V

No sé por qué me regaló aquel cuadro. Puedo intentar explicarle lo que yo sentía por Laura, pero no lo que ella sentía. Ya le he dicho que nunca lo he entendido y si usted ha conseguido verlo claro me gustaría que me lo explicase, realmente le quedaría muy agradecido…

Con franqueza, creo que usted se limitó a repetir lo que Laura le dijo, sin entenderlo tampoco. Y Laura lo mezclaba todo: las grandes verdades que aprendió de su padre con las fantasmagorías de su cabeza. Don Marcial decía: «El que más da es siempre el más feliz». Y eso es verdad cuando uno es una buena persona, cuando se tiene un corazón de niño bueno, como él, o como yo en aquellos tiempos de la escuela. A mí me bastaba estar con Laura, y ya era feliz, no necesitaba nada más. Ni siquiera me planteaba si ella sentía la misma necesidad que yo de estar juntos. Ella aparecía, y a mí me bastaba con eso. Pero uno crece, deja de ser un niño y eso solo no basta. Tienes que saber que la otra persona siente lo mismo, y si no lo siente, o si tú piensas que no lo siente, sufres, y ya no eres feliz…

Lo de don Marcial por su mujer fue distinto. Él tenía la seguridad de que ella lo quería mucho. En aquellos tiempos y para gente de señorío, casarse con un maestro era tanto como decir con un muerto de hambre, un don nadie. Si hubiera vivido el padre es muy posible que no se lo hubiera permitido y la hubiera desheredado o algo así. Y para la madre, cuenta Nana que fue un gran disgusto, porque ya entonces andaban mal de dinero y esperaba que Inmaculada se casara con alguien que mejorase el patrimonio, o, por lo menos, con alguien de su clase como Ramón de Castedo. Así que don Marcial tenía la seguridad de que su mujer lo quería de verdad, por él mismo, por su carácter, por su manera de ser, ya que dinero no tenía y tampoco era guapo. Es normal que no la olvidara: estaba muy enamorado, se sentía correspondido, ella se murió muy joven; es una tragedia, esas cosas no se olvidan. Además, aquí no había mujeres que pudieran compararse a doña Inmaculada: tan guapa, tan bien educada, había estudiado en un colegio francés; era como una princesa. Después de estar casado con aquella preciosidad ¿en quién iba a poner los ojos?…

Lo de Laura no tiene nada que ver con eso. Usted sabe que Laura se enamoró de un cuadro cuando tenía trece o catorce años… Era un cuadro de Boticcelli, un san Juan, que venía en un libro que le había regalado Ramón de Castedo. Ella misma se lo dijo: que había sido una premonición de lo que viviría después…

Yo entiendo que quiso decirle que se había enamorado de algo que sólo existía en su cabeza, de una persona que no era real, que no había existido nunca. Y que con su marido le pasó lo mismo. El hombre del retrato no hablaba y Laura pudo fantasear a su gusto con lo guapo que era. Pero su marido era de carne y hueso, y por eso no fue feliz con él, porque la realidad no se correspondía a lo que ella creía que había debajo de la apariencia física…

¿La pasión de los feos por la belleza? Eso se lo dijo don Benjamín, creo, porque a todos les pareció mal que se echase aquel novio. Pero Laura no era fea. No era guapa como su madre, desde luego, no se la podía considerar una belleza. Incluso a alguna gente podría parecerle que no era guapa, pero fea de ningún modo, qué va, y siempre tuvo una elegancia y un estilo, algo especial… Pero a lo que iba: yo también creo que uno puede enamorarse de la belleza. Lo que don Benjamín le dijo apoya mi tesis de que Laura se deslumbró con el físico de aquel hombre, además de vincular a él la idea de independencia, el deseo de hacer su propia vida, salir de aquí, romper con lo heredado…

No sé cuánto le duró… Ni creo que Laura lo supiese tampoco. Hay caminos que no tienen vuelta. Sólo si te das cuenta muy pronto de que te has equivocado puedes rectificar y volver sobre tus pasos, pero cuando pasa el tiempo ya no es posible. Lo que has andado pesa demasiado, y, si retrocedes o cambias de dirección, significa que has echado a perder tu vida, que todo era un error, y eso es muy duro de admitir. Es como lo de las monjas enclaustradas…

A Laura la fascinaban las ceremonias de profesión de las monjas enclaustradas. De niña, Nana la llevaba a Brétema para verlas y yo también fui alguna vez. Es algo muy impresionante, pero a mí no me gusta y procuré que mis hijas no fuesen. La novicia, que es muy joven, o al menos antes lo era, está detrás de las rejas de la clausura, de rodillas o tumbada en el suelo como muerta. La rodean las otras monjas, ya cubiertas con el velo. Le cortan el pelo antes de ponerle el hábito oscuro y ella va pronunciando los votos y diciendo una y otra vez «para siempre», «para siempre». Es una renuncia definitiva a la vida exterior, a su familia, al mundo que queda fuera de los muros del convento. ¿Y todo eso para qué? Hay un momento en el que la superiora pone sus manos sobre la cabeza de la novicia y le asegura que si cumple los votos ella le promete la vida eterna. Laura asistía a aquella ceremonia como si estuviera en trance. Todo el mundo se impresiona, porque la iglesia está a oscuras y suena el órgano, y ver a aquella chica tan joven diciendo que se va a encerrar para siempre en aquel caserón, y a la superiora hablando de la muerte y de la eternidad, encoge el corazón. En fin, lo que quería contarle es que un día, ya cuando andábamos por los diecisiete, y sin venir mucho a cuento, en las fiestas de Brétema, pasando por delante del convento de las enclaustradas, Laura me dijo: «¿No dudarán nunca de si hay vida eterna?», y estuvimos un buen rato dándole vueltas al tema, eso era muy propio de Laura, que en una fiesta de pronto se ponía a hablar de la muerte o cosas así. Yo pensaba, y lo sigo pensando, que si te metes allí a los quince o a los diecisiete años, cuando han pasado veinte, si se te ocurre dudar, no te crees la duda; piensas que es el diablo que te está tentando y que tienes que rechazar esas cavilaciones. Y si alguien quisiera convencerlas para que saliesen del claustro e hiciesen una vida más normal, rezarían por él, para que Dios lo iluminase y comprendiese su error. No pueden dudar, porque es un camino sin vuelta. Nadie puede soportar haber dedicado su vida a algo inútil, a algo equivocado… Y yo creo que a Laura le pasaba eso con su marido…

A usted, al parecer, Laura le dijo que le había durado toda la vida lo que sentía por su marido, que siempre siguió sintiendo lo mismo por él. Si fue así, yo no entiendo que no fuese feliz. Por eso no lo creo. Yo también se lo pregunté, y a mí no quiso contestarme. Quizá porque se lo pregunté mal, en un mal momento y de forma impertinente. Pero quizá porque no sabía qué decirme…

Fue cuando vino a plantar el magnolio. Yo estuve desabrido, ella me estaba poniendo negro con lo que hacía y con lo que decía. Me estaba contando lo de su hijo pequeño; con diecisiete años dejó embarazada a una chica y tuvieron que casarlos. Él no pudo seguir estudiando, se puso a trabajar, ya sabe, esas locuras que hace la gente joven. Y me había hablado de Maíta de un modo que me hizo pensar que también ella se andaba acostando con cualquiera. A mí esas cosas no me parecen bien, esa promiscuidad. En fin que, entre eso y la historia del magnolio, me puso de mal humor: aquello de venir a plantar un árbol cuando lo que tenía que hacer era arreglar las cuentas, y aquel empeño en hacerlo ella sola, y plantarlo en el peor lugar de la finca, y aquella forma de tratarme como si yo siguiera siendo el Paco de los doce años, dispuesto a aceptar todo lo que ella decidiese… Ella hablaba de su hijo, de que se había empeñado en casarse sin atender a razones, sin pensar que los dos eran demasiado jóvenes y que al cabo de algunos años querrían recuperar su libertad. En un momento dado, dijo: «¿Cuánto les va a durar?». Y a mí me salió del alma: «¿Cuánto te ha durado a ti?»…

No me contestó. Se fue a buscar unas cervezas y me dijo que el magnolio no lo tocase, que ella lo plantaría; que el magnolio era un árbol inútil, que tardaba mucho en crecer, y que sólo daba flores. Como si a mí no me gustasen las cosas hermosas y buscase sólo la utilidad y el provecho…

Lo dijo para molestarme, desde luego, pero yo también se lo había preguntado a mala idea. No tenía que haberlo hecho, porque no era el momento: estaba enferma, había perdido a su padre, se la veía cansada y triste, y muy sola. Y con poco dinero y los hijos con problemas… Yo también había perdido a mi mujer hacía poco tiempo, tres años, pero, en buena hora sea dicho, mi vida había sido y ha seguido siendo mucho más feliz que la suya…

Para empezar, yo tengo la satisfacción de haberle dado a mi madre todo lo que necesitaba y de haber conseguido que viviese una vejez feliz, rodeada de sus nietos, querida, bien cuidada, en una casa cómoda donde no le faltaba de nada. Y Laura debía de estar pensando en lo solo que vivió don Marcial desde que ella se fue, en todo el cariño que le faltó a su padre y en todas las incomodidades que sufrió. Así que no era el momento de recordarle que ella era la responsable de que la vida de su padre no hubiera sido lo feliz que podía, que debía haber sido…

Sí, creo que hizo mal yéndose. Y que yo hice bien quedándome. Lo he pensado tantas veces que no tengo que reflexionar para contestarle. Ni don Marcial ni Ramón de Castedo me dijeron lo que debía hacer. Mi padre estaba perdiendo la vista por un tumor, y mi madre estaba casi inválida por la artrosis. Pero si yo hubiera querido me habrían conseguido una beca y alguien que cuidase a mis padres. Hasta don Gumersindo me lo dijo, que él hablaría con el obispo de Brétema para que los aceptasen en el asilo y para que yo pudiese estudiar en la Universidad. Todos tenían la idea de que era un talento y pensaban que a la larga sería mejor, incluso para mis padres, que siguiese estudiando. Pero don Benjamín me dijo que mi padre no viviría los seis años que dura la carrera de arquitecto y que era posible que mi madre tampoco, porque a la gente que nunca ha salido del lugar donde nació les pasa como a las plantas cuando las arrancas de su tierra y las llevas a otra, que a veces se secan y se mueren sin que se sepa por qué. Así que decidí que aquí me quedaba y que los cuidaría mientras viviesen. Y a don Marcial y a todos los otros les pareció bien. Y yo no me he arrepentido nunca, al contrario; me alegro de haber tomado aquella decisión.

Mi hija Maíta piensa que hice mal, no desde un punto de vista moral, pero cree que debería haberme ido a la Universidad. Y eso me hace pensar que también Laura lo creía. Maíta, ya le dije, siempre estuvo muy influida por ella. Mi hija piensa que yo podía haber sido un Mies van der Rohe o poco menos. Piensa que su padre es un genio. Y por supuesto se equivoca. Los genios siempre acaban saliendo a flote, por muchas dificultades que tengan. Y no es mi caso. Habría sido arquitecto en lugar de aparejador, y habría podido firmar mis proyectos desde el comienzo en vez de buscarme a un socio que los firmase. Esa sería la única diferencia. Y que estaría lleno de remordimientos… O quizá no, porque cuando tomas una decisión de ese tipo también te buscas la componenda con la conciencia. No es fácil vivir pensando que has sido un miserable con tus padres, así que te dices que tu vida es lo único que tienes y que cada uno tiene que vivir la suya, y encontrarse a sí mismo, ya sabe, razonamientos de ese tipo, como los que hacía Laura. Pero aquel día que plantó el magnolio ella estaba muy triste y muy sola, y yo no tenía que haberle hablado así. Nunca hasta ese día había hecho nada para herirla voluntariamente.

Creo que lo hice por Maíta, por cómo hablaba de ella. Me di cuenta de que sabía de mi hija mucho más que yo y más de lo que su madre había sabido. Sentí como si la estuviese apartando de mí, en cierto modo como si se apropiase de mi hija; una cosa rara.

Y también me irritaba verla allí plantando un magnolio, en el lugar equivocado, en el momento equivocado, y que yo tendría que cuidarlo o arrancarlo, como el granado, otra vez la misma historia tantos años después…

Laura no me contestó. Se fue al Pazo a buscar unas cervezas. Aquel día hacía mucho calor. Me dijo que no tocase al magnolio. Y me miró. ¡Dios! Esa forma de mirar de Laura… Como si te midiese, como si te tasase. Si a su marido lo miraba así, y seguro que lo hacía, no me extraña que él buscase consuelo en otras…