IX

De ese hombre no me gusta hablar, espero que lo comprenda. Todo lo que yo diga puede parecer resentimiento. Yo soy, a los ojos de la gente, el desdeñado, a mí me dejó para irse con el novio de Madrid. Aunque, como le he dicho, yo no lo siento de este modo, la gente lo ve así, estoy seguro, y también estoy seguro de que piensan que Laura se habrá arrepentido mil veces de lo que hizo, pero ésta es otra cuestión. No me gustaría que usted pensase que son murmuraciones de pueblo o conjeturas de un fracasado, como diría mi hija Maíta…

Ya le he explicado que mi hija por una parte me cree un genio y por otra un fracasado; es decir, un genio que no llegó a desarrollarse porque las circunstancias y su propio carácter se lo han impedido. Maíta está convencida de que yo dejé marchar a Laura, no luché por ella, del mismo modo que no luché por mi carrera de arquitecto, por mi derecho a salir de aquí y hacer mi vida…

No me voy del tema, es que todas las cosas están relacionadas y unas tiran de las otras. Si no quisiera hablar, le diría: no quiero hablar de ese hombre, y punto. Lo que quiero que comprenda usted es que no lo hago con gusto porque inevitablemente diré cosas que no lo favorecen y él está muerto y usted no puede ir a verlo y preguntarle si tengo o no razón en lo que digo.

Tampoco puede hacerlo con Laura, pero con ella ha hablado antes que conmigo. Por eso está usted aquí ahora, porque quiere tener otro punto de vista. Y eso no va a poder hacerlo con Fernando…

En aclararle lo que ya he dicho no tengo inconveniente. Y lo primero es reconocer que, en lo de la pasión por la belleza, don Benjamín tenía razón. Laura tenía pasión por las cosas hermosas. Ya ve lo que hizo con el magnolio: lo escogió por bonito sin considerar las dificultades de esa variedad. Se podría decir que lo mismo hizo con su marido.

Ella le ha contado que se quedaba horas mirándolo mientras hacía ejercicios en el piano. Pues yo puedo decirle que lo mismo hacía con aquella lámina del san Juan de Boticcelli que descubrió a los trece años, y con mil cosas más… Laura podía quedarse horas viendo un nido, fascinada por el color de unos huevos o por la pelusa con que lo tapizan los pájaros. O por una flor. Se tumbaba boca abajo en el campo y metía la nariz en el cáliz de esas flores que nacen en lo alto de los montes, ¿las conoce? Son unas flores sin tallo, una especie de lirios de pequeño tamaño que brotan directamente del suelo y que se parecen a las flores del azafrán. Son venenosas, tienen veneno en los pistilos y no conviene tocarlas, sobre todo los niños, pero tienen un color malva claro muy bonito. Laura podía estar horas mirándolas. Igual que los nidos. Yo la arrancaba de allí porque me temía que, si la dejaba, acabaría metiendo el dedo. Cuando se toca un nido los pájaros lo notan. Sólo con que lo toques se dan cuenta y entonces lo abandonan y no empollan los huevos. Laura lo sabía de sobra, pero la tentación fue más fuerte que su voluntad y su amor a los animales y en una ocasión lo hizo… Aunque, a decir verdad, no fue que cediese a la tentación sino que decidió que quería hacerlo.

Era ya una chica, debía de andar por los quince años, y me dijo que llevaba «toda la vida» deseando hacerlo y que necesitaba saber cómo era de suave aquel plumón y qué se sentía al tener los huevos en la mano. Lo que me dijo fue: «Tú los has tocado. Tú alguna vez lo has hecho y sabes qué se siente. Yo también quiero saberlo».

Y, sin más, cogió los huevos con mucho cuidado y se los puso en la palma de la mano y empezó a acariciarlos. Se los acercaba a los labios, los tocaba con la punta de la lengua, se los pasaba de una a otra mano; estuvo un buen rato toqueteándolos. Después los dejó sobre la hierba y metió el dedo en el nido para sentir la suavidad del plumón. Metió el dedo, cerró los ojos, se le puso cara de arrobo y dijo: «Es maravilloso. Es lo más suave que he tocado nunca». Y me animó a que yo lo tocase, porque a fin de cuentas los pájaros ya no iban a empollarlos y lo mismo daba un dedo que un ciento, dijo, y yo podría disfrutar de aquella sensación inigualable…

Sí, parece una escena bíblica: Eva ofreciendo la manzana a Adán. La diferencia es que yo entonces no comí del fruto prohibido. Lo había hecho ya antes y sabía cómo era de suave un nido por dentro y cómo era la sensación de hacer rodar por la palma de la mano unos huevos de pájaro. Pero nunca disfruté de aquello como Laura, quizá porque cuando lo hice era más pequeño y no lo viví como un acto voluntario sino como una debilidad, una caída en la tentación de hacer algo que no debía hacerse. Quizá también porque yo no tenía la sensibilidad de Laura. Me gustaba tocarlos, pero el placer que me producía era menor que el sentimiento de culpa. Yo siempre me arrepentí, e incluso la primera vez intenté disimular mi falta, engañándome a mí mismo y pensando que quizá los pájaros habían abandonado el nido antes de que yo lo tocase. Laura no se arrepintió nunca. Para ella fue un acto de conocimiento, algo que enriqueció sus sentidos. Varias veces a lo largo de los años lo utilizó como medida de comparación. Por ejemplo, de la piel de chinchilla decía que era casi tan suave como un nido por dentro, y también lo decía de la piel de un recién nacido…

No sé por qué no lo toqué. Creo que me molestó que Laura lo hiciese sin mi permiso. Decidió malograr aquel nido que yo le había enseñado y ni siquiera pidió mi opinión. Supongo que también quise dármelas de digno e íntegro y no hacer lo que le había dicho que no debía hacerse. E incluso es posible que tratase de provocar su arrepentimiento o sus sentimientos de culpa. Creo que me molestaba verla tan satisfecha de hacer algo que yo no podía hacer sin sentirme culpable. No lo sé. Ha pasado demasiado tiempo, y lo que recuerdo es que Laura me preguntó si estaba seguro de que los pájaros abandonarían los huevos, y que, al responderle yo que absolutamente seguro, dijo: «Pues me lo llevo a casa». Y sin más vueltas desprendió el nido de las ramas y se lo llevó.

A don Marcial le dijo la verdad y él debió de repetirle lo que nos había dicho en varias ocasiones en la escuela, cuando algún niño maltrataba a los animales: que había que respetar la vida y que no se debe sacrificar a los animales a nuestro gusto o a nuestra curiosidad. En la escuela había chiquillos que jugaban a arrancarles las alas a las moscas o a meterles un pitillo encendido en la boca a los murciélagos, o a atarles las patas traseras a las ranas; entretenimientos de ese tipo. Lo de Laura era más refinado, pero en el fondo no era muy distinto. Los chicos no lo hacían por crueldad sino por divertirse, y Laura lo hizo porque le dio la real gana. Y, a pesar de lo que respetaba a su padre, en ese asunto no cambió de opinión. Pocos días después volvió a decirme: «Tenía que saber cómo era. Lo he hecho, y ya está»…

¿Lo del hórreo?… Pues, sí… Yo también lo he pensado alguna vez. Lo que pasó en el hórreo se parece en cierto modo a lo del nido… Pero ahora es usted la que cambia de tema. Yo le estaba hablando de la fascinación de Laura por la belleza, y lo que quería explicarle es que no era nada extraordinario lo de quedarse mirando a su marido durante horas mientras él tocaba el piano. A mí también me miraba así, y más de cerca incluso. Me miraba como a las flores de las que le hablé antes, las venenosas. A veces nos tumbábamos en el campo, para descansar en una excursión, o simplemente por gusto. A Laura le gustaba mucho tumbarse en la hierba. Yo me echaba boca arriba, pero ella prefería boca abajo, como si abrazase la tierra, y muchas veces se ponía no a mi lado sino en ángulo recto conmigo. Me decía que abriese los ojos y se ponía a mirarlos muy de cerca, igual que a las flores y con la misma atención y con la misma cara de complacencia…

Cuando estaba así no hablaba de nada importante, igual que cuando se ponía a mirar los nidos o las flores. Disfrutaba mirando y sólo hablaba de eso. A mí me decía que aquel día mis ojos eran más azules o más grises, los comparaba con el cielo, decía que cambiaban de color según estuviese despejado o nublado, cosas así… Y también decía que podría reconocer mis ojos entre todos los del mundo…

A mí me ponía nervioso. Siempre, siendo niños y cuando ya éramos mozos. Me sentía muy incómodo y procuraba no tumbarme boca arriba, pero a veces era inútil porque ella ponía su cara muy cerca de la mía y decía: «A ver de qué color tienes hoy los ojos»…

No, nunca se me ocurrió besarla. O, mejor dicho, se me ocurrió muchas veces, pero nunca lo hice. No creo que ella estuviese coqueteando conmigo. Eso era lo que me frenaba, que ella no me estaba provocando. Yo era ingenuo, pero no tanto. Cuando otras chicas coqueteaban conmigo yo las cogía al vuelo, incluso con Isabel, que era tímida y que lo hacía tan discretamente que creo que sólo yo sabía que le gustaba. Laura no coqueteaba, estoy seguro. Me hacía sentirme como un huevo de pájaro o como una flor silvestre, y al mismo tiempo me excitaba, así que no era una sensación agradable. Me moría de vergüenza sólo de imaginar que ella se diese cuenta de cómo me excitaba. Así que yo también me ponía boca abajo y sacaba algún tema de conversación que a ella le interesase. Y entonces Laura dejaba de mirarme los ojos y yo recuperaba el aliento…

En el hórreo no coqueteó tampoco. Sencillamente, me besó. Me estaba quitando del pelo unas hojas o unas hierbas, y sin más me echó los brazos al cuello y me besó. Y entonces todo saltó por los aires, como si estallase una traca… Pero no era de esto de lo que estábamos hablando… Usted dice que se quedaba mirando a su marido durante horas y yo intento explicarle que Laura también miraba así las flores y los nidos, o sea, que puede tratarse de lo que decía don Benjamín: fascinación por la belleza, es decir, que lo admiraba como a un objeto bello…

También puede ser un signo de amor, desde luego. Cuando quieres a alguien no te cansas de mirarlo, pero esa mirada no es de admiración por la belleza, es otra cosa. Yo no me cansaba de mirar a Laura, y sin embargo no se puede decir que Laura fuese guapa…

Isabel sí lo era, y muchas veces la he mirado con deseo, porque era una mujer apetecible, a la que cualquier hombre desearía. Pero fue más tarde, con el paso de los años, cuando empecé a mirarla con amor. La veía con un hijo o con un nieto en los brazos y me sentía feliz con sólo mirarla. Y cuando se murió, tan desmejorada, tan demacrada que estaba, todo el tiempo me parecía poco para estar a su lado…

El marido de Laura no estaba enfermo, estaba neurótico. Era un hombre raro, no quería tener hijos, había tenido un amante italiano durante años, y después de casado se enredó en veinte historias con jovencitas. Era muy débil. No tenía ninguna enfermedad, pero padecía crisis de angustia durante las cuales, al parecer, sufría horriblemente y pensaba en suicidarse. Laura era la única persona que sabía tranquilizarlo. Por eso le dije que con él Laura se sentía indispensable. Él volvía siempre a ella, a pesar de sus múltiples infidelidades; la necesitaba. Y eso fue lo que llenó la vida de Laura. Lo que le hubiera gustado ser para su padre, y también para mí: la persona imprescindible en la vida del otro, la que le proporciona seguridad y felicidad. Eso llena mucho, yo lo sé por mi madre. Laura se entregó a esa tarea como las monjas se entregan a Dios o un fanático a una idea. Ese sacrificio llenó su vida, pero no la hizo feliz. Entre otras cosas porque al final a él no le bastaba con Laura; tenía una amiga joven, que debía de ser una segunda versión de Laura, pero con veinticinco años menos.

Esa es otra de las cosas que nunca pude entender. Laura decía, a usted misma se lo dijo, que a esa chica la veía como un cirineo, alguien que la ayudaba a que Fernando viviera contento. Con ese razonamiento también le podía haber puesto un harén.

Lo mantuvo desde que a él lo echaron del Conservatorio. Lo que ganaba con los conciertos no le daba para vivir; no era un buen pianista, aunque a las señoras les gustase verlo tocar. Así que ella lo mantuvo y pagó sus caprichos, con su trabajo y con el dinero que sacó de la venta del Pazo…

Pues no, yo no creo que lo hiciese por amor, ni siquiera por una pasión carnal. Eso me lo dejó bien claro, que conmigo mucho mejor. ¿No se lo dijo a usted también?…

Pues si es así, no sé por qué insiste en decir que Laura estaba enamorada de su marido. ¿Qué significa estar enamorada?, ¿qué quiere decir? Laura no era feliz, ni siquiera era una mujer satisfecha…

Eso se nota. Es difícil de explicar, pero es un aire, una especie de serenidad, una impresión de plenitud que emana de algunas mujeres. No lo sé explicar mejor, pero cualquier hombre nota eso en una mujer. Y Laura no tenía ese aspecto. Y además me lo dijo…

Sí, me lo dijo dos veces, una antes de casarse: que don Gumersindo e incluso don Benjamín y Ramón de Castedo creían que era una cuestión de cama y que se equivocaban; que en eso, mejor conmigo. Y me lo volvió a decir muchos años después, cuando vino a plantar el magnolio…

¡Por Dios! No soy tonto. Ya sé que podía preferirme a mí en ese aspecto y disfrutar también con su marido. Me refería a otra cosa, pero si Laura no le habló de eso yo tampoco voy a hacerlo…

¡Ah!… ¿Y se lo dijo Laura o es una conjetura suya?…

Pues se ve que los dos hemos llegado a la misma conclusión, aunque por caminos diferentes: el fallo era de él.

Cuando vino a plantar el magnolio estaba deprimida y con poca salud, pero yo creo que eso era consecuencia y no causa. Él era raro, eso es seguro. Ya le he contado lo del amigo italiano… En fin, no me gusta hablar de esto, no tenía que haber empezado. No está bien…

No, yo no creo que lo fuese… O por lo menos le daba a pelo y pluma. Tuvo muchas aventuras con mujeres, con chicas jóvenes, así que eso no sería el problema. Y también debo decir que quizá Laura lo empujase a esas aventuras…

Él era un hombre inseguro y Laura se dedicaba a decirle que se saltaba notas en los conciertos. Debía de necesitar la admiración de alumnas jóvenes que no notasen sus deficiencias y que lo alabasen sin críticas. Laura podía ser muy dura en ese aspecto, era muy exigente, pedía siempre a todo el mundo lo máximo que podía dar intelectualmente. Igual que Maíta. Lo hacen de una forma muy sutil, parece que te alaban y en realidad te están exigiendo que te superes, que seas aún mejor, porque eres tan estupendo que puedes hacer mucho más, ¿me entiende? Eso agota a cualquiera y a la larga es insoportable…

Él no la dejaba porque la necesitaba. Laura era fuerte y él débil. Podía engañarla, pero no irse. Y esa necesidad era lo que a Laura la compensaba de sus deficiencias. Se sentía indispensable. Y no olvide que Fernando era sólo una parte de una elección más amplia…

Laura nunca quiso rectificar, eso es cierto. Cuando yo me quedé viudo tuvo ocasión de hacerlo, pero era ya demasiado tarde…

Para mí, no. Era tarde para ella. Yo le pedí lo que no le había pedido cuando se fue la primera vez. Le pedí que se quedase, y ella me contestó que seguía vigente lo que entonces la había decidido a marcharse…

Eso es lo que estoy intentando explicarle: que no lo hizo por amor. Le repito que Laura desde el primer momento no escogió entre dos hombres sino entre dos mundos. Y Fernando seguía estando en el mundo en el que ella había decidido vivir, en cierto modo lo encarnaba, como yo encarno éste…

Comprendo que a usted le parezca como el cuento de la zorra y las uvas, una forma de consolarme, e incluso que piense que ella me dijo aquello para hacer menos dura su segunda partida. Pero yo conozco bien a Laura y sé que sentía lo que me dijo…

Se lo puedo repetir exactamente, palabra por palabra. Y mil años que viviese, mil años que seguiría recordándolas una por una. Me dijo: «Quizá no estoy enamorada, sino empeñada en creerlo. Quizá lo que tengo es miedo a reconocer que me equivoqué, que todo fue un error inmenso. Pero ¿cómo le vas a decir a una monja enclaustrada que no hay vida eterna?»…