XV

¿Mi ojito derecho?… Yo no creo que a un hijo se le quiera más que a otro. Lo que pasa es que a veces a uno se le ve más débil, más necesitado de ayuda y los padres se vuelcan más con él, sobre todo las madres, pero también los padres aunque se nos note menos. Y los otros hermanos se dan cuenta y tienen celos y gastan bromas. Francisco fue siempre «el niño de mamá» para todos los hermanos, porque Isabel se ocupaba mucho de él, a pesar de ser el mayor. Yo creo que era por lo que le dije de su afición a la música. Isabel debió de darse cuenta antes que yo, ella era la que estaba siempre con los niños, yo en aquella época los veía sólo por las noches, cuando volvía a casa para cenar, el día que venía, que muchos días me tocaba cenar con gente por ahí. Ella lo debió de notar y no le siguió el gusto sino que, en fin, ya le he contado lo que el niño decía de ser «titeto». Y quizá para compensarlo, o como agradecimiento hacia él, lo mimaba más, porque la verdad es que Francisco nunca se quejó de nada, ni dijo nunca «a mí me hubiera gustado hacer esto o esto otro». Ni puso una mala cara con su trabajo. Es un chico extraordinario. A buen carácter y a complaciente no le gana ninguno. Es el mejor. Sólo ha tenido la manía de hacerles estudiar piano a los hijos, pero eso no les ha hecho mal ninguno. Algún día se lo agradecerán…

¿Yo?… Usted está pensando que mi ojito derecho es Maíta… Pues verá. No es que sea mi preferida. Yo a todos los quiero igual. Pero una cosa es querer y otra entenderse.

Con Maíta he hablado de temas de los que no he hablado con ninguno de los otros, pero hay que decir que es porque suele tomar la iniciativa; siempre fue muy descarada para hacer preguntas. Te lo dice de una manera que no te queda más remedio que explicar la situación. Y es la única de todos los hermanos que lo hace así. También es cierto que, por ser chica, uno habla mejor con ella de algunas cosas. Entre hombres da cierta vergüenza, cierto rubor hablar de sentimientos. Se habla de aventuras o de sexo. Ya desde jóvenes, por lo menos en mi generación, a los amigos se les decía que te gustaba Fulana o Mengana, pero daba apuro decir que estabas enamorado… Incluso algunas cosas que le he contado a usted, creo que si fuese hombre no se las contaría. No sé por qué, pero es así. Y con mis hijos nunca hablé de sus novias. Ellos no me contaban ni yo les preguntaba. Y las chicas le contaban a su madre, conmigo se ponían coloradas como cerezas y si les preguntaba algo contestaban con evasivas, o con monosílabos. Supongo que no me mentían, pero tampoco se explayaban. Si las veía tristes yo podía preguntar: «¿Es que te has peleado con el novio?», y ellas se limitaban a decir sí, y punto. Era Isabel la que después me contaba lo que les pasaba, por qué estaban como unas castañuelas o por qué andaban llorando por los rincones. Pero Maíta era distinta. Maíta, cuando era joven, cuando estaba estudiando en Madrid, sólo hablaba con Laura. Y Laura, cuando le parecía, me lo contaba a mí, supongo que con el consentimiento de mi hija. Se entendían perfectamente.

Ahora que son todos adultos hablamos más. Los hijos cuando se casan o cuando se van a vivir por su cuenta se alejan de uno y no sólo físicamente. Te das cuenta de que pasas a segundo término. Yo procuré que mi madre no se sintiese nunca relegada y en eso Isabel me ayudó mucho, pero lo normal es que pasen de ti, que tomen sus decisiones sin contar contigo, o contando sólo lo indispensable para que no te ofendas. Y después, cuando se van haciendo mayores, vuelven. Un día te encuentras con que se ponen a contarte sus problemas con los hijos, que si salen hasta las tantas, que no les gusta estudiar, que no hablan con ellos, que sólo les interesan los amigos. O que van a divorciarse, que no te disgustes… ¡Cuántas vueltas da la vida! No sé si me hago ilusiones, pero ahora tengo la impresión de que les interesa lo que yo pueda decirles. Incluso a Maíta, que siempre ha hecho de su capa un sayo. Aunque sin faltarme al respeto, eso sí.

Laura decía que mis hijos estaban un poco chapados «a la antigua», por la forma de tratarme. Decía que podía imaginárselos tratándome de usted. Es una exageración, pero desde luego a mí mis hijos no me hablaban como a ella los suyos, que más que con su madre parecía que estaban hablando con otro chaval de su edad. Por lo menos el pequeño. Le decía: «¡Venga, tronco!», y cosas así. Eso lo oí yo uno de los pocos días que estuvo aquí con ellos. Al pequeño, que tendría doce o trece años, lo mandó a buscar unas cervezas a la casa y él le dijo: «¡Qué morro, macho, aquí camarero para todo!».

No lo dijo de malos modos, era un chaval simpático, pero ésa no es manera de hablar a una madre. Y a mí me trató de tú, como si fuera el jardinero. A Laura no le parecía mal, creía que era una prueba de confianza. Al padre, al marido de Laura, no le hablaban así, pero tampoco le contaban sus problemas, decía ella…

El mayor parecía más callado y más serio. Yo no lo oí hablar con su madre, así que no sé cómo la trataba. En todo caso resultó más formal que el otro: hizo su carrera y se fue a Estados Unidos y parece que allí está muy bien situado. Y el pequeño se tuvo que casar a los diecisiete o dieciocho, una barbaridad, porque dejó a una chica embarazada; la conoció en un verano y en ese mismo verano la dejó embarazada. Y hubo que casarlos porque ella era menor. Ya no pudo estudiar una carrera y se tuvo que poner a trabajar en lo que le salió. Eso ya lo sabrá usted por Laura. Lo que quizá no sepa es que Laura intentó primero que la chica abortase, pero la familia de la chica se negó en redondo, y su hijo y la novia, también. Y después intentó que el chico reconociese a la criatura, pero que no se casasen, y volvió a dar en hueso. Ellos querían casarse y la familia de la chica también quería casarla.

Yo entonces estaba un poco cabreado con Laura, por cosas de Maíta precisamente, porque me parecía que le daba alas a la chica para hacer lo que le diera la gana, sin contar conmigo ni con su madre. Y por eso no le di la razón, ni en lo de abortar ni en lo de reconocerlo. Le dije que su hijo tenía que hacer frente a las consecuencias de lo que había hecho y que no estaba bien dejar a una madre soltera…

Ahora… No sé qué decirle. La vida es menos clara que las ideas. Ahora pienso que Laura tenía razón y que lo sensato era abortar o reconocer al hijo, y no meter en un matrimonio a dos chavales de esa edad. Tenían todas las cartas para que les saliese mal. Y sin embargo les salió bastante bien: vivieron juntos casi veinte años, no tuvieron más hijos, y cuando el que habían tenido era ya mayor se separaron, según Maíta, amistosísimamente. Los dos se han vuelto a casar y se llaman y se ven para contarse sus problemas y celebran juntos las fiestas en casa del hijo, en fin, que fueron felices y comieron perdices…

No es que lo dude, es que no entiendo que dos personas que se quieren tanto y se entienden tan bien se separen. Ni entiendo lo de casarse, separarse y quedar tan amigos. Que uno quiera separarse y al otro no le quede más remedio que resignarse, pase. O que vuelvan a hablarse después de años, cuando cada uno ha rehecho su vida. Pero así, justo después de romper el matrimonio, me cuesta creerlo…

Lo de Maíta empiezo a entenderlo ahora, cuando ya la vida me ha enseñado mucho, pero cuando Laura me lo contó me cayó como una patada en la barriga. Yo quería lo que quiere cualquier padre: que se casase con un buen chico y que formase una familia, como nosotros, como sus hermanas, lo normal; no que anduviese pendoneando por Madrid.

Él no era mal chico, pero a mí al principio me caía mal porque se acostaba con mi hija. Cuando me lo dijo Laura me supo a cuernos coronados. Mis hijos podían acostarse con quien quisieran, siempre que no fuesen a hacer una tontería como el hijo de Laura, pero con las chicas las cosas son diferentes, ¡y mi Maíta!… Mire, hay que ponerse en la piel de un padre. Un hombre sabe desde muy joven lo que los hombres piensan y hablan y hacen con las mujeres cuando se los deja sueltos. Eso las mujeres no lo saben, porque delante de ellas no se habla así, y se fìnge. Y las mujeres a veces se ciegan. A esos hombres que maltratan a las mujeres ¿no cree usted que se les tiene que notar antes de casarse? Pues las chicas no lo notan, o si lo notan creen que podrán corregirlos y que a ellas no les pasará. Y yo me imaginaba a mi hija en manos de un bárbaro, de un desaprensivo, de un sinvergüenza y me volvía loco. Yo a los violadores los metería en la cárcel hasta que se pudriesen, o los caparía, y a los que maltratan a las mujeres, lo mismo. Y si a una de mis hijas le llega a pasar algo así, le meto al tipo dos tiros en los cojones y me lo llevo por delante…

Eso mismo dice Maíta: que vaya gracia si además de violada o maltratada tiene a su padre en la cárcel. Pero ya me buscaría yo la vida allí dentro para no pasarlo demasiado mal y salir pronto. Lo tengo muy claro, si alguien toca a mis hijas o a mis nietas me lo cargo. En fin, afortunadamente no ha ocurrido, y el chico de Maíta resultó ser una excelente persona que aguantó a mi hija varios años, que esta hija mía no crea que es fácil de aguantar…

Al comienzo todo me parecía sospechoso. Laura me contó que aquel muchacho se había apartado de la tradición familiar de ejercer una carrera de Derecho. Su familia, que tenía bastantes pergaminos, era gente de Leyes desde el siglo XVIII, y el chico por narices había de estudiar Derecho. Y lo estudió, pero no lo ejerció. Al mismo tiempo y por su cuenta estudió Literatura y se puso a trabajar como profesor, primero en un instituto de enseñanzas medias y después en la Universidad. Y para colmo se ennovió con mi hija, que no tenía pergaminos. Su familia lo miraba como a un hijo pródigo que cualquier día volvería pobre y arrepentido a la casa paterna. Laura contaba todo aquello como un mérito del chico, pero a mí no me convencía, y, cuando Maíta me habló de él, yo pensé lo mismo que la familia…

Me habló porque me presenté en Madrid a pedirle cuentas y ella debía de estar ya prevenida y adoctrinada por Laura, porque no se me atufó como otras veces, que se cierra en banda y dice que ya es mayorcita para saber lo que hace, y cosas así. No, aquella vez me dio toda clase de explicaciones, y yo, al comienzo, ya le digo, pensé que sería un niño bien que a la vuelta de dos o tres años de desasnar zopencos se volvería a su carrera de Derecho, a ganarse su buen dinero y a conseguir prestigio en la Magistratura. Pero no fue así y ahí sigue el hombre en sus trece. Vive modestamente, dice Maíta, pero le gusta lo que hace y eso le compensa. Y de ahí, de esa relación le viene a mi hija el gusto por los libros. Él le recomienda las lecturas, y Maíta, después, me pasa a mí los que más le han gustado…

Rompieron por tontos… por ingenuos, por inexpertos. Decidieron que antes de ponerse a vivir juntos y formar una familia debían tener otras experiencias. Concederse un plazo de libertad. Maíta se largó a Estados Unidos a hacer un máster. Iba para un año escaso, pero consiguió allí una beca y se quedó dos. Mi hija siempre le ha dado mucha importancia a su trabajo, y no estaba dispuesta a perder oportunidades. Y al volver no sé lo que pasó. Él debía de estar dolido por la actitud de ella y ella no estaba acostumbrada a templar gaitas. A ella le iba en su trabajo cada vez mejor, es competitiva y, en cierto modo, ambiciosa. Y él lo único que ha querido siempre es leer y dar clases. Tiene un puesto modesto en la Universidad. Y estoy seguro de que Maíta le ha dado la tabarra con eso, como me la daba a mí…

Con ella y con Laura siempre tuve la impresión de no haber llegado a donde debería llegar. Y eso es muy incómodo. Es como si te estuvieran exigiendo algo que tú no has hecho, que no has podido hacer o no has querido, y te hacen sentir, ¿cómo le diría?, que el listón está más arriba de donde tú puedes llegar, que tú te quedas por debajo por más que te esfuerces, ¿comprende?, que todo lo que haces es menos de lo que podrías haber alcanzado si hubieras hecho lo que ellas querían, la carrera de arquitecto en mi caso y la cátedra de universidad en la de ese chico. En fin, éstas son elucubraciones mías, porque conozco a mi hija y sé lo exigente que puede llegar a ser. El caso fue que poco tiempo después de regresar de Estados Unidos cada uno se fue por su lado. Ella se casó dos veces, dos matrimonios cortos, dos fracasos, y él se casó, ha tenido hijos y sigue casado. Y con Maíta, pues no sé, serán amigos como ella dice. Es la vida de mi hija y no debo hablar más de esto…

¿Se lo contó a usted?… Una vieja amistad con cama incluida. Y un problema de conciencia. ¡Vaya! Maíta presume a veces de cínica. A mí no me lo dijo tan crudamente. Y debe de referirse a él, no creo que haya otro hombre. Pero esa relación es más que una vieja amistad con cama; mi hija se engaña a sí misma o miente. No en lo que dice de que él no puede dejar a su mujer por una cuestión de conciencia. Yo eso me lo creo. Alguien que para seguir su vocación rompe con la familia, con las ventajas y las comodidades de un camino trillado, me parece un tipo de fiar. Además yo pienso lo mismo. Yo no dejaría a Isabel por nada del mundo. Me sentiría un canalla haciéndole daño a alguien que sólo te ha hecho bien toda la vida, que te ha ayudado y ha estado a tu lado en los momentos difíciles. ¿Qué ejemplo les vas a dar a tus hijos? ¿Cómo se puede justificar un abandono así? No podría mirarlos a la cara, ni mirarme yo mismo. Hay cosas que un hombre como Dios manda no puede hacer. Si te has equivocado o si te has cansado y te apetece otra, te aguantas. Las cosas no van a más si uno no quiere, si se ponen los medios para evitarlo…

¡Lo de la maestra no tiene nada que ver con lo que estamos hablando! Isabel nunca lo supo, ni lo sospechó siquiera, porque yo no le di motivos, ni se planteó nunca que Marisa fuera otra cosa que lo que era. ¿Qué tiene que ver eso con romper un matrimonio y dejar tirada a tu mujer?…

No me cabreo, pero es que parece que no quiere entenderme. Ese hombre, el amigo de mi hija, no puede en conciencia dejar a su mujer, porque ella lo necesita, lo necesita tanto que acepta que él tenga una amante con tal de no perderlo por completo. Maíta no soportaría algo así. Ella es muy dura, es capaz de tirar para delante aunque esté destrozada por dentro, y nunca le diría a un hombre: «Si me dejas me mato, quédate conmigo porque no puedo vivir sin ti…». Pero hay mujeres, ¡y hombres!, que son capaces de suplicar, de arrastrarse, de transigir con cualquier cosa con tal de que no los abandonen. Yo no puedo, yo soy como Maíta, aunque me muera de pena no puedo suplicar, porque necesito que me quieran por mí, no por compasión. Pero, entiéndame bien, comprendo a quien suplica. No a quien amenaza, la amenaza me parece despreciable, pero la súplica no, porque el otro debe saber el daño que te está haciendo, lo que significa para ti. Aunque yo no haya sabido nunca suplicar, comprendo a quien lo hace, y pienso que un hombre que vive durante años con una mujer que lo necesita de ese modo no pueda en conciencia dejarla. Creo que mi hija lo entiende también, por eso sigue con él y no lo fuerza a dejar a su mujer. Y su cinismo es una manera de protegerse. Para ella, y seguro que para él también, esa relación es más que una vieja amistad con cama. Yo creo que esos dos se quieren de verdad, se han querido siempre, aunque sean tan distintos. Lo que pasa es que la vida es muy puñetera y a veces metes la pata y las cosas se tuercen y ya no hay manera de arreglarlo. Cada uno está preso ahora en las consecuencias de sus actos y lo que tienen es un apaño, porque otra cosa no pueden hacer…

¡Usted a todo le saca punta! Estamos hablando de mi hija, no de Laura y de mí. Usted todo lo tergiversa. Ya le he dicho mil veces que yo fui muy feliz con mi mujer y que no cambiaría nada de mi vida con ella…

¡Pues si no se lo había dicho se lo digo ahora!: fui feliz con Isabel. Me hizo la vida agradable, alegre y fácil. Me ayudaba, se ocupaba de todo, no se peleaba con mi madre, cuidaba de los niños, me dejó trabajar en paz, confió en mí. Y me quería como yo soy, y me admiraba. Métase eso en la cabeza: yo quería a mi mujer y fui feliz con ella.

Y ahora déjeme, por favor. Estoy cansado.