Con franqueza, que el rival desdeñado hable del que se llevó a la chica no parece muy adecuado. Tenga en cuenta que yo lo que sé de esto son los chismes del pueblo, lo que se comentaba por aquí. Y lo que decían los amigos de don Marcial, que lo decían para consolarme, seguro. Nunca hablamos de eso directamente, ya sabe, el pudor de los hombres para hablar de sentimientos. Pero me hacían comentarios que, ahora me doy cuenta, iban encaminados a paliar mi frustración y mi tristeza, más evidentes de lo que yo pensaba entonces. Y todo lo demás son conjeturas mías.
Una cosa me gustaría que le quedase clara y es que Laura no me dejó por otro. Quiero decir que nunca fue mi novia. Nunca hubo entre nosotros una declaración explícita ni un compromiso. Yo no podía reprocharle nada porque nada me había prometido. En cierto modo, si alguien se podía considerar engañado o traicionado era él, Fernando, porque él era su novio, con él iba a casarse y a él sí le puso los cuernos conmigo.
Lo que yo le reprocho es que no me hablara de él. Fue su novia durante varios años antes de casarse. Debió de conocerlo al llegar al Conservatorio o poco después y no se casó hasta terminar la carrera. Y nunca me dijo nada. Venía aquí en el verano, más de un mes, y también por Navidad y Semana Santa. Y siempre venía sola. Al día siguiente de llegar venía a buscarme a casa, hablaba con mi madre y con mi padre mientras vivió. A mi padre lo saludaba y le preguntaba por la salud, nada más, pero con mi madre echaba sus parrafadas. Le preguntaba por la gente del pueblo, igual que a Nana. A Ramón de Castedo y a don Benjamín y don Gumersindo no los visitaba porque seguían reuniéndose con su padre y los veía en su casa. Pero a otras personas sí se acercaba ella a saludarlas, como a las hermanas de Castedo y gente así. Amigas de su edad no tenía. Sólo con Carmiña, que era de nuestra época de la escuela y que se hizo maestra, mantuvo cierta relación y a veces se las veía paseando juntas. Pero era siempre ella la que buscaba a la persona que quería ver. En parte porque se trataba de gente mayor y ella les hacía la visita, era una norma social, y en parte, como en el caso de Carmiña o de otras chicas de su edad porque había cierta conciencia de superioridad social. Laura era la señorita del Pazo, seguía siéndolo, y todo el mundo se sentía muy satisfecho si se paraba a hablar con ellos, pero no se les ocurriría invitarla, ¿comprende? Y conmigo era también así. Llegaba y me preguntaba si podíamos vernos al día siguiente para ir a tal sitio o a tal otro, o, sencillamente, a dar una vuelta, y de un día quedábamos para otro. Y me preguntaba por las chicas y me tomaba el pelo: «Dice Nana que andas muy enamorado de tal o de cual», cosas así…
Yo farfullaba que no, que eran líos de Nana, o me hacía el misterioso. A veces, de unas vacaciones para otras preparaba lo que le iba a decir. Y siempre quedaba descontento. Si le decía que no, porque me daba rabia que pensase que era un párvulo sin experiencia. Y si me las daba de tener algo y callármelo, porque creía que eso daba pie a que ella también se callase.
Yo no le preguntaba. Por cortedad y por miedo a que me confirmase lo que sabía por Carmiña: que salía en Madrid con un músico, con un pianista. Ella no lo ocultó, no se lo ocultó a otros, pero a mí no me lo dijo, eludía el tema y yo no me atrevía a preguntarle. Sólo una vez lo rozó de pasada. Pero los dos sabíamos que el otro lo sabía, porque esas cosas vuelan. Todo el pueblo sabía que tenía novio en Madrid. Y era imposible que yo no lo supiese, así que en cierto modo ella no tenía que contármelo…
Yo tampoco le hablaba de Isabel, es cierto, pero no es comparable.
Mire, tengo la impresión de que usted está, como si dijésemos, a favor de Laura. Yo le digo que ella no me hablaba de Fernando y usted me pregunta si yo le hablaba de Isabel, como si fuese algo equivalente. Y no se puede comparar. Lo que había entre Isabel y yo no lo sabía nadie más que nosotros dos. Yo sabía que le gustaba porque esas cosas se notan si la otra persona quiere que se noten. Y ella sabía que me gustaba a mí, porque yo tampoco se lo disimulaba; pero ni yo se lo dije a nadie, ni creo que ella lo hiciese…
Puestos a pensar mal, puede pensar que al no conseguir a la señorita del Pazo me casé con la chica más rica del pueblo, porque a fin de cuentas eso fue lo que pasó.
Supongo que más de uno lo pensó. Seguro que no les hizo ninguna gracia, sobre todo a las familias que tenían más dinero. Isabel era una chica guapa, lista y seria. Y resultó que su padre tenía mucho dinero. Un mirlo blanco. Menos les hubiera molestado que me hubiera casado con Laura, en cierto modo. Laura no tenía dinero, con lo cual no resultaba apetecible para las tres o cuatro familias burguesas que sí lo tenían. Y por su situación social estaba por encima de las expectativas de la mayoría; no entraba en el cómputo de las chicas con las que alguien del pueblo se podía ennoviar. Se daba por supuesto que se casaría con alguien de fuera, sobre todo desde que se fue al Conservatorio. Lo de estudiar Música era una rareza, igual que lo de sacarme a bailar en las fiestas. Eso no lo hacían las chicas. Dentro de su rareza, entraba que se encaprichara conmigo, y, además, podía venirle de herencia. También su madre se había casado con un maestro; eran rarezas propias de los señores, ¿entiende? Ahora se ve de otra manera, las cosas en cincuenta años han cambiado tanto que cuesta entenderlo, pero entonces era así.
Isabel, por el contrario, era un buen partido para cualquiera. Sus padres eran campesinos con tierras y con ganado. Procedían de la montaña, de una aldea remota que en invierno quedaba cerrada por la nieve. Nadie al verlos diría que tenían dinero. De hecho, dinero no tenían. Tenían ganado, vacas en la montaña, y tierras al otro lado, en el que daba al mar. Imagínese cuando se empezó a edificar. Pero eso no se sabía cuando llegaron al pueblo. El padre era un hombre listo. Fue el primero que tuvo un tractor y quiso que Isabel estudiase. Pero a ella no le tiraba. Hizo el bachiller y después estuvo dos años en un colegio de monjas. Hizo la carrera de Comercio porque su padre se empeñó, quería que supiese llevar las cuentas de sus bienes, porque era hija única y a ella le iba a dejar todo lo que tenía, que no era poco.
Vivían en la aldea y el primer año la traía él todos los días a la escuela de don Marcial, a caballo, los días de invierno envuelta en una manta y con un gorro de lana de oveja en la cabeza. Me acuerdo muy bien. Era como una muñeca, tan pequeña y con unos ojos enormes, muy guapa desde niña, a pesar de aquel gorro. Me acuerdo del día en que llegó a la escuela. Su padre la bajó del caballo y esperó a don Marcial en la puerta. Ella traía una muñeca de cartón abrazada y estaba allí quieta mirando a los dos hombres con los ojos muy abiertos, sin atreverse a llorar pero asustadísima. Don Marcial le acarició la cabeza, le dijo unas frases cariñosas y la cogió de la mano para entrar con ella. Su padre hizo ademán de recoger la muñeca, pero don Marcial le dijo que no, que se la dejase. Y ésa es la imagen más clara que tengo de Isabel cuando era niña. Con el gorro de lana y con la muñeca abrazada. Muchos años después cuando la veía con los hijos o con los nietos en brazos me acordaba de entonces, porque los cogía igual, con un solo brazo, apoyados contra el pecho, o en la cadera. A mí siempre me ha dado miedo que se me caigan los niños y los llevo muy sujetos, pero Isabel los llevaba como si fuesen una parte de su cuerpo, con absoluta naturalidad, como a la muñeca aquella.
Al año siguiente el padre compró una casa en el pueblo y era la madre la que llevaba a Isabel a la escuela. Ella también aprendió a leer, la madre. Don Marcial iba a su casa a enseñarle y ellos le pagaron bien, según me contó Laura. Don Marcial daba clase a adultos, gratuitamente, cuando acababa con los niños, pero a la madre quizá le daba vergüenza ir a la escuela, era una mujer muy callada, y además podían permitirse que el maestro fuese a su casa. Con ese dinero don Marcial ayudaba a otras personas, ejercía una especie de justicia distributiva. En un año la madre y la hija cambiaron mucho, se refinaron. El padre siguió igual, pero la mujer dejó de usar zuecas y llevaba zapatos y buenos vestidos y a Isabel le quitaron el gorro de lana.
Cuando nos casamos ya se sabía que el padre de Isabel tenía tierras que valían mucho dinero, así que más de uno pensaría que yo me había buscado un buen partido. Pero la mayoría de la gente me veía con buenos ojos. Yo tenía fama de serio y de trabajador, y quien más quien menos, todos sabían que había aguantado a mi padre y había protegido y cuidado a mi madre desde niño, así que la gente me tenía simpatía. Y, además, empecé pronto a ganarme bien la vida, en eso tuve mucha suerte y a los pocos años de casado no necesitaba el dinero de Isabel para nada…
Al comienzo sí; las primeras casas las hice en unas tierras que eran de su familia. Después las vendí, a la gente que empezaba a volver al pueblo, y desde entonces ya todo vino rodado…
Sólo una vez Laura me habló de su novio. De pasada, como le dije, pero yo entendí que me estaba dando una explicación. Fue en una de aquellas ocasiones en que ella me preguntaba a mí. Yo había estado tonteando con una chica… en fin, no era una chica, fue con una maestra que vino una temporada a sustituir a don Marcial, cuando lo operaron de cataratas. Era una mujer joven, pero mayor que yo, y sabía lo que quería, y… bueno, pues eso, que tuve que ver con ella. Y, naturalmente, se supo, porque en un pueblo pequeño las casas son de cristal y las paredes tienen oídos, ya sabe. Así que Laura me preguntó si estaba enamorado, si seguía viéndola, porque sabía que estaba de maestra no muy lejos de aquí. Y yo aproveché entonces la ocasión y le dije: «¿Y tú?». Y ella me dijo, me acuerdo muy bien, era al caer la tarde, sentados en unas piedras en el alto de Sancidrán. Se veía todo el valle y Laura dijo: «Yo no sé aún qué hacer con mi vida»… Y miró hacia abajo, hacia el valle y hacia su casa: «No sé si quiero irme o si quiero quedarme aquí». Y volvió a decir: «No lo sé aún»…
Comprendí que no se trataba sólo de mí o de otro. No era un hombre contra otro hombre, sino una totalidad, algo que no podía separarse: una tierra, una manera de vivir. Lo entendí porque yo había elegido ya y no iba a cambiar, no podía cambiar, los dos lo sabíamos. Y ella tenía que hacer su elección.
Pensé que, si Laura se quedaba, se casaría conmigo y que, si se marchaba, no era porque estuviese enamorada de otro hombre, porque lo prefiriese a él, sino porque elegía una vida distinta. Si se iba, no me dejaba a mí; lo dejaba todo: su padre, su casa, esta tierra, esta forma de vivir. Sentí que me estaba dando una explicación y, a su manera, pidiéndome que le diese tiempo. Y también me di cuenta de que sería inútil forzar una decisión, porque era ella y sólo ella la que tenía que tomarla.
Por eso nunca he tenido celos de su marido, porque Laura no me dejó por él. Y hasta, si me permite esta pequeña vanidad, le diría que, hombre por hombre, Laura me prefería a mí…