XII

Usted piensa que yo soy hijo de Castedo, igual que piensa que me casé con mi mujer porque era guapa, rica y sumisa, pero que seguía enamorado de Laura. Ha venido con esas ideas y lo único que quiere es confirmarlas. No sé por qué se empeña en seguir hablando conmigo…

No es que me niegue a admitir la posibilidad, pero incluso Laura dijo alguna vez que yo me parecía a mi padre. No en el color, ya le he dicho, pero en la complexión física, en el aire, en eso que identifica a los miembros de una familia aunque unos sean rubios y otros morenos. Y con los años creo que eso se ha hecho más patente…

Comprendo sus razones. Me doy cuenta de que hay hechos y situaciones de la vida de mi madre y de la mía que inclinan a pensar eso. Que mi madre reaccionase de una forma tan exagerada a la pregunta de Maíta lleva a pensar que había algo oculto en su vida, que era verdad que había tenido algo que ver con Castedo, ya que a eso se refería el comentario impertinente, aunque inocente, de mi hija. Y aquello que dijo don Gumersindo: «Fue un gran error casar a tu madre con ese hombre»… Yo también le he dado mil vueltas a esas palabras. Parece que quiere decir que mi madre no eligió libremente, que otras personas la casaron, y que lo hicieron por algún motivo, para ocultar algo, o para…

Para darle un padre a lo que estaba en camino, sí, eso es lo primero que se le ocurre a uno. No crea que me asusta pensarlo o que me escandaliza. Lo he pensado y repensado. He echado cuentas de los años. Y Laura también, sin decirnos uno al otro la razón de nuestros cálculos. Laura quería saber, decía, cómo y cuándo había aparecido su padre en la vida de su madre, cómo había ocurrido, y me hacía a mí preguntas para que yo se las hiciese a mi madre. Seguramente le interesaba el tema, pero creo que de paso intentaba satisfacer su curiosidad por el matrimonio de mi madre. Alguna vez debió de pensar que yo podía ser hijo de Castedo.

En teoría podría ser. Castedo era el más joven de los amigos; más que don Marcial, don Gumersindo y don Benjamín. Y también más joven que mi madre. Él tenía veinte años cuando mi madre tenía veinticinco, que fue cuando nací yo y cuando murió doña Inmaculada. Mi madre trabajaba de doncella en casa de los Castedo, y si se tratase de la casa de los Monterroso hubiera podido quedarse embarazada del padre o de los hijos, porque esa familia ha sembrado de hijos naturales la comarca. Pero el viejo Castedo era la honestidad personificada y Ramón de Castedo estaba enamorado, según todo el mundo dice, de la madre de Laura, de doña Inmaculada.

No fue sencillo poner en orden las fechas, porque mi madre hablaba siempre por aproximación: «Doña Inmaculada debía de tener veinte años cuando murió», o: «Andaría por los dieciocho cuando don Marcial se vino aquí de maestro», por ese estilo; nunca decía una fecha precisa… El que sin duda se las sabía era don Marcial, pero a él Laura no quería preguntarle, quizá por no removerle los recuerdos, o porque no le gustaba hablar con él de ese tema. No sé.

Nana y mi madre fueron nuestra principal fuente de información. Y Nana tampoco era muy exacta en cuanto a fechas. Por lo que pudimos indagar, el amor entre doña Inmaculada y don Marcial fue a primera vista: se vieron y se enamoraron. Hacía muy poco tiempo que don Marcial había llegado aquí, pero ya se había hecho amigo de Ramón de Castedo. Y lo que parece claro es que aquel amor, que desbancaba a Castedo de las preferencias de doña Inmaculada, no rompió la incipiente amistad; parece que, al contrario, la hizo más sólida.

Una posibilidad es que Castedo se consolase con mi madre del desaire de doña Inmaculada. Incluso he llegado a pensar que no rompió la amistad con don Marcial porque ya entonces estaba interesado en ella. Eso encajaría en el típico esquema del chico joven que ensaya sus primeras armas amorosas con la criada, que es mayor y un poco más experimentada. La familia se entera y casan a la chica con el primero que se presenta para quitársela de en medio.

Pero eso no explica que escogieran a mi padre. ¿Por qué él? Era veinte años más viejo que mi madre, era viudo y no creo que tuviese entonces un aspecto ni un carácter mejor que el que yo recuerdo…

No, mi padre no tuvo hijos de su primer matrimonio y yo fui el único del segundo. Eso es un dato más en contra de su paternidad. Y, sin embargo, créame, si no fuese mi padre yo lo sabría…

No, no pienso en la fuerza de la sangre, aunque podría pensarlo por el dolor que sentí cuando lo vi al final tan derrotado y tan indefenso. Me refiero a otra cosa: en los pueblos pequeños esas cosas se saben. Algún niño en la escuela me lo habría dicho, como le dijeron a Carmiña, esa amiga de Laura de la que le he hablado, que era hija de un Monterroso. O habría oído alguna conversación entre personas mayores, o alguna vez a mi padre, cuando se cabreaba, se le habría escapado algún reproche. Pero no fue así. A mi madre le decía que era una señoritinga y que le gustaban los señoritos, pero nunca aludió a una falta grave de ella en ese terreno. Era como si se burlase de sus deseos o de sus sueños; deseos y sueños insatisfechos. Eso era. Le echaba en cara que mi madre deseaba para ella y también para mí cosas que no había podido conseguir y que no conseguiría nunca, porque no pertenecían a su mundo sino a otro en el que ella se había movido antes de casarse con él; un mundo que mi padre veía cerrado e inaccesible para nosotros.

Mi madre no lo creía así. Creía en el poder de la inteligencia, de los estudios, decía ella. Creía que estudiando y siendo listo como yo era, le hablo con sus palabras, podía llegar a ser como don Benjamín, y aún más. Y mi padre ni lo creía ni, si de él dependiese, me hubiera dejado intentarlo. Por eso se nos hacía odioso, porque nos cerraba las puertas de acceso a lo que tanto mi madre como yo deseábamos…

La verdad es que entonces no lo hubiera reconocido, ni siquiera ante Laura, pero en el fondo, cuando era un adolescente, a mí me hubiera gustado ser hijo de Castedo, o de don Gumersindo o de don Benjamín; de cualquiera menos de mi padre…

De don Marcial no, por Laura. No he tenido hermanos y no sé cómo es exactamente ese cariño, pero tenía claro que no quería que fuese mi hermana… Sólo cuando se empezó a comentar que ella tenía novio en Madrid —ya le dije que ella misma se lo contó a Carmiña y no me cabe duda de que en parte lo hizo para que yo me enterase—, fantaseé durante algún tiempo con la idea de que podíamos ser hermanos y que ésa sería la razón por la que Laura se marchaba, no porque estuviese enamorada de otro sino porque nuestra relación era imposible. Pero eso no pasó de una fantasía, algo que pensaba para consolarme de su partida, de su abandono de todo esto…

Descartado don Marcial, que era imposible que fuese mi padre, el que yo prefería era Ramón de Castedo. Me gustaba como persona, incluso me esforzaba por parecerme a él. La manera en que me defendió cuando mi padre quería llevarme a la cantera, cómo le impuso que me dejara horas libres para estudiar… Me gustaba aquel señorío natural, que le venía, decía mi madre, de casta, como a Laura. Don Marcial era demasiado bondadoso, demasiado comprensivo con las debilidades y los defectos de los otros. Era el único que disculpaba a mi padre, y que lo comprendía. En una ocasión me dijo que si la gente se empeñaba en decir de alguien que era malo, o raro, esa persona acababa haciéndose mala y rara. Se refería a aquellos de quienes se empieza a murmurar que hacen el mal de ojo, ¿sabe lo que es? Antes se hablaba mucho de eso en las aldeas y en los pueblos pequeños. Creían que algunas personas tenían el poder de provocar maleficios: miraban a un cerdo o a una vaca y el animal se ponía enfermo y moría, y también podían hacerlo con las personas, que empezaban a languidecer sin que los médicos pudiesen dar con el origen de su enfermedad. Y era, decían, que Fulano o Mengana les había echado el mal de ojo. Don Marcial nos decía que eso era mentira, que nadie tenía ese poder, pero que cuando la gente daba en señalar a alguien como culpable de echar el mal de ojo, esa persona empezaba a hacer cosas extrañas y hasta se volvía mala a causa de la desconfianza y de la falta de estima de sus vecinos. Yo pensé enseguida en mi padre, y don Marcial, aunque estaba hablando de las supersticiones, debió de darse cuenta, porque me miró y dijo: «Las personas cuando se sienten despreciadas o poco queridas acaban devolviendo mal por mal y entonces se crea un círculo vicioso que es muy difícil romper».

Y eso lo he pensado yo después muchas veces, que mi padre nunca me hizo una caricia, ni vi que se la hiciese a mi madre, pero nosotros tampoco tuvimos con él ningún gesto de cariño hasta el final, cuando ya estaba ciego y se moría. En algún momento se creó aquel círculo vicioso del que hablaba don Marcial, pero debió de ser antes de que yo tuviese edad de recordar, porque desde que tengo uso de razón lo recuerdo siempre hosco y arisco, despegado de nosotros…

No sé si convivían o no íntimamente. Yo dormía en otro cuarto y nunca oí nada…

Dormían en la misma habitación, pero en dos camas, al menos desde que yo recuerdo. Eso entonces era raro entre la gente del pueblo. En las casas de los señores era frecuente que la señora tuviera un dormitorio y el señor otro, no al comienzo del matrimonio, pero sí después de algunos años de convivencia. En casa de Laura, los abuelos tenían dormitorios separados. Doña Inmaculada ydon Marcial tenían un solo cuarto y una sola cama, que él siguió usando cuando ella murió. Mi madre dormía en el mismo cuarto que mi padre, en una cama más estrecha que tenía una tabla debajo del colchón. Desde muy joven empezó a tener dolores de huesos y don Benjamín le había recomendado que durmiese en cama dura. Mi padre dormía en la de matrimonio, que entonces era más estrecha que las de ahora. Tenía un cabecero de hierro forjado bastante bonito. Ahora la tiene uno de mis hijos en una habitación de invitados…

Yo tengo la impresión de que no se acostaban… Ya sé que mis recuerdos pueden estar falseados por mis sentimientos, por el cariño que sentía hacia mi madre y la falta de cariño hacia mi padre. Pero lo que conservo en la memoria es una escena repetida con mínimas variantes: mi padre levantándose de la mesa después de cenar, bostezando y estirándose, antes de irse a la habitación. Nunca decía buenas noches, ni se despedía de mí. A lo sumo decía «me voy a la cama». Mi madre se quedaba lavando la loza y recogiendo la cocina. Normalmente había puesto ya unas botellas de barro con agua caliente en las camas, pero a veces lo hacía en el momento en que él se iba y me las daba a mí para que las pusiese entre las sábanas: tres botellas, una para cada uno de nosotros.

Mi madre se iba a la cama siempre después que él. Una media hora, el tiempo que tardaba en dejar la cocina limpia y preparada para el desayuno del día siguiente. Comíamos y cenábamos en la cocina, de lar, que era el único sitio caliente de la casa. Yo a veces me quedaba un buen rato preparando los deberes si no los había hecho antes, o leyendo, aprovechando el rescoldo que quedaba en la cocina. Ella se levantaba a la misma hora que mi padre y le preparaba el desayuno. Cuando él se iba, en tiempo de invierno, se volvía a meter en la cama hasta la hora en que yo me levantaba y desayunábamos juntos. Yo la ayudaba a recoger los cacharros, tanto por la mañana como a mediodía y por la noche, iba por leña y a veces encendía la cocina y daba de comer a los animales, al cerdo, a las gallinas y los conejos. El resto del trabajo lo hacía ella. Mi padre en casa no hacía nada y tampoco en la huerta. Cuando ella se puso peor de la artrosis y a mi padre le empezó el tumor, yo la fui sustituyendo en todo. Ella se sentaba al lado del lar y hacía la comida.

¿Por qué estoy tan convencido de que era mi padre? Ya se lo he dicho: porque me lo habrían dicho de una forma u otra. Y además, con los años me han ido saliendo rasgos de mi padre, la misma Laura me dijo alguna vez que me parecía a él. Incluso físicamente. Mientras él vivió yo me esforcé en ser distinto, en comportarme como mi madre me decía y como yo veía que se comportaban don Marcial y sus amigos. Ya le he contado que a Castedo lo imitaba. Un día Laura me dijo: «Miras como Ramón de Castedo», y después se quedó cortada, igual que el día que me dijo que no se explicaba cómo mi madre se había casado con mi padre. Se ve que temía ofenderme con aquellos comentarios. Pero a mí me dio la risa, porque la verdad era que yo me había acostumbrado a mirar como Castedo, ese gesto de los pintores cuando están midiendo un modelo o un paisaje, que a veces alargan el brazo y levantan el lápiz y otras simplemente fruncen el ceño y miran a lo lejos fijamente. Yo había visto muchas veces a Castedo hacerlo y me gustaba su aspecto, con su sombrero, su pipa y aquella forma de mirar. Cuando don Marcial nos mandaba hacer un dibujo yo lo imitaba descaradamente. Y se ve que a fuerza de imitarlo se convirtió en costumbre, porque cuando Laura me lo dijo yo estaba actuando de forma espontánea, por eso me dio la risa. Nos reímos los dos y ahí quedó el asunto.

Y he de decirle —y espero que lo interprete bien y no siga emperrada en su idea— que también mi hija Maíta mira así. Y la explicación es la misma. Maíta, cuando era pequeña, se pasaba muchas horas conmigo en el estudio, viéndome dibujar. Se ponía en una mesa al lado y dibujaba ella también. Me veía hacer aquel gesto, mirar de una forma determinada y hacía lo mismo que yo. Empezó imitándome y acabó haciéndolo de forma natural, como a mí me ocurrió con Castedo…

Laura decía que yo me parecía a mi padre en… no sé cómo decirlo. En fin, se lo voy a decir con sus palabras. Decía que mi padre era un animal salvaje, una fiera, apenas domesticada o amansada por la convivencia con el hombre, que en cualquier momento se podía revolver, saltarte al cuello y devorarte. Y que yo tenía también esa misma fuerza, pero en bueno, decía. Que mi padre era un lobo, y yo un perro lobo, que puede morir defendiendo a su dueño. Ya sabe, esas ideas de Laura…

No sé por qué mi madre se casó con mi padre, o por qué la casaron con él según dijo don Gumersindo. Quizá todo sea mucho más simple de lo que parece. Quizá tenga que ver con ese aspecto salvaje del que Laura hablaba. Mi madre era fina y delicada y mi padre era un bruto. Los contrarios muchas veces se atraen…

No, no me imagino a mi madre enamorada de mi padre, nada en su actitud y en su forma de tratarlo hacía pensar en eso. Sólo al final… Mire, yo creo que debió de haber una especie de fatalidad, de mala suerte, para los dos… Yo he pensado que él debió de… de forzarla. No digo que la violase, pero algo parecido… Él tenía cuarenta años y había estado ya casado, ella no había tenido novio. Él andaba por el bosque y tenía ese aspecto rudo que para algunas mujeres y en algunos momentos, dicen, resulta atractivo… Ella se debió de descuidar y él se le echaría encima como lo que era, como una fiera; cuando ella quiso reaccionar debió de ser demasiado tarde… Puede que la dejase embarazada y en ese caso es lógico que mi madre diese una explicación a la señora de Castedo. Y entra dentro de esa lógica que el juez Castedo llamase a mi padre y lo obligase a casarse con mi madre…

Sí, eso explicaría las palabras de don Gumersindo: «Ha sido un error casarla con ese hombre»… Y explicaría el mal entendimiento entre los dos e incluso que no tuvieran una relación íntima desde que yo lo recuerdo. Y también explica que mi madre se pasase los últimos meses sentada al lado de su cama cogiéndole la mano. A fin de cuentas él también se había casado por obligación y nos había mantenido y no nos había maltratado. Nos amargó la vida, pero nosotros a él también…

Era ella quien le cogía la mano. Y le comentaba cosas del pueblo o le ponía la radio. Él se dejaba hacer. Estoy seguro de que no deseaba su compasión ni la mía. Y debía de pensar que era demasiado tarde para que ella le diese lo que le había negado a lo largo de tantos años de convivencia: cariño, estima, por no decir amor…

Al final le asomó una dignidad que nunca antes había tenido, o que no supimos verle. Se enfrentó a la muerte con valor y con serenidad. Yo diría que como un lobo herido…

Mi madre lloró por él. Y yo también. Aunque ninguno de los dos lo echamos después de menos. Mientras vivió no lo quisimos, y después de muerto nos olvidamos de él. Esa es la única verdad que importa. Si era o no mi padre no tiene importancia. Yo creo que era mi padre, algo dentro de mí me lo dice, y me reprocha que, creyéndolo, le desease tantas veces la muerte. El perro lobo no es tan noble como Laura pensaba…