III

¿Lo del perro rabioso? Eso fue como lo contó Laura, más o menos…

Estábamos en las aceñas de Lourido. Era en el recreo y cuando hacía buen tiempo don Marcial nos dejaba una hora triscando por el campo. Casi siempre se venía con nosotros y nos explicaba algo de la vida de los animales o de las plantas, pero a veces nos dejaba que nos desahogásemos en libertad. Aquel día estábamos solos. Laura tenía una pierna escayolada porque se había hecho una fisura en un tobillo al caerse de la bici. Como no podía correr, dijo que ella iba a buscar amorodos. Los amorodos son fresas silvestres y son más ricos que las fresas cultivadas y que los fresones de ahora. Nos desperdigamos para no pelearnos por quién los veía antes. Esa era una de las cosas que don Marcial nos acostumbró a hacer, que los chicos no peleásemos como bárbaros ni empujásemos a las niñas para quitárselos.

Así que toda la chiquillería de la escuela estaba por allí cuando apareció el perro rabioso. Alguien lo vio, no recuerdo quién, y gritó: «¡Un perro rabioso!». Y fue la desbandada. No era la primera vez que creíamos haber visto un perro rabioso o un lobo. Son los miedos más habituales de los niños que viven en la aldea. Los «chupasangres», que eran personas que robaban la sangre de los niños; la Compaña, la procesión de animas en pena que podía arrastrarte con ella al otro mundo; el lobo y el perro rabioso. Unos son miedos nacidos de la ignorancia, como decía don Marcial y también don Gumersindo, el cura. Pero lobos y perros rabiosos no eran fantasías. Se sabía de casos, y cuando alguien gritaba «¡un perro rabioso!», lo primero era echar a correr, y ya después se vería si estaba rabioso o no.

Entonces también corrimos, monte arriba, porque el perro venía por el camino y nos cerraba el paso hacia la escuela. Algunos se subieron a los árboles, y las niñas más pequeñas lloraban y corrían entre las zarzas llenándose de arañazos. Y eso que de cerca sólo lo vimos Laura y yo.

La verdad es que impresionaba. Tenía la boca llena de espuma que le escurría hasta el suelo, y los ojos inyectados en sangre. Y la piel húmeda, con los pelos tiesos, como erizada. Y regañaba los dientes. Daba miedo, porque se notaba que no era un perro normal. Era… ¿Usted vio alguna vez un perro rabioso?…

Pues no sé cómo explicarle. Es un perro loco, un monstruo, que no actúa como los animales, hace daño sin motivo, como las personas. Y eso se nota, y por eso la gente piensa que el Maligno se encarna en la figura de un perro rabioso. Es el Mal, ¿me entiende?, por eso da tanto miedo. Y además estaban todas las historias terroríficas de las personas a las que había mordido un perro rabioso y morían desesperadas, encerradas en una habitación y dándose cabezadas contra las paredes, sin reconocer a su familia y sin poder recibir los sacramentos. Así que yo también me eché a correr sin pensarlo ni un segundo. Mejor dicho: eché a correr, pero me paré cuando vi que Laura no se movía…

No sé por qué lo hizo. No podía correr, pero lo natural era intentarlo, no quedarse allí como una estatua, mirando fijamente al perro que se acercaba. Después dijo que los perros, o cualquier otro animal, te atacan si notan que tienes miedo, que no hay que correr si no estás seguro de correr más que él. Yo también lo sabía, todos lo sabíamos, pero todos corrimos, menos ella. Algunas personas se quedan paralizadas por el terror, pero no era el caso. Laura no estaba aterrorizada, de eso estoy seguro. Estaba absorta, concentrada, mirando al animal que se acercaba con un trotecillo tambaleante. Yo llegué corriendo a su lado y entonces era ya demasiado tarde para ayudarla a escapar. Era seguro que el perro nos alcanzaba, así que me puse delante para defenderla…

¿Ponerme a prueba? No lo creo. Laura era rara, pero no tanto, y entonces no teníamos más que doce años, éramos unos niños y… No sé, Laura leía mucho y en los cuentos el héroe siempre tenía que superar pruebas, pero no creo que a Laura se le ocurriese entonces algo así; era demasiado arriesgado y además ocurrió de repente, no tuvo tiempo de planearlo. Allá en el fondo de su alma, sabe Dios lo que pasaría, pero estoy seguro de que actuó pensando en ella, no en mí. Ni siquiera me llamó ni pidió auxilio. Algunos niños corrían gritando «socorro», pero ella no. Se quedó allí quieta y eso fue todo. Si yo no hubiera vuelto la cabeza para ver lo que hacía, no me habría enterado de que se había quedado atrás. Yo creo que Laura debió de pensar que no podía correr tanto como el perro y tuvo la calma de quedarse quieta. Eso fue lo que hizo, y seguramente fue lo más acertado.

Yo tampoco sé por qué lo hice. Me salió así, sin pensarlo: primero correr y después volver a por ella y quedarme allí…

Sí, ya sé que Laura le dio mucha importancia a aquello. En realidad, todos los niños de la escuela, sobre todo las niñas. Los chicos también, pero en ellos se mezclaba con la rivalidad, y en las chicas, no. Yo ya era antes, en cierto modo, el líder. Como mi padre era guarda forestal, yo campaba a mis anchas por los bosques y sabía dónde estaban las mejores setas y los nidos con los huevos más bonitos, y las madrigueras de los conejos. Pero después de aquello quedé como un héroe. Isabel, mi mujer, que entonces era de las más pequeñas, sólo tres años más joven, pero ya sabe, a esas edades tres años son una enormidad, me dijo un día que yo siempre le había gustado, desde que tenía uso de razón, pero que desde aquel día se había enamorado de mí, y que estaba muy triste, me dijo, porque pensaba que nunca podría ser mi novia porque yo era el novio de Laura, y que muchas veces se dormía pensando que venía un perro rabioso y que yo la salvaba, como había salvado a Laura.

Me lo dijo cuando llevábamos varios años de casados. Mi mujer era reservada y le daba vergüenza hablar de sus sentimientos, era parecida a mí en eso. No como Laura, que se pasaba la vida dándole vueltas a las cosas y cortando un pelo en cuatro. Me gustó oírlo, aunque ya teníamos dos hijos; qué tontería, ¿no?, pero me gustó saber que ella me quería desde tan pequeña. Por eso a veces pienso que hay que decir las cosas, cuando son buenas, porque si no las dices es como si no existieran. Yo, cuando los dos ya moceábamos, me daba cuenta de que a Isabel no le era indiferente, esas cosas se notan, por cómo te mira, por cómo te contesta cuando tú le hablas, pero sólo cuando me dijo aquello supe que yo era el hombre que había querido siempre, que no había pensado ni soñado con otros, ni siquiera con artistas de cine; sólo conmigo. Yo era lo que ella había deseado siempre, y eso da mucha satisfacción…

Los hombres somos diferentes. Hay mujeres que te gustan y con las que te enganchas y otras a las que quieres. Y normalmente te enamoras varias veces. Y puedes querer mucho a tu mujer y tener una aventura con otra. Las mujeres ahora también, ya se encarga mi hija Maíta de repetírmelo, pero en los hombres eso siempre ha sido algo normal…

Pues sí. Supongo que se puede decir que estaba enamorado de Laura a los doce años…

No es que no quiera hablar de eso. Sabía que acabaríamos hablando de lo que yo sentía por Laura, de modo que si no quisiera hablar no estaríamos hablando. Lo que pasa es que no es fácil decir lo que uno siente cuando es tan complejo y tan poco claro. Yo vivía pendiente de ella, eso es cierto. Pero siempre hubo entre nosotros una distancia que a veces ella se saltaba de un modo repentino e inesperado… Sí, como el día del hórreo, pero también otras muchas veces antes, de forma menos escandalosa…

Iba a casarse con otro hombre, por su propia voluntad, sin que nadie la obligara. Y se acostó conmigo. Si a usted eso no le parece escandaloso, a mí sí. Y si no deja de interrumpirme no voy a poder decir lo que quiero decir…

Lo que quiero decirle ahora es que yo nunca sentí que Laura fuese mi novia, ni a los doce años ni en ningún otro momento. A pesar de todo lo que la gente del pueblo creía, e incluso don Marcial y sus amigos de la tertulia. Y no lo fuimos porque yo nunca le dije «quieres ser mi novia», que fue lo que el Roxo le dijo a Carmiña, ya en la escuela, y, si ella decía que sí, aquello significaba que no iba a hacer caso de lo que otro chico le dijese y que cuando fuesen mayores se casarían y tendrían hijos. Así eran las cosas aquí entonces: en algún momento había que formular con palabras un compromiso. Y creo que así siguen siendo, si de verdad quieres para ti a una mujer, si sientes que la quieres para siempre. Y eso entre Laura y yo no lo hubo nunca…

Siempre es un asunto de dos. Laura no quiso, obviamente. Lo normal era que fuese el hombre quien lo plantease, pero si ella hubiese querido habría dado el paso. Igual que fue a sacarme a bailar en la fiesta del Carmen, o se me echó en los brazos en el hórreo. No quería ser mi novia, no quería ese compromiso. Y mi conducta estuvo siempre en función de la suya. Eso lo sé ahora, pero tardé mucho tiempo en darme cuenta. Iba a remolque de lo que ella hacía. Marcaba la pauta de nuestra relación y yo no era consciente de ello. Pero Laura lo tuvo muy claro desde niña. Se lo explicó bien cuando le contó lo del perro rabioso. Recuerde. Le dijo: «Durante años me sentí como una reina que tuviese a su servicio al más fiel de los caballeros». Se sentía así ya antes, y el episodio del perro vino a confirmarla en sus sentimientos.

Estaba convencida de que yo daría mi vida por ella, de que estaba dispuesto a morir con la peor de las muertes por salvarla a ella…

Yo eso lo habría hecho por mi mujer, sin duda, y por mis hijos. Pero por Laura no me lo he planteado. Aquello fue una cosa de niños y, sobre todo, una cosa instintiva, a la que yo no le doy el menor valor. Sólo somos responsables cuando podemos elegir libremente. Es como si te cae encima una araña venenosa y, al sacudírtela, se la echas a otro. Si esa persona muere, tú no debes sentirte culpable ni responsable de ello. Pues aquello era lo mismo, sólo que al revés. Yo volví a donde estaba Laura y lo mismo pude haber seguido corriendo, porque no lo pensé, no tomé una decisión. Y, una vez a su lado, hice lo que te dictan siglos de conducta, que se convierten en instinto: me puse delante porque yo era el hombre y porque eso es lo que han hecho los hombres desde los tiempos de las cavernas. Y tampoco lo piensas. Lo haces, y ya está.

Lo que me cabrea es que Laura, si yo no hubiese actuado así, se habría sentido decepcionada. No tenía el menor empacho en decirlo. Ella era muy moderna y muy feminista, y también mi hija Maíta, que estuvo adoctrinada por ella desde que llegó a la Universidad, pero en esos casos quieren que los hombres actúen como machos y no como seres humanos que pueden tener tanto miedo como las mujeres y que pueden moverse por el instinto de la propia supervivencia y no por el instinto de defender a su hembra…

¿La diferencia de clase social? La reina y el vasallo… ¡Quién sabe! Yo no pensé que era el hijo del guarda y ella la nieta de los señores del Pazo cuando volví para protegerla, ni cuando le enseñaba los nidos más escondidos o le daba los mejores amorodos. Ni creo que ella lo pensara. Los demás sí, desde luego. No don Marcial, ni sus amigos, pero la gente del pueblo sí lo pensaba. Aunque el Pazo fuese una ruina y don Marcial no tuviera más dinero que el sueldo de maestro. Para ellos era la señorita del Pazo. Cuando hablaban de ella nunca decían «la hija del maestro», aunque a él lo adoraban, es algo curioso. Pero su hija no era su hija, sino la señorita del Pazo o Laura la del Pazo. Y yo era Paco el del guarda.

Lo que piensan los demás te va calando sin que tú te des cuenta. Y los niños, en esa edad de la escuela, son muy sensibles a las diferencias sociales, yo lo veo por mis nietos. Así que es posible que los dos, sin ser conscientes de ello, actuásemos como lo que éramos socialmente. Pero yo no lo recuerdo así. Lo que recuerdo es que los días no se dividían en doce horas o en mañana, tarde y noche. Tenían sólo dos partes: cuando estaba con Laura y cuando no estaba con ella. Y la parte del día en que no la veía o no estaba con ella era sólo una espera o una preparación para la otra parte. Así que es posible que ésa fuese la razón por la que me puse delante del perro rabioso. Y ni siquiera lo tuve que pensar. Mi vida entonces estaba en función de la vida de Laura, y acudí a su lado como los pájaros acuden al reclamo. Y si en el camino los mata un cazador, pues ni se enteran.