XI

De mi padre tampoco me gusta hablar…

Tiene razón; hay demasiadas cosas de las que no me gusta hablar. Pero yo a mi padre le deseé muchas veces la muerte, así que comprenderá que me moleste hablar de ello. A nadie le gusta recordar las cosas malas que ha hecho en la vida…

No, no me pegaba, eso es lo malo, ni a mi madre tampoco. Si lo hiciese me sentiría más justificado. Le deseaba la muerte porque me amargaba la vida y a mi madre también. No nos maltrataba físicamente, pero convivir con él era un suplicio. A su lado era imposible ser feliz, disfrutar de lo poco que teníamos. Tenía un carácter odioso. Sólo veía la parte mala de todo, personas y cosas. Para él todos eran ladrones, de hecho o en potencia. Desconfiaba de todo el mundo. Era incapaz de hacer un favor y también de recibirlo; en todo veía segundas intenciones. No recuerdo nunca un gesto suyo de cariño, una caricia, ni a mí ni a mi madre. Pero a veces pienso que quizá no era sólo culpa suya…

Pienso que nosotros, mi madre y yo, éramos en parte responsables de su mal carácter. Tenía que notar que no lo queríamos; nadie lo quería. Era guarda forestal y los furtivos lo odiaban porque él los denunciaba continuamente. No le importaba si a un padre de familia lo metían en la cárcel por su denuncia. Otros guardias de otros sitios hacían la vista gorda, pero él no. No tenía sentimientos. Y no tenía amigos. Se acercaba a tomar un vaso a la taberna y no podía hablar con nadie. Algunos hasta se iban cuando él aparecía, o dejaban de hablar, pero a él le daba lo mismo, o al menos no hacía nada para congraciarse con los vecinos. Sólo se quedaba allí un rato si estaban los guardias civiles o los municipales, pero ni siquiera entre ellos tenía amigos. Se juntaban para no sentirse solos, supongo, pero no eran amigos. Nada, ni remotamente, parecido a la tertulia de don Marcial o a los paisanos que se reunían a echar una partida en el bar o en la taberna. Él estaba siempre solo, dando vueltas por los bosques, persiguiendo obsesivamente a quienes cazaban o pescaban en vedado. Le gustaba hacerlo. Se alegraba cuando cogía a alguien sin licencia o en los cotos.

En casa también estaba solo. Supongo que durante algún tiempo mi madre intentó civilizarlo, pero al fin lo dejó por imposible. Ella, ya le dije, había sido doncella en casa de los Castedo y estaba acostumbrada a vivir con cierto refinamiento. Era muy limpia, muy ordenada, le gustaba poner flores aunque fuese en un vaso. Y él era todo lo contrario: por más que ella le lavaba la ropa y le limpiaba las botas, tenía siempre un aspecto sucio, desaliñado, zafio. Se afeitaba y se cortaba el pelo de Pascuas a Ramos y no se lavaba. Olía siempre a sudor o a estiércol. Iba a la cuadra a echar de comer a los animales o a echar abono en una huerta pequeña que teníamos y se sentaba a la mesa sin lavarse. Y si le decía algo le contestaba mal: «Que se laven tus señoritos», decía con frecuencia, y, si ella o yo insistíamos, se ponía a jurar y blasfemar como una bestia, o tiraba al suelo algo que ella estimaba: un florero que había comprado en la feria o un frutero que Laura le había regalado, o estrellaba el vaso de vino contra un cuadrito que ella había bordado. Esas son escenas que recuerdo: mi padre como un energúmeno y mi madre en silencio con la boca apretada en un gesto de amargura y de resignación. Y yo deseando que desapareciera de nuestras vidas…

Al comienzo era un deseo vago, sin una formulación precisa. Cuando era niño cerraba los ojos y me ponía a pensar en lo que deseaba que sucediera: por ejemplo, si me mandaban a coger bellotas para los cerdos o a cortar hierba, decía para mí mismo: «Que venga Laura, que venga Laura». Y a veces Laura aparecía y yo creía que la había hecho venir con mi pensamiento, aunque la mayoría de las veces no sucediera. Y eso mismo hacía con mi padre. Muchas noches cuando estaba en la cama y mi madre entraba a darme un beso y él farfullaba que me iba a hacer un mariquita, yo cerraba los ojos y pensaba con todas mis fuerzas: «Que se vaya, que se vaya para siempre, que no vuelva nunca»… Fue después, al crecer, a los catorce o quince años cuando empecé a desearle la muerte: que se le disparase la escopeta, que se cayese por un barranco…

No sé lo que sentía mi madre. Nunca hablamos de eso, igual que no hablamos de otras cosas. Yo nunca se lo dije a ella. Siempre he sentido que era demasiado horrible para decírselo o para que ella me lo dijese a mí. Porque él era un hombre desagradable, pero no nos maltrataba y nos mantenía con su trabajo. Así que, en cierto modo, yo me sentía un mal hijo, un desagradecido, y además aquello era un pecado mortal; yo entonces me confesaba y comulgaba y el cura decía que había que honrar al padre y a la madre y me ponía de penitencia una ristra de padrenuestros…

No era don Gumersindo. Como a él lo conocía de verlo por la casa de Laura me daba vergüenza confesarme con él y lo hacía con otros. Sólo una vez me confesé con él; y lo hice cuando ya había dejado de confesarme. Yo iba con mi madre a misa los domingos, la acompañaba y nada más. Pero aquella vez necesitaba hablar con un cura que no se limitase a decirme lo de honrar al padre y a la madre, y por eso fui a hablar con don Gumersindo. Estaba en el confesionario y yo me acerqué y casi de un modo mecánico dije las palabras de la confesión.

Tenía ya diecisiete años. Fue cuando decidí quedarme aquí y no ir a la Universidad. Creo que si no le hubiera deseado tantas veces la muerte a mi padre quizá me hubiera ido, pero en cierto modo me sentía culpable de su enfermedad. Sabía que los deseos no matan, ni tampoco hacen aparecer a la persona que quieres ver, pero, igual que pensaba que era capaz de atraer a Laura con mi pensamiento, en el fondo de mí creía que mis deseos habían provocado el tumor de mi padre. Don Gumersindo me dijo que uno no es responsable de sus deseos, pero sí de complacerse en ellos. Y que aquello no debía influir en mi decisión. Que él pensaba que a la larga sería mejor para todos que me fuera, que mi padre se iba a morir de todos modos y que con una carrera yo podría cuidar mejor de mi madre. Me dijo: «No te castigues a ti mismo por algo de lo que no tienes la culpa». Y también dijo: «No se puede querer por obligación. Y querer a tu padre es difícil. Fue un gran error casar a tu madre con ese hombre»…

Sí, me dijo «casar a tu madre». Y no dijo más. Nadie dice nunca nada más sobre ese tema, ya se lo he dicho. Y yo tampoco puedo decirle más…

No, con Laura tampoco hablaba de eso. Me avergonzaría de ello. Sólo a veces se me escapaba decir que era una bestia, y Laura dijo una vez: «Cómo pudo casarse tu madre con él»… Y enseguida cambió de conversación y hasta se puso tensa, como si hubiera metido la pata, como si hubiera dicho algo de lo que no debía hablar…

Le estaba diciendo que don Gumersindo quiso liberarme de mi sentimiento de culpa, pero yo seguí sintiéndome culpable, porque a medida que me hacía mayor, y sobre todo cuando mi padre enfermó, empecé a pensar que quizá él sufría también con nosotros, con mi madre y conmigo. Debía de sentir nuestro despego, la falta de entendimiento con él, el desinterés o el desacuerdo con lo que él hacía, con sus denuncias, con su persecución implacable de los furtivos. Y él respondía con su cerrazón y su malhumor. Pero no pasaba de ahí.

Yo conocía a hombres que pegaban a sus mujeres y a sus hijos, algunos de los niños de la escuela llegaban allí señalados por los correazos de sus padres. Y él nunca nos pegó. Sólo una vez zarandeó a mi madre y la llamó señoritinga de mierda. Pero sólo una vez… Lo que hacía era quedarse toda la tarde de los domingos tumbado, y cuando ya mi madre, harta de estar en casa sin salir, le decía que se levantase, que tenía que ventilar la habitación, él armaba la bronca y era inútil hablarle para intentar arreglar la situación. Yo intentaba comentarle cualquier cosa, de los animales o del bosque, algún nido que había visto, o una culebra, o algo de la escuela, lo que fuese, yo lo hacía por mi madre, para que a él se le pasase el cabreo y saliese con ella a pasear como hacía todo el mundo los domingos. Pero él me contestaba siempre de malos modos, «me importa un carajo lo que has visto y me importa un carajo todo lo que haces», decía. Y yo sentía que era cierto, que no se interesaba por nada de lo que a mi madre y a mí nos interesaba y que estaba en desacuerdo con lo que hacíamos, igual que nosotros con él, y que si no fuese por don Marcial y por Ramón de Castedo yo estaría trabajando en la cantera. Y entonces volvía a desear que desapareciera de mi vida, de nuestras vidas…

Yo me quedé aquí y renuncié a la Universidad por mi madre, pero en parte también por él, porque me sentía culpable de su enfermedad. O mejor dicho, no tanto de su enfermedad, que racionalmente entendía que no dependía de mis deseos, sino culpable de haberle deseado la muerte, cuando veía que en efecto iba a morirse. La cercanía de su desaparición me hacía avergonzarme de haber deseado que muriese. Pero no fue eso lo que me decidió a quedarme. La enfermedad en los primeros tiempos le agrió aún más el carácter, y yo sabía que, si me iba, mi madre iba a sufrir mucho con él. A mi madre le empezaba entonces la artrosis y ella sola no podría ocuparse de todo. Ella me dijo que se iría con gusto al asilo con tal de que yo me hiciese arquitecto. Creo que estaba dispuesta a morirse para no ser un estorbo en mi carrera y en mi vida. Mi padre me dijo: «Haz lo que te salga de los huevos». Era su forma de hacerme saber que no iba a agradecerme que me quedase, porque sabía que no lo hacía por él. Le habían hablado don Marcial y Castedo y también don Gumersindo, y un rasgo de su carácter que yo detestaba era el de ser déspota con los que estaban por debajo de él y servil con los señores. Servil, pero rencoroso. No se atrevía a enfrentarse a ellos pero les hacía todo el daño que podía. A la finca del Pazo dejó que la invadieran los conejos, no les ponía el veneno como debía. Y me tocó a mí años después luchar con aquella plaga: tenían la tierra completamente socavada, llena de galerías y acabaron con raíces de árboles y con todo. Y del incendio de la finca de Castedo, de una finquita que tenía con castaños, de los que vendía las castañas a los confiteros de Ourense para hacer marron glacé y sacaba de ahí unos duros, pues, qué quiere que le diga, mi padre, que lo veía todo en el bosque, aquel día no vio nada, andaba justo por el extremo opuesto, y los castaños ardieron todos, un dolor ver aquellos árboles tan hermosos, destruidos.

Por eso estaba seguro de que, si yo me marchaba, él se iba a ensañar con mi madre, no físicamente, pero se dedicaría a hablarle mal de mí, que era lo que más podía dolerle a ella. Cuando estábamos en pleno follón sobre si me iba o me quedaba, Castedo le dijo un día que, si yo decidía marcharme, ellos, don Marcial, don Gumersindo y él, se encargarían de que no les faltase nada. Mi padre le contestó que, por lo que a él se refería, quería que se hiciese lo mejor para mí. Eso era lo que decía delante de ellos, pero después por la noche le dijo a mi madre, sabiendo que yo lo estaba oyendo: «Tu hijito querido te va a meter en un asilo y él se va a ir con los señoritos, que es lo que le gusta, como a ti. Te está bien empleado»…

Así que pensé que, si yo me iba, mi madre lo iba a pasar muy mal y podía ser que se muriese, como me dijo don Benjamín, no de la artrosis sino de pena y de depresión. Y a eso no podía arriesgarme. Me quedé, y todavía le deseé a mi padre un par de veces la muerte antes de empezar a sentir compasión por él.

¿No se sorprende? Pues yo sí. Aún no entiendo cómo podía tener sentimientos tan contrarios. Pero era así. Ya algunas veces, siendo niño, sentí compasión por mi padre. Siempre pareció un viejo, por las greñas y las barbas, y porque era mucho mayor que mi madre, veinte años. Él no venía nunca a misa los domingos con nosotros. Iba solo, cuando iba, y se quedaba atrás. Eso no era raro. Muchos hombres lo hacían, llegaban tarde, se quedaban cerca de la puerta y eran los primeros en salir. Pero al acabar la misa, sobre todo en fiestas, esperaban a la familia y se iban juntos a ver los puestos y las casetas, y compraban churros o rosquillas o globos, cualquier chuchería. Pero él en cuanto el cura echaba la bendición se iba y ya no lo veíamos hasta la hora de comer. Excepto una vez, que yo recuerde. Un día de fiesta, al acabar la misa, lo vi cerca de la puerta, sin salir, mirando hacia nosotros, esperándonos. Llevaba el uniforme nuevo y las greñas más peinadas que otros días. Se lo iba a decir a mi madre cuando ella me cogió de la mano y dijo que íbamos a poner una vela a la Virgen de los Dolores, y fuimos allí y rezamos un padrenuestro y dos avemarías y después se fue al altar de san Francisco, que es mi santo, y también rezamos allí. Y todavía fuimos a un tercer altar. Cuando acabamos mi padre se había ido. Yo no le dije nada a mi madre, pero me di cuenta de que ella no había querido salir con él, y a mí entonces me dio pena.

Y también me daba pena cuando la gente se apartaba de él. En un par de ocasiones yo mismo fui testigo. En el camino de salida del Pazo hay bancos de piedra y por la tarde da allí el sol. La gente que está trabajando en las tierras, sobre todo los hombres, se sientan a echar un pitillo y descansar. Por dos veces vi que mi padre fue a sentarse allí y los que estaban en el banco se levantaron y se fueron. Y no era por dejarle sitio, que cabían de sobra. Mi padre no dijo nada, se sentó y fumó un cigarro y después siguió su camino. Pero yo sentía pena por él y rabia contra aquellos hombres. Y hubo cosas peores.

Una vez los furtivos le prepararon una trampa: cavaron una zanja en una corredoira por la que él solía pasar de madrugada. La llenaron de mierda de cerdo y la cubrieron con maleza. Era invierno, las zarzas estaban crecidas y él salía antes del amanecer, cuando aún no había luz, así que no la vio y se puso perdido. Lo contaron durante meses en la taberna. Yo me enteré por los niños de la escuela. Y otra vez le pusieron una trampa para zorros que casi le tronzó una pierna. Estuvo de baja dos meses, pero él volvió al trabajo aun cojeando y denunció a un montón de gente. Todo aquello le aumentaba la rabia y las ganas de vengarse, pero a mí me daba pena de él y entonces deseé que cogiera a los que lo habían hecho y que los metiera en la cárcel…

Lo odiaban. Debió de hacer mucho daño. Había gente que vivía de la caza furtiva, no tenían otro modo de ganarse la vida y él debió de dejar a muchas familias en la miseria al denunciar al padre o a los hijos. Sólo así se entiende lo que le hicieron cuando ya estaba ciego.

Únicamente distinguía bultos y sombras, no podía reconocer a una persona. Pero todos los días me pedía que lo llevase hasta el monte y se estaba allí sentado en el tronco de un árbol. Entonces me di cuenta de que el monte le gustaba mucho, porque se quedaba allí horas, oyendo los sonidos alrededor: los insectos, los lagartos, los conejos, los topos, las perdices, las tórtolas, toda clase de pájaros y de pequeños animales que andan por allí y que no ves, pero que si estás atento puedes oír. Y a él le gustaba oírlos. Se aprendió el camino y, aunque veía tan poco, acabó yendo él solo, ayudándose con un bastón, porque le molestaba depender de mí. La verdad es que no era nada exigente, no pedía nada, se estaba horas recostado contra el árbol en el bosque o tumbado en la cama si llovía mucho. Y no se quejaba. Sabíamos que le dolía la cabeza porque se la cogía con las manos, pero no se quejaba. Y seguía siendo igual de áspero que siempre. Cuando se acercaba la hora de darle los analgésicos solía decir: «Trae ya de una puta vez esa mierda de medicina».

Seguía siendo una persona desagradable, a quien espontáneamente no apetecía dar un beso o hacer una caricia. Aún más desaseado y arisco que antes, si cabe. Pero yo me di cuenta de que lo quería cuando lo vi caído al pie del árbol y con la cara ensangrentada y amoratada por los golpes.

Le pegaron entre varios. No hablaron, le pegaron en silencio y él no podía distinguir a una persona de otra. Le dieron puñetazos y patadas. Le rompieron varios dientes y costillas. Le arrancaron mechones de pelo y de barba. Se lo debieron de llevar al interior del bosque y taparle la boca, porque nadie oyó ni vio nada. Y los que vieron u oyeron no quisieron hablar entonces…

Yo hubiera matado a quienes lo hicieron. Le juro que en aquellos momentos lo hubiera hecho con mis propias manos. Y se lo prometí a mi padre, que tarde o temprano los encontraría y pagarían por lo que habían hecho…

Sí… Cuando se tiene dinero es fácil provocar delaciones y encontrar testigos. Yo supe esperar a tenerlo. Y buscar un buen abogado que los acusó de intento de homicidio. Conseguí meterlos en la cárcel. Dos han muerto ya y el tercero está en un manicomio. Eran unos desgraciados malnacidos, que sólo servían para robar caza, tanto el padre como los dos hijos…

La paliza aceleró su fin. Lo de homicidio no fue una exageración. Ya no volvió a salir. Del hospital lo trajeron a casa para morir. Durante los últimos meses mi madre estuvo siempre a su lado. En el hospital le cortaron el pelo y la barba, lo asearon, y en esa etapa final tenía mejor aspecto que nunca en su vida. Cuando volvió a casa mi madre le preguntó si quería dejarse otra vez la barba o si prefería que ella lo afeitase, como hacían en el hospital. Y él dijo: «Haz lo que quieras».

Mi madre se gastó una buena parte de los ahorros en una maquinilla eléctrica, que entonces era una novedad, y se la pasaba todos los días por la cara, y le ponía colonia. Ella hacía la comida y se la daba. Sólo tomaba caldos. Y también le ponía las inyecciones de morfina. Una por la mañana y otra a la noche, aprendió en el hospital… Y yo me ocupaba de todo el trabajo. Mi madre se sentaba al lado de su cama y le cogía una mano y se estaba así todo el día, mientras él dormitaba…

Yo estaba poco con él. Tenía que ocuparme del trabajo y además no podía reprimir las lágrimas al verlo tan débil, tan indefenso. Me acordaba de lo que le habían hecho y me desesperaba. Le juré que los encontraría y lo pagarían caro. Mi madre tenía miedo de que él dijese algún nombre por si yo perdía la cabeza y me tomaba la justicia por la mano. Pero él nunca dijo nada, y cuando yo le juré que lo vengaría asintió con la cabeza y torció la boca en una especie de sonrisa; una de las pocas veces que lo vi sonreír. Como llevaba siempre aquellas barbas no se sabía si sonreía o no. Pero entonces sonrió de aquella forma torcida y dijo: «Estoy seguro de que lo harás»…

No, no me llamaba nunca hijo, ya le he dicho que no era cariñoso. Me llamaba Paco o me daba una voz: «¡Eh, tú!»… Yo a él lo llamaba padre. Mi madre también. Me decía: «Dile a tu padre que ya está la comida», o que saque agua del pozo, cosas así…

No, no me parezco a él físicamente, no sé si en el carácter… En el color me parezco a mi madre, que era muy morena y de ojos azules. Él tiraba a pelirrojo, tenía una piel rojiza y muy basta, y la barba pajiza. Bien lavado y peinado hasta puede que fuese un pelo bonito, pero siempre lo llevó que parecía el rabo de una vaca, excepto en los últimos meses, en que ya lo tenía gris y más corto.

¿Ramón de Castedo?… Castedo tenía los ojos claros…

No, no eran verdes. Los tenía azules…