XIII

Hoy hace un poco de frío aquí. O será que estoy viejo y tengo el frío metido en los huesos. Debe de ser eso, que estoy viejo, que soy viejo y por eso hago cosas que nunca hice: leo y releo versos hasta aprendérmelos de memoria; hablo de mi vida, de mis cosas más íntimas, con gente que no conozco de nada. Si me dijeran hace dos semanas que iba a estar contándole mi vida a una desconocida pensaría que ni borracho. Y sin embargo, ya ves. Y lo mejor de todo es que le he cogido gusto, ahora entiendo que haya gente que hasta pague por ir a contarle sus problemas a un psicoanalista, que a mí siempre me había parecido el colmo de la chaladura…

La verdad es que es fácil hablar con ella. A ratos me recuerda a ti, Laura. Todo lo quiere saber y también se queda callada como tú, esperando que yo continúe cuando no le basta con lo que le he contado. Y otras veces me discute lo que le digo o me busca las vueltas para que le cuente lo que no le quería contar.

Tú también me buscabas las vueltas… «Así que andas muy enamorado», me decías, y yo como un pardillo acababa contándote mi vida. Mientras que tú no me contabas nada. Ni yo te preguntaba. Supongo que en el fondo no quería saber. No quería que aquello que nos separaba tomase cuerpo y vida al contarlo. Tu padre tenía razón. Hay sentimientos, incluso hechos de la vida, que no lo son del todo hasta que no les das forma con las palabras… Creo que ya te he hablado de esto, debe de ser otro síntoma de vejez, que vuelvo una y otra vez a lo mismo…

Pero por otra parte me siento joven, siento que estoy descubriendo cosas. Ahora, desde hace algún tiempo, vuelvo a leer. Por las noches, cuando los chicos se ponen a ver la televisión, yo me voy un rato al despacho y leo, y no sólo los libros de arquitectura sino los libros que me manda Maíta, libros de poesía. Y me pasa lo mismo que con los que tú traías o me mandabas cuando te fuiste a Madrid: que dicen cosas que yo he sentido, pero que no sabía que lo estaba sintiendo. Y al verlo allí escrito, dicho con palabras, me doy cuenta. Yo te hubiera podido decir esto, Laura:

Si alguna vez la vida te maltrata,

acuérdate de mí,

que no puede cansarse de esperar

aquel que no se cansa de mirarte…

Yo tampoco me cansaba de mirarte, y te esperé muchos años. Pero no se puede seguir esperando toda la vida. No quise. Yo también tomé mi decisión como tú la tomaste. Igual de irrevocable que la tuya. Decías que los saltos mortales había que darlos sin red, porque si no, no tenían mérito. Había que decir «para siempre» como las enclaustradas, sin camino de vuelta, sin otra opción que la muerte. Así te lanzaste tú a ese matrimonio absurdo, con un hombre con el que no te entendías ni en la vida ni en la cama… ¡No me vengas ahora con que tú no te cansabas de mirarlo! Tampoco te cansabas de mirar al san Juan de Boticcelli, y las flores venenosas, y los nidos, y mis ojos…

Perdona, no quería hablar así. Estoy un poco cansado y nervioso… Me he dado cuenta, Laura, de que yo, que tantas veces he pensado que te engañabas a ti misma, yo también me he engañado a mí mismo. Me he dicho lo que quería oír, lo que quería que hubiese sucedido. Y ahora me gustaría saber.

He llegado a un momento de mi vida, ya inevitablemente cerca del final, en el que quiero saber la verdad, aunque duela. Porque aún me duele pensar en el pasado, no lo puedo evitar. Lo pienso y me duele. Con menos desesperación, pero con más amargura, porque ahora ya no queda esperanza, ya todo está fijado, ahora sí, para siempre. Y quiero morirme sabiendo lo que de verdad pasó, y no lo que yo me imagino o lo que tú quisiste hacerme creer. Por eso hablo con la escritora, porque hablando con ella me he dado cuenta de que es muy posible que yo mismo tenga la respuesta, y que nunca haya querido reconocerla.

Tú le contaste que te pasabas horas mirando a tu marido mientras hacía sus ejercicios de piano y que no te importaba que se saltase notas en los pasajes difíciles, que sabías que no era un gran pianista y que su éxito en los conciertos venía de su encanto personal, no de su talento. Como Isadora Duncan, le dijiste… Yo no sabía quién era Isadora Duncan. Le pedí a Maíta que me buscase información para enterarme y entender lo que querías decir. Y resulta que Isadora Duncan era una gran bailarina, una bailarina excepcional, un genio, dicen, que tenía un don especial para la danza, para crear belleza con los movimientos de su cuerpo. Eso es arte, Laura. No era su belleza física lo que cautivaba al público sino su talento, su arte. Y yo pensé al leer aquello que tú te engañabas a ti misma. Decías que no te importaba que Fernando no fuese un buen pianista, pero al hablar de él con otra persona lo comparabas a un genio.

Eso puede significar muchas cosas. Una: que no sabías bien quién era Isadora Duncan. Tú tenías una cultura muy superior a la mía, pero creo que a veces hablabas de oídas, sin una información rigurosa sobre los temas. Pudiera ser que creyeses que era una bailarina muy guapa, que se lo debía todo a su encanto personal. Y no era así.

Dos: cuando hablabas con otras personas aumentabas los méritos de tu marido a sabiendas de que exagerabas. No le decías lo mismo a todo el mundo; según con quién hablabas, decías una cosa u otra. Recuerdo que a mí me criticabas a Ramón de Castedo, decías que se había quedado en un pintor local, pero sé que ante otras personas has dicho que era un gran pintor. O sea, que entre amigos te permitías criticarlo, pero lo defendías ante terceros. Y puede que con tu marido hicieses otro tanto.

Tres: te hacías trampas a ti misma, te engañabas. Te dabas cuenta de que cometía faltas de técnica y decías que no te importaba, pero sí te importaba. Hubieras preferido dedicar tu vida a un genio, como Zenobia a Juan Ramón, que era otro de tus ejemplos preferidos para hablar de sacrificio. Y como te importaba, acababas comparandolo a una gran artista y justificando así tu vida dedicada a él.

En fin, Laura, lo de hablar con la escritora me está ayudando a ver claras muchas cosas, aunque no sean agradables de ver. Pero eso es lo que quiero ahora.

He estado hablando de mí, y eso es una novedad, porque yo siempre he escuchado más que hablado, excepto cuando tú me confesabas y conseguías que te contase lo que no quería contarte. El resto del tiempo, más bien te escuchaba, cosa que no me molestaba en absoluto, al revés, me gustaba, porque sentía que tú me abrías puertas a lugares a los que yo solo seguramente no hubiese entrado. Tú eres la única persona con la que yo he hablado de Dios, y de la muerte, y del sentido de la vida, y de la culpa, y del sacrificio, y del amor. ¡Cuánto hemos hablado tú y yo, Laura! Aunque tú hablases más, aunque tú fueses la que sacabas los temas, a veces de un modo extemporáneo, cuando uno menos lo esperaba. Pero, con todo, aquello era hablar, dialogar, porque siempre querías oír lo que yo pensaba, siempre me obligabas con tus preguntas, con tus silencios expectantes a que yo te dijese si de verdad creía que todo, todo, todo se acababa con la muerte; o cuál era la verdadera razón para quedarme aquí. Dado que Castedo y tu padre y don Gumersindo se iban a ocupar de que no les faltase una ayuda a mis padres, por qué había decidido sacrificarles mi carrera, mi futuro, mis posibilidades de ser un gran arquitecto… ¿Te acuerdas, Laura?

Nunca he vuelto a hablar con nadie como hablaba contigo… ¿Y tú?… Creo que tú tampoco has hablado con nadie como conmigo. Con tu padre podías haber hablado, pero con los padres no se habla así, ni con los hijos. Sólo se puede hablar con alguien que es como tú, de tu edad, con quien descubres el mundo al mismo tiempo que te descubres a ti mismo, y con quien puedes hablar sin el respeto que imponen los padres o la responsabilidad que implican los hijos. Y eso queda para siempre. Tú volvías, después de meses de no aparecer por aquí, o incluso de años, y aquel vínculo seguía vivo; podíamos hablar o no hablar de cosas importantes, pero sabíamos que podíamos hacerlo con la seguridad de que el otro estaba en el mismo terreno.

Eso me lo dijo un día Maíta: «A pesar de todas vuestras diferencias, Laura y tú os movéis en la misma onda»… No creo que eso sucediese con Fernando. Se nota en lo que le contaste a la escritora: no quería tener hijos, sentía terror a la muerte, no consentía en oír una crítica, necesitaba sentirse admirado; era egoísta, le dijiste, tenía celos hasta de tu dedicación a los niños y de tu cariño por tu padre. De alguien así se puede estar enamorada, mira, estoy dispuesto a admitirte eso, enamorada, embelecada, empeñada… ¡Ay, Laura! ¡Cómo me cuesta admitirlo! Pero admite tú que con alguien así no se habla del sentido de la vida, de las monjas enclaustradas ni de hacerse cura o quedarse soltero por el amor de una mujer que se ha casado con un amigo.

Yo con Isabel tampoco hablaba de eso. De Castedo o de don Gumersindo sí, pero como quien comenta una anécdota, o una historia de esas que cuentan las novelas o las películas. Pero no era como lo que hablaba contigo. Nosotros discutíamos si era idealismo o cobardía refugiarse en los sueños; si es más importante la realidad que se sueña y que no puede alcanzarse o la realidad que se puede vivir. Si hay que acomodarse a lo que la vida te da, o mantener las aspiraciones a riesgo de quedarse sin nada; si hay que mancharse las manos, ¿recuerdas que comentamos durante días Las manos sucias de Sartre? Tú me la mandaste por correo con una nota en la que sólo decías: «Quiero saber qué piensas de esto. Pasaré ahí las Navidades, hasta Reyes. Ya hablaremos». Y lo mismo hiciste con Antígona. Cuántas vueltas le dimos… ¿Quién era el autor? No era la tragedia griega, era de un autor moderno, de un francés… ¿Cómo es posible que se me haya olvidado? Esto es la vejez. No creí que pudiera olvidarlo nunca… Pero me acuerdo de que yo defendía la postura del hombre, de… ¡Creonte!, ves, aún lo recuerdo. La heroína, la buena de la obra, era Antígona. Antígona desafía las leyes que prohíben enterrar a su hermano y debe ser ajusticiada por ello. Tú defendías a Antígona. Te sentías Antígona. Y pensabas que yo siempre sería Creonte en la vida, me lo dijiste, y a mí me pareció mal, porque Creonte es el malo, aunque yo comprendía sus razones, y me parecía que también él se sacrificaba haciendo prevalecer la ley por encima de sus afectos.

¡Qué viejo estoy, Laura! Se me van olvidando los nombres, las personas, aunque me acuerdo de detalles insignificantes de la infancia y de la juventud. Y también me acuerdo de lo que discutíamos; aquello fue importante en mi vida, aquello que leímos y discutimos tanto. Pero no tenías razón, yo no he acabado poniendo el orden por encima de los sentimientos. La vida es siempre más compleja, menos clara que los libros, más enredada. Yo creo que a la larga me sacrifiqué más que tú, aunque sí es verdad que acabé anteponiendo la vida, la realidad que estaba a mi alcance, a los sueños imposibles.

Pero te esperé, Laura. Te esperé mucho tiempo, mucho más del que tú hayas podido imaginar, mucho más de lo que yo mismo he creído…