Hoy estuve hablando con esa señora que hizo una novela sobre tu vida, Laura.
Sobre tu vida y sobre la mía, porque yo también salgo sin que nadie me haya pedido permiso…
Una novela será para quienes no nos conozcan. Para la gente de aquí y de nuestros años es tal cual nuestra vida… Bueno, en cierto modo, porque yo con muchas cosas no estoy de acuerdo. Si me apuras hasta hubiera podido demandarla, pero es amiga de Maíta y como por aquí no leen muchos, y de los que leen, pocos quedan, pues lo dejé pasar.
Y ahora viene porque se ha dado cuenta de que le falta algo, vaya descubrimiento, le falta todo lo que tú no le contaste. Y quiere que yo le dé mi versión. No acabo de entender para qué. Si lo que quiere escribir no es más que una novela, no sé para qué indaga tanto en nuestras vidas… Me puso el ejemplo de una novelista extranjera que escribió sobre el emperador Adriano. Dijo que se había documentado durante años, que había estudiado minuciosamente la vida y los hechos en los que Adriano participó, pero que al final no había escrito un libro de historia ni una biografía sino una novela. Yo no lo entiendo. Le he pedido a Maíta que me busque ese libro; me ha picado la curiosidad, aunque no creo que me aclare nada. Los que sepan de esa época histórica se darán cuenta de si está inventándose cosas, pero a todos los demás nos parecerá que las está contando tal como fueron…
Tal como fueron… Eso es imposible. Yo le he preguntado a la escritora si lo que tú dices en su novela se lo habías dicho de verdad… Por ejemplo, lo que decías de Fernando. Y ella dice que sí, que se lo habías dicho. Pero ¿cómo podía ella saber lo que tú hablabas con tu padre, o con Nana? Dice que tú le habías hablado de todo eso y que ella se limitó a darle forma, creo que dijo así: darle forma. O sea, que tú le contabas a ella y ella hacía como que tú hablabas con tu padre o con Nana… o conmigo. Yo he de reconocer que al leerlo tuve la impresión de estar oyéndote. Y de volver a vivir algunos episodios de nuestra vida. Pero faltaba algo. Había cosas que yo recordaba de otro modo, no quiero decir que tú mintieses, o que ella cambiara los hechos, pero para mí fueron diferentes, yo los viví de otra forma… Y parece ser que ella lo ha pensado también así y por eso ha venido. Dice que quiere saber mi opinión, mi punto de vista. Y con eso hacer otra novela…
Yo iba a decirle que no tenía nada que añadir. Para qué volver otra vez sobre lo mismo. Pero después lo pensé mejor. A fin de cuentas, qué más me da a mí pensar solo que hablar con ella. Y hablando con ella es posible que aclare algunas cosas que nunca vi claras. Así que estuvimos hablando y le dije que volviera cuando quisiera, y dijo que va a estar por aquí unos días y que, si no me molesta, seguiremos hablando. Y a mí me parece bien.
En cierto modo, es mejor que venir aquí y estar yo solo dándole vueltas a la cabeza una y otra vez, intentando comprender. A lo mejor hablando se me aclaran las ideas. Tu padre decía que hay sentimientos que sólo se viven plenamente cuando se han formulado con palabras. Y es cierto, es muy cierto. Leyendo los libros que me trae Maíta, me doy cuenta de que yo siento o he sentido lo mismo que pone allí, pero lo sentía sin saber que lo estaba sintiendo: me faltaban las palabras para entender lo que me pasaba. Y éstas son las cosas que no le puedes contar a nadie porque piensan que chocheo: ¡a estas alturas leyendo versos!… ¡y descubriendo en ellos el sentido de mi vida!…
Por eso vengo aquí, porque tú sigues siendo la única persona a quien yo se lo puedo contar, y eso, en cierta manera, es lo que me ha faltado siempre. Con Isabel… yo qué sé; quizá sí, pero ella sólo leía novelas y nunca me contaba de lo que trataban. O quizá con Maíta, que siempre ha sido la que me ha traído los libros. Pero me da apuro. Me pregunta si me han gustado y yo le digo que sí, y ella me dice que me va a traer uno que acaba de leer y que le ha gustado mucho. Pero nunca me dice: eso es lo que yo siento. Ni yo tampoco se lo digo. Creo que un padre está para resolver los problemas y las dudas de sus hijos, eso es lo natural y no al revés. Y, además, como Maíta hace a veces preguntas muy embarazosas, prefiero no darle pie. Prefiero contárselo a una desconocida. O venir aquí y hablar contigo.
Contigo no me da vergüenza porque tú hablabas de todo, lo divino y lo humano, y te interesaba todo, aunque bien sabías callarte lo que no te convenía contar, pero, en fin, ésa es otra historia. Lo que te estaba diciendo es que te pones a leer versos y te das cuenta de que eso es lo que tú sientes, y al mismo tiempo te das cuenta de que no es nada raro, nada del otro mundo, que es algo que le pasa a mucha gente, no a toda, pero a alguna gente que es como tú. Y te sientes mejor, porque eso quiere decir que es algo natural, no es una rareza o una manía. ¿Te acuerdas de las viejas de Salas, que una de ellas estaba medio trastornada y decían que era porque la dejó de joven un novio? Nunca más volvió a salir de casa sino a deshora, a misa del alba y poco más. ¿Y el señor Xaquín? Se sentaba todos los días en lo alto de Rocamoura, desde que amanecía hasta que caía el sol, a esperar que volviera el hijo que se le había ido a América. Pues eso sí que es una enfermedad, una enfermedad de dentro, del alma o del cerebro, que te aparta de las personas normales. Pero tener una pena escondida es normal. Casi todo el mundo la tiene. Es algo que no puedes olvidar, pero que te deja hacer la misma vida de todo el mundo y hasta ser feliz a ratos; algo en el fondo de uno: una sombra, un peso, algo escondido en los pliegues más hondos, que está ahí y que no se va… A mí me parecía una enfermedad, como lo de la vieja de Salas y lo del señor Xaquín; menos grave, porque te deja trabajar y disfrutar de las cosas, aunque no completamente; es como una bruma que te permite ver, pero que lo emborrona todo. Y no, no es una enfermedad, ni una rareza; es algo normal… Lo he leído en un libro de Rosalía de Castro. Es un cantar popular, son palabras de gente del pueblo, de gente como yo:
Mais ó que ben quixo un día,
si a querer ten afición,
sempre lle queda unha mágoa
dentro do seu corazón.
O sea, que si eres de buena ley, y si de verdad has querido a alguien, eso no se olvida; pasa el tiempo, pero un poso de aquella pena se queda en el corazón y no se va.
Cuando lo leí me acordé de tu padre, de lo que decía de los libros, que te ayudan a entender la vida y encontrarle un sentido a lo que pasa, y también aquello de los sentimientos, que sólo se viven plenamente cuando consigues ponerles palabras, decirlos, aunque sea para uno mismo… ¡Qué gran persona era tu padre! Siempre nos decía que aquello que te estaba contando lo había leído en un libro, lo había dicho tal o cual, un escritor o un santo, o un sabio, siempre otra persona. Pero él lo sabía y te lo decía en el momento oportuno, y a veces yo creo que eran cosas que se le ocurrían a él y que decía así para no presumir, para no darse importancia… ¡Cómo pudiste dejarlo, Laura! ¡Cómo pudiste irte y dejarlo aquí tan solo, haciéndose viejo sin nadie a su lado!… Se lo he dicho a la escritora, que en eso hiciste mal, que no tenías que haberlo abandonado…
Tú también le contaste cosas muy íntimas. Le contaste lo del hórreo. Yo nunca se lo he contado a nadie. Ni a Isabel, por supuesto. Y lo hubiera negado sobre los evangelios si hubiera hecho falta. Era tu honor y yo era tu caballero andante, como tú decías. Se lo contaste como algo muy importante en tu vida, me ha dicho. Pero yo no fui el primero y tú te marchaste para casarte con otro, así que no sé cuál fue la importancia de aquello para ti, ni si es verdad que mejor conmigo que con tu marido y todo lo que me dijiste cuando volviste a plantar este árbol y a revolverme la vida una vez más…
De eso no te molesta hablar, por lo visto, pero no le dijiste que habías abandonado a tu padre. Esa es la palabra y sólo con esa palabra se entiende lo que hiciste entonces: abandono, abandonar, abandonado… Esas son las palabras que dan vida a los sentimientos que tú provocaste.
Hiciste mal yéndote. Siempre lo pensé, siempre lo sentí así. Y no te lo dije entonces porque no creyeses que hablaba por mí… En realidad yo también fui culpable. Fui soberbio y egoísta. No quería que te quedases sólo por tu padre, o fundamentalmente por tu padre. Y me callé. Por orgullo. No te lo dije entonces por orgullo. Si querías irte, yo no iba a suplicarte que te quedases. Pero tenía que haber pensado en tu padre, tenía que haberte hecho recapacitar en lo que tú misma reconociste años después, cuando tuviste hijos y ellos empezaron a hacer su vida: que la vida de uno no es sólo la vida de uno; es también la vida de las personas que te quieren y te necesitan, de aquellas hacia las que tienes unos deberes que cumplir.
De todo esto yo me di cuenta antes que tú, cuando tuve que decidir si yo también me iba o me quedaba. Y me quedé, porque sentí que era mi deber hacerlo.
Pero hasta ahora mismo no me he dado cuenta de que yo tenía que haberte dicho entonces que no te fueras. Y no te lo dije por orgullo, porque sólo pensé en mí y no en tu padre. Me he dado cuenta hablando con ella, con la escritora, por eso le dije que, si quería, seguiríamos hablando. Hay muchas cosas que necesito saber, que no me he atrevido a decirme a mí mismo en toda mi vida y ahora ha llegado el momento. No me quiero morir sin saber lo que de verdad he vivido.
No es nada fácil. Hay sentimientos y recuerdos que están muy hondos y les cuesta aflorar, si es que llegan a hacerlo.
Le he hablado de este magnolio, pero no le he dicho que estás aquí. Esa es otra de las cosas que yo querría entender. ¿Por qué lo hiciste, Laura? Ya bastaba con haberlo plantado contra viento y marea… ¿Por qué quisiste venirte aquí? Podías habérmelo consultado, haberme pedido permiso. El Pazo era ya mi casa. Quizá temiste que te dijese que no. Es posible que me hubiese negado…
¡Qué estúpido soy! ¡Lo más seguro es que ni pensases en mí cuando lo decidiste! Me lo diste resuelto, como tantas otras cosas. Me llamó Maíta para decírmelo: que era tu última voluntad. Me quedé sin habla y dije que sí, claro, cómo iba a negarme. Esta tierra fue de los tuyos desde hace quinientos años y tú querías volver a ella. Me hiciste sentir como un intruso.
Vino uno de tus hijos con la urna, y Maíta vino con él. Creo que era el pequeño y se le veía tan incómodo como yo. Se disculpó «por las molestias», me recordó a su padre, incluso físicamente, tan refinado y tan de otro mundo. Dijo que se lo habías pedido de palabra y que además estaba en tu testamento. Y yo pensé que me lo podías haber dicho a mí… aunque comprendo que tampoco es sencillo llamar a alguien por teléfono y decirle que quieres enterrarte en su huerta. Y además me conocías bien y sabías que lo más seguro es que te hubiera dicho que no, que ya bastaba de incordiar con el magnolio.
Al final tuve que hacerlo yo. Se veía que tu hijo en la vida había cogido una pala en la mano. Y no hacía más que llorar. Y Maíta lo mismo; no lloró más en el entierro de su madre. Cuando ya tuve cavado el hoyo, tu hijo fue a meter la urna, pero yo le dije que echase las cenizas y que la urna la llevase al panteón familiar. Tuve la seguridad de que eso era lo que tú querías, que las cenizas se mezclasen con la tierra y subiesen por las raíces hasta las flores que este árbol iba a dar algún día. Y en el panteón han puesto tu nombre, junto al de tu padre y el de tu madre y el de los abuelos. Y nadie sabe que estás aquí. Ni mis hijos… Sólo Maíta lo sabe, y le he hecho prometer que no se lo dirá a sus hermanos. No quiero que sepan que hay una tumba en la finca, ni que hagan comentarios sobre si me siento aquí o allá.
A mí ahora me gusta sentarme aquí. Para plantar un árbol era el peor sitio de la finca, el menos abrigado. Pero es la mejor vista, en eso tenías razón. En la primavera voy al cementerio un día a la semana a cambiarle las flores a Isabel, y también a tu padre y a Ramón de Castedo. Corto una brazada en el jardín y las voy repartiendo. Y en invierno les pongo helechos que duran dos semanas. Y aquí vengo todos los días, y cuido el magnolio, como tú querías. Aquélla fue la última vez que hablamos largamente, y que nuestras vidas pudieron ir aún por otro camino. Pero tú sólo viniste a recoger las cosas de tu padre, a plantar este árbol y a decirme: «Cuídalo, Paco». Me gustaría saber qué sentías, Laura, qué sentiste durante tantos años. Si alguna vez te arrepentiste de lo que habías hecho, si me echaste de menos, si pensaste que te habías equivocado. Y también me gustaría saber lo que he sentido yo. Sin mentirme a mí mismo, sin engañarme…