VI

Se está bien aquí. La vista es magnífica. En eso estuviste acertada, Laura…

Se está bien porque yo he hecho este banco y este muro para cortar el viento, si no aquí no se paraba. Le di muchas vueltas hasta encontrar una solución que me gustase. Miré en todos los libros de arquitectura que tengo, pero no encontraba nada que encajase aquí, así que lo saqué de mi cabeza. Supongo que a ti también te gusta…

Mis casas te gustaban, o al menos eso decías. El muro lo hice para proteger al árbol mientras crecía y el banco porque me apetecía sentarme y quería un sitio cómodo donde apoyar la espalda. Por eso lo hice de madera, además de bonito es más caliente en el invierno. Y el muro, ya ves, se ha cubierto de musgo y muchos turistas vienen a hacerle fotos, algunos creen que son restos de una iglesia románica y otros las hacen porque les gusta el sitio, sin más. En verano hay que tener cerrada siempre la cancela porque sino parece una romería… A ti quizá te parezca un pastiche, pero tendrás que reconocer que no queda mal, y que gracias al muro se ha logrado este árbol, que menudo embolado me dejaste…

Hay docenas de variedades de magnolios, algunos bastantes resistentes y de crecimiento rápido. Pero tú fuiste a escoger la más difícil, la más lenta… también la más bonita, eso es verdad. A veces pienso si lo elegiste al tuntún, pero Maíta me dijo: «Parece mentira que, conociéndola, digas eso de Laura»…

Lo escogiste por foto, seguro, el que más te gustó, y no te preocupaste de si era adecuado para este clima o no, ni siquiera de buscar un sitio abrigado en la finca. Maíta dice que tú estabas segura de que yo conseguiría sacarlo adelante. Ella también lo piensa. Es halagador que confiéis tanto en mí, pero resulta muy irritante que no contéis con uno para hacer lo que os da la gana, y sí para sacar las castañas del fuego…

Cómo se parece a ti esta chica. A veces la miro e, incluso físicamente, se me parece a ti; los gestos, la misma forma de hablar y de mirar, algunos rasgos… Me pregunto si lo que uno piensa puede salir en el hijo. En aquellos primeros años yo tenía tantas cosas en la cabeza… Y también he pensado, lo pensaba entonces y lo he pensado muchas veces, si tu hijo mayor… No sé. Dijeron que nació antes de tiempo. Pero también pienso que si fuera mío me lo habrías dicho. No entonces, pero alguna vez… O quizá no, una cosa así es mejor no decirla. El no vino a traer la urna, sólo el pequeño, y ése se parece a su padre. El otro dice Maíta que es muy moreno. Me dijo que trabajaba de médico en Nueva York y que le iban muy bien las cosas; los médicos en Estados Unidos son muy respetados y los buenos ganan mucho dinero, dijo, y que el pequeño es un desastre para la vida práctica, como su padre. Tuve la impresión de que iba a decir algo más sobre el mayor. Dijo: es muy moreno, y me miró, y creo que iba a añadir algo, pero se cortó y empezó a hablar de la profesión… Es posible que ella también lo haya pensado.

No tenías que haberle dicho nada de lo nuestro. Ya sé que Maíta hace las preguntas muy directas, pero aun así. Tendrías que oírla ahora; con los años se ha vuelto más tajante aún, más radical, y es tan lista que es difícil escurrir el bulto cuando se empeña en algo. Pero, de todas formas, esas preguntas no hay que contestarlas, y si llega el caso hay que negar, porque decir la verdad no sirve más que para hacer sufrir y para levantar nuevas preguntas. Es mejor cortar, decir no, y se acabó.

A mí Isabel me preguntó un día, poco antes de casarnos. Me preguntó si me había acostado contigo. Nosotros nos acostábamos ya. Teníamos fecha para la boda y… en fin, que nos acostábamos, y un día me preguntó si me había acostado contigo. Estoy seguro de que después habría preguntado con quién mejor y si me acordaba de ti, si te echaba de menos, etcétera, etcétera, así que le dije tajantemente que no. Y ella entonces me miró a los ojos y me dijo: «¿Lo juras?», y yo iba a jurarlo. Qué me importa a mí poner a Dios por testigo en una cosa así. Si Dios existe lo entenderá y si no existe qué importa todo. Pero ella me tapó la boca, primero con la mano y después con sus labios. Dijo: «No quiero que jures en falso». Y me besó, y volvimos a hacer el amor. Nunca más sacó el tema. Y yo nunca más hablé de eso con nadie.

Pero tú lo has ido contando a todo el mundo. No sé incluso si se lo contaste a Ramón de Castedo. Aunque es posible que él nos viese entrar en el hórreo aquella tarde. El cuadro lo pintó después de irte tú de aquí. Parece que del hórreo salen rayos, como en la custodia del Santísimo. Cuando empieza a caer el sol, la luz pasa a través de las tablas y se ve así, pero a mí el cuadro me recuerda aquella tarde, con las rayas del sol sobre tu cuerpo desnudo y sobre tu pelo. Después he visto mil veces el hórreo al atardecer, pero no es como el del cuadro, que parece que está ardiendo. Quizá nos vio entrar y quedarnos allí tanto tiempo y se imaginó lo que estaba pasando. Y por eso lo pintó de ese modo, como algo tan misterioso y resplandeciente, cuando no es más que un simple hórreo. O quizá se lo contaste tú, y cualquiera sabe lo que le dirías…

¿A cuánta gente le has contado tu vida? Menos a mí, se la contabas a cualquiera, incluso a una desconocida, que después fue y lo escribió para que todo el mundo pudiese leerlo. Lo contabas todo y a tu manera. Y a veces te equivocabas…

A la escritora le dijiste que yo no había estado nunca enamorado de Isabel, que me gustaba y que con el tiempo le cogí cariño, pero que no estaba enamorado. ¿De dónde has sacado tú eso, vamos a ver?… Yo por Isabel daría mi vida, ¿no te parece bastante?…

Ya sé: también se da la vida por un hijo o por una madre, y es una clase de amor diferente. Pero no es tan diferente. Tú piensas que amor es lo que tú sentías por Fernando, pero yo no sé qué clase de sentimiento es ése que tú sentías: para hacer el amor me preferías a mí, me lo dijiste, conmigo tuviste más placer. Y tampoco a él lo admirabas. Yo seré un simple aparejador que copia a los grandes maestros, pero él se saltaba notas en los conciertos, tú misma se lo hiciste notar. Y él se molesto, y con razón, porque lo que uno espera de la persona que te quiere no es que te señale los defectos, que ya uno se los conoce de sobra. Fernando lo hacía lo mejor que podía y no sería tan malo cuando lo contrataban, pero a ti te habría gustado que fuese Rubistein, y que yo fuese Van der Rohe.

Tú decías que no es verdad que el amor sea ciego, que el amor ve los defectos, que uno se enamora a pesar de verlos, pero aspira a que el otro los supere, y consiga «el mejor tú». Maíta me ha traído esos versos, ¿sabes?, los que tú tantas veces decías:

Perdóname por ir así buscándote

tan torpemente, dentro

de ti.

Perdóname el dolor, alguna vez.

Es que quiero sacar

de ti tu mejor tú.

Eso es muy bonito, pero en la práctica, Laura, esa exigencia puede resultar intolerable. Yo sé que no soy el mejor arquitecto que podría llegar a ser, y que ni siquiera he hecho el esfuerzo de hacer la carrera cuando podía hacerla. Pero no me gusta que me lo recuerden continuamente. Si hay algo de Maíta que me crispe los nervios es eso. Ya no lo dice, pero se le nota en la cara que lo piensa: ¡qué gran arquitecto podrías haber sido! No me cago en sus muertos porque son los míos, pero me amarga el día cuando va a ver algo que yo he hecho y se le pone esa cara, que me doy cuenta de que está pensando en lo que yo podría hacer si hubiera ido a la Universidad y me hubiera dedicado sólo a mi carrera en lugar de cuidar a los viejos. Tengo la impresión de que nunca es suficiente para satisfacerla lo que hago. Y contigo, lo mismo. Y creo que a tu marido le debía de pasar algo así, por eso se buscaba alumnas que lo admirasen sin cortapisas.

Todos necesitamos admiración, aunque admitas y hasta agradezcas las críticas hechas con buena intención. La crítica puede ayudarte a mejorar, pero la admiración da ánimos y da mucho gusto. Me acuerdo de un día que estaba con Isabel hojeando un libro de arquitectura. Era de Alvar Aalto y había obras preciosas. Isabel lo miró conmigo y al final dijo: «A mí me gusta más lo que tú haces».

Puede que pienses que eso no es amor, que es ignorancia. Pero te equivocas, porque la ignorancia también podía impedir que le gustasen mis casas. No son como las que ella tenía costumbre de ver. A mucha gente no le gustan. Mis clientes son siempre gente de carrera o algún paisano que piensa que si los de la capital me hacen encargos por algo será. Pero a ella le gustaban porque estaba enamorada de mí…

Ya sé que tú no cuestionas que Isabel estuviese enamorada de mí, sino que yo estuviese enamorado de ella. Pues lo que quiero decirte es que lo mío por Isabel era amor, un amor hecho de gusto y de cariño día a día. Que, si de mí dependiese, hubiera repartido mi vida con ella, y lo que tuviésemos que vivir lo habríamos vivido juntos. Y te aseguro que ha dejado un hueco en mi vida que nadie puede llenar.

Poco después de irte tú, un día Benjamín me dijo: «La mujer a la que abrazas siempre puede más que la mujer con la que sueñas». Ramón deCastedo no estaba de acuerdo, decía que a veces uno prefiere los sueños. Pero yo no. Yo quiero la vida real. Yo quería vivir. Y viví con Isabel y la quise. Ella fue la mujer que yo he abrazado y que me ha dado hijos y muchos momentos de felicidad…

Pero, ya ves, al cementerio voy una vez por semana a cambiarle las flores. Y aquí vengo todos los días, a sentarme en este banco, bajo este magnolio, y a hablar contigo. La vida tiene cosas así…

Tú has sido siempre la mujer de mis sueños. Y ahora no tengo a nadie a quien abrazar. Por eso vengo aquí todos los días. Porque con ella nunca pude hablar como hablo contigo, y porque tú sigues siendo lo que fuiste siempre para mí. Por eso vengo…