VIII

No sé si celosa es la palabra adecuada. Las personas celosas suelen ser insoportables: son recelosas, desconfiadas, se dedican a vigilar a su pareja o a interrogarla sobre sus relaciones… Laura no era así. A mí me preguntaba con quién salía, si estaba enamorado, pero en cierto modo eso era lo normal después de estar meses sin vernos. Lo raro era que yo no le preguntara. Y seguramente yo sentía más celos que ella, quiero decir que a mí me molestaba su relación con Fernando más que a ella la mía con la maestra o con quien fuera. Pero eso que le dijo de que yo no estaba enamorado de Isabel es un ejemplo de lo que quiero decir. Laura no podía admitir que otra mujer fuese más importante para mí que ella, y por eso decidió que yo me casaba porque me gustaba tener una familia y porque Isabel tenía buen carácter y era guapa, pero que ella seguía siendo la mujer de quien yo estaba enamorado…

Tampoco era vanidad, ni egoísmo. Laura era generosa y nunca la vi presumir de nada, ni darse importancia. Yo creo que lo que le pasaba era que tenía una gran necesidad de sentirse querida o, más aún, de sentirse indispensable. Creo que eso, más que el amor, fue lo que la mantuvo al lado de su marido hasta que él murió…

Su padre la adoraba y todos sus amigos solterones lo mismo. Cariño no le faltó nunca, a pesar de criarse sin madre. Quizá fuese ésa la razón: no echaba de menos a su madre porque no sabía lo que era tenerla, pero notaba que le faltaba algo. Aunque yo pienso que don Marcial fue padre y madre para ella. La educaba, le explicaba cosas de la vida, era su maestro, pero al mismo tiempo tenía los gestos de ternura que sólo las madres tienen. Yo veo ahora a mis hijos y a mis yernos, cómo tratan a sus hijos, y me doy cuenta de que hacen cosas que yo no hacía. Era Isabel quien los acariciaba continuamente y hablaba con los niños de esa forma infantil que a mí no me sale. Yo los cogía en brazos, jugaba un rato con ellos y los besaba, pero, a pesar de todo, representaba la disciplina y la autoridad en la familia. Ahora eso ha cambiado.

Don Marcial se adelantó a su tiempo, era diferente. No creo que una madre pudiese darle más ternura que él. Yo lo he visto acariciar a Laura cuando era pequeña, y cuando ya no era tan pequeña, cogerle la cara entre sus manos y decirle «mi niña preciosa», «quién es la niña más preciosa del mundo», «por dónde andaba mi Laura guapísima»… ¿Comprende?, esas cosas que a mí me decía también mi madre, «eres el chico más listo y más guapo de toda España», me decía, «eres mi alegría», y poco antes de morir me dijo: «Me has dado toda la felicidad que he tenido en la vida»…

Sí, la relación con mi madre fue muy especial. Mi padre ya le he dicho que era muy ignorante y muy bruto, nunca pude entenderme con él ni hablar con él de nada que a mí me interesase. Y, si hubiese dependido de él, yo sería pastor o guarda forestal como él. No tenía más luces. Mi madre era otra cosa. Tenía una gran inteligencia natural y también era delicada por naturaleza. Además, por su trabajo, había aprendido buenos modales y sabía hablar y servir bien una mesa o un té, y sabía tratar educadamente a todo el mundo.

Fue doncella en casa de los Castedo. Ser doncella en una buena casa era un trabajo muy estimado, porque las chicas se refinaban y se pulían. Parecían señoritas. A algunos no les gustaban, decían que tenían muchos humos y que al fin no eran más que criadas. En cierto modo aquel trabajo era malo para ellas, porque se acostumbraban a vivir en casas de señores durante muchos años, desde los catorce que empezaban hasta los veintitantos o más en que se casaban, y después les costaba trabajo acostumbrarse a la dureza y a la falta de refinamiento de su vida de casadas. Aunque algunas se casaron bien, con hombres que tenían un empleo en la ciudad o un negocio, o con alguno que trabajaba para la misma casa, como un chófer o el administrador de alguna finca. Pero a la mayoría le pasaba como a mi madre, que se casaban con tipos acostumbrados a malvivir, ignorantes y groseros. Yo nunca entendí que mi madre se casase con mi padre. Supongo que se debió de quedar embarazada y por eso se casó, pero tampoco entiendo que se pusiese en situación de quedarse embarazada, a no ser que él la violase…

Nunca se me ocurriría preguntarle a mi madre sobre eso. Algunas chicas se quedaban embarazadas del señor de la casa o de un hijo, y normalmente les buscaban marido. Eso era bastante frecuente. Los Monterroso tienen hijos por toda la comarca y suelen sacar los ojos verdes de la familia, así que se les reconoce fácilmente: madre criada e hijo de ojos verdes; bastardo de los Monterroso, sin duda alguna. La familia de Castedo no era así. Ya le dije que el padre era juez y muy recto, muy riguroso; tenía fama de justo y de incorruptible: él juzgaba en conciencia y lo mismo a un rico que a un pobre. Su hijo mayor se fue de la casa con diecisiete años y murió en la guerra, como le dije. Y de Ramón de Castedo lo que se sabía era que había sido el pretendiente oficial de doña Inmaculada, la madre de Laura, y después no se le conoció novia.

Con mi madre yo tenía mucha confianza y hablábamos de muchas cosas, pero nunca de nada que tuviese relación con el sexo. Creo que se puede decir que era muy puritana o quizá había tenido algún tipo de trauma. A mí nunca se me ocurriría hablarle de eso, pero Maíta un día lo hizo, bromeando, supongo que en el fondo con ganas de enterarse, porque ésa siempre está dándole vueltas a las cosas; en fin, resulta que le dijo: «¿Abuela, tú tuviste algo que ver con Ramón de Castedo?».

Mi madre se puso muy crispada, creo que nunca la había visto así, tan tensa y tan enfadada. Le dijo que le estaba faltando al respeto, que quién era ella para hablarle de ese modo a su abuela, y la echó de su lado. Hacía poco tiempo aún que vivíamos en el Pazo y estaban dando una vuelta por la huerta, por esta misma. Mi madre ya estaba en la silla de ruedas y se podía mover muy poco por sí misma, pero no quiso que Maíta siguiese empujándola. Por eso me enteré. Mi hija, después de disculparse, vino a llamarme para que yo fuese a recoger a la abuela y me explicó lo que había pasado. Maíta estaba desolada. Nunca la había visto yo tan pesarosa por algo que hubiera dicho o hecho; mi hija es de las de defenderla y no enmendarla si cree que tiene la razón. Pero entonces se la veía realmente pesarosa de haber molestado a la abuela. Yo no la reñí, más bien la consolé, sólo le dije que se diera cuenta de que la abuela era de una generación en la que las mujeres no hablaban de eso y que su educación había sido muy distinta a la suya. Pero Maíta dijo: «No creo que sea sólo eso; tiene que haber algo más. Se ha enfadado demasiado. Está ofendida. Como si a mí me dijesen que tú eres un ladrón, que le has robado a don Marcial, algo de este tipo, que yo no podría tolerar ni en broma».

Maíta estaba tan nerviosa que sin darse cuenta me estaba ofendiendo también a mí. Venía a decir que la compra del Pazo podía ser interpretada por alguien como un robo. Yo lo dejé pasar, porque me di cuenta de que no era su intención molestarme, pero muchas veces he pensado en aquello y he llegado a la conclusión de que, igual que yo salto si sospecho que se me acusa de haberme quedado con el Pazo y las tierras de Laura, también mi madre en algún momento debió de ser objeto de habladurías con respecto a Ramón de Castedo y por eso reaccionó de aquel modo.

Fui yo a recogerla a la huerta; no quise encargárselo a ninguna otra persona de la familia, por si ella quería desahogarse conmigo. Estaba muy tensa cuando llegué, disgustada, y yo diría que a la defensiva, pero yo no mencioné el asunto y ella tampoco. Empecé a hablarle de lo que se podía plantar al año siguiente en algunos rincones y enseguida se serenó y dimos un paseo por la huerta, planeando el mejor modo de sacarle partido a aquella tierra. Hubiera sido la ocasión para decir algo, si es que había algo que decir, pero mi madre no tenía ningún deseo de hacerlo, ni se quejó de Maíta, ni aludió siquiera a lo que había pasado. Era obvio que no quería hablar de ello y yo respeté su deseo…

Con Laura se llevaba regular. Creo que mi madre temía que yo sufriese por su culpa y, sin referirse directamente a ello, en varias ocasiones me contó lo que a ella le contaban de las andanzas de Laura por Madrid: que tenía novio, que pensaba quedarse en Madrid para siempre, que se iba a casar. La casaron veinte veces antes de que se casase realmente, y mi madre no perdía ocasión de informarme. Lo hacía para que yo no me hiciese ilusiones, estoy seguro. Por lo demás, Laura le gustaba, como a todo el mundo. Una chica joven que venía a hacerle la visita, que se quedaba un buen rato charlando con ella y que era tan educada, una verdadera señorita, y que hablase tan bien de mí, pues todo eso a mi madre le gustaba. Alguna vez, incluso, se le escapaba algún elogio. Recuerdo que una vez dijo: «Se le nota la buena casta». Pero en general no me hablaba nunca de Laura ni para bien ni para mal. Era su forma de mantenerla alejada de mí…

Lo que Laura sentía por mi madre no lo sé. En principio, simpatía mezclada de compasión, por verla casada con un hombre como mi padre y aguantando el tipo. Y, además, cuando Laura se enteró de que mi madre estaba dispuesta a irse a un asilo con tal de que yo siguiese estudiando, hizo causa común con ella. Pero en cuanto murió mi padre y yo empecé a trabajar, mi madre cambió. No podía admitir que yo no fuese lo mejor del mundo, y, en vez de pensar en que me hiciese arquitecto, se dedicó a cantar mis glorias. Laura, por el contrario, siempre mantuvo la postura de lamentar que no hiciese Arquitectura, igual que Maíta. Eso a mi madre le parecía mal.

Laura, por su parte, creía que mi madre con los años se había hecho egoísta y sólo quería tenerme cerca. No volvió a hablar del asunto con ella y, en cierto modo, dejó de mirarla con la simpatía con que antes la miraba. Mi madre era muy lista y se daba cuenta de lo que Laura pensaba, pero ella interpretaba que Laura me hacía de menos, que, como señorita que era, lo que no fuese una carrera universitaria le parecía despreciable. Se estableció una especie de rivalidad: si yo salía de aquí para trabajar fuera, significaba que Laura había podido más. Y quedarme aquí representaba el triunfo de mi madre.

Todo esto estaba relacionado con la actitud de Laura hacia su propio padre. Ella se había ido y tenía que justificar su postura: yo tenía que ser un fracasado para que su abandono tuviese sentido. Si, quedándose aquí, uno podía hacer un trabajo digno y que te gustase, realizarse como persona independiente, entonces se le hundían sus argumentos, ¿comprende? Laura necesitaba pensar que yo era un fracasado. Y mi madre no podía admitirlo de ningún modo…

No, yo no me he sentido nunca un fracasado. Sería estúpido si lo creyese. Y mi relación con mi madre me parece mejor que la de Laura con su padre. Yo cumplí con mis deberes de hijo y Laura no, eso no tiene más vuelta…

Comparándola con mi propia experiencia, he llegado a entender mejor la de Laura con su padre. A ver si consigo explicárselo. Verá: yo era lo más importante para mi madre, la persona que ella quería más y la que más le importaba; cualquier cosa mía era importante para ella. Todo lo que a mí me pasaba le parecía fundamental en su vida. Y eso es algo que ata mucho. Por una parte te hace sentirte incómodo, tú no has pedido que te quieran así, convertirte en la razón de vivir de otra persona. Y a veces hasta te rebelas, porque sientes que limita tu vida, que no puedes vivir en función de otra persona, pensando siempre si aquello que haces la hará sufrir o si va a parecerle bien o mal. Pero, por otra parte, si te falta, sientes que estás solo, que a los demás en el fondo no les importa lo que a ti te suceda. O que sí les importa, pero menos. Ya no eres la persona más importante del mundo para alguien. Has dejado de serlo, y sientes el vacío. Ni la mujer ni los hijos son igual. Si yo me hubiese muerto, Isabel se habría entregado aún más a los hijos y hubiera sido feliz con ellos. Yo eso lo sentía, que para Isabel, con todo lo que me quería, los hijos eran más importantes. Estoy seguro de que si en una balanza pusieran la vida de un hijo y en otra la mía, Isabel hubiera escogido al hijo. A mí me parece bien que sea así. Esa es la forma de querer de una madre. Y yo sabía que en la balanza del querer de mi madre yo pesaba más que nadie. Eso te une y te ata a esa persona: sentir que puedes hacerla feliz, absolutamente feliz; que su bienestar, su alegría, su felicidad dependen de ti. Te sientes responsable, y a veces cansado, pero te compensa. Yo recuerdo la mirada de mi madre cuando yo me acercaba a ella inesperadamente, o cuando le contaba algún proyecto que había salido bien, o le comentaba cualquier cosa agradable de mi vida: cómo le brillaban los ojos, qué sonrisa le iluminaba la cara. Y poco antes de morir me dijo: «Tú me has dado toda la felicidad que he tenido en la vida». Eso a mí me ha compensado de todo lo que he sacrificado por ella.

Laura eso no lo ha vivido, no lo ha sentido. Yo estoy seguro de que era lo más importante del mundo para don Marcial. Pero ella no lo sentía así. Un día me dijo: «Soy lo más importante de este mundo, pero sigue echando de menos a su mujer». Dijo «su mujer», no «mi madre». Creo que en esos momentos sentía celos de doña Inmaculada, del amor de don Marcial por su mujer, de aquel amor que seguía llenándole los ojos de tristeza. Porque don Marcial tenía los ojos tristes, eso es cierto. Y los tenía desde que murió su mujer. Laura me enseñó las fotos de la boda. Doña Inmaculada estaba muy guapa, menos que en el cuadro de Castedo, pero, de todas formas, guapa. Y don Marcial, don Marcial estaba resplandeciente. No era guapo, era muy joven y muy delgado, casi con cara de niño, pero resplandecía, desbordaba alegría y felicidad. Laura dijo, como si hablase para ella misma: «Nunca ha vuelto a sonreír así».

Creo que eso era lo que enturbiaba las relaciones con su padre, que sentía que no podía borrar la tristeza de sus ojos. Y siempre tuvo además la idea de que su madre se había muerto por su culpa. No valía de nada hacerle razonamientos: su madre se había muerto de fiebres puerperales, y si no la hubiese tenido a ella no se habría muerto. De ahí no la sacaba nadie.

Quizá eso influyó en su decisión de irse, porque sabía que en todo caso su padre seguiría echando de menos a su madre. Yo intenté razonar con ella. La última vez fue cuando vino a plantar el magnolio, cuando ya su padre había muerto. Le dije que los hombres somos distintos a las mujeres, que una mujer puede ser feliz volcándose en un hijo, viviendo la vida del hijo o de la hija. Pero los hombres echamos siempre en falta a la mujer que hemos querido. Los hijos llenan mucho, pero no el vacío de tu mujer. Yo le hablaba por mí, por mi experiencia. Isabel había muerto hacía ya tres años, y yo seguía echándola de menos, a pesar de los hijos.

No sé si Laura le contó que, desde que ella se casó, don Marcial había pasado el retrato de su mujer a su despacho, y cuando se sintió enfermo lo puso en su dormitorio. Antes lo tenía en el salón, seguramente para que Laura tuviese presente la imagen de su madre. Yo creo, como ella, que esos cambios son significativos. Da la impresión de que don Marcial se refugió en el recuerdo de su mujer al faltarle su hija.

Laura me contó los últimos momentos de don Marcial. Era en el mes de mayo y en esos meses de primavera toda la huerta huele que es una bendición. Laura abrió la ventana del dormitorio para que su padre pudiese ver los árboles, respirar el aire fresco y sentir el olor de las flores del jardín. Le dijo: «Hace una mañana preciosa, papá».

Su padre repitió: «Preciosa». Y después cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos.

Dice Laura que murió con una sonrisa en la cara, que parecía feliz y que no la había mirado a ella ni a la huerta. Lo que su padre miraba cuando murió era el retrato de su mujer.