De los tertulianos de don Marcial poco puedo añadir a lo que usted ya sabe por Laura. Yo seguí viéndolos cuando ella se fue, pero su vida estaba ya trazada desde mucho antes y no hubo más cambios que los de la edad: se fueron haciendo viejos, sus paseos eran más cortos, sus tertulias acababan antes, dejaron de ejercer sus trabajos, y se fueron muriendo. A mi juicio tuvieron una existencia envidiable y para mí han sido un modelo de vida. Pero no sé si se ha dado cuenta de que Laura no soportaba aquel modo de vivir…
No quiero decir que no los estimase. Los estimaba, desde luego, y les tenía cariño, sobre todo a Ramón de Castedo y a Benjamín, que fue quien la atendió en las enfermedades infantiles. Con don Gumersindo se llevaba peor, no porque fuese cura, sino por su forma de ser. Era un poco bruto, voluntariamente bruto, no se andaba con rodeos y llamaba a las cosas por su nombre. Y con Laura tuvo un par de encontronazos. Le decía cosas que Laura no quería oír: que su padre no se había casado por no darle una madrastra y que ella lo abandonaba yéndose a Madrid, cosas así. Y también le soltó un par de tarascadas sobre los niños bonitos, sobre su marido, cuando aún no era su marido… Ellos pensaban que Laura se iba de aquí por él, y por eso les cayó mal…
Yo creo que Laura se hubiera ido de todas formas, con ése, con otro o sola. No se daban cuenta de que ellos representaban justamente el tipo de vida que Laura no quería vivir…
No es fácil de explicar. Era gente sin ambiciones, o quizá habría que decir sin pretensiones, o sin aspiraciones, igual que don Marcial. Y eso, según se mire, puede resultar bueno o malo. Y hubo un momento en que a Laura le pareció más negativo que positivo.
Había cosas en esa forma de vivir que la atraían. Los cuatro amigos se reunían todas las noches. Cada uno cenaba temprano en su casa y después se juntaban en el Pazo. Don Gumersindo cenaba solo. Ramón de Castedo lo hacía con sus hermanas, y Benjamín, con sus padres mientras vivieron y después con un sobrino que era enfermero y le servía de ayudante. En cuanto acababan se iban al Pazo. En los días de verano se sentaban en el huerto y todavía veían ponerse el sol. Si la noche era buena se quedaban allí, y en cuanto empezaban a acortar los días y a hacer frío se instalaban en la biblioteca y encendían la chimenea.
Se quedaban de charla a veces hasta la madrugada. O quizá no fuese tanto, pero eso era lo que Nana decía. En la vida de un sitio tan pequeño, donde la mayoría se acostaba con las gallinas y se levantaba al alba, la tertulia de aquellos cuatro hombres sonaba a rareza, no digo a juerga, porque estando don Marcial quedaba descartada, pero precisamente por eso resultaba raro; si hubieran estado bebiendo o jugando a las cartas o hubiese mujeres, lo entenderían mejor que reunirse para hablar. En verano bebían unos vasos de vino fresco y en invierno una copa de coñac, y fumaban; Ramón de Castedo, su pipa; don Gumersindo, un puro, y don Marcial y don Benjamín, algún cigarrillo. A ratos se quedaban callados disfrutando tranquilamente del tabaco o de la copa y de la compañía de los otros.
Eso a Laura le gustaba: la imagen de los cuatro amigos contemplando la puesta del sol o las llamas de la chimenea; la tranquilidad, el sosiego… Pero no soportaba la rutina, el saber que un día tras otro todo iba a seguir igual, la falta de horizontes, la limitación que todos ellos habían puesto a sus vidas…
Laura me habló alguna vez de esto, pero lo sé sobre todo por lo que dice mi hija Maíta, que, si fuese hija de Laura, no se le parecería más. Laura no tuvo niñas y en cuanto Maíta se fue a la Universidad la cogió bajo su protección. En realidad ya antes, desde que la vio por primera vez la amadrinó. No sé por qué con Maíta y no con las otras; fue una simpatía mutua. Maíta habla por su boca. A veces la oigo hablar y me parece estar oyendo a Laura, las cosas que Laura no dijo, pero que yo sé que pensaba.
De «los cuatro pies para un banco», como llamaba Nana a los tertulianos, pensaba que podían haber hecho muchas más cosas en la vida, cosas valiosas, y que no las habían hecho por falta de ambición, pero también por pereza, por comodidad, por apatía.
De don Gumersindo pensaba que era cura por conveniencia. No era la única. Se decía que su padre, que tenía tierras de labor, le planteó un día, viendo la poca disposición de su único hijo para trabajar la tierra: «Sindo, a cavar en la roza o cura». Y Sindo aceptó irse al Seminario de Brétema, del que se escapaba para ir a fiestas y romerías descolgándose por los balcones con cuerdas. Todas esas historias las contaba Nana, que también fue la que contó su «conversión»…
Don Gumersindo había pretendido a la madre de Laura en su juventud, igual que Benjamín y Ramón de Castedo. Por clase social tenía menos probabilidades que los otros dos, pero no era pobre: tenía tierras y, sobre todo, era, según Nana, el mozo mejor plantado de toda la comarca, que llevaba de calle a señoras, señoritas y mozas de veinte leguas a la redonda: un verdadero donjuán, sobre todo desde que la madre de Laura se decidió por don Marcial y se casó con él. Al parecer se consolaba del fracaso yendo de mujer en mujer, aunque sin dejar el Seminario, donde sólo le faltaban las últimas órdenes. Y, siempre según Nana, eso se acabó el día, o mejor dicho, la noche en que murió doña Inmaculada, poco después de dar a luz a Laura. Sindo no volvió a salir de juerga y al año siguiente cantaba su primera misa. Y como cura nunca dio un escándalo, aunque se notaba que le gustaban las mujeres y no tenía empacho en hacer bromas sobre el asunto.
Ese era el aspecto de don Gumersindo que a Laura le resultaba simpático. Pensar que había estado enamorado de su madre. Aunque estaba convencida de que las bromas de don Benjamín tenían un fondo de verdad. Solía decirle: «Con un ama como la tuya, yo también me metía a cura, Sindo».
Y también le gustaba que don Gumersindo se reuniera a diario y se llevase bien con tres ateos que no pisaban la iglesia. Quizá se debiera a que no estaba muy convencido de lo que predicaba, pero aquella forma de poner la amistad por encima de las convenciones sociales le parecía una buena cualidad. Lo que la irritaba era que no le siguiese la corriente como los otros cuando intentaba justificar su marcha a Madrid y su matrimonio. Ya sabe, aquello de la necesidad de encontrar su propio mundo y vivir su propia vida, algo que no fuese heredado, en fin, ya sabe lo que Laura decía. Y don Gumersindo le hablaba de la soledad de su padre y de lo que había sacrificado por ella, y, cuando ella decidió casarse, le dijo: «Piénsalo bien porque el gusto se pasa y te vas a arrepentir».
Eso lo sé por Nana. A mí Laura sólo me dijo que don Gumersindo tenía una idea muy elemental de las mujeres y, en general, de las relaciones humanas. Y que era inútil intentar explicarle nada que no entrase en sus esquemas.
Con los otros dos se entendía mejor. Don Benjamín era un buen médico, un buen médico de pueblo, que es lo que aquí hacía falta. Era un hombre inteligente y su familia tenía medios económicos, así que pudo haber hecho una especialidad, haber ampliado estudios y haberse ido. Pero acabó la carrera y se vino aquí. Recibía publicaciones médicas y estaba enterado de lo que se hacía por ahí fuera. Y era un hombre modesto; siempre decía que, para componer huesos, Bastián de la Xesta, el curandero, era mejor que él. Y para partos, María de la Braña.
Nunca denunció al uno ni a la otra, como solían hacer los médicos de otros pueblos. Por buena persona, desde luego, pero también porque estaba convencido de que los dos hacían bien su trabajo, y de que tampoco iba a resolver él lo que ellos no arreglaran. Cuando había algo que no veía claro o que le parecía sospechoso, mandaba enseguida a la gente al hospital provincial. Salvó muchas vidas, se lo aseguro. A mi mujer no pudo salvarla porque cuando se sintió mal era ya demasiado tarde. Y en Madrid me dijeron exactamente lo mismo que él me había dicho, pero con menos miramiento. Era un buen médico y una buena persona.
Laura, a su manera, lo admiraba. Decía que tenía que haber gente como él, que sacrificase un porvenir profesional brillante para mejorar el nivel de la atención sanitaria en los pueblos. Lo veía como un sacrificio, igual que mi hija Maíta. No entienden que alguien se quede aquí por gusto, porque eso es lo que quiere hacer, lo que prefiere. Y cuando admiten que es una elección, lo atribuyen a la pereza, a la comodidad, al miedo a la competencia…
Por supuesto que de mí pensaba lo mismo. Pero déjame acabar con lo que estaba.
Don Benjamín tampoco se casó y también fue un pretendiente desdeñado de doña Inmaculada. Maíta dice que todos, excepto don Marcial, eran un poco misóginos, les gustaba estar entre hombres haciendo lo que les daba la gana, sin tener que atender a las exigencias de una mujer y a las obligaciones de unos hijos. No se cree la historia del enamoramiento colectivo y del celibato por amor. En eso es en lo único en que la he visto discrepar de Laura.
Laura pensaba que su padre no se había vuelto a casar por amor a su madre, por no haber podido olvidarla, y no, como decía don Gumersindo, por no darle a ella una madrastra. En realidad sentía celos de su madre. Adoraba a su padre y sentía celos de la añoranza que él seguía sintiendo de su mujer. Don Marcial la perdió muy pronto, en pleno enamoramiento, y nunca se recuperó de aquella pena. Pero de esto ya hablaremos en otro momento.
El tercero de los tertulianos era Ramón de Castedo. Los que entienden de eso dicen que era un buen pintor. Hay obra suya en varios museos y cada vez sus cuadros valen más dinero. A mí me gusta, pintaba paisajes de por aquí y sus cuadros tienen algo especial; no es sólo que reconozcas tal monte o tal camino. Es la luz que tienen, y el aire, y una forma suya de ver la tierra y de hacer que tú la veas. La tierra es siempre la misma, los mismos árboles, el mismo río, las mismas montañas, pero te puede parecer alegre o triste según tú estés. Y, sin embargo, los cuadros de Castedo te hacen verla como él la vio. Aunque tú estés triste te das cuenta de que aquel cuadro es alegre, y al contrario: tú puedes estar alegre, pero te das cuenta de que él estaba mirando aquel paisaje con tristeza. Y eso a mí me parece un mérito, porque a la tierra le importan un pito tus penas o tus alegrías. Y, sin embargo, él era capaz de poner sus sentimientos allí y de hacer que tú los sintieses.
Pero Maíta dice, y Laura pensaba lo mismo, que era un pintor local y que con sus facultades pudo haber sido un gran artista, pero que nunca se tomó la pintura en serio, ni se planteaba mejorar su técnica o buscar nuevos caminos. Ni siquiera se interesaba por lo que estaban haciendo otros pintores en su tiempo, dice. Miraba hacia atrás, hacia el pasado. Cada cierto tiempo hacía un viaje para volver a ver un museo que ya conocía: el Prado, el Louvre, se los sabía de memoria.
Ramón de Castedo fue, si no el novio, el pretendiente oficial de la madre de Laura, hasta que apareció don Marcial y lo desbancó. El retrato que Laura tiene de su madre lo hizo él. Era una chica preciosa y se nota que él la quería cuando la pintó, porque parece que sale luz de ella. Castedo era de familia hidalga y por eso todos pensaban que tenía más probabilidades que los otros, pero ella se casó con el más pobre. De todas formas, la familia de Castedo, como la de Laura, tenía más pergaminos que dinero. Su padre era juez y a él lo mandaron a estudiar Derecho, pero nunca ejerció. En realidad nunca ha trabajado en nada. Mi madre, antes de nacer yo, era doncella de la madre de Castedo y me contó que el padre tenía con él unas agarradas terribles, porque no quería ni oír hablar de la pintura, quería que el hijo fuese juez, como él, y la madre sufría de ver enfrentados al padre y al hijo. Mientras vivió el padre, Castedo no pintó nunca aquí para no disgustar a su madre, pero tampoco ejerció la carrera, que había hecho a trancas y barrancas. Así que no trabajaba en nada, ni de abogado porque no le gustaba, ni de pintor por no contrariar a la familia…
Vivían modestamente, él y sus dos hermanas. Otro hermano, que tampoco se entendía con el padre, murió en la guerra, luchando en el bando republicano. Tenían la pensión del padre y una pequeña finca, que arrendaban. Y así siguieron hasta su muerte. La hermana más joven se murió hace aún pocos años. La pensión debía de ser miserable, y la renta poco más. Y tenían que pagar a una mujer que les limpiaba la casa, y los atendía a los dos. Pero ya le digo que sus cuadros ahora se venden caros y de vez en cuando venía un galerista de Madrid y se llevaba uno. Aunque a veces se iba de vacío porque Castedo casi no salía de casa ni creo que pintase y no es porque fuese muy viejo, era el más joven de la tertulia, un poco más joven incluso que mi madre. Pero en los últimos años se encerró en casa y no pintaba.
Eso es lo que a Laura le parecía mal: que nunca se tomó la pintura como un trabajo ni como una vocación, que se quedase en poco más que un pintor aficionado, teniendo cualidades excepcionales, y que la pintura ni siquiera le haya dado dinero…
A mí me parece bien. ¿Para qué iba a trabajar si con lo que tenía le daba para vivir a su gusto? Y en cuanto a sus cuadros, yo creo que si no les diese importancia no pondría en ellos tanto de sí mismo. Yo no entiendo de pintura, pero hago casas, y sé cómo salen cuando las hago a mi gusto o cuando es un puro encargo, de esos de ponle una terraza que dé a la carretera y un corredor para el otro lado y dos ventanales como los de Fulano y un porche como el de Zutano. Pues los cuadros de Castedo nunca eran de encargo, ¿me entiende?, ni hechos por obligación, para ganarse la vida. Pintaba cuando le salía de… Pintaba cuando le apetecía…
Ya sé que no se va a escandalizar porque diga cojones, pero, verá, si estuviera hablando con un hombre lo diría con naturalidad, pero hablando con usted lo que me sale natural es no decirlo.
Y como creo que no ha venido aquí a hablar de feminismo sino de lo que yo pienso, lo mejor es que me deje contarlo a mi manera, ¿no le parece?…
En fin, yo a Ramón de Castedo le estoy agradecido. Gracias a él y a don Marcial pude estudiar. Mi padre era muy ignorante, el pobre, y bastante bruto y quiso ponerme a trabajar cuando él empezó a perder la vista. Don Marcial y Ramón de Castedo se lo impidieron. Durante varios años le pagaron un jornal por mí, lo que le hubieran dado en la cantera. Don Marcial era muy bueno, pero Ramón de Castedo fue el que se enfrentó a mi padre. Lo amenazó con denunciarlo si me mandaba a trabajar. Yo sólo tenía doce años.
Castedo controlaba que me dejase horas libres para estudiar. Mi padre pensaba que con saber las cuatro reglas y leer y escribir ya era suficiente, y hubiera cogido el dinero y me hubiera buscado algún trabajo. Pero le tenía respeto y cierto temor a Castedo. Don Marcial siempre fue el maestro, el marido de la señorita del Pazo, y el otro era un señor de los de siempre. Y mi padre estaba acostumbrado a obedecer a los señores. Así que yo le estoy agradecido, pero eso no influye en lo que pienso de él. Creo de verdad que era un buen hombre y un buen pintor.
Sólo tengo un cuadro suyo. Me hubiera gustado tener alguno más, pero a mí no hubiera querido cobrármelo y con lo poco que pintaba no podía ponerlo en esa situación. El mismo don Marcial sólo tenía dos. Uno era el retrato de su mujer, que ahora lo tiene Laura. Ese cuadro y la mesa en la que trabajaba su padre fue lo único que Laura se quiso llevar. Yo los muebles no los quería, así que se vendieron. Y Laura me regaló a mí el otro cuadro…
Pues… se ve… un hórreo…
Sí. Es el hórreo del Pazo.