticamente como uno de aquellos túneles de lavado de coche antiguos. Yo solo tenía que quedarme quieto y la cabina lo hacía casi todo. Me disparaba chorros de agua jabonosa desde distintos ángulos y luego me enjuagaba. No tenía que lavarme el pelo, porque la ducha también dispensaba una solución no-tóxica que eliminaba el vello y que yo me frotaba en la cara y el cuerpo. De ese modo me ahorraba tener que afeitarme y cortarme el pelo, molestias que no me interesaban lo más mínimo. Tener una piel bien lisa también me ayudaba a ponerme el traje táctil. Al principio se me hacía raro verme sin cejas, pero no tardé en acostumbrarme.

Cuando los chorros de agua dejaron de salir, se activaron los secadores, que en cuestión de segundos eliminaron todo resto de humedad de mi cuerpo. Me fui a la cocina y abrí una lata de Sludge, un preparado de desayuno alto en proteínas con vitamina-D (que me ayudaba a combatir los efectos de la privación de sol). Mientras lo ingería, los sensores de mi ordenador tomaron nota, escanearon el código de barras y restaron las calorías del total que tenía asignado para el día. Una vez resuelto el trámite del desayuno, me puse el traje limpio. Vestirse con él no era tan delicado como quitárselo, pero aun así debía concentrarme.

Con el traje puesto, ordené la extensión de la silla. Me detuve un instante a contemplar el equipo de inmersión. Me había sentido tan orgulloso cuando pude comprármelo… Pero con el paso de los meses había llegado a verlo como lo que era: un artilugio muy sofisticado con el cual engañar mis sentidos que me permitía vivir en un mundo que no existía. Cada uno de sus componentes era un barrote de la celda donde voluntariamente me había encerrado a mí mismo.

Ahí, de pie, iluminado por la luz mortecina de los fluorescentes de mi minúsculo apartamento, no había modo de escapar a la verdad: En la vida real, yo no era más que un ermitaño antisocial. Un recluso. Un geek pálido y obsesionado con la cultura pop. Un agorafóbico sin amigos, sin verdaderos contactos humanos. Era solo otra alma triste, perdida y solitaria, que malgastaba su vida en un videojuego mitificado.

Pero en Oasis, no. Allí era el gran Parzival. El gunter mundialmente famoso, la celebridad internacional. La gente me pedía autógrafos. Tenía clubes de fans. Varios, para ser exactos. Me reconocían allá donde iba (únicamente cuando yo quería). Me pagaban por dar mi aval a productos. La gente me admiraba y me tenía en cuenta. Me invitaban a las fiestas más exclusivas. Acudía a las discotecas de moda sin tener que hacer cola. Era un icono de la cultura popular, una estrella del rock de la realidad virtual. Y, en los círculos de gunters, era una leyenda. Un dios.

Me senté y me coloqué los guantes y el visor. Una vez verificada mi identidad, apareció frente a mí el logo de Gregarious Simulation Systems, seguido de la frase de inicio.

Saludos, Parzival

Por favor, pronuncia tu contraseña.

Carraspeé y lo hice. A medida que pronunciaba las palabras, aparecían en el visualizador. «No one in the world ever gets what they want, and that is beautiful».

Se hizo una breve pausa y entonces Oasis fue surgiendo a mi alrededor y yo solté un suspiro imaginario de alivio.