Me dijo: «¿Estás enamorada de él?»…
Al evocarlo en mi recuerdo me doy cuenta de aspectos que entonces sólo oscuramente intuí. Estaba allí, delante de mí, esperando una respuesta que iba a decidir nuestras vidas. En su cara, en su manera de mirarme, en la forma en que sus brazos caían a lo largo de su cuerpo y sus manos se cerraban con fuerza, en el modo en que sus pies se plantaban en el suelo, se adivinaba todo su pasado, pero también un futuro posible.
Era el niño pobre que iba a la escuela de favor, el amigo que se puso delante del perro rabioso para protegerme, el que cazaba para mí jilgueros y ruiseñores, el compañero con quien descubrí el placer del cuerpo… Y era también el hombre que aún no era, pero que podía llegar a ser, quizás este mismo de hoy, pero yo diría que distinto: más rebelde, menos acomodado a su entorno…
¡Si vieses cómo me miraba!, ¡cuánto deseo, cuánta pasión había en sus ojos!
Le dije que sí y sentí una pena muy honda.
Pena por él, por mí, por todos nosotros, porque en ese instante preciso intuí por primera vez algo que después el tiempo confirmó: que el mundo está mal hecho, que la vida es un juego cruel en el que todos somos perdedores.