No tenías ni una vara, ni una piedra, pero me dijiste: «No tengas miedo, que no te hará nada», y te quedaste allí, tapándome con tu cuerpo, mientras el perro daba vueltas a nuestro alrededor mostrando amenazadoramente sus dientes.
Entonces no sabíamos que había vacuna para la rabia, o lo sabíamos vagamente. Lo que teníamos en la cabeza eran las historias de perros rabiosos, de gente que moría echando espumarajos por la boca, revolcándose de dolor por el suelo y tirándose contra las paredes porque los había mordido un perro rabioso. Era la peor de las muertes, sólo comparable a la de los enterrados vivos.
Después de aquello, ya no me quedó duda acerca de lo que estabas dispuesto a hacer por mí.