A la señora esa, a la escritora, se le ha metido en la cabeza que yo soy hijo de Castedo y que tu hijo mayor es mío. No es que lo diga claramente, pero por las preguntas que hace se le nota que es eso lo que piensa, y que no se convence con lo que yo le digo. Y también cree que entre Isabel y yo encarrilamos a los chicos para que hiciesen las carreras que a mí me convenía… ¡Como si fuese tan fácil! No digo yo que al mayor no le haya empujado un poco Isabel, pero anda que los otros. Lo que más me hubiera gustado a mí era tener un médico en la familia y ya ves, ninguno de los ocho, ni de los nietos tampoco; tengo un yerno, pero es ginecólogo.
Yo a todos les preguntaba si no les gustaría estudiar Medicina y me miraban como si les propusiese ser bomberos. Sin embargo a mí me parece una buena carrera, un poco sacrificada si te quedas en un pueblo, pero también tiene sus compensaciones, la gente te estima y puedes hacer mucho bien, como don Benjamín. A mí, de no hacer casas, me hubiera gustado ser médico, médico internista, que son los que me parecen verdaderos médicos, los que saben de todo. Como tu hijo mayor… Hay casualidades en la vida. Menos mal que no le he hablado de esto a la escritora. Lo que faltaba para convencerla de que es mío.
Una cosa así me la habrías dicho… ¿O no?… Quizá ni tú misma lo sabes, a qué darle vueltas y a quién le importa ya.
Él no vino a traer las cenizas. Igual le molesta que yo me haya quedado con la finca. Tendrá dinero, en Estados Unidos los médicos están muy bien pagados, y le gustaría conservar el Pazo de sus antepasados. O tendría prisa por volver con su familia y a su trabajo, quién sabe. Me extrañó que no viniera, a fin de cuentas era tu entierro, aunque fuese una extravagancia, y a una madre hay que complacerla, aunque sean rarezas o antojos.
Mi madre en los últimos tiempos dio en decir lo poco a gusto que iba a estar en el nicho del cementerio, encajonada entre otros nichos como las cajas de zapatos en las zapaterías. No sabes lo que me costó conseguir una tumba en el suelo. Ya no era cuestión de dinero, era que no había sitio. Al final conseguí la del indiano, ¿te acuerdas?, la de la verja alrededor. Encontré a los herederos, unos parientes lejanísimos que ni se acordaban de tal tumba, y que me la vendieron a precio de oro. No sabes qué alegría tuvo mi madre, es difícil entenderlo, aunque quizá tú, que te empeñaste en venirte aquí cuando tienes una capilla preciosa, lo entiendas mejor que yo. A mí me da lo mismo adonde se vayan estos huesos.
O mejor dicho, para ser sinceros, me daba lo mismo. Ahora que ya lo veo cerca no me da igual. Me he pasado la vida construyendo casas hermosas y cómodas para vivir, y no voy a irme al final a un agujero en la pared. Por mí mismo creo que no hubiera movido un dedo para cambiar el nicho donde estaba mi padre, pero ahora me alegro del capricho de mi madre. Al comienzo me fastidió un poco porque parecía lo típico del nuevo rico, que no le basta con hacerse la casa y quiere hacerse un monumento en el cementerio. Pero ella tenía razón: iba a estar allí más tiempo que en ninguna parte, eso decía. Y también que le pusiera delante un banco de piedra para que cuando fuese a verla me pudiese sentar y no estar de pie como las visitas cuando tienen prisa. Lo hice como ella quiso y quedó bien. Mi madre era una persona refinada, con buen gusto… ¿De dónde le venía? ¿Lo aprendió de la familia de Castedo?, ¿o la cogieron para servir allí porque le vieron la buena facha? ¿De dónde nos vienen los gustos, las inclinaciones, las manías? ¿De dónde me viene a mí esta vocación de hacer casas? ¿Y a tu hijo la de ser médico?…
La escritora diría que a mí, de Castedo; y a tu hijo, de mí. Con quien no le salen las cuentas es con Maíta. De ésa, aunque se parece a ti, no puede dudar que es de su madre, que bien que le costó parirla, hasta en eso fue guerrera.
Le conté que me manda libros de poesía, aquel del blanco lucero que tu padre recitaba y otros que ella lee y le gustan. Me preguntó si eso le venía también de ti. Yo le dije lo que pienso, que tú escribiste aquel libro para niños con los cuentos que a ti te había contado tu padre, pero que no te gustaba más la literatura que la pintura o la música. Lo tuyo era la cultura en general, y el arte. Después de casarte no volviste a hablarme de literatura, aunque a veces me traías de regalo algún libro de pintura o de arquitectura.
A Maíta ese gusto de leer yo creo que le viene de aquel primer novio con el que ahora vuelve a estar. Él está casado, como sabes. Cuando Maíta vino para hablarme de la escritora, de que era amiga suya y de lo que pretendía hacer, de paso me habló de su situación. Soy el último en enterarse, como siempre. Creo que ella te echa de menos, necesita alguien con quien desahogarse, me parece, aunque no lo dice, y yo he procurado escucharla y no decir nada que pudiera herirla. Pero la verdad es que me parece una historia triste en la que ella va a ser a la larga la más perjudicada. Está metida en un asunto que no tiene fácil solución, aunque la he visto más contenta y sobre todo más tranquila que otras veces. En fin, a ti quizá te parezca bien que viva así, con un hombre casado. Todo lo de Maíta te parecía bien, natural, decías. Menudo disgusto me diste cuando me soltaste que se estaba acostando con ese tipo. Las chicas no esperan a casarse para acostarse con su novio, decías. Eso sería en Madrid, y además Maíta no era una chica, era mi hija, no tenía ni veinte años, y me parece a mí que tampoco se acostaban todas, ni entonces ni ahora, pero tú siempre has sido muy lanzada. No quiero decir que la empujases, pero ¡tenías tanta influencia sobre ella, Laura! Y no sé si esa influencia fue siempre para bien.
La escritora no me ha dicho qué le ha contado mi hija de nosotros. Le sorprende que se parezca a ti, incluso físicamente. Y como no puede decir que no es hija de su madre no hace más que darle vueltas al asunto. Me dijo: «¿A qué atribuye usted que sea tan parecida a Laura?»… Se le nota por dónde van los tiros, pero yo me salí por la tangente y le dije que probablemente te imitaba. A mí, a gallego, no me gana esta señora. Además es posible que sea la verdad: desde pequeña te admiraba. Cuando venías, traías siempre algo especial para ella. Le dijiste que eras su madrina adoptiva y ella se quedó encantada. Y después seguramente empezó a imitarte, y cuando se fue a Madrid eras la persona con la que podía hablar. Debió de ser eso. Las personas que están mucho tiempo juntas llegan a parecerse incluso físicamente, en los gestos, en la forma de hablar, de manera que hasta los rasgos resultan parecidos.
Isabel creía que lo que hace una mujer embarazada influye en el hijo. A mí me parecían supersticiones. No digo lo de fumar o beber sino esas cosas de oír música o de mirar una foto para que el hijo se parezca a alguien. Es como lo de los antojos. Yo eso no lo creo, pero hay cosas que te hacen dudar. Uno de mis nietos tiene en el culo unas manchitas que son tal cual un manojo de cerezas, como si se lo hubiesen dibujado, y resulta que a su madre una noche de noviembre cuando ya estaba de seis o siete meses se le antojaron cerezas, mira tú. Es la mujer de Moncho, una chica con su carrera universitaria, pues cerezas en noviembre, que ya sabía que no era tiempo de ellas, pero dice que le dio una apetencia rara, unas ganas como nunca había sentido por ninguna comida. Moncho llamó a Isabel, por si tenía cerezas; ella solía poner frutas en conserva o en mermelada, pero las que su mujer quería eran frescas. Yo creo que el chico se asustó con aquello del antojo y por eso llamó a su madre. Y ella le dijo: «Que se ponga la mano en el culo, no vaya a ser que le salga al niño una mancha en la cara». Y, mira, ahí está en el culo del pequeño, que parece una calcomanía, hasta de color rojo, como las cerezas. Así que algo debe de influir lo que uno piensa y lo que desea.
Yo pensaba en ti, Laura, ya lo sabes. Pensaba muchas veces. No cuando estaba con Isabel en la cama, eso no, a mí Isabel me gustaba y la quería… Aunque quizá alguna vez… Me pasaban por la cabeza imágenes, como relámpagos, de aquella tarde en el hórreo… el brillo del sol en tu cuerpo… Pero eso no pudo influir. Lo que un hombre piensa cuando folla no puede influir en el hijo, eso es imposible. ¡Si fuera así, qué pocos hijos se parecerían a sus madres! O a sus padres. Porque seguro que también las mujeres pensáis en otras cosas. Y más debe de influir en la mujer, que al fin lo lleva dentro nueve meses.
¿Pensabas tú en mí? Me dijiste que conmigo mejor que con tu marido. A pesar de mi inexperiencia, Laura, porque yo entonces bien poca experiencia tenía. Lo que sabía me lo había enseñado Marisa, la maestra, ella me desasnó en esas cuestiones y bien que se lo he agradecido toda la vida.
Me preguntó la escritora si había tenido relaciones después de la muerte de Isabel. Yo intenté dejarlo pasar, pero ella volvió a insistir; cuando algo le interesa lo saca de nuevo aunque sea por los pelos. Al final casi hemos acabado riñendo. Creo que he estado demasiado brusco con ella, pero es que me pone nervioso sacándole punta a todo.
Algo le debes de haber contado tú. Y no sé para qué quiere saber eso. Yo pensaba que quería hablar sobre ti, al menos eso fue lo que Maíta me dijo, que quería completar lo que escribió sobre ti, y conocer mi punto de vista. Eso entonces me pareció normal, porque tú le contaste las cosas a tu manera y es lógico que quiera conocer otras opiniones… Pero de todas formas no deja de ser un poco raro, porque, no te molestes, Laura, pero tú no eres Madame Curie ni Rosalía de Castro, ni la Bella Otero, quiero decir alguien famoso, ¿me entiendes?, y no sé a qué viene tanto interés en tu vida, y de paso, en la mía.
Aunque bien mirado, cualquier vida humana tiene interés y se pueden sacar enseñanzas de ella, así que también de la tuya, y de la mía, y de la de tu padre, o de la del mío, de cualquiera. En fin, que, como ella hace tantas preguntas, yo también le pregunté qué era lo que andaba buscando y me dijo que no buscaba nada concreto, que le interesaba la vida, ver cómo la vive cada persona. Y dijo que aunque dos personas hayan vivido los mismos episodios, cada uno los siente y los entiende de modo diferente, y que eso le interesa. Se fue por las ramas, como hago yo cuando no quiero contestar, pero creo que está buscando lo mismo que yo quiero saber.
Tú decías, ¿te acuerdas?, que a una monja enclaustrada no se le podía decir que no existe la vida eterna. Yo también lo creo. Si una monja de clausura empezase a pensar que la vida acaba con la muerte y que no hay más vida que la que ella ha pasado encerrada entre las paredes del convento, sin disfrutar de nada, negándose las más elementales satisfacciones, ¿lo podría admitir? ¿Podría aceptar que esas ideas no son una tentación diabólica sino la posibilidad más razonable?
Cuando le hablé de esto, la escritora dijo que algunas personas, muy pocas, son capaces de darse cuenta de que se equivocaron, de reconocer un error que mantuvieron a lo largo de muchos años y que afecta a su vida entera, pero que casi nadie lo soporta, y que eso es la causa de muchos suicidios.
Incluso en el caso de las conversiones de fe, en las que se espera una vida eterna, el sentimiento de culpa por el supuesto error anterior es más fuerte que la alegría que deberían sentir por haber descubierto la verdad, y los lleva a penitencias extremadas. Y en los otros casos la desesperación de ver que has echado a perder tu vida y que ya no hay posibilidad de dar marcha atrás provoca un dolor que casi nadie puede soportar.
Así lo dijo, y pienso que tiene razón, y que por eso nadie quiere reconocer los grandes errores, las grandes equivocaciones. Por eso uno se obceca en seguir por el mismo camino. Cuando durante toda tu vida has creído algo que afecta a tu manera de vivir, de dar sentido a esa vida, no puedes cambiar. No puedes reconocer que te has equivocado, porque, cuando no hay tiempo para rectificar, eso te volvería loco, o te llevaría al suicidio. O a dejarte morir…
Laura, ¿tú…?
Se lo dije a la escritora: que yo pensaba que tú apostaste tan fuerte en aquella decisión primera que ya no tenías marcha atrás.
Al comienzo sí, muy al comienzo la tenías. Quizá fue por orgullo, por no reconocer ante los tuyos y ante mí que te habías equivocado. O quizá tardaste demasiado en darte cuenta y sentiste que ya era tarde. Pero no lo era, no lo fue durante mucho tiempo.
Todavía cuando viniste a plantar este magnolio yo te dije: «Quédate». Isabel había muerto y se veía claramente que tú no eras feliz. Tenías cincuenta años. Hubiéramos podido vivir más de veinte años juntos. ¡Cuánto habríamos hablado, Laura! ¡Y cuánto te hubiera querido! Yo estaba aún lleno de fuerzas y de ganas y con más experiencia. Habríamos disfrutado como dos locos, te lo aseguro… Pero tú no quisiste.
Y después fue ya demasiado tarde. Muerto Fernando, yo me hubiera sentido como un plato de segunda mesa, como un reemplazo de última hora. Será orgullo, pero cualquiera lo puede entender. Mientras él vivió, yo podía pensar que tú rectificabas, que, aunque tarde, me preferías a mí. Pero después, no. Sería reconocer que siempre lo habías preferido a él, a pesar de que te engañaba y de que había otra mujer en su vida, que no sé cómo podías aguantar eso. «Un cirineo», dijiste, alguien que te ayudaba a soportarlo, parece que querías decir, una chica joven, que había sido su alumna y que estaba dispuesta, igual que tú, a dedicarle su vida. ¿Por qué no lo dejaste entonces? Porque también te necesitaba a ti, le dijiste a la escritora, os necesitaba a las dos, no te jode, mejor un harén para que estuviese contento…
Lo mío con Marisa no puede compararse. Era más una amistad que otra cosa. Eso sí que fue una vieja amistad con cama, y no lo que dice Maíta. Nos conservamos cariño desde aquellas primeras veces cuando yo era tan joven. Y, cuando tenía que ir a Vigo a resolver algún asunto, la llamaba y cenábamos juntos y me quedaba en su casa. Ella nunca se casó. Decía que no le iba el matrimonio y que para niños ya tenía bastantes en la escuela. Después de morir Isabel nos veíamos con más frecuencia, porque no iba a ser motivo de sufrimiento para nadie ni había razón para ocultarse. Y tú le hablaste de ella a Maíta, y Maíta a la escritora.
Tuviste que ser tú porque no creo que nadie más se atreviera a hacerlo, ni siquiera que lo supiera. Nunca salimos juntos mientras vivió Isabel. Yo iba a su casa y salía de ella solo. No quería que Isabel sufriera por algo que no tenía por qué hacerla sufrir. Era una amiga con la que hablaba y con la que me acostaba, pero que nunca interfirió en mi matrimonio. Tú me preguntaste en uno de tus viajes «¿sigues viendo a la maestra?» y yo como un estúpido te dije la verdad: «Alguna vez», y a ti te faltó tiempo para contarlo.
Maíta me lo soltó como siempre, de escopetazo. Fue después de morir tu marido, cuando ella me propuso que vinieses a pasar una temporada al Pazo para reponerte. A mí no me apetecía verte entonces. Tenía mi vida organizada y no quería que vinieras a desbaratarla una vez más… En fin, no quiero hablar ahora de eso. A lo que iba: le dije a Maíta que se viniera ella aquí contigo y que yo me iba a tomar unas vacaciones, un viaje. Y Maíta me soltó: «¿Con la maestra?».
Ya me dirás quién se lo podía haber contado a mi hija… En fin, todo esto es agua pasada, pero esa mujer me hace preguntas y se me remueven los recuerdos y me hace pensar cosas que antes no había pensado. Por ejemplo, he pensado que a mí siempre me habéis manejado las mujeres: la primera, mi madre… Manejar es una manera de hablar. Quiero decir que en mi niñez y en mi primera juventud yo vivía a la sombra de dos mujeres, en su órbita: mi madre y tú. Toda mi vida, mi trabajo, estuvo condicionado por la decisión de quedarme aquí, y me quedé por mi madre. Tú te fuiste, te casaste, y todo lo demás vino rodado para mí. No tenía otra opción. Yo me casé también y desde entonces mi vida giró en torno a Isabel mientras vivió.
Incluso en lo que se refiere al sexo han sido las mujeres quienes han tomado la iniciativa. A veces en conversaciones de hombres se habla de conquistas, de cómo han conseguido pasar por la piedra a alguna que se les resistía inicialmente. Yo nunca he conquistado a nadie, ni me he tirado a ninguna mujer que no estuviera por la labor. No sé si soy un bicho raro o si en el fondo los demás son como yo, pero se hacen la ilusión de que conquistan. Creo que nunca he dado el primer paso. Únicamente con Isabel, y aun así, cuando la pretendí, yo estaba seguro de que le gustaba, por cómo me miraba, por la forma de hablarme cuando nos tropezábamos. Pero con ella sí llevé yo la iniciativa de la relación, y eso me gustaba. Aunque también me gustaba lo contrario. Me gustó que Marisa me llevase a la cama, y me gustó que fueses tú la que empezases a besarme… Pero lo tuyo es siempre punto y aparte: me gustaba y me fastidiaba al mismo tiempo. En eso lo hombres somos raros. Cuando Marisa se marchó de aquí, la primera vez que fui a verla lo hice, en cierto modo, para demostrarle que yo también sabía tomar iniciativas: hice un viaje, con bien poquito dinero por cierto. Era cuando mi padre estaba enfermo y todo se nos iba en cuidados. Y aun así ahorré unas pesetas, cogí un autocar hasta Brétema y desde allí otro hasta un pueblo de Ourense donde entonces estaba de maestra. Sabía su dirección porque ella me había mandado una tarjeta. Y me presenté sin avisar. Menos mal que la cosa le cayó bien. Fui por la mañana temprano y me volví aquel mismo día en el último coche. Estuve apenas dos horas con ella y me sentí tan satisfecho de la hombrada…
Me preguntó la escritora si alguna vez en aquellas ocasiones en que te ponías a mirarme los ojos tan de cerca te había besado. Debe de estar pensando que soy un cobarde. Tenía tanto miedo a que me rechazases que eso era más fuerte que mi deseo. No soportaba la idea de que tú te apartases de mí y me mirases con asco o con compasión, y después me tratases como a uno más, manteniéndome a raya con tu frialdad. Sólo con imaginarme la escena me moría de vergüenza.
Además yo creía que no coqueteabas, eso he intentado explicarle, que me mirabas como a los nidos y a las flores venenosas. Pero no sé, Laura, no sé, ahora pienso que no podía ser como yo creía, que en el fondo estabas provocándome. Porque yo te gustaba. Si no te gustara no me habrías besado de aquel modo en el hórreo, no habrías respondido a mis caricias como lo hiciste. Tres veces seguidas hicimos el amor aquella tarde y hubiéramos seguido si yo no hubiera hablado, si no hubiera empezado a hablar… A veces aún me pregunto qué hubiera pasado si me hubiera callado, si te hubiera apretado muy fuerte contra mi cuerpo, toda la noche abrazado a ti, sin soltarte. Si sólo te hubiera dicho: «Quédate conmigo. No puedo vivir sin ti, Laura»…