Es medianoche. La lluvia azota los cristales. Estoy tranquilo. Todo duerme. Sin embargo, me levanto y voy a mi despacho. No tengo sueño. Mi lámpara me ilumina nítida y suavemente. La tengo regulada. Durará hasta que se haga de día. Oigo al gran búho. ¡Qué terrible grito de guerra! Antes lo escuchaba impasible. Mi hijo duerme. Que siga durmiendo. También para él llegará una noche en la que le sea imposible dormir y se siente ante su mesa de trabajo. Para entonces, yo ya estaré olvidado.
Mi informe será extenso. Tal vez no lo termine. Me llamo Moran, Jacques Moran. Así me llaman. Estoy acabado. Mi hijo también. No debe sospecharlo. Debe creerse en el umbral de la vida, de la verdadera vida. Lo que por otra parte es exacto. Se llama Jacques, como yo. No puede haber confusiones.
Recuerdo el día en que recibí la orden de ocuparme de Molloy. Era un domingo estival. Yo estaba sentado en mi jardincito, en un sillón de mimbre, con un libro negro cerrado sobre las rodillas. Debían de ser sobre las once, demasiado temprano todavía para ir a la iglesia. Saboreaba el descanso dominical, no sin deplorar la importancia que se le otorga en algunas parroquias. A mi juicio, no era forzosamente reprensible trabajar e incluso jugar en domingo. Todo dependía de la disposición espiritual del que trabajase o jugase, o de la naturaleza de sus trabajos o juegos. Así pensaba yo. Reflexionaba con satisfacción en que este punto de vista un poco liberal iba ganando terreno incluso entre el clero, cada vez más dispuesto a admitir que las fiestas de guardar, con tal de que se vaya a misa y se aporte el óbolo, pueden ser consideradas días como los demás, en determinados aspectos. Lo cual no me afectaba personalmente, siempre me ha gustado no dar golpe. Y hubiera descansado también los días laborables de haber podido. No es que yo fuera decididamente perezoso. Era algo distinto. Viendo hacer cosas que yo hubiera hecho mejor, de haber querido, y que hacia mejor cada vez que me decidía a ello, tenía la impresión de cumplir una función a la que ninguna actividad hubiera sido capaz de elevarme. Pero a lo largo de la semana tenía pocas ocasiones de entregarme a semejante dicha.
Hacía buen tiempo. Contemplaba morosamente mis colmenas, las entradas y salidas de las abejas. Oí sobre la grava los pasos presurosos de mi hijo, encantado no sé en qué fantasía de huidas y persecuciones. Le grité que no se ensuciara. No respondió.
Todo estaba en calma. Ni un soplo de aire. Ascendía el humo en una columna recta y azul desde las chimeneas de mis vecinos. Oíanse ruidos apacibles, un entrechocar de mazos y bolas, un rastrillo en la arena, una máquina cortando césped a lo lejos, la campana de mi querida iglesia. Y pájaros, por supuesto, ante todo mirlos y tordos, cuyos cantos expiraban como a pesar suyo, vencidos por el calor, mientras iban abandonando las ramas elevadas donde les sorprendiera el amanecer por la sombra de los matorrales. Yo respiraba con placer las emanaciones de mi toronjil.
En este marco transcurrieron mis últimos momentos de sosiego y felicidad.
Un hombre entró en el jardín y se me acercó a paso rápido. Le conocía bien. En rigor, admito que el domingo, aunque prefiero no ver a nadie, venga a saludarme un vecino, si tiene ese capricho. Pero aquel hombre no era un vecino. Nuestras relaciones se limitaban al terreno profesional y había venido de lejos a turbar mi descanso. De modo que estaba dispuesto a recibirle con bastante frialdad, sobre todo al ver que se permitía venir directamente a donde yo estaba sentado, bajo el manzano. Porque veía con muy malos ojos a quienes se permitían estas libertades. Si querían hablar conmigo, que llamasen a la puerta de la casa. Marthe tenía instrucciones al respecto. Creía hallarme sustraído a los ojos de cualquier persona que entrase en el recinto de mi casa y recorriera el corto sendero que une la verja del jardín con la puerta del edificio. Y así era en efecto. Pero al oír cerrarse el portal me volví con irritación y pude ver, suavizada por las hojas, aquella larga figura que avanzaba derechamente hacia mí, sobre el césped. Ni me levanté ni le invité a sentarse. Se quedó parado delante de mí y nos miramos fijamente en silencio. Iba pesada y sombríamente endomingado, lo que terminó de predisponerme en contra de él. Esta grosera observancia de fachada, mientras el alma se deleita en sus harapos, me ha parecido siempre algo abominable. Miré los enormes pies que aplastaban mis margaritas. Le hubiera expulsado de mi jardín a golpes de knut. Desgraciadamente no se trataba solo de él. «Tome asiento», le dije, ablandado por la reflexión de que a fin de cuentas solo cumplía su oficio de intermediario. Sí, de pronto me dio lástima. Por él y por mí. Se sentó y se enjugó la frente. Vi a mi hijo que nos espiaba tras unos matorrales. Mi hijo tenía entonces trece o catorce años. Estaba muy crecido y robusto para su edad. A veces su inteligencia parecía alcanzar la media normal. Mi hijo, vaya. Le llamé y le dije que nos fuera a buscar cerveza. Siempre he tenido inclinación a adoptar actitudes de voyeur. Mi hijo me imitaba instintivamente. Volvió con notable rapidez provisto de dos vasos y una botella de litro de cerveza. Destapó la botella y nos sirvió. Le gustaba mucho destapar botellas. Le dije que fuera a lavarse, a poner orden en su atuendo, en una palabra, a prepararse para aparecer en público, porque se acercaba la hora de ir a misa. «Puede quedarse», dijo Gaber. «No quiero que se quede», le contesté. Y volviéndome hacia mi hijo le repetí que fuera a asearse. Si algo me irritaba en aquel entonces era el llegar tarde a la misa de doce. «Como usted quiera», dijo Gaber. Habíamos intentado tutearnos. En vano. Yo solo hablo, solo hablaba de tú a dos personas. Jacques se alejó refunfuñando y chupándose un dedo, detestable y poco higiénica costumbre, pero preferible de todos modos a la de meterse el dedo en la nariz, creo yo. Si chupándose el dedo mi hijo evitaba metérselo en la nariz, o en otra parte, creo que en un sentido hacía bien.
«Aquí están sus instrucciones», dijo Gaber. Se sacó una agenda del bolsillo y empezó a leer. De vez en cuando cerraba la agenda, dejando el dedo dentro para señalar la página, y se dedicaba a comentarios y consideraciones que no me incumbían, porque conocía bien mi oficio. Cuando por fin hubo terminado, le dije que aquel trabajo no me interesaba y que más valdría que el jefe recurriera a otro agente. «Está empeñado en que sea usted, Dios sabrá por qué», dijo Gaber. «Sin duda a usted le dijo el porqué», dije yo viendo avecinarse la adulación, mi manjar favorito. «Ha dicho —respondió Gaber— que sólo usted era capaz de hacer este trabajo». Más o menos lo que yo quería oír. «Sin embargo —dije—, el asunto me parece infantilmente sencillo». Gaber criticó ásperamente al jefe, que le había obligado a levantarse en plena noche, justo cuando se disponía a cumplir sus deberes conyugales. «Para una tontería semejante», añadió. «¿Y le dijo que solo tenía confianza en mí?», pregunté. «Ya no sabe lo que dice —dijo Gaber, y añadí—: ni lo que hace». Secó el forro de su bombín, mirando atentamente el interior, como si buscara algo. «De modo que me es difícil negarme», dije, aunque sabía perfectamente que en cualquier caso me era imposible rehusar. ¡Rehusar! Pero es que nosotros los agentes nos divertíamos a menudo rezongando y dándonos aires de hombres libres. «Tiene que partir hoy mismo», dijo Gaber. «¡Hoy mismo! —exclamé—. Es como si me echaran un jarro de agua fría». «Su hijo le acompañará», dijo Gaber. Yo callaba. Cuando las cosas se ponían serias nos callábamos. Gaber cerró su agenda y volvió a guardársela en el bolsillo. Se puso en pie, se pasó las manos por el pecho. «De buena gana me bebería otro vaso», dijo. «Vaya usted a la cocina —le dije—. La sirvienta le servirá». «Adiós, Moran», dijo.
Era demasiado tarde para ir a misa. No necesitaba mirar el reloj para saberlo, sentía que habían empezado la misa sin mí. ¡Haber perdido la misa precisamente aquel domingo, yo que no me la había perdido nunca! ¡Con la falta que me hacía! ¡Para ponerme en marcha! Tomé la decisión de solicitar una recepción particular, en el curso de la tarde. No almorzaría. Con el bueno del padre Ambroise siempre había modo de arreglar las cosas.
Llamé a Jacques. Sin resultado. Me dije: «Viendo que se alargaba la conversación, se ha ido solo a misa». Explicación que no tardó en revelarse como la verdadera. «Pero —añadí— habría podido pasar a verme antes de partir». Me gustaba razonar monologando, y entonces se podía ver el movimiento de mis labios. Pero sin duda había temido molestarme y verse castigado. Porque cuando castigaba a mi hijo perdía con cierta frecuencia el sentido de la medida, lo que motivaba que me temiera un poco. A mí nunca me han castigado bastante. Oh, tampoco es que me hayan mimado, se han limitado a ignorarme. De ahí derivan algunas malas costumbres que ya es imposible remediar y de las que ni la atención más meticulosa ha podido librarme. Esperaba ahorrarle a mi hijo semejante infortunio, dándole de vez en cuando alguna buena bofetada apoyada en sólidos razonamientos. Luego me pregunté, «¿osaría decirme que vuelve de misa si no es cierto y, por ejemplo, se ha ido con sus compañeros de juego detrás del matadero?» Y me prometí sonsacar al padre Ambroise al respecto. Porque mi hijo no debía creerse capaz de mentirme impunemente. Y si el padre Ambroise no podía informarme, me dirigía al sacristán, a quien la presencia de mi hijo en la misa de doce no podía haberle pasado inadvertida. Porque sabía a ciencia cierta que el sacristán llevaba una lista de los fieles y que, apostado junto a la pila de agua bendita, nos anotaba en el momento de la ablución. Detalle digno de ser notado, el padre Ambroise ignoraba esta maniobra, porque, como lo oís, todo lo que significase vigilancia le resultaba execrable al bueno del padre Ambroise. Y si hubiese creído capaz al sacristán de semejante exceso de celo lo habría despedido en el acto. Sin duda el sacristán llevaba este registro tan al día para su propia edificación. Por descontado, yo solo sabía cómo se producían los acontecimientos en la misa de doce, pues no tenía ninguna experiencia personal de los otros oficios, a los que nunca había asistido. Aunque me habían dicho que en ellos se ejercía el mismo control, si no por el sacristán en persona, ocupado sin duda en otras obligaciones, por uno de sus numerosos hijos. Extraña parroquia, en la que las ovejas sabían más que su pastor sobre una circunstancia que parecía más de la competencia de éste que de aquellas.
En todo esto pensaba, pues, mientras esperaba el retorno de mi hijo y la partida de Gaber, a quien aún no había oído marcharse. Y esta noche me parece extraño que en un momento semejante haya podido pensar en mi hijo, en mi deficiente educación, en el padre Ambroise, en el sacristán Joly con su registro. Después de lo que acababa de oír, ¿no tenía acaso preocupaciones más graves? Lo cierto es que aún no empezaba a tomarme en serio aquel asunto. Lo cual me extraña doblemente, porque semejante despreocupación no va con mi carácter. ¿O es que evitaba instintivamente pensar en ello para procurarme unos últimos instantes de calma? Aun a pesar de que, al leer el informe de Gaber, el asunto me había parecido indigno de mí, la insistencia del jefe en que yo, Moran, y no otro cualquiera, me ocupase de resolverlo, y la noticia de que mi hijo iba a acompañarme, hubieran debido advertirme de que era un trabajo que se salía de lo vulgar. Y en vez de dedicarle inmediatamente todos los recursos de mi espíritu y de mi experiencia, pensaba en las flaquezas de mi sangre y en las singularidades de mi entorno. Pero, sin embargo, el veneno que acababan de instilarme iba haciendo su obra. Me removía continuamente en mi sillón, me pasaba las manos por el rostro, cruzaba y descruzaba las piernas, etc. El mundo empezaba ya a cambiar de color y volumen y dentro de poco debería confesarme a mí mismo que me poseía la ansiedad. Recordé con despecho la cerveza que acababa de beber. ¿Me concederían la comunión después de una botella de Wallenstein? ¿Y si no decía nada? «¿Estás en ayunas, hijo mío?» Nadie iba a preguntármelo. Pero Dios lo sabría un día u otro. Quizá me perdonaría. Pero, ¿la eucaristía produce el mismo efecto habiendo bebido cerveza, aunque sea floja? Bueno, siempre podía hacer la prueba. ¿Cuál era la doctrina de la Iglesia al respecto? ¿Y si estuviese a punto de cometer un sacrilegio? Me decidí a chupar algunos caramelos de menta camino del presbiterio.
Me levanté y fui a la cocina. Pregunté si Jacques había vuelto. «No le he visto volver», respondió Marthe. Parecía estar de mal humor. «¿Y el otro?», pregunté. «¿Qué otro?», preguntó. «El que ha venido de mi parte a pedirle un vaso de cerveza», dije. «Nadie ha venido a pedirme nada», dijo. «A propósito —dije sin desconcertarme—, hoy no almorzaré». Me preguntó si estaba enfermo. Porque yo era más bien glotón por naturaleza. Y precisamente me gustaba que el almuerzo del domingo fuera muy copioso. Olía bien en la cocina. «No, solo que hoy comeré un poco más tarde», le dije. Marthe me miraba enfurecida. «Más o menos hacia las cuatro», dije. Sabía perfectamente todo lo que galopaba y se encabritaba tras aquella frente estrecha y encanecida. «Hoy no podrá usted salir —dije fríamente—, lo siento». Muda de cólera, se precipitó sobre sus cacerolas. «Manténgame usted la comida caliente lo mejor que pueda», le dije. Y, como sabía que era perfectamente capaz de envenenarme, le dije: «Mañana puede usted tomarse todo el día libre, si lo desea.»
Salí y me dirigí al camino. De modo que Gaber se había ido sin beberse la cerveza. Y con las ganas que tenía. Wallenstein es una buena marca. Me quedé al acecho de la llegada de Jacques. Vendría por la derecha si volvía de la iglesia, y por la izquierda, si volvía del matadero. Acertó a pasar un vecino librepensador. «¡Vaya! —exclamó—. ¿Hoy no estamos para devociones?» Conocía mis costumbres, quiero decir mis costumbres dominicales. Las conocía todo el mundo, y el jefe quizá mejor que nadie, pese a hallarse tan lejos. «Parece usted trastornado», me dijo el vecino. «Solo verle a usted me subleva», le contesté. Volví a entrar en casa, sintiéndome seguido por una sonrisa conscientemente repugnante. Imaginaba al vecino que corría a casa de su concubina para decirle: «Ya conoces a aquel pobre imbécil de Moran, ¡si hubieras visto cómo le saqué de quicio! ¡Ya no sabía qué decirme! ¡Ha puesto pies en polvorosa!»
Jacques regresó poco después. No daba ninguna muestra de haberse entregado a la disipación. Dijo que en la iglesia había estado solo. Le hice algunas preguntas pertinentes sobre el desarrollo de los ritos. Respondió sin la menor vacilación. Le dije que se lavara las manos y se sentara a la mesa. Volví a la cocina. No hacía más que ir y venir. «Puede usted servir», dije. Marthe había llorado. Eché un vistazo a las cacerolas. Pote irlandés. Plato nutritivo y económico, un poco indigesto. Loor al país cuyo nombre ha popularizado. «Me sentaré a la mesa a las cuatro», dije. No necesitaba añadir en punto. Me agradaba la exactitud, y debía agradar también a cuantos vivieran bajo mi techo. Subí a mi habitación. Y allí, tendido en mi lecho, las cortinas corridas, hice una primera tentativa de prepararme para el asunto Molloy.
Para empezar, quería someter a consideración únicamente sus molestias más inmediatas, los preparativos a que me obligaba. Seguía evitando siempre pensar en el nudo central del asunto Molloy. Me sentía invadido por una gran confusión.
¿Partiría en velomotor? Esta fue la primera pregunta que decidí plantearme. Yo era un hombre de espíritu metódico y nunca salía para cumplir una misión sin haber reflexionado largamente sobre cuál era el medio de locomoción que más me convenía. Era el primer problema que debía resolver, al inicio de cada investigación, y no me ponía nunca en movimiento sin haberlo resuelto de un modo satisfactorio. Unas veces prefería mi velomotor, otras el tren, otras el automóvil, y también era frecuente que partiera de noche, silenciosamente, a pie o en bicicleta. Porque cuando uno está rodeado de enemigos, como en mi caso, no es posible, ni siquiera de noche, partir en velomotor sin ser notado, a menos que se utilice el velomotor como una simple bicicleta, lo que carece de sentido. Pero si entraba en mis costumbres resolver ante todo esta difícil cuestión del transporte, no lo hacía nunca sin antes haber tomado en consideración, aunque fuera sin profundizar en ellos, los factores de que dependía. Porque ¿cómo decidir el modo en que uno se marcha sin saber previamente adónde va, o al menos con qué objeto se va? Pero en el presente caso abordaba el problema del transporte, sin otra preparación que el conocimiento que había adquirido distraídamente del informe de Gaber. Sabría recordar los más ínfimos detalles de aquel informe en cuanto quisiera. Pero aún no me había tomado esa molestia, había evitado hacerlo diciéndome: «Es un asunto banal». Intentar resolver el problema del transporte en tales condiciones era una locura. Lo que no me impedía cometerla. Ya empezaba a perder la cabeza.
Me gustaba mucho partir en velomotor, era muy aficionado a esta forma de locomoción. Y, sumido como estaba en la ignorancia de las razones que se oponían a ella, me decidí a partir en velomotor. Así se inscribía, en los umbrales del asunto Molloy, el funesto principio del placer.
Los rayos solares se deslizaban entre las cortinas, haciendo visible el aquelarre del polvo. De lo cual deduje que seguía haciendo buen tiempo y me alegré por ello. Siempre es preferible que haga buen tiempo cuando se parte en velomotor. Me equivocaba, ya no hacía buen tiempo, el cielo se cubría, no tardaría en llover. Pero de momento seguía brillando el Sol. En este dato me basaba, con inconcebible ligereza, sin poseer otros elementos de juicio.
Abordé a continuación, según tenía por costumbre, el problema capital de los efectos que debía llevar conmigo. Y también sobre este punto hubiera tomado una decisión enteramente inútil de no mediar la interrupción de mi hijo, que me preguntó si podía salir. Me dominé. Se secaba la boca con el dorso de la mano. Es un espectáculo que detesto. Aunque hay gestos más obscenos, y algo sé de ellos.
«¿Salir? —dije— ¿Para dónde?» ¡Salir! Detestable holgazán. Comenzaba a sentir mucho apetito. «A los Olmos», me respondió. Así se llama nuestro pequeño parque público. Y sin embargo me han asegurado que no tiene ni un olmo. «¿Para qué?», le dije. «Para repasar mi lección de botánica», me respondió. Había momentos, como aquel, en que sospechaba que mi hijo quería tomarme el pelo. Casi hubiera preferido que me dijera para tomar el fresco, o para mirar a las chicas. Lo malo era que sabía mucho más que yo sobre botánica. De lo contrario le hubiera podido hacer algunas preguntas capciosas a su regreso. A mí me gustaban los vegetales, sin más. Incluso veía a veces en ellos una prueba superabundante de la existencia de Dios. «Puedes irte —le dije—, pero que estés de vuelta a las cuatro y media, tenemos que hablar». «De acuerdo, papá», me dijo. ¡De acuerdo, papá! ¡Ah!
Dormí un poco. Abreviemos. Algo me detuvo al pasar ante la iglesia. Me quedé mirando el portal, de hermoso estilo jesuítico. Me pareció horrible. Anduve apresuradamente hasta el presbiterio. «El señor cura duerme», dijo el ama. «Esperaré», dije. «¿Es urgente?», dijo. «Sí y no», dije. Me introdujo en el salón, de una espantosa desnudez. El padre Ambroise entró, frotándose los ojos «Discúlpeme usted, padre», le dije. Hizo chasquear la lengua contra el paladar en señal de protesta. No describiré nuestras actitudes, características de él las suyas y las mías de mí. Me ofreció un cigarro, que acepté de buena gana y me guardé en el bolsillo, entre la pluma estilográfica y el lápiz de mina. El padre Ambroise se jactaba de saber vivir, de conocer las costumbres, aunque nunca fumara. Y todo el mundo decía de él que era muy generoso. Le pregunté si había visto a mi hijo en la misa de doce. «Ciertamente —me dijo—, y hasta hemos conversado». La sorpresa debió traslucirse en mi rostro. «Si —prosiguió—, viendo que usted no estaba en su lugar de costumbre, en la primera fila de los feligreses, temí que se encontrara enfermo. Llamé, pues, a nuestro querido chiquillo, que me tranquilizó». «Recibí una visita absolutamente intempestiva —dije— de la que no pude librarme a tiempo». «Esto me explicó su hijo —dijo, y añadió—: Pero tomemos asiento, no estamos montando guardia». Rió y tomó asiento, recogiendo la pesada sotana. «¿Me aceptaría usted un digestivo?», dijo. Yo estaba perplejo. Jacques había dejado escapar alguna alusión a la cerveza. Era capaz. «He venido a pedirle un favor», dije. «Ya lo tiene», dijo. Nos observamos. «Mire usted —dije— para mí un domingo sin viático es como…». Alzó la mano. «Sobre todo, nada de comparaciones profanas», dijo. Quizá pensaba en el beso sin bigotes o en el rosbif sin mostaza. No me gusta que me interrumpan. Me enfurruñé. «Ya adivino de qué se trata —dijo— ya puede usted decírmelo, desea comulgar». Incliné la cabeza. «Es una irregularidad», dijo. Me pregunté si él habría comido. Sabía que frecuentemente se entregaba a ayunos prolongados, sin duda por espíritu de mortificación, y también por prescripción de su médico de cabecera. De modo que mataba dos pájaros de un tiro. «No se lo diga a nadie, que quede entre nosotros y…». Se interrumpió alzando el dedo, con la mirada en el techo. «¡Vaya! —dijo—. ¿Qué es esa mancha?». Yo también miré al techo. «Es una mancha de humedad», dije. «Tate, tate —dijo—, qué fastidio». Las palabras tate, tate me parecieron de una demencia inigualada. «Hay veces —dijo— que uno está a punto de entregarse al desánimo». Se puso en pie. «Voy a buscar mis avíos», dijo. De modo que a eso le llamaba sus avíos. Solo, con las manos unidas hasta hacer crujir las falanges, pedí consejo al Señor. Sin resultado. Ya era algo. En cuanto al padre Ambroise, teniendo en cuenta el modo en que había corrido en busca de sus avíos, me parece evidente que no sospechaba nada. Al menos que le divirtiera ver hasta dónde era yo capaz de llegar o hallase un malsano placer en ponerme a prueba. Resumí la situación en la siguiente fórmula. Si sabe que he bebido cerveza y pese a ello me da la comunión, es tan pecador como yo mismo, suponiendo que haya pecado. De modo que no corría un riesgo demasiado grave. Volvió con una especie de copón portátil, en un maletín. Lo abrió y me dio de comulgar sin la menor vacilación. Me puse en pie y se lo agradecí calurosamente. «¡Bah! —dijo—, tonterías. Ahora podremos charlar a gusto».
No tenía nada más que decirle. Solo aspiraba a una cosa, regresar lo más pronto posible a mi domicilio y atracarme de pote. Saciada el alma, me había entrado apetito. Pero como iba ligeramente adelantado respecto a mi horario, me resigné a dedicarle ocho minutos. Se me hicieron interminables. Me contó que madame Clément, esposa del farmacéutico y farmacéutica de primera, se había caído de una escalera en su oficina y se había roto el cuello. «¡El cuello!», exclamé. «Del fémur —dijo—, déjeme acabar». Añadió que era inevitable. Y yo, para no ser menos, le informé de que mis gallinas me procuraban muchos quebraderos de cabeza, en especial mi gallina gris, que se negaba a seguir poniendo e incubando, y llevaba más de un mes sentada, de la mañana a la noche, con el culo en el polvo. «Como Job, ja, ja», dijo. Yo también reí: «Ja, ja». «Qué bueno es reírse a gusto de vez en cuando», dijo. «¿Verdad que sí?», dije. «Es lo propio del hombre», dijo. «Ya lo había notado», dije. Sobrevino un corto silencio. «¿Qué pienso le da?», dijo. «Principalmente maíz», dije. «¿En papilla o en grano?», dijo. «De las dos maneras», dije. Añadí que ya casi no comía. «Los animales nunca ríen», dijo. «Solo nosotros nos podemos divertir con esto», dije. «¿Cómo?», dijo. «Solo nosotros nos podemos divertir con esto», repetí en voz más fuerte. Reflexionó. «Jesucristo tampoco rió nunca, que se sepa», dijo. Me miró. «Qué le vamos a hacer», dije. «Claro, claro», dijo. Nos sonreímos tristemente. «¿No tendrá pepita?», dijo. Respondí que no, sin duda alguna, que podía tener cualquier enfermedad excepto esta. Reflexionó. «¿Ha probado con bicarbonato?», dijo. «¿Cómo dice?», dije. «Bicarbonato de soda —dijo—, ¿lo ha probado usted?». «No, la verdad», dije. «¡Pues pruébelo! —gritó, enrojeciendo de placer—. Hágale tragar algunas cucharillas de postre, varias veces al día, durante algunos meses. Verá cómo la pone en su sitio». «¿Es un polvo?», dije. «Así es», dijo. «Muy agradecido —dije—, hoy mismo empezaré a probarlo». «Una gallina tan sana —dijo—, tan buena ponedora». «Bueno, empezará mañana —dije—. Había olvidado que la farmacia estaba cerrada. Salvo para casos de urgencia, naturalmente». «Y ahora, tómese este pequeño digestivo», dijo. Le di las gracias.
Aquella conversación con el padre Ambroise me dejó una impresión penosa. Era el mismo hombre de todas prendas de siempre, y sin embargo, algo había cambiado. Me parecía haber sorprendido en su rostro, cómo diría, cierta falta de nobleza. Hay que decir que la comunión se me atragantaba. Y mientras volvía a casa tenía una sensación parecida a la de un hombre que después de haber tomado un analgésico se asombra primero y se indigna después al constatar que sus dolores no disminuyen. Y casi me sentía tentado de sospechar que el padre Ambroise, enterado de mis excesos matinales, me había administrado pan sin consagrar. O tal vez había hecho restricción mental al pronunciar las palabras. De modo que llegué a mi casa de muy mal humor, bajo una lluvia torrencial.
El pote me resultó decepcionante. «¿Dónde están las cebollas?», exclamé. «No queda ni una», respondió Marthe. Me precipité en la cocina en busca de las cebollas, pues sospechaba que, sabiendo mi debilidad por ellas, me las había ocultado. Busqué hasta en el cubo de la basura. Ni rastro. Marthe me observaba sardónicamente.
Subí otra vez a mi cuarto, descorrí las cortinas ante un cielo de catástrofes, y me tendí en la cama. No comprendía qué me estaba ocurriendo. Por aquel entonces me resultaba penoso no comprender las cosas. Hice un esfuerzo para recobrarme. En vano. A la fuerza. Se me escapaba la vida, pero no sabía por dónde. De todos modos conseguí adormecerme, cosa nada fácil cuando la desgracia de uno no está claramente delimitada. Y, sumido en aquel sueño crepuscular, me alegraba de haberlo conseguido, cuando entró mi hijo sin llamar. Ahora bien, si hay una cosa que aborrezco es que entren en mi cuarto sin llamar. Hubiera podido estar precisamente masturbándome, delante del espejo. Y resulta un espectáculo poco edificante para un muchacho ver a su padre con la bragueta abierta, los ojos desorbitados, procurándose un sombrío y áspero placer. Le recordé con firmeza las conveniencias. Protestó alegando que había llamado dos veces. «Aunque hubieras llamado cien —le repliqué—, no por eso tendrías derecho a entrar antes de que te diera permiso». «Pero…», dijo. «Pero, ¿qué?», dije. «Me habías citado para las cuatro y medía», dijo. «Hay algo en la vida —dije— más importante que la puntualidad, y es el pudor. Repítelo». En su boca despectiva me avergonzaba mi propia frase. Estaba mojado. «¿Qué has estado mirando?», dije. «Las liliáceas, papá», dijo. ¡Las liliáceas, papá! Cuando quería herirme, mi hijo sabía decir papá de un modo muy peculiar. «Ahora escúchame con atención», dije. Su rostro adoptó una expresión de atención angustiosa. «Esta noche salimos de viaje —vine a decirle—. Te pondrás tu traje de colegio, el verde». «Pero, papá, si es azul», dijo. «Bueno, sea como sea te lo pondrás —dije con energía—. Pones en la mochila que te regalé por tu cumpleaños todas tus cosas de tocador, así como una camisa, siete calzoncillos y un par de calcetines. ¿Comprendido?» «¿Qué camisa papá?», dijo. «¡Qué importa eso —grité—, cualquier camisa!» «¿Qué zapatos me pongo?», dijo. «Tienes dos pares de zapatos, los de los domingos y los de a diario, y todavía me preguntas cuál debes ponerte», dije. Me levanté. «¿Es que pretendes tomarme el pelo?»
Acababa de dar a mi hijo instrucciones muy precisas. ¿Pero eran acertadas? ¿Resistirían una más detenida reflexión? ¿No me vería obligado —yo que nunca cambiaba de opinión delante de mi hijo— a rectificarlas dentro de poco? Todo podía temerse.
«¿Adónde vamos, papá?», dijo. La de veces que le había repetido que no me hiciera preguntas. Y, en efecto, ¿adónde íbamos? «Tú haz lo que te he dicho», dije. «Mañana tengo hora con monsieur Py» —dijo—. «Ya iras otro día», dije. «Pero me duele», dijo. «Hay otros dentistas —dije—. Monsieur Py no es el único dentista del hemisferio septentrional». Añadí imprudentemente: «No vamos al desierto». «Pero es un dentista muy bueno», dijo. «Todos los dentistas son iguales», dije. Habría podido decirle que me dejara tranquilo de una vez con su dentista, pero no, razonaba amablemente con él, le trataba de igual a igual. También habría podido hacerle notar que mentía al decir que le estaba doliendo. Le había dolido, creo que una premolar, pero ya no le dolía. El propio Py me lo había dicho. Se la había empastado, me dijo, y ya no podía dolerle. Recordaba muy bien aquella conversación. «Naturalmente, tiene dientes muy malos», dijo Py. «¿Cómo naturalmente? —dije—. ¿Qué quiere decir eso de naturalmente?» «Nació con dientes malos —dijo Py—, y los tendrá siempre. Naturalmente, haré lo que pueda». Lo que quería decir, estoy dispuesto por nacimiento a hacer todo lo que pueda, tengo por fuerza que hacer siempre todo lo que pueda. ¡Nació con dientes malos! A mí sólo me quedaban los incisivos, los que muerden.
«¿Sigue lloviendo?», dije. Mi hijo se había sacado un espejito de mano del bolsillo y examinaba el interior de su boca, levantando con el dedo su labio superior. «¡Ah!», dijo, sin interrumpir su inspección. «¡Deja de hurgarte la boca! —exclamé—. Ve a la ventana y dime si continúa lloviendo». Fue a la ventana y me dijo que continuaba lloviendo. «¿El cielo sigue totalmente cubierto?» «Sí», dijo. «¿Ni el menor claro?», dije. «No», dijo. «Corre las cortinas», dije. Deliciosos instantes en los que el ojo va acostumbrándose a la oscuridad. «¿Sigues ahí?», dije. Seguía. Pregunté que esperaba para obedecer mis instrucciones. Yo en su lugar ya me hubiera retirado hacía un buen rato. No valía lo que yo, no era de la misma madera. Era una conclusión inevitable. Menguada satisfacción la de sentirme superior a mi hijo, y además insuficiente para calmar los remordimientos por haberlo traído al mundo. «¿Puedo llevarme mi colección de sellos?», dijo. Mi hijo tenía dos álbumes, uno grande que constituía su colección propiamente dicha y uno pequeño que contenía los repetidos. Le autoricé a llevarse el segundo. Cuando puedo complacerle sin violentar mis principios, lo hago muy a gusto. Se retiró.
Me levanté y fui hasta la ventana. No podía estarme quieto. Asomé la cabeza entre las cortinas. Lluvia fina, cielo cubierto. No me había mentido. Podía preverse que clarearía hacia las ocho u ocho y medía. Hermosa puesta de Sol, crepúsculo, noche. Luna menguante hacia medianoche. Llamé a Marthe y volví a acostarme. «Cenaremos en casa», dije. Me miró asombrada. ¿Acaso no cenábamos siempre en casa? Claro, no le había dicho que nos íbamos. Solo se lo diría en el último momento, con el pie en el estribo, como suele decirse. Solo tenía en ella una confianza muy limitada. En el último momento pensaba llamarla y decirle: «Marthe, nos vamos; es cuestión de un día, dos días, tres días, ocho días, quince días, qué sé yo, adiós». No tenía que estar prevenida. Entonces, ¿por qué incomodarla ahora? De todos modos nos habría servido la cena como cada día. Había cometido el error de colocarme en su lugar. Haberla privado de su tarde libre era más comprensible, pero decirle que cenaríamos en casa no tenía disculpa. Porque ya lo sabía, lo creía saber, lo sabía, efectivamente. Y como consecuencia de tan inútil precisión iba a olerse que ocurría algo desacostumbrado y a espiarnos con la esperanza de averiguar de qué se trataba. Primera equivocación. Segunda equivocación —primera cronológicamente—, había olvidado advertir a mi hijo de que no repitiera a nadie nada de lo que le había dicho. Claro que no por esto hubiera dejado de hacerlo. No importa, hubiera debido exigírselo, era mi obligación. Tan listo como solía ser y solo estaba haciendo tonterías. Intenté arreglarlo diciendo: «Un poco más tarde que de costumbre, aunque no antes de las nueve». Ya se iba, con su espíritu caduco en ebullición. «No estoy para nadie», le dije. Sabía lo que iba a hacer, iba a echarse un sayal sobre los hombros y deslizarse hasta el fondo del jardín. Allí llamaría a Hanna, la anciana cocinera de las hermanas Físner, y pasarían un buen rato cuchicheando a través de la reja. Hanna no salía nunca, no le gustaba salir. Las hermanas Físner eran bastante buenas vecinas. Lo único que tenía que reprocharles era que tocaran demasiado el piano. Si hay algo que me altere los nervios es la música. Lo que afirmo, niego o pongo en duda en tiempo presente puedo sostenerlo aún hoy. Pero emplearé sobre todo las diversas formas del pasado. Porque casi nunca estoy seguro, quizá no es exactamente así, no sé aún, o no sé, simplemente, o quizá no sabré nunca. Pensé un poco en las hermanas Elsner. Aún tenía que planearlo todo y me ponía a pensar en las hermanas Elsner. Tenían un aberdeen llamado Zulú. Le llamaban Zulú. A veces, cuando estaba de buen humor, le llamaba: «¡Zulú, perrito!», y venía a saludarme a través de las rejas. Pero tenía que estar de buen humor. No me gustan los animales. Es curioso, no me gustan ni los hombres ni los animales. Y en cuanto a Dios, ya empieza a cansarme. Me agachaba para toquetearle las orejas a través de las rejas diciéndole frases zalameras. No se daba cuenta de que me asqueaba. Se erguía sobre sus patas traseras y apoyaba el pecho contra los barrotes. Entonces veía su pene pequeño y negruzco que se prolongaba en un delgado mechón de pelos mojados. Se sentía en posición inestable, sus corvas temblaban, las patitas buscaban su lugar, una después de otra. Yo también vacilaba, sentado en cuclillas. Con mi mano libre me agarraba a la reja. Quizá yo también le asqueaba a él. Me costó sustraerme a tan vanos pensamientos.
Me pregunté, en un movimiento de rebeldía, qué me obligaba a aceptar aquel trabajo. Pero ya lo había aceptado, había empeñado mi palabra. Demasiado tarde. El honor. No tardé en dorar mi impotencia.
Pero ¿no podría aplazar nuestra partida hasta mañana? ¿O marcharme solo? Inútiles argucias mentales. Pero no partiríamos hasta el último momento, un poco antes de medianoche. «Es una decisión irrevocable», me dije. Y justificada, además, por el estado de la Luna.
Me comportaba como cuando no podía dormir. Me paseaba por mi espíritu lentamente, tomando nota de cada detalle del laberinto, cuyos senderos me eran tan familiares como los de mi jardín y sin embargo siempre me resultaban nuevos, solitarios cuando lo deseaba o animados por insospechados encuentros. Y oía el son de los lejanos címbalos. Tengo tiempo, tengo tiempo. Pero la prueba de que no era cierto fue que en cuanto me detuve todo se esfumó y me puse a pensar de nuevo en el asunto Molloy. Oh incomprensible espíritu, a veces faro, a veces mar.
Nosotros los agentes nunca anotábamos nada por escrito. Gaber no era agente en el mismo sentido que yo. Gaber era mensajero. Lo cual le daba derecho a la agenda. Para ser mensajero se precisaban singulares virtudes, los buenos mensajeros escaseaban más que los buenos agentes. Yo, que era un excelente agente, solo hubiera sido mediocre como mensajero. A menudo lo lamentaba. Gaber estaba abundantemente protegido. Se servía de una clave para sus anotaciones, que él sólo comprendía. Cada mensajero, antes de ser nombrado, debía someter su sistema de anotación a la aprobación de la superioridad. Gaber no comprendía nada de los mensajes que transmitía. Reflexionaba sobre ellos hasta sacar conclusiones de falsedad asombrosa. Sí, no bastaba con que no comprendiese nada, era también preciso que creyera comprenderlo todo. Más aún. Su memoria era tan defectuosa que los mensajes no existían en su cabeza, sino únicamente en su agenda. Bastaba con que la cerrara para haber accedido, un minuto después, a una inocencia absoluta respecto a su contenido. Y cuando digo que reflexionaba sobre sus mensajes y sacaba conclusiones, no me refiero a que lo hiciera como usted y yo, es decir, con el libro y probablemente también los ojos cerrados, sino a medida que iba leyendo. Y cuando alzaba la cabeza y se entregaba a comentarios, no perdía por ello un instante, pues de haber perdido un instante lo habría olvidado todo, tanto el texto como la glosa. Muchas veces me he preguntado si no se sometería a los mensajeros a una intervención quirúrgica para que llegaran a este grado de amnesia. Aunque no lo creo. Porque en todo lo que no afectaba a los mensajes poseían bastante buena memoria. Y he oído a Gaber hablar de su infancia y de su familia en términos muy plausibles. Ser el único en poder leer su propia escritura, estar en la más completa ignorancia del sentido de sus encargos sin saberlo y ser incapaz de retenerlos durante más de algunos segundos son condiciones que rara vez se encuentran reunidas en un mismo individuo. Y eran, sin embargo, las que se exigían a nuestros mensajeros. Y la prueba de que gozaban de mayor consideración que los agentes, más sólidos que brillantes, estaba en que gozaban de una paga semanal de ocho libras, mientras que nosotros solo percibíamos seis libras y media, aparte las primas y gastos de desplazamiento. Y aunque hablo en plural de agentes y mensajeros, no puedo ofrecer garantía alguna al respecto. Porque en mi vida había visto a más mensajeros que Gaber ni sabía de más agente que yo. Pero suponía que no éramos los únicos y Gaber debía de suponer lo mismo. Porque no creo que hubiéramos podido soportar sentirnos únicos en nuestras respectivas categorías. Y debía parecernos natural, a mí, que cada agente tuviera relación con un solo mensajero; a Gaber, que cada mensajero tuviera relación con un solo agente. Por esto yo había podido decirle a Gaber que encargaran aquel trabajo a otro, y él responderme que el jefe quería que lo hiciera precisamente yo. Aunque, suponiendo que no se las hubiera inventado Gaber para engatusarme, estas últimas palabras habían sido quizá pronunciadas por el jefe con el único objeto de mantener nuestra ilusión, si de ilusión se trataba. No, todo eso no está nada claro.
Si nos creíamos miembros de una extensa red se debía sin duda al muy humano sentimiento de que el infortunio compartido se amortigua. Pero, al menos para mí, que sabía escuchar la voz falsete de la razón, resultaba evidente que podíamos muy bien ser los únicos en hacer lo que hacíamos. Sí, en mis momentos de lucidez tenía esta hipótesis como posible. Y para no ocultarnos nada, esta lucidez alcanzaba a veces tal agudeza que llegaba a dudar de la existencia del propio Gaber. Y si no me hubiera apresurado a sumergirme de nuevo en las tinieblas, quizá hubiera llegado a desechar la existencia del jefe y a creerme solo y único responsable de mi desventurada existencia. Porque sabía que era desdichado, con seis libras y media a la semana más primas y falsos gastos. Y después de haber suprimido a Gaber y al jefe (un tal Yudi), ¿cómo habría podido negarme el placer de…? (ustedes me han comprendido). Pero yo no estaba hecho para la gran claridad aniquiladora, se me había dado simplemente una lamparilla y una gran paciencia para recorrer las sombras vacías. Era un cuerpo sólido entre otros cuerpos sólidos.
Bajé a la cocina. No esperaba encontrarme allí a Marthe, pero me la encontré. Estaba sentada en la mecedora, junto a la chimenea, y se mecía desabridamente. De creerla, aquella mecedora era el único de sus bienes que le importaba y no se habría desprendido de ella por todo el oro del mundo. Detalle digno de ser notado, no la había instalado en su habitación, sino en la cocina, junto a la chimenea. Como se acostaba tarde y se levantaba pronto, era en la cocina donde podía resultarle más útil. Abundan los patrones, y yo figuro entre ellos, que ven con malos ojos muebles placenteros en los lugares de trabajo. ¿La sirvienta quiere descansar? Que se retire a su cuarto. Que en la cocina todo sea de madera blanca y dura. Debo decir que Marthe había exigido, antes de entrar a mi servicio, que le autorizase a tener la mecedora en la cocina. Yo había rehusado con indignación. Pero luego, viendo que su decisión era inquebrantable, había cedido. Siempre tuve demasiado buen corazón.
Cada sábado me llevaban a casa mi provisión semanal de cerveza, es decir, media docena de botellas de litro. No la probaba hasta el día siguiente, pues la cerveza debe dejarse reposar después de cualquier desplazamiento. De estas seis botellas, Gaber y yo habíamos vaciado una entre los dos. De modo que debían quedar cinco, más un resto de botella de la otra semana. Pasé a la antecocina. Allí estaban las cinco botellas, tapadas y selladas, y una botella abierta de cuyo contenido solo quedaba un cuarto. Marthe me seguía con la mirada. Me fui sin dirigirle la palabra y subí al primer piso. No hacía más que ir y venir. Entré en el cuarto de mi hijo. Sentado ante su mesita de trabajo, admiraba sus dos álbumes de sellos, el grande y el pequeño. Al acercarme yo, se apresuró a cerrarlos. Comprendí inmediatamente lo que estaba maquinando. Pero primero dije: «¿Tienes tus cosas preparadas?» Se levantó y me alargó su mochila. Miré dentro. Introduje la mano y palpé su contenido, con los ojos extraviados. No faltaba nada. Se la devolví. «¿Qué estás haciendo?», dije. «Mirando mis colecciones de sellos», dijo, «¿A eso lo llamas mirar tus colecciones de sellos?», dije. «Claro», dijo, con un descaro inimaginable. «¡Cállate, mocoso embustero!», grité. ¿Sabéis qué estaba haciendo en realidad? Trasladaba de su magnífica colección propiamente dicha al álbum de los repetidos todos los sellos raros y valiosos, los que cada día contemplaba maravillado y que no podía hacerse a la idea de abandonar, ni siquiera por unos días. «Enséñame tu sello nuevo de Timor, el amarillo de cinco reis», dije. Le vi vacilar. «¡Enséñamelo!», grité. Yo mismo se lo había dado, me había costado un florín, lo que en aquel tiempo era una ganga. «Lo tengo aquí», dijo lastimeramente, tomando el álbum de los repetidos. Era lo que quería saber, o más exactamente lo que quería oírle decir, porque ya lo sabía. «Entendido», dije. Me dirigí a la puerta. «No llevarás contigo ninguno de los dos álbumes —dije—, ni el pequeño ni el grande». Ni una palabra de reproche, solo un futuro profético, como los que empleaba Yudi. «Su hijo le acompañará». Salí del cuarto. Pero mientras recorría a leves pasos el corredor en dirección a mi cuarto, casi contoneándome, felicitándome como de costumbre por la suavidad de mi moqueta, me asaltó un pensamiento que me obligó a regresar a la habitación de mi hijo. Estaba sentado en el mismo lugar, pero su actitud había variado ligeramente, tenía los brazos apoyados en la mesa y la cabeza sobre los brazos. Espectáculo que me llegó inmediatamente al corazón, pero no me impidió cumplir con mi deber. Ya no se movía. «Para mayor seguridad —dije—, vamos a guardar estos álbumes en la caja fuerte, hasta nuestro regreso». Seguía sin moverse. «¿Me has oído?», dije. Se levantó de un salto que volcó la silla y profirió las siguientes furibundas palabras: «¡Haz lo que te dé la gana! ¡Ya no quiero ni verlos!» Hay que dejar que pase el primer arrebato de ira, este es mi parecer, hay que operar en frío. Tomé los álbumes y me retiré sin decir palabra. Me había faltado al respeto, pero no era el momento de hacérselo notar. Inmóvil en el pasillo, oí ruidos de caída y de colisión de objetos. Otro cualquiera, menos dueño de sí que yo de mí, habría intervenido. Pero no me desagradaba del todo que mi hijo diera libre curso a su dolor. Siempre es un desahogo. Me parece mucho más peligroso el dolor que se reprime.
Volví a mi habitación con los álbumes bajo el brazo. Había salvado a mi hijo de una grave tentación, la de guardarse en el bolsillo los sellos que le eran más caros para alimentarse de su contemplación en el curso de nuestro viaje. No es que el hecho de llevar algunos sellos encima resultara en si reprensible. Pero hubiera constituido una desobediencia. Habría tenido que esconderse de su padre para contemplarlos. Y cuando, como fatalmente debía suceder, los hubiera perdido, se hubiera visto obligado a mentir para justificarme su desaparición. No, si realmente le era imposible separarse de sus estampillas preferidas, hubiera valido más que se llevara el álbum completo. Porque es menos fácil perder un álbum que un sello. Pero yo estaba más autorizado que él para juzgar qué podía y qué no podía hacerse. Porque yo sabía cosas que él ignoraba aún, como, por ejemplo, que aquella prueba le iba a ser beneficiosa. Sollst entbehren, de aquí la lección que quería inculcarle desde su más tierna juventud. Palabras mágicas que hasta la edad de quince años no había ni siquiera imaginado que pudieran reunirse. Y aunque semejante empeño estuviera llamado a hacerme odioso a sus Ojos y a hacerle odiar, más allá de mi individualidad, hasta la idea misma del padre, no por ello desistiría de dedicar a él todas mis fuerzas. El pensamiento de que entre mi muerte y la suya, cesando por un instante de ultrajar mi memoria, pudiera preguntarse por un segundo si era posible que yo hubiese tenido razón me bastaba, me compensaba de todos los sacrificios que me había impuesto y me seguiría imponiendo. La primera vez se respondería negativamente y reanudaría sus execraciones. Pero la duda estaría ya sembrada. Volvería a asaltarle. Tal era mi razonamiento.
Faltaban aún algunas horas para la cena. Me decidí a aprovecharlas seriamente. Porque después de comer duermo un poco. Me quité la chaqueta y los calcetines, desabotoné el pantalón y me metí bajo los cobertores. Tendido, bien caliente, en la oscuridad, es cuando mejor penetro en la falsa turbulencia del mundo exterior, sitúo en ella a la criatura que me entregan, intuyo la ruta que he de seguir y hallo sosiego en la absurda miseria ajena. Lejos del mundanal ruido, de su agitación, de sus mordeduras y de su lúgubre claridad, lo juzgo, juzgo a quienes, como yo, están irremisiblemente sumergidos en él, y juzgo también, yo que no sé liberarme a mí mismo, a quien necesita que le libere. Todo está oscuro, pero con la simple oscuridad del reposo que sigue a las grandes fragmentaciones. Masas desnudas como leyes vacilan. Qué importa de qué estén formadas. También el hombre está allí, en alguna parte, vasto bloque formado de todos los reinos, solo entre los que le rodean y tan falto de lo imprevisto como una peña. Y en algún lugar de este bloque, creyéndose un ser aparte, ha ido a esconderse el cliente. Cualquiera serviría para esto. Pero me pagan para que busque. Llego y él sale a la luz, toda su vida ha estado esperando esto, ser preferido, creerse condenado, afortunado, el más mediocre de los hombres. Este es el efecto que a veces me producen el silencio, el calor, la penumbra, los olores de mi lecho. Me levanto, salgo, y todo cambia. La sangre me baja de la cabeza, me asaltan de todas partes los rumores de las cosas, chocando, evitándose, volando en mil pedazos, mis ojos buscan en vano parecidos familiares, cada punto de mi piel grita un mensaje distinto, zozobro en la bruma marina de los fenómenos. Debo vivir y trabajar presa de tales sensaciones, que afortunadamente sé que son ilusorias. A ellas debo un sentido de vida. Como el que se despierta por un repentino dolor. Se inmoviliza, retiene el aliento, se dice: «Es una pesadilla», o «Es un poco de neuralgia». Respira, vuelve a dormirse, temblando aún. Y sin embargo no es desagradable, antes de emprender el trabajo, volver a empaparse de este mundo lento y pesado, donde todo se mueve con la taciturna lentitud de los bueyes, recorriendo pacientemente senderos inmemoriales. Mundo en el que, por supuesto, cualquier investigación sería imposible. Pero en aquella circunstancia, digo bien, en aquella circunstancia, tenía para decidirme razones más serias, o al menos eso espero, y menos agradables que útiles. Porque solo me atrevía a considerar el trabajo que me esperaba desplazándolo en aquella atmósfera, cómo decirlo, sí, por qué no, de finalidad sin fin. Porque donde no pudiera estar Molloy tampoco podía estar Moran. Moran podía inclinarse sobre Molloy. Y aun cuando de mi examen no surgiera nada particularmente útil o fecundo para la ejecución de la orden, habría al menos establecido una especie de relación, y una relación no necesariamente falsa. Porque la falsedad de los términos no implica necesariamente la de la relación, que yo sepa. Más aún, habría prestado a mi hombre, desde el comienzo, apariencias de ser fabuloso, lo que no podía dejar de serme útil más adelante, tenía este presentimiento. De modo que me quité la chaqueta y los calcetines, me desabotoné el pantalón y me deslicé bajo los cobertores, con la conciencia tranquila porque sabía muy bien lo que estaba haciendo.
Molloy, o Mollose, no era para mí un desconocido. De haber tenido colegas, sospecharía que había hablado con ellos de él en alguna ocasión, como de alguien destinado a ocuparnos un día u otro. Pero no tenía colega alguno e ignoraba en qué circunstancias me había enterado de su existencia. A lo mejor me la había inventado, quiero decir que la había encontrado ya formada en mi cabeza. Porque es cierto que a veces nos encontramos con desconocidos que no lo son totalmente, por haber desempeñado un papel en algunas secuencias cerebrales. Eso no me había ocurrido nunca, no me creía llamado a tales experiencias, y hasta la simple sensación, tan frecuente, de haber vivido ya algo me parecía infinitamente lejos de mis posibilidades. Pero, según todas las apariencias, era lo que me estaba ocurriendo. Porque ¿quién había podido hablar de Molloy sino yo y a quién sino a mí había podido hablarle? Indagué en vano. Porque en mis escasas conversaciones con los hombres evitaba abordar estos temas. Si alguien me hubiese hablado de Molloy le habría rogado que se callase y yo por nada del mundo habría confiado a ningún alma viviente la existencia de Molloy. Claro que, de tener colegas, todo hubiera sido distinto. Entre colegas se dicen cosas que se callan en cualquier otro medio social. Pero yo no tenía colegas. Lo cual explica sin duda el inmenso malestar que sentía desde el comienzo de este asunto. Porque no es ninguna fruslería, para un hombre maduro y que se cree al cabo de la calle, verse convertido en teatro de una ignominia semejante. Hay como para alarmarse en serio.
La madre de Molloy, o Mollose, no me era tampoco totalmente desconocida, a lo que creía. Pero la recordaba con menos claridad que a su hijo, y Dios sabe lo lejos que estaba de recordar claramente a su hijo. Después de todo quizá no sabía nada de la madre de Molloy, o Mollose, salvo en la medida en que su hijo conservara jirones de sus rasgos.
De estos dos nombres, Molloy y Mollose, el segundo me parecía quizá más correcto. Pero no por mucha diferencia. Lo que oía, sin duda en mi fuero interno, de tan mala acústica, era una primera sílaba, Molí, muy clara, seguida casi inmediatamente de una segunda muy algodonosa y como ahogada por la primera, y que tanto podía ser oy como podía ser ose, ote, o incluso oc. Y me inclinaba por ose probablemente porque mi espíritu sentía particular debilidad por esta terminación, mientras que las demás no hacían vibrar en él ninguna cuerda sensible. Pero desde el momento en que Gaber había dicho Molloy, no una, sino varias veces, y siempre con la misma claridad, me era forzoso reconocer que yo también hubiera debido decirme Molloy y que al decirme Mollose incurría en error. Y de ahora en adelante, olvidando mis preferencias, me obligaré a decir Molloy, como Gaber. La idea de que pudiera tratarse de dos personas distintas, mi Mollose y el Molloy de la investigación, no llegaba ni a rozarme, y si lo hubiera hecho me habría apresurado a descartarla, como se espanta una mosca o un abejorro. Dios mío, qué poco de acuerdo consigo mismo está el hombre. Yo que me vanagloriaba de ser ponderado, frío como el cristal y limpio de toda falsa profundidad.
De modo que estaba enterado de la existencia de Molloy, sin saber mucho de él. Diré sucintamente lo poco que sabía. Aprovecharé la ocasión para indicar las lagunas más sobresalientes en mis conocimientos respecto a Molloy.
Molloy disponía de muy poco espacio. También tenía tasado el tiempo. Se apresuraba sin cesar, como impulsado por la desesperación, hacia objetivos que tenía muy cerca. Unas veces, prisionero, chocaba con no sé qué estrechos límites; otras, perseguido, buscaba refugio en el centro.
Jadeaba. Apenas surgía en mí, yo empezaba a sentirme lleno de jadeos.
Incluso en campo abierto parecía estar abriéndose camino Penosamente. Más que caminar, cargaba. Y sin embargo avanzaba muy despacio. Se balanceaba a derecha e izquierda como un oso.
Giraba la cabeza profiriendo palabras ininteligibles.
Era macizo y grueso hasta la deformidad. Y de color oscuro, sin ser negro.
Siempre iba de camino. Nunca le he visto tomarse un descanso. A veces se detenía y miraba furiosamente a su alrededor.
Así me visitaba, a intervalos muy espaciados. Entonces todo yo era ruido, pesadez, cólera, ahogo, esfuerzo incesante, furioso y estéril. Todo lo contrario a mi habitual modo de ser, en suma. Me cambiaba totalmente. Le veía desaparecer casi de mala gana, convirtiéndose en una especie de alarido de todo el cuerpo.
No tenía la menor idea de lo que Molloy se proponía.
Ninguna señal me indicaba la edad que podía tener. Me decía que siempre había debido de tener el aspecto bajo el cual le veía y que lo conservaría hasta el final, final que por otra parte me resultaba difícil imaginar. Porque al no concebir qué hubiera podido reducirle a tal estado, tampoco concebía de qué modo, con sus solas fuerzas, iba a poder ponerle término. Que el fin llegara de modo natural me parecía poco probable, ignoro por qué razón. Pero mi propio fin natural, al cual estaba completamente decidido, ¿no supondría al mismo tiempo su fin? En mi modestia, no lo daba por seguro. Por otra parte, ¿hay fines no naturales? ¿Acaso no se integran todos en la armoniosa naturaleza, tanto los innegablemente buenos como los presuntamente malos? No nos extraviemos en vanas conjeturas.
Ninguna información poseía respecto a su rostro. Lo suponía hirsuto, pedregoso y surcado de muecas. Nada me autorizaba a tal suposición.
Que un hombre como yo, tan meticuloso y calmo en general, vuelto pacientemente hacia el mundo externo como mal menor, criatura de su casa, de su jardín, de sus escasos y propios bienes, que ejecutaba con fidelidad y habilidad un trabajo repugnante, que retenía su pensamiento en los límites de cálculo movido por su horror a lo incierto, que un hombre así fabricado, pues yo era un producto de fábrica, se dejase invadir y poseer por quimeras, hubiera debido parecerme extraño e incluso obligarme a poner un poco de orden en el asunto, por mi propio interés. Pues bien, nada de eso. No veía en ello más que una típica necesidad de solitario, necesidad ciertamente poco recomendable, pero que debía satisfacerse si quería seguir siendo un solitario, y le tenía apego, con tan poco entusiasmo como a mis gallinas o a mi fe, pero con la misma clarividencia. Por lo demás, aquello ocupaba un lugar bien escaso en la inenarrable carpintería que era mi existencia, no la comprometía más que mis sueños y era olvidado con la misma rapidez. Siempre me ha parecido razonable desempeñar el papel del fuego antes de la conflagración. Y si hubiera debido contar mi vida no hubiera hecho alusión a ninguna de tales presencias, cuánto menos a la del infortunado Molloy. Pues había otras mucho más avasalladoras.
Pero solo haciéndose violencia, la voluntad recobra esta clase de imágenes. Les añade unas cosas y les quita otras. Y el Molloy que yo ponía a flote aquel memorable domingo de agosto no era desde luego exactamente el mismo de mis bajos fondos, porque aún no había sonado su hora. Pero en lo que respecta a los rasgos esenciales podía estar tranquilo, la semejanza persistía. Y aunque el desajuste hubiera sido mayor, tampoco habría tenido por qué deplorarlo. Pues lo que hacía no lo hacía por Molloy, que me importaba un bledo, ni por mí mismo, a quien renunciaba, sino por el interés de un trabajo que, aunque nos necesitara a nosotros para realizarse plenamente, era anónimo por esencia, y subsistiría, habitaría el espíritu de los hombres, cuando sus miserables artesanos ya no existieran. Espero que ya no se diga que no me tomaba en serio mi trabajo. Más bien se dirá, con voz conmovida, ah, se ha extinguido la raza que daba estos hombres, se ha roto el molde que los formaba.
Dos observaciones.
El Molloy a quien así me iba acercando con precaución solo debía de tener un lejano parecido con el verdadero Molloy, aquel con quien debería enfrentarme dentro de poco a través de montes y valles.
Quizá mezclaba ya, sin darme cuenta, al Molloy recuperado en mí mismo elementos del Molloy descrito por Gaber.
Había, en suma, tres Molloy, no, cuatro. El de mis entrañas, la caricatura que de él formaba, el de Gaber y el de carne y hueso que me esperaba en alguna parte. Y, si no fuera por la prodigiosa exactitud de Gaber en lo que afectaba a sus encargos, tendría que añadir además el de Yudi. Razonamiento defectuoso. Porque ¿podía suponerse seriamente que Yudi hubiera confiado a Gaber todo lo que sabía, o creía saber (una cosa equivalía a la otra para Yudi) sobre su protegido? Con seguridad que no. Había dicho únicamente lo que juzgó útil para una pronta y eficaz ejecución de sus órdenes. Debo, pues, añadir un quinto Molloy, el de Yudi. Pero ¿no se confundía este quinto Molloy con el cuarto, el verdadero como suele decirse, el que acompaña a su sombra? Habría dado mucho por saberlo. Evidentemente, había otros. Pero limitémonos, si no os importa, a nuestro pequeño círculo de iniciados. Y no queramos indagar tampoco hasta qué punto estos cinco Molloy eran fijos y hasta qué punto estaban sujetos a fluctuaciones. Porque Yudi tenía la particularidad de que cambiaba de opinión muy fácilmente.
Ya van tres observaciones. Solo había previsto dos.
Una vez roto así el hielo, me juzgué en situación de afrontar el informe de Gaber y entrar en el núcleo de los datos oficiales. Me parecía que por fin iba a iniciarse la investigación.
Poco más o menos en aquel momento el sonido de un gong fuertemente percutido se dejó oír por toda la casa. En efecto, eran las nueve. Me levanté, puse en orden mis vestidos y bajé precipitadamente. Avisarme de que la sopa estaba servida, qué digo, que estaba a punto de congelarse, era siempre para Marthe una pequeña victoria y una gran satisfacción. Porque habitualmente yo estaba sentado a la mesa, con la servilleta desplegada sobre el pecho, desmigajando el pan, jugueteando con los cubiertos y el portacuchillos, esperando que me sirviera la cena, algunos minutos antes de la hora convenida. Me dediqué a la sopa. «¿Dónde está Jacques?», dije. Marthe se encogió de hombros. Detestable ademán de esclavo. «Dígale que baje inmediatamente» dije. En mi plato la sopa ya no humeaba. ¿Había humeado alguna vez? Marthe volvió. «No quiere bajar», dijo. Dejé la cuchara en el plato. «Dígame, Marthe —dije— ¿de qué es esta sopa?» Me dio su nombre. «¿Ya la había tomado alguna vez?», dije. Me aseguró que sí. «Entonces será que he sacado los pies del plato», dije. Este rasgo de ingenio me gustó mucho, reí tanto que acabé por hipar. Marthe no entendió nada y me miraba con asombro. «Que baje», dije finalmente. «¿Cómo dice?», dijo Marthe. Repetí la frase. Su apariencia de sincera perplejidad no varió. «Este pequeño Trianon tiene tres habitantes —dije—: usted, mi hijo y yo. He dicho que baje». «Pero se encuentra mal», dijo Marthe. «Aunque estuviera agonizando —dije—, tendría que bajar». La ira me empujaba a veces a leves excesos de lenguaje. No me arrepentía de ello. Me parecía que todo lenguaje es un exceso de lenguaje. Naturalmente los confesaba. De vez en cuando, debía poner de relieve mis defectos.
Jacques estaba colorado como un pimiento. «Tómate la sopa —dije—, ya verás qué rica». «No tengo hambre», dijo. «Tómate la sopa», dije. Comprendí que no se la iba a tomar. «¿Qué te pasa?», dije. «No me encuentro bien», dijo. Qué cosa tan abominable es la juventud. «Trata de ser más explícito», dije. Utilicé ex profeso esta expresión un poco difícil para los jóvenes, porque precisamente algunos días antes le había explicado su significación y modo de empleo. Tenía, pues, fundadas esperanzas de que me dijera que no me comprendía. Pero era listillo, a su manera. «¡Marthe!», vociferé. Marthe apareció. «El segundo plato», dije. Miré con más atención por la ventana. No solo había dejado de llover, cosa que ya sabía, sino que al Oeste crecían por momentos algunas franjas de un hermoso color rojo tornasolado. Más que verlas, las adivinaba a través del ramaje. Una dicha indecible, apenas exagero, me inundó ante tanta belleza, ante tan generosos auspicios. Aparté la mirada con un suspiro, pues la alegría inspirada por la contemplación de la belleza envuelve a menudo melancolía, y me encontré en la mesa con lo que había llamado el segundo plato, no sin razón. «¿Qué diablos es esto?», dije. Generalmente los domingos por la noche hacíamos una cena fría, los restos de aves, pollo, pato, oca, pavo, qué se yo, de la cena del sábado. Siempre han sido muy celebrados mis pavos, en mi opinión su cría presenta mucho más interés que la de los patos. Más delicados, quizá, pero de mucho mejor rendimiento para quien sabe mimarlos, tratarlos, en resumen, para quien sabe amarlos y hacerse amar por ellos. «Es un plato de pastor», dijo Marthe. Lo degusté. «¿Y qué ha hecho del pollo de ayer?», dije. En el rostro de Marthe apareció una expresión de triunfo. Es evidente que esperaba esta pregunta y contaba con ella. «He pensado —dijo— que les convendría más una comida caliente, antes de marcharse de viaje». «¿Y de dónde ha sacado que nos vamos de viaje?», dije. Se dirigió hacia la puerta, señal inequívoca de que iba a lanzarnos un dardo. Solo sabía insultar huyendo. «No estoy ciega», dijo. Abrió la puerta. «Por desgracia», dijo. La cerró tras sí.
Miré a mi hijo. Tenía la boca abierta y los ojos cerrados.
«¿Nos has traicionado tú?», dije. Fingió no oírme. «¿Le has dicho a Marthe que nos íbamos?», dije. Dijo que no. «¿Y por qué no?», dije. «No la he visto», dijo con cinismo. «Pero hace un momento subió a tu cuarto», dije. «La cena estaba ya a punto», dijo. A veces casi era digno de mí. Sin embargo era un error aducir tal disculpa. Pero era joven e inexperto y renuncié a abrumarle. «Intenta explicarme —dije— de un modo un poco más preciso lo que te pasa». «Me duele el vientre», dijo. «¡Me duele el vientre!» «¿Tienes fiebre?», dije. «No sé», dijo. «Tómatela», dije. Cada vez parecía más atontado. Afortunadamente, a mí me gustaba bastante poner los puntos sobre las íes. «Ve a buscar el termómetro —dije—, está en la mesa de mi despacho, en el segundo cajón de la derecha, empezando a contar por arriba, tómate la temperatura y tráeme el termómetro». Dejé transcurrir algunos minutos y luego, sin ser invitado a ello, repetí palabra por palabra, y despacio, esta frase bastante larga y difícil, en la que figuraban no menos de tres imperativos. Viendo que se alejaba, porque sin duda había comprendido lo esencial, añadí jovialmente, «¿Ya sabes en qué boca tienes que metértelo?» En mis conversaciones con mi hijo, no me importaba dar cabida a bromas de gusto dudoso, con finalidades educativas. Si de momento no captaba toda la sal de algunas, como debía ocurrirle frecuentemente, podría reflexionar sobre ellas a placer o buscarles con sus pequeños camaradas la interpretación más verosímil. Lo que en sí mismo constituía un excelente ejercicio. Y al mismo tiempo aguijoneaba su joven espíritu en una dirección muy fecunda, la del horror al cuerpo y sus funciones. Pero había construido mal la frase, hubiera hecho mejor diciendo: «No te equivoques de entrada». Mirando de más cerca el plato de pastor se me ocurrió esta rectificación. Levanté con la cuchara la capa espesa que lo recubría y miré dentro. Lo sondeé con el tenedor. Llamé a Marthe y le dije: «Ni un perro querría esto». Sonreí pensando en la mesa de mi despacho que no disponía más que de seis cajones, tres a cada lado del hueco donde colocaba las piernas. «Como esta cena es incomible —dije—, tenga la bondad de preparar un paquete de sandwiches con los restos de pollo que no se haya podido comer». Por fin regresó mi hijo. Convenía tener un termómetro en casa. Me lo entregó, «¿al menos lo has limpiado?», dije. Viéndome bizquear con los ojos pegados al mercurio se dirigió a la puerta y encendió la luz. Qué lejos estaba Yudi en aquel momento. A veces, en invierno, cuando volvía extenuado tras una jornada de inútiles caminatas, encontraba mis zapatillas calentándose ante el fuego, con el empeine vuelto hacia las llamas. Tenía fiebre. «No tienes nada», dije. «¿Puedo subir a mi habitación?», dijo. «¿Para qué?», dije. «Para acostarme», dijo. ¿No estábamos asistiendo a un verdadero caso de fuerza mayor? Sin duda, pero nunca me atrevería a invocarlo. No iba a atraer sobre mí iras fulminantes de cuyas consecuencias quizá nunca me recuperaría, simplemente porque mi hijo tuviera cólicos. Si se ponía gravemente enfermo durante el viaje, ya sería distinto. No había estudiado en vano el Antiguo Testamento. «¿Has hecho caca, hijo mío?», dije con ternura. «Lo he intentado», dijo. «¿Tienes ganas?», dije. «Sí», dijo. «Pero no sale nada», dije. «No», dijo. «Alguna ventosidad», dije. «Sí», dijo. Me acordé de pronto del cigarro que me había dado el padre Ambroise. Lo encendí. «Ahora veremos», dije, levantándome de la silla. Subimos al primer piso. Le puse una lavativa de agua salada. Se agitó, pero no mucho. Le saqué la cánula. «Intenta retenerla —dije—, no te quedes sentado en el bacín, acuéstate boca abajo». Estábamos en el cuarto de baño. Se tendió sobre las baldosas, con el culo al aire. «Déjala que penetre bien», dije. Qué día. Contemplé las cenizas de mi cigarro. Eran azules y compactas. Me senté en el borde de la bañera. La porcelana, los espejos, el cromado hicieron que me invadiera una gran sensación de paz. O al menos a eso lo atribuyo. Tampoco era gran cosa, por otra parte. Me levanté, dejé el cigarro y me cepillé los incisivos. También me cepillé las encías del fondo de la boca. Me miré en el espejo, con los labios, que en estado de reposo se me introducen en la boca, replegados. «¿Qué aspecto tengo?», me dije. Como de costumbre, la visión de mis bigotes me irritó. No estaban bien perfilados. Me sentaban bien, yo era inconcebible sin bigotes. Pero hubieran debido sentarme mejor. Habría bastado con una pequeña variación en el corte. ¿Pero cuál? ¿Era demasiado, o no era suficiente? «Ahora —dije, sin dejar de inspeccionarme—, vuelve a sentarte en el bacín y empuja». ¿No sería debido al color? Un ruido de evacuación me devolvió a preocupaciones menos elevadas. Se puso en pie temblando. Nos inclinamos simultáneamente sobre el bacín que después de una larga pausa tomé por el asa e hice balancearse en uno y otro sentido. Una especie de virutas filamentosas nadaban en el líquido amarillento. «Cómo vas a hacer caca, dije, con el vientre vacío». Me hizo observar que había almorzado. «No probaste nada», dije. Callaba. Había acertado. «Olvidas que dentro de una o dos horas nos vamos», dije. «No podré», dijo. «Por tanto —proseguí—, tienes que comer». Sentí un dolor lacerante en la rodilla. «¿Qué te ocurre, papá?», dijo. Me dejé caer en el escabel, me arremangué el pantalón, miré la rodilla, plegué y desplegué varias veces la pierna. «Pronto, el iodo», dije. «Estás sentado encima», dijo. Me levanté y el pantalón cayó de nuevo en torno a mi tobillo. Esta inercia de las cosas es como para volverle a uno literalmente loco. Lancé un rugido que debieron oír las hermanas Elsner. Dejan de leer, levantan la cabeza, se miran, escuchan. Silencio. Otro grito en la noche, uno más. Dos manos sarmentosas, venosas, cubiertas de anillos, se buscan, se oprimen una contra la otra. Volví a arremangarme el pantalón, lo arrollé con rabia en el muslo, levanté la tapadera del escabel, saqué el iodo y me di con él una friega en la rodilla. «La rodilla está llena de huesecillos que se mueven. Haz que penetre bien», dijo mi hijo. Ya me las pagaría. Cuando terminé, volví a ponerlo todo en orden, desenrollé el pantalón, volví a sentarme en el escabel y escuché. Silencio. «A menos que prefieras que probemos con un verdadero vomitivo», dije, como si no hubiera pasado nada. «Tengo sueño», dijo. «Te metes en cama —dije—, te llevaré una pequeña colación que va a gustarte mucho, dormirás un poco y luego nos iremos juntos». Lo atraje hasta mi pecho. «¿Qué dices a esto?», dije. Dijo a esto: «Sí, papá». ¿Me amaba en aquel momento tanto como yo a él? Nunca podía uno estar seguro de nada con aquel pequeño escurridizo. «Sube pronto a acostarte —dije—, tápate bien, voy en seguida». Bajé a la cocina, preparé y dispuse en mi hermosa bandeja de laca una taza de leche caliente y una rebanada de pan con confitura. Quería un informe. Vaya si lo tendrá. Marthe me miraba sin decir nada, repanchigada en su mecedora. Parecía una Parca sin hilo. Dejé todo en orden detrás de mí y me dirigí hacia la puerta. «¿Puedo acostarme?», dijo. Había esperado a que yo estuviera de pie, con la bandeja cargada en la mano, para dirigirme esta pregunta. Salí, dejé la bandeja sobre una silla al pie de la escalera y volví a la cocina. «¿Ha preparado usted los sandwiches?», dije. Mientras tanto la leche se iba enfriando y cubriéndose de una nata repugnante. Los había preparado. «Voy a acostarme», dijo. Todo el mundo se acostaba. «Tendrá que levantarse dentro de una o dos horas —dije— para echar el cerrojo». A ella le tocaba decidir si valía la pena acostarse en tales condiciones. Me preguntó por cuánto tiempo iba a ausentarme. ¿Se daba cuenta de que no me iba solo? Sin duda. Cuando subió a decirle a mi hijo que bajara, aun en el caso de que él no le hubiera dicho nada, ella habría debido ver la mochila. «No sé», dije. Acto seguido, al verla tan vieja, peor que vieja, envejeciendo, tan sola y triste en su eterno rincón, dije: «No será por mucho tiempo, vaya». Y la invité, en términos que para mí resultaban calurosos, a tomarse una buena temporadita de descanso durante mi ausencia y a distraerse intercambiando visitas con sus amigas. «No ahorre el té ni el azúcar —dije—, y si se diera el caso extraordinario de que necesitara dinero, diríjase al abogado Savory». Llevé este súbito acceso de amabilidad hasta el extremo de estrecharle la mano, que se enjugó apresuradamente en el delantal, en cuanto comprendió mis intenciones. Terminado el apretón, no dejé aquella mano blanda y colorada. Sino que, con la punta de mis dedos, tomé uno de los suyos, me lo acerqué y lo contemplé. Si hubiera tenido lágrimas que derramar las hubiera derramado entonces, a torrentes, durante horas. Probablemente se preguntaba si iba a hacerle proposiciones deshonestas. Le devolví su mano, tomé los sandwiches y me fui.
Marthe llevaba mucho tiempo a mi servicio. Yo me ausentaba a menudo. Nunca me había despedido de ella de aquel modo, sino que siempre lo había hecho con desenvoltura, incluso cuando tenía razones para temer que mi ausencia fuera prolongada, lo que no ocurría en aquella ocasión. A veces me iba sin decirle palabra.
Antes de entrar en el cuarto de mi hijo entré en el mío. Seguía con el cigarro en la boca, pero sus hermosas cenizas habían ido a caer en alguna parte. Me reproché esta negligencia. Disolví en la leche unos polvos somníferos. No le perdonaría nada. Ya salía con la bandeja cuando mi mirada cayó sobre los dos álbumes que habían quedado en mi mesa de despacho. Me pregunté si podía retirar mi prohibición, al menos en lo que concernía al álbum de los repetidos. Poco antes había subido a aquella habitación en busca del termómetro. Se había demorado bastante, ¿y sí hubiera aprovechado la ocasión de apoderarse de algunos de sus sellos preferidos? No tenía tiempo de controlarlo todo. Dejé la bandeja y busqué al azar algunos sellos, 1 de Togo carmesí de un marco con un hermoso buque, 1 de Nyassa de diez reis de 1901, y algunos más. El de Nyassa me gustaba mucho. Era verde y representaba una jirafa ramoneando la copa de una palmera. Estaba en su sitio. Lo cual no probaba nada. Probaba simplemente que aquellos sellos estaban en su sitio. Juzgué que no podía modificar mi decisión, libremente tomada y enunciada con toda claridad, sin que mi autoridad sufriera menoscabo por ello, cosa que no estaba en situación de afrontar. Lo lamenté. Mi hijo ya dormía. Le desperté. Comió y bebió expresando con muecas su repugnancia. Ya veis cómo me lo agradecía. Esperé a que la última gota y la última migaja hubieran desaparecido. Se volvió de cara a la pared y lo arropé. Estuve a punto de abrazarlo. Ni él ni yo habíamos pronunciado una palabra. Por el momento, ya no las necesitábamos. Además, no era frecuente que mi hijo tomara la iniciativa de hablarme. Y cuando le hablaba yo, casi siempre respondía despacio y como a pesar suyo. Sin embargo, con sus pequeños camaradas, cuando me creía lejos, era increíblemente voluble. No me disgustaba que mi presencia ahogara en él esta disposición. Ni una persona de cada cien sabe callarse y escuchar, ni siquiera lo que eso significa. Y sin embargo es entonces cuando se distingue, más allá del estrépito absurdo, el silencio de que está formado el Universo. Deseaba tal ventaja para mi hijo. Y que permaneciera apartado de los que se felicitan de saber tener los ojos bien abiertos. Yo no había luchado, pasado penalidades, conquistado una situación, vivido como un forzado para que mi hijo corriera la misma suerte. Me retiré de puntillas. No me importaba desempeñar mis papeles hasta sus últimas consecuencias.
Puesto que de este modo iba retrasando el plazo, ¿debo excusarme por decirlo? Dejo caer esta sugestión completamente al azar. Y sin tomarme demasiado interés. Porque al relatar aquella jornada vuelvo a ser el que la sufrió, el que la llenó con una vida ansiosa y fútil con el único objeto de aturdirse, de poder dejar de hacer lo que debía hacer. Y mi pluma evita ahora a Molloy como aquella noche lo evitaba el pensamiento. Hace ya algún tiempo que me ronda esta confesión. No encuentro en ella ningún alivio.
Reflexioné con amarga satisfacción en que si mi hijo acababa por estirar la pata durante el camino, no sería por culpa mía. Que cada cual cargue con sus responsabilidades. Conozco a muchos que no pierden el sueño por ellas.
Me dije: «En esta casa hay algo que me impide entrar en acción. Un hombre como yo no puede olvidar, cuando se evade de alguna obligación, de qué obligación se está evadiendo». Bajé al jardín y paseé en una oscuridad casi absoluta. Si el jardín me hubiera sido menos familiar me hubiera refugiado en los macizos de plantas o en las colmenas. Se me había apagado el cigarro sin darme cuenta. Lo sacudí y lo guardé en el bolso, con la intención de tirarlo más tarde al cenicero o a la papelera. Pero al día siguiente, lejos de Shit, volví a encontrarlo en mi bolsillo, y ciertamente no sin satisfacción. Porque aún pude darle algunas chupadas. Descubrir el cigarro apagado entre mis dientes, escupirlo, buscarlo en la oscuridad, recogerlo, preguntarme qué podía hacer con él, sacudir la ceniza y guardármelo en el bolsillo, representarme mentalmente el cenicero y la papelera, eran simplemente las principales etapas de un proceso que prolongué al menos durante un cuarto de hora. Otras etapas se referían al perro Zulú, a los perfumes multiplicados por la lluvia y cuyo origen me complacía en indagar, mental y empíricamente, a la luz que se veía en casa de un vecino, al ruido que llegaba de casa de otro, y así sucesivamente. La ventana del cuarto de mi hijo estaba tenuemente iluminada. Me reprochaba un poco a mi mismo permitirle este capricho. No hacía mucho que todavía le era imposible dormir sin su osito de felpa en los brazos. Cuando hubiera olvidado al oso (Jeannot) le suprimiría la lamparilla. ¿Qué hubiera hecho aquel día sin la preocupación de mi hijo? Posiblemente hubiera cumplido con mi deber.
Al verme tan descorazonado en el jardín como en la casa, volví a dirigirme a esta, diciéndome que una de dos, o mi casa no tenía ninguna influencia en la especie de aniquilamiento donde yo me debatía, o era preciso atribuir éste a todo el conjunto de mi pequeña propiedad. Al adoptar esta segunda hipótesis, excusaba mi comportamiento anterior y, anticipadamente, el que adoptase en lo sucesivo hasta el momento de mi partida. Esta hipótesis me procuraba una apariencia de absolución y un instante de ficticia libertad. De modo que la adopté.
Desde lejos, me había parecido que la cocina estaba sumida en la oscuridad. Y así era, en cierto sentido. Pero no era así, en otro sentido. Porque pegando el ojo a los cristales distinguí una débil claridad rojiza, que no podía provenir del horno, porque yo no tenía horno, sino una modesta cocina de gas. Un horno, si ustedes se empeñan, pero un horno de gas. Es decir, que también había un verdadero horno en la cocina, pero estaba en desuso. Qué queréis, en una casa sin horno de gas me habría encontrado incómodo. De noche, interrumpiendo mis paseos, me gusta acercarme a las ventanas, estén iluminadas o no, y mirar en las habitaciones, para ver las escenas que transcurren en su interior. Me cubro el rostro con las manos y miro a través de los dedos. De este modo he dado un susto a más de un vecino. Se precipita al exterior sin encontrar a nadie. Las más oscuras habitaciones emergen entonces para mí de la oscuridad, como cargadas aún del día desaparecido o de la lámpara que acaba de ser apagada, por motivos más o menos confesables. Pero los resplandores de la cocina pertenecían a otra categoría y provenían de la lamparita con globo rojo que, en la habitación de Marthe, contigua a la cocina, ardía eternamente a los pies de una pequeña Madonna de madera tallada, adosada a la pared. Cansada de mecerse, Marthe había salido de la cocina para ir a tenderse en su cama, dejando abierta la puerta de su habitación a fin de que no se le escapara ninguno de los rumores de la casa. Pero quizá se había dormido.
Subí de nuevo al primer piso. Me detuve ante la puerta del cuarto de mi hijo. Me incliné y pegué la oreja a la cerradura. Otros pegan el ojo a las cerraduras, yo el oído. Para mi asombro, no oí nada. Porque mi hijo dormía ruidosamente, con la boca abierta. Me guardé mucho de abrir la puerta. Porque en aquel silencio tenía materia con la que mantener ocupado mi espíritu durante algún tiempo. Volví a mi habitación.
Entonces pudo verse aquel acontecimiento sin precedentes. Moran preparándose a partir en la más completa ignorancia de la empresa que iniciaba, sin haber consultado mapas ni manuales, sin haber tomado en consideración el problema del camino y de las etapas, despreocupado de las perspectivas meteorológicas, poseedor únicamente de algunas nociones confusas sobre los utensilios de que debía proveerse, sobre la duración probable de la expedición, sobre la suma de dinero que iba a necesitar e incluso sobre la naturaleza del trabajo que debería prestar y por consiguiente sobre los medios que debería poner en juego. Sin embargo yo silbaba, mientras embutía en mi zurrón un mínimo de efectos análogos a los que había indicado a mi hijo. Me puse mi viejo traje ceniciento de cazador, con calzones cortos que se abotonaban por debajo de la rodilla, medias adecuadas y un sólido par de botines negros. Me incliné, con las manos en las nalgas, y me miré las piernas. Delgadas y patizambas, no concordaban mucho con aquel atuendo con el que, por lo demás, nadie me había visto en el pueblo. Pero cuando partía en la noche hacia un lejano destino, me lo ponía a gusto, sintiéndome cómodo, aunque un poco ridículo. No me faltaba más que un mariposero para parecerme vagamente a un preceptor provinciano en vacaciones de convalecencia. Los pesados botines de un color negro fulgurante y que parecían pedir a gritos un pantalón de sarga azul marino, daban el golpe de gracia a este conjunto que, sin ellos, hubiera podido parecer, a personas no muy avisadas, de un mal gusto de buen tono. Después de madura vacilación, me decidí por mi sombrero de paja de arroz, amarillento por la lluvia. Había perdido el cintillo, lo que le hacía parecer de una altura desmesurada. Estuve tentado de ponerme mi esclavina negra, pero opté finalmente por un pesado paraguas invernal de empuñadura maciza. La esclavina es una prenda práctica, y tenía varias. Al mismo tiempo disimula los brazos y los deja en libertad de maniobrar libremente. Pero el paraguas tiene también muchas virtudes. Y, de haber sido invierno o incluso otoño en vez de verano, quizá habría tomado ambas cosas. Ya lo había hecho en otras ocasiones y solo tenía motivos para alegrarme de tal decisión.
Vestido de esta guisa, no podía albergar muchas esperanzas de pasar inadvertido. Ni lo deseaba. En mi profesión, hacerse notar forma parte de los rudimentos del arte. Es indispensable suscitar sentimientos de compasión, de indulgencia, provocar sarcasmos e hilaridad. Mayores garantías de seguridad en los secretos. A condición de que uno no se emocione, ni denigre a nadie ni se ría, estado al que yo llegaba fácilmente. Además, era de noche.
Mi hijo solo iba a servirme de estorbo. Se parecía a otros mil muchachos de su edad y condición. Un padre siempre es algo más serio. Aunque sea grotesco, impone cierto respeto. Y cuando lo ven por los caminos con su hijo de corta edad, cuyo rostro va alargándose cada vez más, entonces no hay manera de trabajar. Le toman a uno por un viudo, las apariencias más alegres no pueden nada para evitarlo, más bien agravan la situación, haciendo que se nos impute una esposa muerta mucho tiempo atrás, probablemente de parto. Y entonces no se vería en mis excentricidades más que un efecto de la viudez, que me habría trastornado el entendimiento. Iba naciendo en mí la cólera contra quien me imponía semejante traba. No lo habría hecho mejor sí se hubiese propuesto mi fracaso. De haber podido reflexionar con mi habitual sangre fría sobre el trabajo que me encargaban, quizá lo hubiera juzgado más propicio a verse facilitado que estorbado por la presencia de mi hijo. Pero no insistiremos sobre este punto. Quizá podría hacerle pasar por mi ayudante, o simplemente por un sobrino. Le prohibiría llamarme papá, o darme señales de afecto en presencia de extraños, so pena de recibir uno de aquellos bofetones que tanto temía.
Y si, mientras daba vueltas a tan lúgubres pensamientos, de vez en cuando silbaba algunos compases, era porque en el fondo debía estar contento de dejar mi casa, mi jardín, mi pueblo, que habitualmente tanto me contrariaba abandonar. Hay personas que silban sin motivo. Yo, no. Y mientras iba y venía por mi habitación, poniendo las cosas en orden, guardando en el armario los vestidos y en sus cajas los sombreros que había sacado para elegir libremente entre ellos, cerrando con llave los diferentes cajones, mientras hacía todo esto me veía con júbilo lejos de mi aldea, de las caras conocidas, de todas mis anclas de salvación, sentado en la oscuridad sobre un mojón, con las piernas cruzadas, una mano en el muslo, el codo en esta mano, el mentón en la otra, con los ojos fijos en el suelo, como ante un tablero de ajedrez, trazando fríamente mis planes para el día siguiente, para mañana, para pasado mañana, creando el tiempo futuro. Y entonces yo olvidaba que mi hijo estaría a mi lado, agitándose, quejándose pidiendo comer y dormir, ensuciándose los calzoncillos. Volví a abrir el cajón de mi mesilla de noche y tomé un tubo entero de comprimidos de morfina, mi calmante preferido.
Mi llavero es enorme, pesa más de una libra. Vaya donde vaya, no hay en mi casa una puerta o un cajón cuya llave no me acompañe. Las llevo en el bolsillo derecho del pantalón, en este caso del calzón. Una cadena maciza, unida a mis tirantes, me impide perderlas. Esta cadena, cuatro o cinco veces más larga de lo necesario, reposa enrollada en mi bolsillo, sobre el llavero. El peso me hace inclinarme a la derecha cuando estoy cansado o me olvido de compensarlo mediante un esfuerzo muscular.
Eché una última mirada a mi alrededor, noté que había omitido algunas precauciones, lo remedié, tomé el zurrón, he estado a punto de escribir la guitarra, el sombrero de paja, el paraguas, espero no olvidarme nada, apagué la luz, salí al pasillo y cerré mi puerta con llave. Hasta aquí todo está claro. Oí a continuación un ruido de estrangulamiento. Era mi hijo que dormía. Le desperté. «No tenemos tiempo que perder», dije. Se aferraba desesperadamente al sueño. Era natural. Algunas horas de sueño, por profundo que sea, no bastan a un organismo apenas púber quebrantado por la indigestión. Mientras lo sacudía y lo ayudaba a salir de la cama tirándole primero de los brazos y luego de los cabellos, se apartó de mí furiosamente, volviéndose hacia la pared, y hundió las uñas en el colchón. Me fue preciso recurrir a todo mi vigor para acabar con su resistencia. Pero apenas lo hube sacado de la cama cuando escapó de mis brazos, para revolcarse en el suelo, lanzando gritos de ira y rebelión. Ya empezábamos. Ante tan repugnante exhibición me fue forzoso emplear mi paraguas, que empuñé por el extremo con ambas manos. Pero permitidme unas palabras sobre mi sombrero de paja, antes de que se me olvide. El borde tenía dos agujeros, uno a cada lado, naturalmente, que yo mismo había perforado con mi berbiquí. Y había fijado en estos agujeros los dos extremos de un elástico lo bastante largo para pasar bajo mi mentón, o mejor dicho bajo mis mandíbulas, aunque no demasiado largo, porque debía quedar bien sujeto, o mejor dicho bajo mis mandíbulas. De este modo, cualesquiera que fuesen mis movimientos, mi sombrero no se movería de su sitio, es decir, sobre mi cabeza. «¡Deberías avergonzarte —grité—, maldito arrapiezo sin modales!» Si no me cuidaba, iba a ceder a una explosión de ira. Es un lujo que no puedo permitirme. Porque entonces me quedo ciego, un velo de sangre nubla mis ojos y, a semejanza del gran Gustave, oigo crujir los banquillos del Tribunal. No se puede ser impunemente amable, educado, razonable, paciente, día tras día, año tras año. Tiré el paraguas al suelo y me precipité fuera de la habitación. En la escalera me encontré con Marthe que subía sin cofia, el pelo suelto y las ropas en desorden. «¿Qué ocurre?», gritó. La miré. Volvió a la cocina. Corrí temblando al cobertizo, tomé el hacha, fui al patio y me puse a talar afanosamente un viejo tronco sobre el cual en invierno partía tranquilamente mis leños en cuatro. La hoja terminó por hundirse tan profundamente que no pude sacarla del tronco. Los esfuerzos a que ello me obligó me depararon, con el agotamiento, el sosiego interior. Volví a subir al primer piso. Mi hijo, llorando, se vestía. Todo el mundo lloraba. Le ayudé a ponerse la mochila. Le dije que no olvidara el impermeable. Quería guardarlo en la mochila. Le dije que de momento lo llevara bajo el brazo. Eran casi las doce de la noche. Recogí del suelo mi paraguas. Intacto. «Adelante», dije. Salió de la habitación, que me quedé contemplando un instante, antes de seguirle. Reinaba en ella el mayor desorden. Fuera la temperatura era agradable, en mi humilde opinión. El aire era aromático. La grava gimió bajo nuestros pasos. «No —dije—, por aquí». Me introduje en el bosquecillo. Mi hijo, detrás de mí, iba tropezando y dándose golpes contra los troncos. No sabía orientarse en la oscuridad. Como aún era joven, las palabras de reproche se ahogaron en mis labios. Me detuve. «Toma mi mano», dije. Hubiera podido decirle: «Dame tu mano». Pero dije: «Toma mi mano». Es curioso. Pero el sendero era demasiado estrecho para que pudiéramos avanzar los dos de frente. De modo que me puse la mano a la espalda y mi hijo la tomó, al parecer con gratitud. Así llegamos ante el postigo rústico cerrado con llave. Lo abrí y me hice a un lado, para que mi hijo pasara primero. Volví la mirada hacia la casa. El bosquecillo me la ocultaba en parte. La cresta dentada del tejado y la única chimenea con sus cuatro tubos apenas se destacaban contra el cielo donde babeaban algunas estrellas al ahogarse. Ofrecí el rostro a aquella masa fragante de vegetación que me pertenecía, de la cual podía hacer lo que quisiera sin que nadie me dirigiera observación alguna. Estaba poblada de pájaros cantores con la cabeza bajo el ala, sin temor alguno, pues me conocían. Creía amar mis árboles, mis arbustos, mis parterres, mis minúsculos arriates. Si a veces les cortaba una rama o una flor era únicamente por su bien, para que crecieran más tupidos y felices. Pero lo hacía con el corazón en un puño. Por lo demás, es muy sencillo, no lo hacía yo, se lo hacía hacer a Christie. No cultivaba legumbres. El gallinero no estaba lejos. Mentí al decir que tenía pavos, etc. Solo tenía algunas gallinas. Allí estaba mi gallina gris, no en la percha con las otras, sino en tierra, en un rincón, entre el polvo, a merced de las ratas. El gallo ya no se dirigía hacia ella para saltarle furiosamente encima. Si no se recuperaba, no estaba lejos el día en que las otras gallinas unirían sus fuerzas para despedazarla a picotazos y arañazos. Todo estaba en silencio. Soy muy fino de oído. Pero no tengo el menor sentido musical. Percibo este adorable rumor formado por minúsculos pataleos, de plumas nerviosas, ínfimos cloqueos inmediatamente reprimidos, que distingue a los gallineros durante la noche y termina mucho antes del amanecer. Cuántas veces lo había escuchado gozosamente, diciéndome: «Mañana tengo el día libre». De esta suerte volví la mirada a mi pequeña propiedad, antes de abandonarla, con la esperanza de conservarla.
En la callejuela, después de haber cerrado el postigo con llave, dije a mi hijo: «A mano izquierda». Hacía mucho tiempo que había renunciado a pasearme con mi hijo, pese al vivo deseo que a veces tenía de hacerlo. El menor paseo con él resultaba un suplicio por su falta de sentido de orientación. Sin embargo, yendo solo parecía conocer todos los atajos. Cuando lo mandaba al colmado, o a casa de madame Clément, o incluso más lejos, a buscar semillas en la carretera de V, estaba de vuelta en la mitad del tiempo que yo hubiera invertido en el mismo trayecto, y eso sin haber corrido. No quería que se viese a mi hijo merodeando por las calles, como los gamberros con los que se juntaba a escondidas frecuentemente. No, yo quería que caminase como yo, pasitos rápidos, con la cabeza alta, la respiración regular y económica, balanceando los brazos, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, aparentando no ver nada y en realidad sin perderse un detalle del camino. Pero cuando iba conmigo invariablemente tomaba un rumbo equivocado, bastaba una encrucijada o un simple cruce de caminos para extraviarle del buen camino, el elegido por mí. No creo que lo hiciera adrede. Lo que ocurría era que, fiándose de mí, no miraba por dónde iba y avanzaba maquinalmente sumergido en una especie de sueño. Y parecía que se dejase aspirar por todas las aberturas susceptibles de hacerle desaparecer. De modo que habíamos adoptado la costumbre de pasearnos cada uno por su lado. Y el único paseo que por lo regular hacíamos juntos era el que nos conducía, el domingo, de casa a la iglesia y, una vez terminada la misa, de la iglesia a casa. Inmerso en la lenta oleada de los feligreses, mi hijo ya no estaba solo conmigo, sino que formaba parte de aquel inmenso rebaño que se dirigía una vez más a agradecer a Dios sus beneficios y a implorar perdón y misericordia, y luego, a la vuelta, tranquilizada el alma, aspiraba a otras satisfacciones.
Esperé a que volviera sobre sus pasos, luego pronuncié las palabras destinadas a solventar aquel problema de una vez por todas. «Te colocas detrás de mí —dije— y me vas siguiendo». Aquella solución era acertada, desde varios puntos de vista. Pero ¿mi hijo era capaz de seguirme? ¿No vendría fatalmente un momento en que levantaría la cabeza y se encontraría solo, en un lugar desconocido, el momento en que yo, dejando de lado mis pensamientos, me volvería para constatar su desaparición? Me entretuve brevemente en considerar la idea de atármelo mediante una cuerda larga, cuyos dos extremos se arrollarían a nuestras cinturas. Hay muchos modos de llamar la atención y no estaba seguro de que aquel fuera uno de los más indicados. Y además, hubiera podido deshacer silenciosamente los nudos, y tomar las de Villadiego, dejándome continuar el camino completamente solo, seguido por una larga cuerda que se arrastrase por el polvo, como un burgués de Calais. Hasta el momento en que la cuerda, enganchándose a un objeto fijo o pesado, cortara mi impulso. De modo que hubiera necesitado, en lugar de la cuerda blanda y silenciosa, una cadena, cosa en la que no había ni que pensar. Pero de todos modos pensé en ella, me divertí un instante pensando en ella, imaginándome en un mundo mejor hecho y discurriendo de qué manera, sin tener a mi disposición más que una simple cadena, sin argolla, ni collar, ni esposas, ni hierros de ninguna clase, podría encadenar a mi hijo de modo que no pudiese darme un chasco. Era un simple problema de lazos y de nudos, y hubiera podido resolverlo, en caso necesario. Pero, por lo demás, ya reclamaba mi atención la imagen de mi hijo caminando, no detrás, sino delante de mí. Colocado en esta posición respecto a él hubiera podido mantenerlo bajo mi mirada e intervenir al menor falso movimiento de su parte. Pero, aparte de que iba a tener otras cosas en que ocuparme, durante aquella expedición, que espiar o hacer de niñera, la perspectiva de no poder dar un paso sin tener ante los ojos aquel cuerpo desagradable y regordete me resultaba intolerable. «¡Ven aquí!» exclamé. Porque al oírme decir que había que doblar a mano izquierda había doblado a mano izquierda, como si se propusiera sacarme de mis casillas. Hundido bajo mi paraguas, inclinada la cabeza como bajo el peso de una maldición, con los dedos de mi mano libre entre dos tablas del postigo, permanecía tan inmóvil como una estatua. De modo que volvió por segunda vez sobre sus pasos. «Te dije que me siguieras y me precedes», dije.
Era en tiempo de vacaciones. Su gorra de escolar era verde y llevaba bordadas en oro en la parte delantera iniciales y una cabeza de ciervo o de jabalí. Estaba colocada sobre su cráneo rubio con una exactitud de cápsula. Así le gustaba llevarla. En los cubrecabezas colocados con tanta precisión hay algo que tiene la virtud de exasperarme. En cuanto a su impermeable, en vez de llevarlo plegado bajo el brazo, o echado sobre los hombros, como le había dicho, lo había enrollado como una bola y lo oprimía con las dos manos sobre su vientre. Allí lo tenía, ante mí, con los enormes pies separados, las rodillas a punto de doblarse, el vientre saliente, el pecho hundido, el mentón al aire, la boca abierta, en una actitud de verdadero miflus habens. También debía parecer que yo me sostenía de pie gracias únicamente a mi paraguas y al apoyo del postigo. Al fin pude articular: «¿Eres capaz de seguirme?» No respondió. Pero capté su pensamiento con tanta claridad como si lo hubiera expresado, a saber: «¿Y tú, eres capaz de conducirme?» Sonaron las doce en el campanario de mi querida iglesia. No importaba, ya no estaba en casa. Indagué en mi espíritu, donde se halla cuanto necesito, cuál de sus caras pertenencias podía llevar consigo mi hijo. «Espero —dije— que no hayas olvidado tu cuchillo de scout, podría hacernos falta». Aquel cuchillo comprendía, aparte de las cinco o seis hojas de primera necesidad, un sacacorchos, un abrelatas, un punzón, un destornillador, un pie de cabra y algunas nimiedades más. Era un regalo mío, con ocasión de un premio en historia y geografía, ciencias asimiladas por oscuras razones una con otra en la escuela que frecuentaba. Zoquete absoluto en todo lo relacionado con las letras y las llamadas ciencias exactas, no tenía igual para recordar las fechas de las batallas, revoluciones, restauraciones y otras proezas del género humano, en su lenta ascensión hacia la luz, así como para retener en la memoria el trazado de las fronteras y la altura de los picos. Lo cual era mérito suficiente para hacerle acreedor a un cuchillo de camping. «No vayas a decirme que te lo has olvidado en casa», dije. «Por supuesto que no», dijo con orgullo y satisfacción, palpándose el bolsillo. «Bien, pues dámelo», dije. Naturalmente no respondió. No entraba en sus costumbres tener en cuenta el primer aviso. «Dame el cuchillo», exclamé. Me lo dio. ¿Qué otra cosa iba a hacer, solo conmigo en la noche? Era por su bien, para evitar que lo extraviara. Porque el corazón del scout está donde esté su cuchillo, a menos que tenga medios de comprarse otro, caso que no era el de mi hijo. Porque, como no lo necesitaba, jamás llevaba encima dinero efectivo. Sino que guardaba cada penique que recibía (y no recibía muchos), primero en su hucha italiana y luego en la caja de ahorros, cuya libreta quedaba en mi poder. Sin duda en aquel mismo momento me hubiera degollado de buena gana con el mismo cuchillo que yo guardaba con tanta tranquilidad en mi bolsillo. Pero todavía mi hijo era un poco jovencito para los grandes actos de justicia. Aunque, con lo estúpido que era, quizá se consolaba con la consideración de que el tiempo trabajaba en su favor. Sea como fuere, por esta vez retuvo sus lágrimas, lo que le agradecí. Me erguí y posé la mano en su hombro, diciéndole: «Paciencia, hijo mío, paciencia». Lo terrible en estos asuntos es que cuando uno tiene los deseos carece de los medios adecuados, y a la inversa. Pero esto mi hijo, el pobre, no podía aún sospecharlo, debía de creer que aquella ira que le hacía temblar y le ensombrecía el rostro le abandonaría únicamente el día en que pudiera darle satisfacción. Y ni siquiera entonces. Sí, debía de creerse un alma de pequeño Edmundo Dantés, cuyas monadas le eran familiares, tal como se permiten relatarlas las ediciones Hatchet. Después, golpeando con vigor aquel omóplato impotente, dije: «Andando». Y en efecto empecé a andar y mi hijo iba dando tumbos a mis espaldas. Salía de viaje en compañía de mi hijo, de acuerdo con las instrucciones recibidas.
No tengo el propósito de narrar las diversas aventuras que nos acontecieron a mi hijo y a mí, juntos y por separado, antes de nuestra llegada al país de Molloy. Sería fastidioso. Pero no es esa la dificultad que me detiene. Todo es fastidioso en ese relato que se me ha impuesto. Pero iré dando cuenta de él a mi gusto, hasta cierto punto. Y si no tiene la fortuna de agradar a quien me lo encargó, si le parece que contiene pasajes desagradables para él y para sus asociados, tanto peor para todos nosotros, para todos ellos, porque lo que es para mí ya no hay peor posible. Es decir, que para formarme tal idea necesitaría más imaginación de la que tengo. Y eso que tengo más imaginación que antes. Y me someto a esta triste labor de escribano, que no entra en mis atribuciones, por razones bien distintas de las que podría creerse. Sigo obedeciendo órdenes, si quieren, pero ya no a impulsos del temor. Sí, sigo teniendo miedo, pero es más bien por costumbre. Y ya no necesito a Gaber para transmitirme la voz a que obedezco. Ahora está en mí y me exhorta a seguir siendo hasta el final el fiel servidor de una causa ajena que he sido siempre, y cumplir pacientemente con mi papel hasta sus últimos y más amargos extremos, como quería, en los tiempos en que quería algo, que hiciesen los demás. Y todo ello, odiando a mi dueño y sintiendo el desprecio más absoluto por sus designios. Como puede verse, se trata de una voz bastante ambigua y no siempre fácil de seguir en sus razonamientos y decretos. Pero sin embargo la voy siguiendo más o menos, la sigo en el sentido de que la comprendo y en el sentido de que la obedezco. Y no creo que abunden las voces de las que pueda decirse otro tanto. Y tengo la impresión de que la seguiré obedeciendo de ahora en adelante, cualesquiera que sean sus órdenes. Y que cuando cese, dejándome sumido en la duda y las tinieblas, esperaré a que regrese antes de hacer nada, aunque el mundo entero, por mediación de sus innumerables autoridades reunidas y unánimes, me ordene que haga esto o lo otro bajo pena de indescriptibles sevicias. Pero esta noche, esta mañana, he bebido un poco más que de costumbre, de modo que mañana puedo sostener otra opinión. Esta voz que ahora empiezo apenas a conocer me dice también que el recuerdo de aquel trabajo cuidadosamente ejecutado hasta el final me ayudará a soportar las largas angustias de la libertad y el vagabundeo. ¿Es decir, que un día seré expulsado de mi casa, de mi jardín, que perderé mis árboles, mis arriates, estos pájaros para mi tan familiares uno a uno por su modo peculiar de cantar, de volar, de acercárseme o de huir cuando me acerco, y todas las absurdas dulzuras de mi interior, donde cada cosa tiene su lugar propio, donde poseo todo lo que hace falta para soportar el hecho de ser un hombre, donde mis enemigos no pueden alcanzarme, este refugio que he pasado toda mi vida edificando, embelleciendo, perfeccionando y conservando? ¡Soy demasiado viejo para perderlo ahora todo, soy demasiado viejo para volver a empezar! Venga, Moran, un poco de calma. Nada de emociones, por favor.
Estaba diciendo que no me proponía contar todas las vicisitudes del camino que unía mi país al de Molloy, por la sencilla razón de que tal cosa no entra en mis intenciones. Y al escribir estas líneas sé hasta qué punto me expongo a inspirar recelos en quien mayor interés debería tener en tratar con miramientos, y ahora más que nunca. Pero de todos modos las escribo, y con mano firme, inexorable lanzadera que devora la página con la indiferencia de una plaga. Aunque contaré brevemente algunas de tales vicisitudes, porque me parece conveniente, en sí, y para dar una idea de los métodos de mi plena madurez. Pero antes de pasar a esto diré lo poco que sabía, al salir de mi casa, del país de Molloy, tan diferente del mío. Porque una de las características del penoso trabajo que se me impone consiste en no poder quemar etapas e ir al grano de una vez. Sino que debo volver a ignorar lo que ya no ignoro y creer saber lo que creía saber al salir de mi casa. Solo en detalles de importancia marginal faltaré de vez en cuando a esta regla. En conjunto, me atengo a ella. Y con tal vehemencia que, sin exagerar, soy más el que descubre las cosas que el que las va narrando, la mayoría de las veces. Y a duras penas, en el silencio de mi cuarto, archivado el asunto en lo que me concierne, sé mejor adónde voy y qué me espera que aquella noche en que me aferraba a mi postigo, en la callejuela, junto al imbécil de mi hijo. Y no tendría nada de sorprendente que en las páginas venideras me apartase del curso estricto y real de los acontecimientos. No creo que ni a Sísifo le haya sido impuesto rascarse, o gemir, o exultar de gozo, según pretende una doctrina hoy en boga, siempre exactamente en los mismos lugares. Y hasta es posible no preocuparse demasiado del camino elegido una vez se ha alcanzado la meta en los plazos previstos. ¿Y quién sabe si el viajero no creerá que cada vez es la primera? Lo cual lo mantendría seguramente en la esperanza, disposición infernal por excelencia, contrariamente a lo que haya podido creerse hasta nuestros días. Mientras que verse envuelto en una interminable cadena de reiteraciones le tranquiliza a uno el ánimo.
Por el país de Molloy entiendo la reducidísima región cuyos límites administrativos nunca había franqueado, ni posiblemente llegaría a franquear, ya porque le estuviera prohibido, ya porque no tuviera ganas, ya —como es lógico— por obra de un azar extraordinario. Dicha región estaba situada al Norte, con relación a la más amena donde yo residía, y se componía de una aglomeración que algunos llegaban en su generosidad a denominar burgo, mientras que otros solo veían en ella una aldea y los campos circundantes. Aquel burgo, o aldea, digámoslo de una vez, se llamaba Bally, y representaba, con sus tierras adyacentes, una superficie de cinco o seis millas cuadradas como máximo. En los países civilizados se da a esto el nombre de comuna, creo, o cantón, ya no me acuerdo, pero entre nosotros no existe ningún término abstracto y genérico para designar estas subdivisiones territoriales. Y para expresarlas empleamos otro procedimiento, de notable sencillez y belleza, y que consiste en decir Bally (para tomar el ejemplo de Bally) cuando se quiere decir Bally, y Ballyba cuando se quiera decir Bally y sus tierras adyacentes, y Ballybaba al referirse a las tierras de Bally con exclusión del propio Bally. Yo, por ejemplo, vivía y bien pensado sigo viviendo aún en Shit, capital de Shitba. Y por la noche, cuando me paseaba para tomar el aire por las afueras de Shit, tomaba el aire en Shitbaba, y no en otra parte.
Ballybaba, pese a su reducida extensión, no dejaba de ofrecer cierta variedad. Habría tierras que pretendían pasar por pastos, un área pantanosa, algunos bosquecillos y, a medida que el viajero se acercaba a sus confines, ondulaciones y parajes casi risueños, como si Ballybaba se alegrara de no llegar más lejos. Pero la principal belleza de aquella región consistía en una especie de angosta cala que lentas y grises mareas vaciaban y llenaban, vaciaban y llenaban. Y hasta las personas menos noveleras salían del burgo en tropel, para admirar tal espectáculo. Unos decían: «Nada más bello que esta arena apenas mojada». Otros: «Hay que venir cuando la marea sube, para ver la ensenada de Ballyba». ¡Qué belleza en aquellas aguas plomizas y podría creerse que muertas, de no estar prevenido de lo contrario! Y otros, finalmente, afirmaban que se parecía a un lago subterráneo. Pero todos estaban de acuerdo, como los habitantes de Isigny, en que su ciudad estaba situada a orillas del mar. Y ponían Bally-Sur-Mer en el membrete de su papel de cartas.
Ballyba tenía pocos habitantes, de lo que francamente me alegraba por adelantado. Las tierras eran poco aptas para la explotación. Porque apenas una tierra de labor o un prado adquirían alguna extensión venían a darse de narices contra un boscaje druídico o una franja pantanosa de la cual solo podía obtenerse un poco de carbón de muy mala calidad o resto de encina con los que se fabricaban amuletos, cortapapeles, aros de servilletas, rosarios, escapularios y otras bagatelas. La Madonna de Marthe, por ejemplo, procedía de Ballyba. Pese a las lluvias torrenciales, los pastos eran de gran pobreza y salpicados de rocas. Allí solo crecían copiosamente la grama y una gramínea extraña, azul y de sabor amargo, inadecuada para la alimentación del ganado, pero con la que, mal que bien, se conformaban el asno, la cabra y el carnero negro. ¿De dónde provenía, pues, la opulencia de Ballyba? Ahora os lo diré. No, no diré nada. Nada.
De modo que esta es una parte de lo que creía saber respecto a Ballyba cuando salí de mi casa. Me pregunto si no lo confundía con otro lugar.
A una veintena de pasos de mi postigo el callejón empieza a discurrir a lo largo del muro del cementerio. El callejón desciende y el muro es cada vez más elevado. A partir de cierto punto se camina por debajo de los muertos. Allí tengo una concesión a perpetuidad. Mientras el mundo sea mundo, aquel sitio me pertenecerá, en principio. De vez en cuando iba allí a contemplar mi tumba. Ya estaba preparada. Era una sencilla cruz latina de color blanco. Yo había querido añadir mi nombre, con el R.I.P. y la fecha de mi nacimiento. Ya solo habría faltado añadir la de mi muerte. No me lo permitieron. A veces sonreía, como si ya estuviera muerto.
Durante algunos días fuimos a pie por caminos secretos. No quería que me vieran en la carretera principal.
Fue el primer día cuando encontré la colilla del cigarro del padre Ambroise. No solo no la había tirado al cenicero o a la papelera, sino que me la había guardado en el bolsillo al cambiar de vestido. Había ocurrido sin que lo advirtiera. La miré con asombro, la encendí, le di algunas bocanadas y la tiré. Fue el hecho más destacado de aquella primera jornada.
Enseñé a mi hijo el modo de utilizar la brújula de bolsillo. Le divertía mucho. Se portaba bien, mejor de lo que había esperado. El tercer día le devolví su cuchillo.
El tiempo nos era favorable. Cubríamos fácilmente diez millas diarias. Nos acostábamos al raso. Lo aconsejaba la prudencia.
Enseñé a mi hijo el modo de construir un refugio con ramajes. Era boy scout, pero no sabía hacer nada. Bueno, sabía encender fuego. A cada parada me suplicaba que le dejase ejercer esta habilidad. No veía de qué utilidad podía serme aquello.
Comíamos fiambres, en latas que le enviaba a buscar por los pueblos. Me servía para eso. Bebíamos agua de los arroyos.
Ciertamente, todas estas precauciones eran inútiles. Un día, yendo por el campo, vi a un granjero conocido. Se acercaba a nosotros. Me apresuré a dar media vuelta, tomando a mi hijo por el brazo y llevándole en sentido opuesto al que debíamos seguir. Como había previsto, el granjero nos dio alcance. Me saludó y preguntó adónde íbamos. El campo debía de ser suyo. Respondí que volvíamos a casa. Afortunadamente, no estábamos aún muy lejos de ella. Entonces me preguntó dónde habíamos estado. Quizá acababan de robarle un buey o un cerdo. «Dando una vuelta», le contesté. «De buena gana les llevaría en mi coche —dijo—, pero no salgo hasta después del anochecer». «Lástima», dije. «Si quieren esperar —dijo—, les llevaré con mucho gusto». Se lo agradecí. Afortunadamente no eran aún las doce del mediodía. No tenía nada de extraño que prefiriéramos no esperar hasta la noche. «De acuerdo, y feliz regreso», dijo. Dimos un gran rodeo y volvimos a tomar el camino del Norte.
Sin duda, tales precauciones eran exageradas. Lo indicado hubiera sido viajar de noche y esconderse de día, al menos en las primeras etapas. Pero hacía un tiempo tan maravilloso que no podía resolverme a ello. No es que pensara solo en mi placer, ¡pero pensaba en él! Nunca me había ocurrido nada semejante en mi trabajo. ¡Y había que ver la lentitud con que avanzábamos! No debía de tener mucha prisa en llegar.
Reflexionaba intermitentemente sobre las instrucciones de Gaber, no sin abandonarme a la dulzura del estío expirante. No llegaba a reconstruir las instrucciones de Gaber de un modo enteramente satisfactorio. De noche, bajo los ramajes, sustraído a las atracciones de la Naturaleza, me entregaba plenamente a la consideración de tal problema. Los ruidos que emitía mi hijo al dormir me molestaban considerablemente. A veces salía del refugio y me paseaba arriba y abajo en la oscuridad. O me sentaba apoyando la espalda en un tronco, encogía los pies hasta meterlos debajo de mi, tomaba las piernas entre los brazos y apoyaba el mentón sobre una rodilla. Ni en esta actitud me aclaraba. ¿Qué buscaba exactamente? Es difícil decirlo. Buscaba lo que faltaba para que el informe de Gaber estuviera completo. Me parecía que hubiera debido decirme lo que había que hacer con Molloy una vez lo hubiéramos encontrado. Mi trabajo no terminaba nunca con la mera localización del individuo. Hubiera sido demasiado hermoso. Sino que siempre debía actuar respecto al interesado de un modo o de otro, según las instrucciones. Tales intervenciones revestían formas muy diversas, desde las más enérgicas hasta las más discretas. El asunto Yerk, que me costó casi tres meses de trabajo, llegó a su término el día en que conseguí apoderarme de su alfiler de corbata y destruirlo. Establecer contacto era solo una mínima parte de mi trabajo. A Yerk lo encontré al cabo de tres días. Nunca se me exigía la prueba de que había cumplido mi misión, se atenían a mi palabra. Yudi debía disponer de medios de verificación. A veces me pedían un informe.
En otra ocasión mi misión había consistido en llevar a la persona indicada a determinado lugar en determinada hora. Labor muy delicada, pues no se trataba de una mujer. Nunca he tenido que ocuparme de mujer alguna. Lo siento. No creo que Yudi se interesara mucho en ellas. A este respecto me acuerdo del viejo chiste sobre el alma de las mujeres. Pregunta, ¿tienen alma las mujeres? Respuesta, sí. Pregunta, ¿por qué? Respuesta, para poder condenarse. Muy divertido. Afortunadamente, me habían concedido un amplio margen de libertad en lo que respectaba al día. Lo importante era la hora y no la fecha. Una vez hubo acudido a la cita, me fui, alegando un pretexto cualquiera. Era un muchacho agradable, bastante triste y taciturno. Vagamente recuerdo haberme inventado no sé qué historia de faldas. Un momento, ahora me acuerdo. Sí, le dije que ella estaba enamorada de él desde hacía seis meses y deseaba vivamente que se encontraran en un lugar apartado. Incluso le había dado su nombre. Era una actriz bastante conocida. Una vez le hube conducido al lugar designado por ella era, pues, natural que por delicadeza me retirase. Aún le estoy viendo cuando me miraba al alejarme. Creo que le hubiera gustado tenerme por amigo. No sé qué fue de él. Una vez terminada la operación me desinteresaba de mis pacientes. Incluso puedo decir que nunca he vuelto a ver a ninguno de ellos. Y lo digo sin segundas intenciones. Oh, la de historias que podría contaros, si tuviera un poco más de tranquilidad. Qué turbamulta en mi cabeza, qué galería de moribundos. Murphy, Watt, Yerk, Mercier y tantos otros. Jamás hubiera creído que… si, si, lo creo. Historias y más historias. No he sabido contarlas. No sabré contar esta.
De modo que no conseguía saber qué debía hacer con Molloy una vez lo hubiera encontrado. Las indicaciones que Gaber no había podido dejarme de transmitir a este respecto se me habían ido totalmente de la cabeza. Este era el resultado de haber perdido toda la jornada del domingo en tonterías. Era inútil que me dijera: «A ver, ¿qué es lo que suelen pedirme por regla general?» Mis instrucciones escapaban a toda regla general. Sí, determinada operación reaparecía periódicamente, pero no con la suficiente frecuencia como para que hubiera grandes posibilidades de que fuera la que buscaba. Pero aunque solo por una vez se me hubiera pedido una cosa distinta, hubiera bastado para atarme las manos, pues era muy escrupuloso.
Me decía que valía más no seguir dándole vueltas, que bastaba con que empezara por encontrar a Molloy, que después ya daría aviso, que hasta entonces tenía tiempo, que me acordaría cuando menos me lo esperase y que si, una vez encontrado Molloy, seguía ignorando qué debía hacer con él, podría arreglármelas para ponerme en contacto con Gaber sin que Yudi lo supiera. Tenía sus señas y él las mías. Le pondría un telegrama, ¿qué hacer con M? Sabría responderme en términos claros, aunque convenientemente velados. ¿Pero había telégrafo en Ballyba? Me decía también, uno es humano, que cuanto más tardara en encontrar a Molloy más posibilidades tendría de recordar lo que debía hacer con él. Y habríamos proseguido avanzando pausadamente a pie de no mediar el incidente que relataré acto seguido.
Una noche, en que había terminado por dormirme al lado de mi hijo como de costumbre, me desperté sobresaltado, bajo la impresión de que acababan de golpearme violentamente. Tranquilizaos, no voy a contar un sueño propiamente dicho. En el refugio reinaba la oscuridad más profunda. Presté oído atentamente sin hacer ningún movimiento. No oí nada, salvo los ronquidos y jadeos de mi hijo. Iba a decirme como de costumbre que se trataba solo de una pesadilla, cuando un dolor lacerante me fulminó la rodilla. He ahí, pues, la explicación de mi súbito despertar. En efecto, se parecía a un golpe, una sensación similar, imagino, a la producida por una coz de caballo. Esperé con ansiedad su reaparición, inmóvil y casi sin respirar, naturalmente bañado en sudor. En resumen, que actuaba exactamente como creía saber que debía actuarse en tal coyuntura. Y, en efecto, el dolor reapareció algunos minutos más tarde, pero menos vivo que la primera vez, o, más exactamente, que la segunda. ¿O es que me parecía menos vivo simplemente porque esta vez lo esperaba? ¿O porque ya comenzaba a acostumbrarme? No creo. Porque siguió reapareciendo varias veces, y cada vez más débil que la anterior, y finalmente se calmó del todo, de modo que pude reanudar mi sueño bastante tranquilizado. Pero antes de volverme a dormir me dio tiempo a recordar que ya conocía anteriormente aquel dolor. Porque ya lo había experimentado, en el cuarto de baño, cuando le di la lavativa a mi hijo. Pero entonces me había asaltado una sola vez y no había reaparecido. Y volví a dormirme preguntándome, para ir cogiendo el sueño, si me había dolido entonces la misma rodilla que ahora o había sido la otra. Cosa que nunca he llegado a saber. Y tampoco mi hijo, interrogado al respecto, fue capaz de decir en cuál de las dos rodillas me había dado una friega en su presencia, con iodo, la noche de nuestra partida. Y volví a dormirme un poco tranquilizado, diciéndome, es un poco de neuralgia provocada por las grandes caminatas y las noches frescas y húmedas, y prometiéndome procurarme una caja de algodón termógeno, con el bonito demonio pintado en la tapa, en la primera ocasión. Tal es la rapidez del pensamiento. Pero eso no era todo. Porque, habiéndome vuelto a despertar hacia el amanecer, esta vez a causa de una necesidad natural, y con el sexo ligeramente erecto, para dar mayor verosimilitud a la cosa, me encontré con que no podía levantarme. Es decir, que terminé por levantarme, no había otro remedio, ¡pero a costa de qué esfuerzos! No poder se dice rápido y se escribe rápido, pero no hay nada tan desagradable. Sin duda a causa de la voluntad, que parece sufrir ante la menor oposición. Así creí al principio que no podía doblar la pierna, pero empeñándome llegué a doblarla un poco. La anquilosis no era completa. Estoy hablando de mi rodilla. Pero ¿era la misma rodilla que me había despertado a inicios de la noche? No lo podía jurar. No me dolía. Simplemente, oponía resistencia a la flexión. El dolor, tras haberme prevenido en vano repetidas veces, había cesado. Así veía yo el asunto. Me habría sido imposible arrodillarme, por ejemplo, porque de cualquier modo que uno se arrodille hay que doblar siempre las dos rodillas, a menos que se adopte una aptitud francamente grotesca e imposible de sostener más que algunos segundos, quiero decir, con la pierna enferma extendida ante uno, a la manera de los bailarines del Cáucaso. Examiné la rodilla enferma a la luz de la linterna. No estaba hinchada ni enrojecida. Puse en movimiento la rótula. Parecía un clítoris. Durante todo ese tiempo mi hijo resoplaba como una foca. No sospechaba lo que puede depararnos la vida. Yo también era un ingenuo. Pero lo sabía.
Reinaba esta horrible claridad que precede de cerca la salida del Sol. Las cosas vuelven a ocupar solapadamente su posición diurna, se instalan, se hacen el muerto. Me senté en el suelo con precaución y debo decir que no sin cierta curiosidad. Cualquier otro hubiera querido sentarse al modo habitual, con un movimiento espontáneo. Pero yo no. Por nueva que fuese aquella nueva cruz encontraba en el acto el mejor modo de acarrearla. Pero cuando uno se sienta en el suelo es preciso sentarse como un sastre o como un feto, son esas, por así decirlo, las únicas posturas posibles para un principiante. De modo que no tardé en dejarme caer de espaldas. Y no iba a tardar en añadir a la suma de mis conocimientos el de que cuando de todas las posiciones que adopta sin pensarlo el hombre normal solo dos o tres nos siguen siendo abordables, se produce un enriquecimiento de estas. De no haber pasado por tal experiencia, hubiera más bien sostenido lo contrario, y tenazmente. Sí, al no poderse estar de pie ni sentado con comodidad, uno se refugia en las diferentes posiciones horizontales como el niño en el regazo de su madre. Uno las explora como nunca lo había hecho anteriormente y encuentra en ellas delicias insospechadas. Llegan a ser infinitas, en resumen. Y sí pese a todo uno termina por cansarse de ellas a la larga, basta con ponerse en pie durante algunos instantes, incluso simplemente con incorporarse en el asiento. Estas son las ventajas de una parálisis local e indolora. Y no me sorprendería mucho que las grandes parálisis clásicas contuvieran satisfacciones análogas y quizá más arrebatadoras. ¡Hallarse por fin realmente en la imposibilidad de moverse! ¡Ahí es nada! Se me derrite de gusto el espíritu sólo con pensarlo. ¡Y además una afasia completa! ¡Y quizá una sordera total! ¡Y a lo mejor una parálisis de la retina! ¡Y probablemente pérdida de la memoria! ¡Y solo con el mínimo de cerebro intacto necesario para estallar de júbilo! Y para temer a la muerte como a un segundo nacimiento.
Reflexioné sobre lo que debía hacer en el caso de que mi rodilla no mejorara o empeorase. A través del ramaje miraba descender el cielo. Por la mañana el cielo desciende, es un fenómeno sobre el que no se ha insistido bastante. Es como si se acercara para ver mejor. A menos que sea la tierra la que ascienda, para que le den el visto bueno, antes de iniciar su jornada.
No voy a relatar mi razonamiento. Y eso que me resultaría fácil. Desembocó en la decisión que hizo posible la redacción del pasaje siguiente.
«¿Has dormido bien?», dije, en cuanto mi hijo hubo abierto los ojos. Hubiera podido despertarle, pero no, dejé que despertara por sí mismo. Terminó por decirme que no se encontraba bien. A menudo mi hijo daba respuestas sin ninguna relación con la pregunta. «¿Dónde estamos —dije— y cuál es la aldea más cercana?» Me la nombró. La conocía, había estado en ella, era un burgo importante, el azar nos favorecía. Incluso tenía algunos conocidos entre los habitantes. «¿A qué día estamos?», dije. Me informó de ello sin la menor vacilación. ¡Y apenas acababa de despertarse! Ya dije que era un as para la historia y la geografía. Él fue quien me enseñó que el río Baise pasa por Condom. «Bueno —dije—, vas a salir inmediatamente para Hole, te llevará —hice el cálculo mental— tres horas como máximo». Me miró asombrado. «Allí —dije— te compras una bicicleta a tu medida, de segunda mano a ser posible. Puedes gastarte hasta cinco libras». Le di cinco libras en cambio de a diez chelines. «Debe tener un porta equipajes muy sólido —dije—, y si no es muy sólido lo harás cambiar por otro que lo sea». Intentaba expresarme con claridad. Le pregunté si estaba contento. No lo parecía. Repetí las instrucciones y volví a preguntarle si estaba contento. Más bien parecía estupefacto. Quizá a causa de la gran alegría que le dominaba. Quizá no daba crédito a sus oídos. «¿Has comprendido bien?» Qué bueno es tener de vez en cuando un poco de conversación verdadera. «Repíteme lo que vas a hacer», dije. Era el único modo de saber si me había comprendido. «Debo ir a Hole —dijo— a quince millas de aquí». «¿Quince millas?», dije. «Sí», dijo. «Bien —dije—, continúa». «A comprar una bicicleta», dijo. Yo seguía esperando. Nada más. «¡Una bicicleta! —exclamé—. ¡Pero en Hole hay millones de bicicletas! ¿Qué clase de bicicleta?» Reflexionó. «De segunda mano», se aventuró a decir. «¿Y si no la encuentras de segunda mano?», dije. «Tú me has dicho de segunda mano», dijo. Permanecí un buen rato en silencio. «Y si no la encuentras de segunda mano —dije finalmente—, ¿qué vas a hacer?» «No me lo has dicho», dijo. Cómo le descansa a uno un breve coloquio de vez en cuando. «¿Cuánto dinero te he dado?», dije. Contó el cambio. «Cuatro libras y diez chelines», dijo. «Vuelve a contar», dije. Volvió a contar. «Cuatro libras y diez chelines», dijo. «Dame el dinero», dije. Me lo dio y lo conté. Cuatro libras y diez chelines. «Te he dado cinco libras», dije. No respondió, dejó que las cifras hablasen por sí solas. ¿Me había robado diez chelines que llevaba escondidos entre sus ropas? «Vacía tus bolsillos», dije. Empezó a hacerlo. No olvidemos que yo seguía tendido. Mi hijo no sabía que yo estaba enfermo. Por lo demás, no estaba enfermo. Miraba distraídamente los objetos que se presentaban a mi vista. Iba sacándoselos de los bolsillos uno a uno, los sostenía delicadamente en el aire entre el pulgar y el índice, me los mostraba bajo diferentes puntos de vista y finalmente los dejaba en el suelo a mi lado. Cuando un bolsillo quedaba vacío le sacaba el forro y lo sacudía. Creábase entonces una nubecilla de polvo. Lo absurdo de semejante verificación no tardó en imponérseme. Le dije que parara. Podía tener los diez chelines escondidos en la manga o en la boca. Hubiera tenido que levantarme y cachearle de arriba abajo. Pero entonces habría advertido mi enfermedad. Bueno, tampoco se trataba exactamente de una enfermedad. ¿Y por qué no quería que lo supiera? No sé. Habría podido contar el dinero que me quedaba. Pero ¿de qué me hubiera servido? ¿Sabía al menos con qué cantidad había salido de mi casa? No. También a mi mismo me complacía en aplicarme el método socrático. ¿Sabía acaso lo que había gastado hasta aquel momento? No. Habitualmente, llevaba una contabilidad muy rigurosa de mis viajes de negocios, justificaba hasta el último penique mis gastos de desplazamientos. No así en aquella ocasión. Ni en un viaje de placer habría tirado el dinero con tanta desenvoltura. «Supongamos que me haya equivocado —dije— y que te haya dado solamente cuatro libras y diez chelines». Iba recogiendo con calma los objetos que cubrían el suelo y se los ponía en los bolsillos. ¿Cómo hacérselo comprender? «Deja eso y préstame atención», dije. Le alargué el dinero. «Cuéntalo», dije. Lo contó. «¿Cuánto?» «Cuatro libras con diez», dijo. «¿Diez qué?», dije. «Diez chelines», dijo. «Tienes cuatro libras con diez chelines», dije. «Si», dijo. «Yo te he dado cuatro libras con diez chelines», dije. «Sí», dijo. No era verdad, le había dado cinco. «Estás de acuerdo en eso», dije. «Sí», dijo. «¿Y para qué crees que te he dado tanto dinero?», dije. «Para qué tanto dinero», dijo. Se le iluminó el rostro. «Para comprar una bicicleta», dijo. «¿Qué clase de bicicleta?», dije. «De segunda mano», replicó inmediatamente. «¿Te figuras que una bicicleta de segunda mano vale cuatro libras y diez chelines?», dije. «No sé», dijo. Yo tampoco sabía nada. Pero no era ahí donde residía el problema. «¿Qué es exactamente lo que te he dicho?», dije. Los dos tratamos de recordar. «De segunda mano a ser posible —dije finalmente—, eso es lo que te he dicho». «Ah», dijo. No transcribo este dúo en extenso, me limito a indicar los rasgos esenciales. «No te he dicho de segunda mano —dije—, te he dicho de segunda mano a ser posible». Había vuelto a recoger sus cosas. «Deja eso —dije— y préstame atención». Dejó caer ostensiblemente una gruesa bola de cuerdas enredadas. Quizá en el centro estaban los diez chelines. «No distingues entre de segunda mano y de segunda mano a ser posible», dije. Consulté mi reloj. Eran las diez. Solo contribuía a aumentar yo mismo la confusión de mis ideas. «No te esfuerces en comprender —dije— y presta atención a lo que voy a decirte, porque no lo pienso repetir». Se acercó a mí y se arrodilló. Parecía que yo fuese a exhalar el último suspiro. «¿Sabes qué es una bicicleta nueva?», dije. «Sí, papá», dijo. «Pues bien —dije—, si no la encuentras de segunda mano, vas a comprar una bicicleta nueva. Voy a repetírtelo». Lo repetí. Y eso que había dicho que no pensaba repetir. «Ahora dime lo que tienes que hacer —dije, y añadí—: Aparta esa cara, tu boca apesta». Estuve a punto de añadir: «No te lavas los dientes y luego te quejas de los abscesos», pero me contuve a tiempo. No era el momento de introducir otro motivo. Repetí: «¿Qué tienes que hacer?» Reflexionó. «Ir a Hole —dijo—, a quince millas de aquí». «Ahora deja en paz las millas —dije—. De acuerdo, estás en Hole. ¿Con qué objeto?» No, no puedo. Terminó por comprender. «¿Para quién es esa bicicleta?», dije. «¿Para Goering?» Aún no había comprendido que la bicicleta era para él. Cierto que en aquella época no era mucho más pequeño que yo. Por lo que respecta al portaequipajes, como si no hubiera dicho nada. Pero su espíritu terminó por abarcarlo todo. Hasta el punto que me preguntó qué debía hacer en el caso de que no le alcanzara el dinero. «Vuelves aquí y ya veremos», dije. Naturalmente, cuando reflexioné en todas estas cuestiones antes de que mi hijo se despertase, había previsto que podrían oponerle dificultades y preguntarle, a la vista de su juventud, de dónde había sacado tanto dinero. Y sabía lo que en tal caso debía hacer, a saber, ir al encuentro del inspector Paul o pedir que le llevasen ante él, darse a conocer y decir que era yo, Jacques Moran, quien le había encargado comprar una bicicleta en Hole, dejando suponer que me había quedado en Shit. Evidentemente, se trataba de dos operaciones distintas, en primer lugar la de prever el caso (antes de que mi hijo despertara) y en segundo lugar la de encontrarle solución (ante la noticia de que Hole era la aglomeración urbana más próxima). Pero renuncié a comunicarle instrucciones tan sutiles. «No temas —dije—, tienes dinero de sobra para comprarte una estupenda bicicleta, que traerás aquí sin pérdida de tiempo». Con mi hijo había que preverlo todo. Nunca habría podido adivinar qué había que hacer con la bicicleta una vez comprada. Habría sido capaz de quedarse en Hole, Dios sabe en qué condiciones, a la espera de nuevas directrices. Me preguntó qué me pasaba. Había debido escapárseme alguna mueca. «Me pasa que ya estoy harto de verte», dije. Y le pregunté a qué esperaba. «No me encuentro bien», dijo. A mí me preguntaba cómo me encontraba y no decía nada, y él, sin ser preguntado, decía que no se encontraba bien. «¿No estás contento —dije— de tener un bonito velocípedo nuevo y flamante para ti solo?» Decididamente, tenía mucho interés en oírle decir que estaba contento. Pero lamenté haber pronunciado aquella frase, que solo podía contribuir a aumentar su confusión. Pero aquello bastó para poner fin al coloquio familiar.
Salió del refugio y cuando juzgué que ya se había alejado bastante, yo también salí como pude. Había recorrido unos veinte pasos. Adopté un aire despreocupado, con la espalda apoyada negligentemente en un tronco y la pierna sana ampliamente doblada ante la otra. Le llamé. Se volvió. Agité la mano. Me miró un instante, luego me dio la espalda y prosiguió su camino. Le llamé por su nombre. Se volvió de nuevo. «¡Un faro! —grité—. ¡Un buen faro!» No comprendía. ¿Cómo hubiera podido comprender, a veinte pasos, si a un solo paso de distancia no comprendía nada? Volvió hacia mí. Yo le indiqué por gestos que se alejara, gritando: «¡Vete!, ¡vete!» Se detuvo y me miró, con la cabeza ladeada como un papagayo, completamente desamparado en apariencia. Irreflexivamente, inicié el movimiento de inclinarme para recoger una piedra o un leño o un terrón, cualquier clase de proyectil, y estuve a punto de caerme. Quebré por encima de mi cabeza un pedazo de rama y lo arrojé violentamente en su dirección. Dio media vuelta y se marchó corriendo. Había ocasiones en que verdaderamente no comprendía nada de mi hijo. Debía saber que no podía alcanzarle, ni siquiera con un buen cacho de piedra, y a pesar de ello ponía pies en polvorosa. Quizá tenía miedo de que saliera corriendo en su persecución. Efectivamente, hay algo inquietante en mi forma de correr, con la cabeza echada hacia atrás, los dientes apretados, los codos doblados al máximo y las rodillas casi pegadas al rostro. Y a esta forma de correr debo el haber dado alcance a menudo a personas más ágiles que yo. Prefieren detenerse y esperarme a prolongar a sus espaldas tan pavoroso espectáculo. En cuanto al faro, no lo necesitábamos en absoluto. Más tarde, cuando la bicicleta hubiera ocupado su lugar en la vida de mi hijo, en su vida de obligaciones e inocentes esparcimientos, un faro sería indispensable para iluminar sus correrías nocturnas. Y sin duda en previsión de tan venturoso porvenir había pensado en el faro y había gritado a mi hijo que comprara uno de buena calidad, para que más adelante sus idas y venidas fueran iluminadas y exentas de todo riesgo. Y hubiera podido decirle igualmente que prestara atención al timbre, que destornillara la tapita y lo examinara a conciencia, para asegurarse de que era un buen timbre y se hallaba en buen estado, antes de cerrar la operación, y que lo hiciera sonar para darse cuenta de qué clase de sonido emitía. Pero ya tendríamos tiempo más adelante de ocuparnos de todo ello. Y ayudaría gozosamente a mi hijo, llegado el momento, a colocar en su bicicleta los mejores faros, tanto delanteros como traseros, y el mejor timbre y los mejores frenos que puedan encontrarse. El día se me hizo largo. ¡Me faltaba mi hijo! Lo pasé lo mejor que pude. Comí varias veces. Aproveché el hallarme finalmente solo, sin más testigos que Dios, para masturbarme. Mi hijo debía de haber tenido la misma idea, debía de haber hecho un alto en el camino. Espero que le procurara más satisfacción que a mí. Di varias veces la vuelta al refugio, esperando que aquel ejercicio sería beneficioso para mi rodilla. Avanzaba bastante rápidamente y sin demasiado dolor, pero me cansaba pronto. Al cabo de unos diez pasos una gran fatiga, o más bien pesadez, me invadía la pierna, y me veía forzado a detenerme. Se me pasaba en seguida y podía volver a ponerme en marcha. Me administré un poco de morfina. Me planteé algunas preguntas. ¿Por qué no le había dicho a mi hijo que me trajera medicamentos? ¿Por qué le había ocultado que me encontraba enfermo? ¿Es que tal vez en el fondo me alegraba de ello, hasta el punto de no desear la curación? Me abandoné bastante a las bellezas del lugar, contemplé largo rato los árboles, los campos, los cielos, los pájaros, y escuché atentamente los ruidos que me llegaban de cerca y de lejos. Por un instante creí percibir el silencio al que ya se aludió, según creo. Tendido en el interior del refugio, pensé en la empresa que había iniciado. Intenté recordar de nuevo qué debía hacer con Molloy cuando lo hubiera encontrado. Me arrastré hasta el riachuelo. Tendido, me contemplé en él, antes de lavarme la cara y las manos. Esperé a que mi imagen se reconstruyera y la contemplé, temblorosa, cada vez más parecida a mí. De vez en cuando una gota que caía de mi rostro volvía a enturbiarla. En todo el día no vi a nadie. Pero hacia el anochecer oí pasos que rondaban el refugio. No hice ningún movimiento. Los pasos se alejaron. Pero, un poco más tarde, habiendo salido no recuerdo por qué razón, vi a algunos pasos de mí a un hombre que permanecía inmóvil de pie. Me daba la espalda. Llevaba un abrigo muy pesado para la estación y se apoyaba en un bastón tan recio y con tal diferencia de grosor entre la parte inferior y la superior, que parecía una maza. Se volvió y pasamos un buen rato mirándonos en silencio. Es decir, que yo le miré fijamente, como hago siempre para aparentar que no tengo miedo, mientras que él me miraba fugazmente de vez en cuando y bajaba los ojos a continuación, al parecer no tanto por timidez cuanto con objeto de reflexionar tranquilamente en lo que acababa de ver, antes de completarlo con nuevas imágenes. Pues su mirada era de una frialdad y una fuerza extraordinarias. El rostro era pálido y hermoso, me hubiera dado por satisfecho con él. Iba a suponerle cincuenta y cinco años cuando se quitó el sombrero, lo tuvo en la mano un instante y volvió a ponérselo en la cabeza. En nada se parecía eso a un saludo. Pero juzgué oportuno inclinarme. El sombrero era realmente extraordinario, tanto de forma como de color. No intentaré describirlo, porque no entraba en ninguna de las categorías que me eran familiares. Los cabellos, cuya suciedad no ocultaba su encantamiento, eran abundantes y encrespados. Antes de que volviera a comprimirlos, tuve tiempo de verlos erguirse lentamente en el cráneo. El rostro era velludo y estaba sucio, sí, era pálido, hermoso, velludo y estaba sucio. Hizo un movimiento extraño, como una gallina que hincha el plumaje para ir quedando luego reducida a menores dimensiones que antes. Creí que iba a marcharse sin dirigirme la palabra. Pero de pronto me pidió un pedazo de pan. Acompañó tan humillante petición con una mirada fulminante. Tenía un acento extranjero o de hombre que había perdido el hábito de la palabra. Y en efecto me había dicho con alivio, solo al verle de espaldas, es un extranjero. «¿Quiere una lata de sardinas?», dije. Me pedía pan y le ofrecía pescado. Este rasgo define todo mi carácter. «Pan», dijo. Entré en el refugio y cogí el pedazo de pan que guardaba para mi hijo, que sin duda iba a volver hambriento. Se lo di. Esperaba que se apresurase a devorarlo. Pero lo partió en dos y guardó las mitades en los bolsillos de su abrigo. «¿Me permite examinar su bastón?», dije. Alargué la mano. No se movió. Puse mi mano sobre el bastón, por debajo de la suya. Sentí que sus dedos dejaban lentamente el bastón. Ahora yo lo sostenía. Me asombró lo liviano que era. Volví a ponérselo en la mano. Me dirigió una última mirada y se fue. Era casi de noche. Caminaba a pasos rápidos e inseguros, más que utilizarlo arrastraba el bastón, cambiaba de dirección con frecuencia. Me hubiera gustado seguirle un buen rato con la mirada. Hubiera querido estar en pleno desierto, a mediodía, y seguirle con la mirada hasta que no fuera más que un punto lejano en los confines del horizonte. Me quedé todavía un buen rato fuera del refugio. De vez en cuando escuchaba atentamente. Pero mi hijo no volvía. Como empezaba a tener frío, entré en el refugio y me tendí bajo el impermeable de mi hijo. Pero al sentir que el sueño empezaba a vencerme salí de nuevo y encendí una gran hoguera, para que sirviera de punto de orientación a mi hijo. Cuando el fuego se avivó, me dije: «¡Pero ahora voy a poder calentarme!» Me calenté, frotando mis manos una contra otra después de haberlas expuesto al calor de la llama y antes de volver a hacerlo, y colocándome de espaldas a la llama y levantando los faldones de mi chaqueta, y dando vueltas sobre mí mismo como colocado en un asador. Y, finalmente, vencido por el calor y la fatiga, me tendí en el suelo cerca del fuego y me dormí, diciéndome: «Quizá una chispa incendie mis vestidos y me despierte convertido en antorcha humana». Y diciéndome muchas cosas más, pertenecientes a series distintas y sin vínculo aparente entre sí. Pero al despertarme volvía a ser de día y el fuego se había apagado. Aunque las brasas todavía estaban calientes. Mi rodilla no había mejorado, aunque tampoco empeorado. Es decir, que quizá había empeorado un poco, sin que yo me hallara en situación de advertirlo, a causa del hábito que iba adquiriendo de considerar cada vez con mayor conmiseración a mi cuerpo. Aunque no creo. Porque al auscultar mi rodilla y someterla a pruebas diversas desconfiaba de tal costumbre y procuraba hacer abstracción de ella. Y era más bien otro yo, que tenía acceso al santuario de mis sensaciones, el que decía: «Sin novedad, Moran, sin novedad». Lo cual puede parecer imposible. Me dirigí al bosquecillo para tallarme un bastón. Pero cuando finalmente hube encontrado una rama que me convenía, recordé que no tenía cuchillo. Volví al refugio, esperando encontrar el cuchillo de mi hijo entre los objetos que había dejado en el suelo sin recogerlos luego. No estaba. En cambio, mi mirada fue a dar con mi paraguas y me dije: «Para qué un bastón si ya tengo el paraguas». Y me ejercité en caminar apoyado en mi paraguas. Y aunque de este modo no avanzaba ni más rápido ni menos dolorosamente, tardaba más en fatigarme, lo que ya suponía una ventaja. Y en vez de detenerme cada diez pasos para descansar podía caminar fácilmente quince pasos seguidos. Y también cuándo me detenía para descansar me resultaba útil el paraguas. Porque apoyado en él podía comprobar que la pesadez de mi pierna, debida sin duda a un defecto de circulación, desaparecía más aprisa que cuando me sostenía de pie gracias a la ayuda de mis músculos y mi árbol de la vida únicamente. Y equipado de esta suerte no me contentaba con dar vueltas al refugio, como el día anterior, sino que irradiaba de él en todas direcciones. E incluso subí a una pequeña elevación del terreno desde donde dominaba mejor la extensión en la que mi hijo podía aparecer de un momento a otro. Y de vez en cuando lo veía en mi imaginación, inclinado sobre el manillar o de pie sobre los pedales, cada vez más cercano, y le oía jadear y veía reflejada en su rostro mofletudo la alegría de volver por fin al hogar. Pero al mismo tiempo no descuidaba vigilar el refugio, que me atraía extraordinariamente, de modo que algo tan cómodo como pasar directamente de un lugar a otro, ambos igualmente apartados, me resultaba imposible. Cada vez debía volver sobre mis pasos hasta el refugio, para asegurarme de que todo estaba en orden, antes de emprender una nueva salida. Y consumí la mayor parte de aquella segunda jornada en tan vanas idas y venidas, en tal acecho y tales imaginaciones, aunque tampoco les dediqué la jornada entera. Porque de vez en cuando también me tendía en el refugio, que se había convertido en mi hogar, para reflexionar tranquilamente sobre algunos asuntos, especialmente sobre mis provisiones de boca que se iban agotando rápidamente, hasta el punto de que después de una comida engullida a las cinco no me quedaban más que dos latas de sardinas, un puñado de galletas y algunas manzanas. Pero también intentaba acordarme de lo que había que hacer con Molloy, una vez que lo hubiera encontrado. Y también meditaba sobre mí mismo, sobre lo que de algún tiempo a esta parte había cambiado en mí. Creía verme envejecer con la rapidez de una mariposa efímera. Aunque no era exactamente la idea de envejecimiento la que me asaltaba. Y lo que veía se parecía más bien a un desmigajamiento, a un derrumbamiento implacable de cuanto desde siempre me había protegido de aquello en lo que desde siempre estaba condenado a convertirme. O como si estuviera asistiendo a una especie de perforación cada vez más rápida hacia no sé qué luz y qué rostro, conocidos y abolidos. Pero cómo describir aquella sensación sombría y pesada, chirriante y pedregosa, que de pronto se hacía líquida. Y entonces veía una pequeña esfera que ascendía lentamente de las profundidades, a través de aguas sosegadas, primero compacta, apenas más clara que los remolinos que la escoltaban, para convertirse poco a poco en un rostro, con los orificios de los ojos y la boca y los demás estigmas, sin que se pudiera saber si era un rostro de hombre o de mujer, joven o viejo, ni sí su serenidad no se debe también a un efecto del agua que le separa de la luz. Aunque debo decir que solo prestaba una muy relativa atención a tan pobres imágenes, donde sin duda mi sentimiento de derrota trataba de contenerse. Y el hecho de no dedicarme más a ello era otra señal de cómo había cambiado y cuán indiferente me era ya el poseerme o no a mí mismo. Y sin duda habría ido de descubrimiento en descubrimiento respecto a mí, en el caso de haber insistido. Pero bastaba con que hiciese brotar, con la ayuda de una imagen o un razonamiento, un poco de claridad en aquella oscura agitación que me iba poseyendo, para que me dirigiera hacia otras preocupaciones. Y un poco más tarde todo volvía a empezar. Y también me era difícil reconocerme a mí mismo en semejante forma de proceder. Porque no entraba en mi naturaleza, quiero decir en mis costumbres, hacer cálculos de modo tan global, sino que los separaba unos de otros y llevaba cada uno a sus últimas consecuencias. E incluso cuando sentía que se agitaban en el fondo de mi memoria las indicaciones relativas a Molloy que echaba en falta, prefería alejarme bruscamente de ellas en beneficio de otras menos familiares. Y yo, que quince días atrás hubiera calculado gozosamente el tiempo que podría subsistir con los víveres que me quedaban, haciendo intervenir probablemente la cuestión de las vitaminas y las calorías, yo, que hubiera establecido mentalmente una serie de menús que se iban aproximando como una línea asíntota a la nada alimenticia, me contentaba a la sazón con dejar lánguidamente constancia de que pronto perecería por inanición, si no conseguía renovar mis provisiones. Así transcurrió aquella segunda jornada. Pero, antes de pasar a la siguiente, queda un incidente por relatar.
Acababa de encender la hoguera y la miraba avivarse cuando oí que me interpelaban. La voz, ya tan próxima que me sobresaltó, era de hombre. Pero pasado el primer sobresalto me recuperé y continué ocupándome del fuego como si nada hubiera ocurrido, removiéndolo con una rama que acababa de arrancar a tal efecto, quitándole los tallos y las hojas y hasta una parte de la corteza con la sola ayuda de mis uñas. Siempre me ha gustado descortezar las ramas de modo que quede al descubierto su interior, de clara y lisa belleza. Pero oscuros sentimientos de amor y compasión para con el árbol me impedían hacerlo las más de las veces. Y contaba entre los amigos más íntimos al drago de Tenerife que pereció a la edad de cinco mil años abatido por un rayo. Era un ejemplo de longevidad. Era una rama gruesa, llena de savia, que no se inflamaba al hundirla en el fuego. La sostenía por un extremo. El crepitar del fuego, mejor dicho, de los leños que en él se retorcían, porque el fuego triunfante no crepita, sino que produce un ruido muy distinto, había permitido al hombre acercárseme sin que yo me diera cuenta. Si hay algo que me írrita es que me cojan desprevenido. De modo que, pese a mi primer movimiento de pánico, y esperando que hubiera pasado inadvertido, continué atizando el fuego como si me encontrara solo. Pero al contacto de la mano del hombre sobre mi espalda me vi obligado a comportarme como cualquier otro en mi lugar, lo que conseguí volviéndome rápidamente, en un movimiento, espero que bien simulado, de cólera y temor. Y me encontré cara a cara con un hombre cuyos rasgos y apariencia física me fue al principio difícil distinguir, a causa de la oscuridad. «Hola, amigo», dijo. Pero poco a poco yo me fui formando una idea de la clase de individuo que podía ser. Y a fe mía que había gran acuerdo y reinaba gran armonía entre sus diversas partes, de modo que podía decirse de él que tenía el cuerpo que correspondía a su rostro, y viceversa. Y, de haberle podido ver el culo, con toda seguridad que me habría parecido digno de lo demás. «No esperaba encontrarme a nadie en estos andurriales —dijo—, es una suerte». Y apartándome del fuego, que comenzaba a llamear, y cuya luz, que yo ya no interceptaba, dio de lleno sobre el intruso, pude advertir que no me había equivocado y que se trataba efectivamente del tipo de latoso que había entrevisto. «¿Podría usted decirme…?», dijo. Me veré en la obligación de describirlo sucintamente, aunque ello vaya contra mis principios. Era más bien bajo de estatura, aunque fornido. Vestía un grueso traje azul marino (con la chaqueta cruzada) de un corte detestable y un par de esos zapatos negros, de anchura desmesurada, cuya punta llega a un nivel más alto que el empeine. Esta horrenda configuración parece ser monopolio de los zapatos negros. «¿No sabe usted…?» dijo. Los extremos con flecos de una bufanda oscura, de siete pies de longitud por lo menos, arrollada varias veces en torno a su cuello, le colgaban por la espalda. Se tocaba con un sombrero de fieltro azul oscuro de alas pequeñas, en cuya cinta había prendido un anzuelo con cebo artificial, lo que le daba un aíre deportivo a más no poder. «¿Me oye usted?», dijo. Pero todo esto no era nada en comparación con el rostro, que se parecía vagamente, siento tener que decirlo, al mío, naturalmente en menos fino, el mismo escuálido bigote, los mismos ojillos de hurón, la misma parafimosis nasal y una boca delgada y roja, como congestionada a fuerza de querer cagar la lengua. «¡Contésteme!», dijo. Me volví hacia el fuego. Tiraba bien. Le eché más madera. «Hace cinco minutos que le estoy hablando», dijo. Me dirigí hacía el refugio, se interpuso en mi camino. Al verme cojear se envalentonaba. «Le aconsejo que me conteste», dijo. «No le conozco», dije. Y reí. Tenía gracia, en efecto. «¿El señor quisiera ver mi tarjeta?», dijo. «No me serviría de nada», dije. Se me acercó más. «Quítese de en medio», dije. Entonces fue él quien se echó a reír. «¿Se niega a responderme?», dijo. Hice un gran esfuerzo. «¿Qué desearía saber?», dije. Debió de creer que me inclinaba hacia mejores sentimientos. «Eso está mejor», dijo. Llamé en mi auxilio la imagen de mi hijo que podía llegar de un momento a otro. «Ya se lo he dicho», dijo. Yo temblaba. «Tenga usted la bondad de repetírmelo —dije—. Abreviemos». Me preguntó si había visto pasar a un viejo con un bastón. Lo describió. Mal. Su voz parecía llegarme de lejos. «No», dije. «¿Cómo que no?», dijo. «No he visto a nadie», dije. «Y sin embargo ha pasado por aquí», dijo. Yo seguí callado. «¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?», dijo. También su cuerpo se iba volviendo difuso, como si se disolviera. «¿Qué diantre hace usted aquí?», dijo. «¿Le han encargado vigilar este territorio?», dije. Adelantó una mano hacia mí. «Estoy seguro de haberle dicho otra vez que se quitara de en medio». Aún recuerdo la mano que se me iba acercando, blancuzca, abriéndose y cerrándose. Parecía autopropulsada. No sé qué ocurrió entonces. Pero un poco más tarde, quizá mucho más tarde, lo encontré tendido en el suelo, con la cabeza hecha papilla. Lamento no poder indicar con mayor precisión por qué procedimiento se llegó a tal resultado. Hubiera sido un pasaje emocionante. Pero no voy a ponerme a hacer literatura llegado a este punto de mi relato. A mí no me había ocurrido nada, salvo algunos arañazos que descubrí al día siguiente. Me incliné sobre el hombre. Al hacerlo, comprobé que mi pierna volvía a flexionarse normalmente. El hombre ya no se me parecía. Le tomé por los tobillos y lo arrastré, reculando, hasta el refugio. Sus zapatos brillaban debido a una espesa capa de betún grasiento. Los calcetines estaban adornados con galoncitos. El pantalón se había arremangado, dejando al descubierto la carne blanca y sin vello de las piernas. Tenía tobillos delgados y huesudos, como los míos. Casi podía rodearlos con el dedo. Llevaba ligas, una de las cuales se había desprendido y colgaba suelta. Este detalle me conmovió. Volví a acercarme al fuego. Mi rodilla ya se ponía otra vez rígida. Ya no tenía necesidad de ser ágil. Volví al refugio y cogí el impermeable de mi hijo. Volví a salir y me tendí junto al fuego, cubierto con el impermeable. No dormí apenas, pero dormí un poco. Escuchaba a los mochuelos. No eran búhos, era un grito parecido al silbato de una locomotora. Escuché a un ruiseñor. Y estertores lejanos. Si hubiese oído hablar de otros pájaros que gritan o cantan de noche también los habría escuchado. Miré extinguirse el fuego, con las dos manos puestas una sobre otra y encima de ellas la mejilla. Aceché la llegada del amanecer. En cuanto apuntó, me levanté y me dirigí al refugio. El hombre también tenía las rodillas bastante rígidas, pero las articulaciones lumbares seguían funcionando a plena satisfacción. Lo arrastré hasta el bosquecillo, deteniéndome frecuentemente para descansar, pero sin soltar las piernas, para no tener que inclinarme a recogerlas. Después deshice el refugio y cubrí el cuerpo con las ramas así recuperadas. Volví a llenar las mochilas y me las cargué a la espalda, cogí el impermeable y el paraguas. Nada, que me iba. Pero antes de partir me concentré un instante para asegurarme de que no olvidaba nada, y sin fiarme solo de mi cerebro, porque me palpé los bolsillos y miré a mi alrededor. Y al palparme los bolsillos comprobé la ausencia de mis llaves, de la cual no había podido informarme mi cerebro. No tardé en encontrarlas esparcidas por el suelo, pues el llavero se había roto. Y, para ser exactos, encontré primero la cadenita, luego, las llaves y finalmente, el llavero, partido en dos. Y como no había ni que pensar, ni siquiera con la ayuda de mi paraguas, en inclinarme cada vez a recoger una llave, dejé en el suelo las mochilas, el paraguas y el impermeable y me eché boca abajo entre las llaves, que de este modo pude recuperar sin dificultad ninguna. Y cuando alguna estaba demasiado lejos me arrastraba hacia ella, asiendo la hierba con las dos manos. Y, tanto si lo necesitaba como si no lo necesitaba, frotaba cada llave en las hiervas antes de metérmela en el bolsillo. Y de vez en cuando me incorporaba apoyándome en las manos, para dominar mejor la escena. Y recuperé varias llaves, vistas de este modo a bastante distancia, rodando sobre mí mismo como un gran cilindro. Y al no encontrar más llaves, me dije: «Ya no vale la pena contarlas, porque ignoro cuántas había». Entonces volví a mirar a mi alrededor buscando alguna otra. Pero finalmente me dije: «Tanto peor, me conformaré con las que tengo». Y mientras buscaba así mis llaves encontré una oreja, que arrojé en el bosquecillo. Y, lo que es más extraño aún, ¡encontré mi sombrero de paja, que creía llevar puesto! Uno de los agujeros por donde pasaba el elástico se había ensanchado hasta el borde del ala, sí se me permite la expresión, y por tanto ya no era un agujero, sino una hendidura. Pero el otro había resistido bien y el elástico seguía en su sitio. Y finalmente me dije: «Ahora voy a levantarme y echaré una última mirada de inspección al terreno». Y lo hice. Fue entonces cuando encontré el llavero, primero un trozo, luego el otro. Luego, al no encontrar ya ninguna pertenencia mía o de mi hijo, volví a cargar con las mochilas, me hundí concienzudamente el sombrero de paja en el cráneo, me coloqué doblado bajo el brazo el impermeable de mi hijo, tomé el paraguas y me fui. Pero no llegué muy lejos. Porque no tardé en detenerme en la cima de un montículo desde donde podía vigilar sin fatigarme tanto el emplazamiento de mi campamento como la campiña circundante. E hice la siguiente curiosa observación, que la tierra e incluso las nubes del cielo, estaban dispuestas en aquel paraje de tal modo que dirigían suavemente la mirada hacia el campamento, como en la perspectiva del cuadro de un maestro. Me instalé lo más cómodamente posible. Me quité de encima mis diversos fardos y me comí toda una lata de sardinas y una manzana. Me acosté boca abajo sobre el impermeable de mi hijo. Y tan pronto me apoyaba con los codos en el suelo sosteniéndome las mandíbulas con las manos, lo cual orientaba mis miradas hacia el horizonte, como formaba sobre el suelo un pequeño cojín con mis dos manos y apoyaba en él cinco minutos una mejilla y cinco minutos la otra, tendido boca abajo. Hubiera podido hacerme una almohada con las dos mochilas, pero no lo hice, no se me ocurrió. La jornada discurrió en la mayor tranquilidad, sin incidente alguno. Y solo un perro rompió para mí la monotonía de aquel tercer día, rondando los restos de mi hoguera para adentrarse luego en el bosquecillo. Pero no le vi salir de él, ya porque tuviera la atención puesta en otra parte, ya porque saliera por el otro extremo del bosque, limitándose, pues, en cierto sentido, a atravesarlo. Arreglé mi sombrero, abriendo, con la ayuda de la llave de la lata de sardinas, un nuevo agujero junto al anterior y sujetándole nuevamente el elástico. Y también arreglé el llavero, enroscando las dos mitades, e introduje las llaves y lo uní nuevamente a la larga cadena. Y para hacer el tiempo más corto me planteé algunas preguntas y me esforcé en hallarles respuesta. He aquí algunas:
Pregunta. —¿Qué había sido del sombrero de fieltro azul?
Respuesta.
Pregunta. —¿Sospecharán del viejo del bastón?
Respuesta. —Era lo más probable.
Pregunta. —¿Qué posibilidades tenía de demostrar su inocencia?
Respuesta. —Muy pocas.
Pregunta. —¿Debía poner a mi hijo al corriente de lo que había ocurrido?
Respuesta. —No, porque entonces su deber sería denunciarme.
Pregunta. —¿Me denunciaría?
Respuesta.
Pregunta. —¿Cómo me encontraba?
Respuesta. —Más o menos como siempre.
Pregunta. —¿Y, no obstante, había cambiado y seguía cambiando?
Respuesta. —Sí.
Pregunta. —¿Y a pesar de esto me encontraba más o menos como siempre?
Respuesta. —Sí.
Pregunta. —¿Cómo era posible?
Respuesta.
Estas preguntas y otras más estaban separadas unas de otras, así como de las respuestas correspondientes, por intervalos de tiempo más o menos prolongados. Y las respuestas no siempre se atenían al orden de las preguntas. Sino que buscando la respuesta, o las respuestas, a determinada pregunta, encontraba la respuesta, o las respuestas, a una pregunta que ya me había formulado inútilmente, en el sentido de que no había sabido hallarle respuesta, o bien encontraba otra pregunta, u otras preguntas, que me exigían a su vez una respuesta inmediata.
Devolviéndome ahora con la imaginación al momento presente, afirmo haber escrito todo el pasaje anterior con mano firme e incluso satisfecha, y con el espíritu más tranquilo que desde hace mucho tiempo. Porque antes de que puedan leerse estas líneas estaré lejos, y en un lugar donde a nadie se le ocurrirá ir a buscarme. Aparte de que Yudi se ocupará de mí, no dejará que me castiguen por una falta cometida en acto de servicio. Y contra mi hijo no se podrá emprender acción alguna, sino que más bien se le compadecerá por haber tenido semejante padre, y las ofertas de ayuda y los testimonios de aprecio lloverán sobre él.
Así discurrió aquella tercera jornada. Y hacia las cinco me comí la última lata de sardinas y algunas galletas con buen apetito. De modo que solo me quedaban algunas manzanas y algunas galletas. Pero hacia las siete, cuando el Sol estaba ya muy bajo, llegó mi hijo. Había debido de adormecerme un instante, porque al principio no le divisé en el horizonte, y luego le vi creciendo por momentos, como había previsto. Pero cuando le vi ya estaba entre yo y el campamento, hacia el cual se dirigía. Me invadió una gran irritación y me puse en pie rápidamente y empecé a gritar blandiendo el paraguas. Se volvió y le indiqué por señas que se acercara, agitando el paraguas como si quisiera apresar algo con el mango. Por un instante creí que iba a desafiarme y proseguir su camino hasta el campamento, o mejor dicho, hasta el lugar donde había estado el campamento, porque el campamento ya no existía. Pero acabó por dirigirse hacia mí. Iba empujando una bicicleta que, al llegar a donde yo estaba, dejó caer con un gesto que indicaba que ya no podía más. «Levántala —dije—, quiero verla». En efecto, debía de haber sido una buena bicicleta. De buena gana la describiría, emplearía cuatro mil palabras en su descripción. «¿Es esto tu bicicleta?», dije. Como solo tenía medianas esperanzas de que me respondiera, continué examinando la bicicleta. Pero había en el silencio de mi hijo algo de inusitado que me impulsó a levantar los ojos hacia él. Los ojos se le salían de las órbitas. «¿Qué te pasa —dije—, es que llevo la bragueta abierta?» Volvió a dejar caer la bicicleta. «Levántala», dije. La levantó. «¿Qué te ha pasado?», dijo. «Me caí», dije. «¿Te caíste?», dijo. «Sí —exclamé—, ¿no te ha pasado nunca?» Busqué el nombre de la planta nacida de las eyaculaciones de los ahorcados y que grita al cogerla. «¿Cuánto has pagado por ella?», dije. «Cuatro libras», dijo. «¡Cuatro libras!», exclamé. Si me hubiera dicho dos libras, o incluso treinta chelines, hubiera reaccionado igualmente. «Me pedían cuatro libras y cinco chelines», dijo. «¿Tienes el recibo?», dije. No sabía lo que era un recibo. Se lo describí. Con todo el dinero que me gastaba en instruir a mi hijo y no sabía ni siquiera lo que era un simple recibo. Aunque creo que lo sabía tan bien como yo. Porque cuando le dije: «Ahora dime qué es un recibo», me lo dijo a la perfección. En el fondo me daba exactamente igual que le hubieran hecho pagar por la bicicleta tres o cuatro veces lo que realmente valía o que se hubiera quedado con una parte del dinero destinado a tal adquisición. No iba a salir de mi bolsillo. «Dame los diez chelines», dije. «Me los he gastado», dijo. «Basta, basta». Empezó a explicarme que el primer día las tiendas estaban cerradas, que el segundo… Yo le dije: «Basta, basta». Miré el portaequipajes. Era lo mejor que tenía aquella bicicleta. Eso, y la bomba. «¿Al menos funciona?», dije. «Tuve un pinchazo a dos millas de Hole —dijo—, he recorrido el resto del camino a pie». Miré sus zapatos. «Ínflala», dije. Cogí la bicicleta. Ya no recuerdo de qué rueda se trataba. En cuanto hay dos cosas más o menos parecidas me pierdo. Hacía trampa, pues el aire se iba entre la válvula y el tubo que adrede no había atornillado a fondo. «Toma la bicicleta —dije— y dame la bomba». Pronto el neumático se endureció. Miré a mi hijo. Empezó a protestar. Le obligué a callarse. Cinco minutos después, palpé el neumático. No había perdido nada de su dureza. «Eres un miserable», dije. Se sacó una tableta de chocolate del bolsillo y me la ofreció. La tomé. Pero en lugar de comérmela, como hubiera sido mi deseo, y aunque detesto el despilfarro, la arrojé lejos de mí tras un instante de vacilación. Instante que esperaba hubiese pasado inadvertido a mi hijo. «Bueno, basta». Bajamos a la carretera. Más bien era un camino rural. Intenté sentarme en el portaequipajes. El pie de la pierna que tenía rígida quería entrar bajo tierra, en la tumba. Me elevé mediante la mochila. «Sostenla», dije. No bastaba. Añadí el zurrón. Sus partes abultadas se me hundían en las nalgas. Cuando más dificultades encuentro, mayor empeño pongo en las cosas. Con tiempo, solo a fuerza de uñas y dientes, sería capaz de subir desde el centro de la Tierra a la corteza terrestre, aunque supiera perfectamente que nada iba a ganar con ello. Y cuando me hubiera quedado sin uñas y sin dientes seguiría arañando la roca con mis huesos. Veamos en unas pocas palabras la solución que adopté finalmente. Primero el zurrón, luego la mochila, luego el impermeable de mi hijo doblado en cuatro, todo ello sólidamente atado, con los cordeles de mi hijo, al portaequipajes y a la base del sillín. En cuanto al paraguas, me lo colgué al cuello, para que me quedaran las dos manos libres al objeto de asirme a la cintura de mi hijo, o mejor dicho bajo sus axilas, pues quedaba encaramado a mayor altura que él. «Pedalea», dije. Quiero creer que realmente hizo un esfuerzo desesperado. Caímos. Sentí un fuerte dolor en la tibia. Había quedado trabado a la rueda trasera. «¡Ayúdame!», grité. Mi hijo me ayudó a levantarme. Mi media presentaba un desgarrón y la pierna sangraba. Afortunadamente, se trataba de la pierna enferma. ¿Qué habría podido hacer, con las dos piernas inútiles? Me las habría arreglado. No hay mal que por bien no venga, pensé. Naturalmente, pensaba en la flebotomía. «¿No te has hecho daño?», dije. «No», dijo. Por supuesto. Con mi paraguas le propiné un buen porrazo en las corvas, donde veía lucir la carne entre la media y el calzón. Lanzó un grito. «¿Quieres que nos matemos?», dije. «Me faltan fuerzas —dijo—, me faltan fuerzas». Aparentemente, a la bicicleta no le ocurría nada, quizá solo la rueda trasera un poco descentrada. Comprendí inmediatamente la equivocación que había cometido. Consistía en haberme sentado firmemente y con los pies colgando antes de partir. Reflexioné. «Probaremos otra vez», dije. «No puedo», dijo. «No abuses de mi paciencia», dije. Montó en la bicicleta. «Cuando te lo indique, te pones en marcha despacio», dije. Volví a mi posición en la parte trasera. Sentado, no tocaba el suelo con los pies. Así era como debía hacerse. «Espera mi indicación», dije. Me dejé resbalar de lado hasta que el pie de mi pierna sana tocó el suelo. Sobre la rueda que movía la bicicleta pesaba ya solo mi pierna enferma, levantada y apartada a costa de grandes esfuerzos. Hundí los dedos en la chaqueta de mi hijo. «Avanza despacito», dije. Las ruedas empezaron a girar. Yo seguía, a medias llevado por la bicicleta y a medias dando saltitos. Temía por mis testículos, que más bien tienden a quedar colgantes. «¡Más aprisa!», grité. Se apoyó más a fondo en los pedales. De un salto volví a situarme en mi asiento. La bicicleta vaciló, recobró el equilibrio, fue aumentando la velocidad. «¡Bravo!» grité entusiasmado. «¡Hurra!», grito mi hijo. ¡Cómo detesto esta exclamación! He estado a punto de no poder ni siquiera transcribirla. Creo que mi hijo estaba tan contento como yo. Sentía su corazón palpitar en mi mano, y sin embargo, mi mano estaba lejos de su corazón. Afortunadamente, el camino nos venía en sentido descendente. Afortunadamente había reparado mi sombrero y el viento no podía llevárselo. Afortunadamente hacia buen tiempo y yo no estaba solo. Afortunadamente, afortunadamente.
Así llegamos a Ballyba. No enumeré los obstáculos que debimos superar, los seres maléficos que debimos esquivar, los extravíos de conducta del hijo, los desmoronamientos del padre. Tenía la intención, y casi el deseo, de contarlo todo, me complacía en la idea de que vendría un momento en que podría hacerlo. Ahora ya no tengo tal intención, el momento ha llegado cuando ya pasó mi deseo de contarlo todo. Mi rodilla no empeoraba. Tampoco mejoraba. La herida de la tibia se había cerrado. Solo no habría llegado nunca. Debo a la ayuda de mi hijo. ¿Qué cosa? El haber llegado. Se quejaba a menudo de su salud, de su vientre, de su dentadura. Yo le daba morfina. Cada vez tenía peor aspecto. Cuando le preguntaba qué tenía, no sabía responderme. Tuvimos problemas con la bicicleta. Pero los superé. Sin mi hijo, no habríamos llegado nunca. Nos llevó tiempo. Semanas. A fuerza de equivocarnos de camino, de no darnos prisa. Seguía sin saber lo que debía hacer con Molloy una vez lo hubiera encontrado. Ya ni pensaba en ello. Pensaba mucho en mí, de viaje con mi hijo, sentado tras él, con la cabeza más alta que la suya, y en el campamento cuando iba y venía, y durante sus ausencias. Porque se ausentaba a menudo, para buscar información o para comprar provisiones. Yo, por así decirlo, ya no hacía nada. Debo decir que se cuidaba mucho de mí. Era torpe, estúpido, tardo, sucio, embustero, taimado, poco afectuoso, pero no me abandonaba. Yo pensaba mucho en mí. Es decir, que a menudo me echaba un vistazo, cerraba los ojos, olvidaba, y vuelta a empezar. Nos llevó mucho tiempo llegar a Ballyba, incluso diré que llegamos sin saberlo. «Párate», dije un día a mi hijo. Acababa de divisar a un pastor cuyo aspecto me agradaba. Sentado en el suelo, acariciaba a su perro. En torno a ambos pastaban apaciblemente carneros negros, poco lanudos. Dios mío, qué país pastoral. Dejando a mi hijo al borde del camino me dirigí hacia ellos a través del prado. A menudo me detenía para descansar, apoyado en mi paraguas. El pastor me miraba acercarme, sin levantarse. El perro, también, sin ladrar. Los carneros, también. Sí, poco a poco, unos después de otros, se volvían hacia mí, me miraban de frente, observaban mi avance hacia ellos. Su turbación se traslucía únicamente en algunos leves movimientos de retroceso, en el golpe de alguna pata escuálida sobre el suelo. Parecían poco asustadizos, para ser carneros. Y naturalmente también mi hijo me miraba alejarme, sentía en la espalda su mirada. El silencio era absoluto. Profundo, vaya. En resolución, que fue un momento solemne. El tiempo era delicioso. Caía la tarde. Cada vez que me detenía miraba a mi alrededor. Miraba al pastor, a los carneros, al perro e incluso al cielo. Pero mientras caminaba sólo veía el suelo y el movimiento de mis pies, el pie sano que avanzaba, se contenía, se afirmaba, esperaba la llegada del otro. Finalmente, me detuve a unos diez pasos del pastor. No valía la pena ir más lejos. Cómo me gustaría extenderme sobre él. Su perro le quería, sus carneros no le temían. Pronto se levantaría al sentir la caída del rocío. El redil estaba lejos, lejos. Vería desde lejos la luz de su casa. Yo me encontraba ahora en medio de los carneros, formaban un círculo a mi alrededor, sus miradas convergían en mí. Podía ser el carnicero que venía a elegir su víctima. Me quité el sombrero. Vi que los ojos del perro seguían el movimiento de mi mano. Continué mirando a mi alrededor sin poder decir nada. No sabía cómo romper aquel silencio. Estuve a punto de volver sobre mis pasos sin haber dicho nada. Por último dije: «Ballyba», en un tono que aspiraba a resultar interrogador. El pastor se quitó la pipa de la boca y señaló el suelo con la boquilla. Yo sentía deseos de decirle: «Tómeme a su servicio, le serviré fielmente, solo por la comida y el albergue». Le había comprendido, pero probablemente sin aparentarlo, porque repitió varias veces su gesto, dirigiendo al suelo la boquilla de su pipa. «Bally», dije. Su mano se alzó, vaciló un instante como ante un mapa, y luego se inmovilizó en el aire. La pipa aún humeaba débilmente, el humo volvía el aire azul por un instante y luego desaparecía. Miré en la dirección indicada. El perro, también. Los tres nos habíamos vuelto hacia el Norte. Los carneros empezaban a desinteresarse de mí. Quizá habían comprendido. Les oía volver a ramonear y triscar. Divisé finalmente, en el confín de la llanura, un confuso resplandor rojizo, suma de mil distintas luces enturbiadas por la distancia. Parecía una galaxia. Era como una pequeña rotura en la hermosa línea recta y oscura del horizonte. Di las gracias a la noche, que suscita la aparición de las luces, las estrellas en el cielo y en la tierra las amadas lucecitas humanas. De día, el pastor hubiera levantado en vano su pipa para señalar la larga comisura, neta y clara, del cielo y la tierra. Pero ahora sentía que el hombre y el perro se volvían de nuevo hacia mí, y el hombre volvía a chupar de la pipa, con la esperanza de que no se hubiera apagado. Y sabía que yo era el único en contemplar aquel lejano destello destinado a avivarse, a avivarse, para extinguirse luego bruscamente. Y me azoraba un poco ser el único, bueno, quizá también mi hijo, no, el único, en experimentar esa fascinación. Y me preguntaba cómo iba a poder retirarme sin detestarme demasiado a mí mismo, sin violentarme demasiado, cuando una especie de inmenso suspiro a mi alrededor anunció que no era yo quien se iba, sino el rebaño. Los miré alejarse, con el hombre en cabeza, detrás los carneros, apretujados, con la cabeza gacha, empujándose y lanzándose de vez en cuando a un trotecillo, arrancando sin detenerse y como a ciegas un último bocado a la tierra, y finalmente el perro, que se balanceaba y agitaba la enorme cola negra y plumosa, aunque no hubiera nadie para advertir su alegría, si de alegría se trataba. Y así el pequeño grupo se alejaba en un orden perfecto, sin que el amo debiera gritar ni el perro intervenir. Y así proseguiría sin duda hasta el establo o el cercado. Y el pastor se hace a un lado para dejar paso a los animales, y para descargo de su conciencia los cuenta mientras desfilan ante él. Luego se dirige a su casa, la puerta de la cocina está abierta, la lámpara arde, entra y se sienta a la mesa sin quitarse el sombrero. Pero el perro se detiene en el umbral, inseguro sobre si puede entrar o debe quedarse fuera.
Aquella noche tuve una discusión bastante violenta con mi hijo. No recuerdo por qué causa. Un momento, tal vez sea importante.
No, no sé. He tenido tantas discusiones con mi hijo. Lo único que sé es que en aquel momento debió parecerme una escena como tantas otras. Debí llevarla a buen término de acuerdo con una técnica de probada eficacia, mostrarle con maestría la enormidad de sus fallos. Pero a la mañana siguiente comprendí que me había equivocado. Porque al despertar temprano me encontré solo en el refugio, yo que era siempre el primero en despertarme. Es más, mi instinto me decía que hacía tiempo que estaba solo, que hacía tiempo que la respiración de mi hijo no se confundía con la mía, en el angosto refugio que había construido bajo mi dirección. Y el hecho de que se hubiera marchado con la bicicleta, durante la noche o al apuntar los primeros rubores del alba, no tenía en sí mismo nada que resultara profundamente inquietante. Y, si solo se hubiera tratado de eso, habría sabido hallarle excelentes y honorables explicaciones. Desgraciadamente, se había llevado su impermeable y su mochila. Y en el refugio, fuera del propio refugio, no me quedada absolutamente nada suyo. Más aún, se había ido con una considerable suma de dinero, él, que solo tenía derecho a algún penique de vez en cuando para su alcancía italiana. Porque desde que se ocupaba de todo, bajo mi dirección por supuesto, y especialmente de las compras, le otorgaba un cierto margen de confianza en lo referente al dinero. Y llevaba siempre encima una suma muy superior a lo estrictamente necesario. Y para que ello parezca más verosímil añadiré que:
1.º Deseaba que aprendiera a llevar una contabilidad por partida doble, cuyos rudimentos le había enseñado.
2.º Ya no me sentía con ánimos de ocuparme de aquellas miserias que antaño me alegraban la vida.
3.º Le había dicho que durante sus correrías anduviera con el ojo abierto por si encontraba otra bicicleta, liviana y a buen precio. Porque estaba cansado del Portaequipajes y además veía acercarse el día en que mi hijo no tendría ya fuerzas para pedalear por dos. Y yo me creía capaz, qué digo, me sabía capaz, con algún entrenamiento, de aprender a pedalear con un solo pie. Y entonces tomaría el lugar que me correspondía, quiero decir en cabeza. Y mi hijo me seguiría. Y no se reproduciría aquella situación escandalosa, a saber, mi hijo despreciando mis instrucciones, tomando la izquierda cuando yo le indicaba la derecha, o la derecha cuando le indicaba la izquierda, o siguiendo en línea recta cuando le decía a derecha o a izquierda, como ocurría cada vez más frecuentemente en los últimos tiempos.
Esto es cuanto quería añadir.
Pero al registrar mi portamonedas comprobé que solo contenía quince chelines, lo que me inducía a creer que mi hijo no se había conformado con el dinero que llevaba encima, sino que había desvalijado mis bolsillos antes de irse, mientras yo dormía. Y, ¡abismos del alma humana!, mi primer movimiento fue agradecerle que me hubiera dejado aquella pequeña suma, suficiente para ir subsistiendo hasta la llegada de socorros. Veía incluso en ello una especie de delicadeza.
De modo que estaba solo, con mi zurrón, mi paraguas, que también hubiera podido llevarse, y quince chelines, sabiéndome fríamente abandonado, de modo deliberado y sin duda con premeditación, en Ballyba si ustedes se empeñan, caso de hallarme ahí efectivamente, pero bastante lejos aún de Bally. Y me quedé varios días, no sé cuántos, en el lugar donde mi hijo me había abandonado, comiendo mis últimas provisiones (hubiera podido llevárselas), sin ver alma viviente, incapaz de actuar, o quizá por fin con la suficiente presencia de ánimo para renunciar a la acción. Porque estaba tranquilo, sabía que todo iba a terminar, o resurgir, poco importaba, y poco importaba de qué manera, no tenía más que esperar. Incluso a veces me divertía dejando crecer en mí, para aplastarlas luego, infantiles esperanzas, como, por ejemplo, la de que mi hijo, depuesta su cólera, tendría compasión de mi y volvería conmigo. O la de que Molloy, en cuyo país me hallaba, vendría hasta mí, ya que yo no había sabido ir hasta él, y que hallaría en él un amigo, un padre, y me ayudaría a cumplir con mi misión, de modo que Yudi no se enfadara conmigo y no me castigara. Sí, dejaba que crecieran y se amontonaran en mí, que brillaran y se adornasen con mil encantadores detalles, y luego las barría, con un vigoroso y asqueado escobazo, me limpiaba de sus restos y miraba con satisfacción el vacío que habían profanado. Y por la noche me volvía hacia las luces de Bally, las miraba brillar cada vez más ardientes para apagarse luego todas al mismo tiempo, sucias lucecitas parpadeantes de hombres aterrorizados. Y me decía: «¡Pensar que quizá estaría ya allí, de no haberme sobrevenido esta desgracia!» Y aunque tanto me hubiera gustado verle de cerca, no llegué a ver nunca, ni de cerca ni de lejos, a Obidil, de quien estuve a punto de hablaros, y ni siquiera me sorprendería mucho que no existiera. Y ante la idea de las sanciones que Yudi podía adoptar contra mí me sacudía una enorme risotada, sin que se dejara oír el menor ruido ni mi rostro expresara otra cosa que tristeza y serenidad. Pero todo mi cuerpo se agitaba, y hasta mis piernas, de modo que debía apoyarme en un árbol, o en un arbusto, cuando me daba la risa estando de pie, ya que mi paraguas era insuficiente para mantenerme en equilibrio. Risa extraña, si las hay, y que, si bien lo pienso, solo denomino así por pereza, o tal vez por ignorancia. Y en cuanto a mí, debo decir que tan fiel pasatiempo no me ocupaba mucho el pensamiento. Pero había momentos en que me parecía que no estaba muy lejos, que me acercaba como la arena se acerca a la ola que se infla y blanquea, aunque debo decir que esta imagen resulta poco apropiada para mi situación, más cercana a la de la mierda que espera ser arrastrada por el agua del retrete. Y anoto aquí el pequeño síncope que tuve una vez, en casa, cuando una mosca, que volaba bajo por encima de mi cenicero, levantó con el aire movido por sus alas un poco de ceniza. Y cada vez estaba más débil y más contento. Llevaba varios días sin comer nada. Probablemente hubiera podido encontrar moras y setas, pero no me interesaba. Pasaba todo el día tendido en el refugio, echando vagamente de menos el impermeable de mi hijo, y por la noche salía a reírme un buen rato contemplando las luces de Bally. Y aunque me resentía un poco de calambres en el estómago e hinchazón del vientre, me encontraba extraordinariamente contento, contento de mí, casi exaltado, encantado con mi personaje. Y me decía: «Pronto voy a perder el conocimiento del todo, es solo cuestión de tiempo». Pero la llegada de Gaber puso fin a tales pasatiempos.
Era de noche. Acababa de arrastrarme fuera del refugio para mi carcajeo habitual y para sentir mejor mi debilidad. Ya llevaba ahí algún tiempo. Estaba sentado en un tronco, medio dormido. «Hola, Moran», dijo. «¿Me reconoce?», dije. Sacó su agenda y la abrió, se humedeció el dedo con la lengua, pasó las páginas hasta encontrar la que buscaba y la acercó a sus ojos, mientras inclinaba al mismo tiempo la cabeza para verla más de cerca aún. «No veo nada», dijo. Iba vestido como la última vez que nos vimos. De modo que había hecho mal al reprocharle mentalmente que fuera endomingado. A menos que volviéramos a estar en domingo. Pero ¿no le había visto siempre vestido así? «¿Tiene usted una cerilla?», dijo. Era la primera vez que su voz me sonaba tan lejana. «O una linterna de bolsillo», dijo. Debió leer en mi rostro que no tenía nada luminoso. Se sacó del bolsillo una linterna eléctrica e iluminó la página. Leyó: «Moran, Jacques, volverá a su casa, pues han cesado todas sus ocupaciones». Apagó la linterna, cerró la agenda dejando el dedo dentro como señal y me miró. «No puedo caminar», dije. «¿Cómo?», dijo. «Estoy enfermo, no puedo moverme», dije. «No oigo una palabra», dijo. Le grité que no podía desplazarme, que estaba enfermo, que deberían llevarme en camilla, que mi hijo me había abandonado, que no podía más. Me examinó lentamente de la cabeza a los pies. Di algunos pasos apoyado en mi paraguas para probarle que ya me era imposible caminar. Volvió a abrir su agenda, iluminó de nuevo la página correspondiente, la examinó un buen rato y dijo: «Moran volverá a su domicilio, pues han cesado todas sus ocupaciones». Cerró la agenda, volvió a guardársela en el bolsillo, volvió a guardarse la linterna en el bolsillo, se puso en pie, se pasó las manos por el pecho y anunció que se moría de sed. Ni una palabra sobre mi aspecto. Sin embargo, no me había afeitado desde el día en que mi hijo había vuelto de Hole con la bicicleta, ni me había lavado, ni peinado, para no hablar de las privaciones de toda índole y de las grandes metamorfosis interiores. «¿Me reconoce?», grité. «¿Qué si le reconozco?», dijo. Reflexionó. Ya sabía yo lo que estaba haciendo, buscaba la frase más indicada para herirme. «¡Demonio de Moran!», dijo. Yo me tambaleaba de debilidad. Hubiera podido caerme muerto a sus pies y se hubiera limitado a decir, «Caramba con Moran, siempre el mismo». La oscuridad era cada vez más densa. Me pregunté si realmente se trataba de Gaber. «¿Está enfadado Yudi?», dije. «¿No tendrá usted un botellín que ofrecerme?», dijo. «Le pregunto si está enfadado», dije. «Enfadado —dijo Gaber—, qué ocurrencia, pasa el día restregándose las manos, lo oigo desde la antecámara». «Esto no quiere decir nada», dije. «Se ríe solo», dijo Gaber. «Seguramente estará enfadado conmigo», dije. «¿Sabe lo que me dijo el otro día?», dijo Gaber. «¿Es que ha cambiado?», dije. «¿Cómo?», dijo Gaber. «¿Es que ha cambiado?», grité. «No —dijo Gaber—, no ha cambiado, ¿por qué iba a cambiar? Simplemente se hace viejo, como todo el mundo, eso es todo». «Qué voz más rara tiene usted esta noche», dije. No creo que me oyese. «Bueno —dijo, volviéndose a pasar las manos por el pecho, de arriba abajo—, me voy, ya que no tiene nada que ofrecerme». Se alejó sin despedirse. Pero le alcancé, pese a la repugnancia que me inspiraba, pese a mi debilidad y a mi pierna enferma, y le cogí de la manga. «¿Qué le ha dicho?», dije. Se detuvo. «Moran —dijo—, está usted empezando a tocarme seriamente las narices». «Se lo suplico —dije—, dígame qué le ha dicho». Me dio un empujón. Caí. No se proponía hacerme caer, no se daba cuenta de mi estado, solo había querido mantenerme a distancia. No intenté levantarme. Lancé un alarido. Se acercó y se inclinó sobre mí. Llevaba un gran bigote castaño a la antigua. Vi que el bigote se movía, que los labios se movían, y casi acto seguido oí, como en un murmullo, palabras solícitas. Conocía bien a Gaber, no era brutal. «Gaber —dije—, no es mucho lo que le pido». Recuerdo bien aquella escena. Quiso ayudarme a ponerme en pie. Le rechacé. Me encontraba bien tal como estaba. «¿Qué le dijo?», dije. «No comprendo», dijo Gaber. «Hace un momento me dijo que le había dicho algo —dije—, cuando yo le interrumpí». «¿Me interrumpió?», dijo Gaber. «Sabe usted lo que me dijo el otro día —dije—, estas fueron sus propias palabras». Se le iluminó el rostro. Vaya con el gordinflón de Gaber, casi era tan listo como mi hijo. «Me dijo —dijo Gaber—, me dijo…» «Más alto», exclamé. «Me dijo —dijo Gaber—. Gaber, me dijo, la vida es algo hermoso, Gaber, una cosa inaudita». Me acercó el rostro. «Una cosa inaudita —dijo—, algo hermoso, una cosa inaudita». Sonrió. Yo cerré los ojos. Una sonrisa está muy bien, le da a uno mucho ánimo, pero hace falta alguna distancia. Yo dije, «¿Cree usted que se refería a la vida humana?» Presté atención. «A saber si hablaba de la vida humana», dije. Abrí los ojos. Estaba solo. Tenía las manos llenas de hierba y de tierra que había arrancado sin darme cuenta y que seguía arrancando. Literalmente, arrancaba las raíces de cuajo. Sí, dejé de hacerlo en cuanto comprendí lo que había hecho, algo tan mal hecho, le puso fin, abrí las manos, pronto quedaron vacías.
Aquella noche emprendí el camino de regreso. No fui muy lejos. Pero fue un comienzo. El primer paso es lo que cuenta. El segundo ya cuenta menos. Cada día avanzaba un poco más. La frase no me ha salido clara, no dice lo que yo esperaba que dijera. Al principio, contaba los pasos por decenas. Me detenía cuando no podía más y me decía: «Bravo, ya van tantas decenas, he caminado tanto trecho más que ayer». Luego conté por quincenas, por veintenas y finalmente por cincuentenas. Sí, al final podía caminar cincuenta pasos antes de detenerme para descansar apoyado en mi fiel paraguas. Al principio, debía errar por Ballyba de un lado a otro, si realmente estaba en Ballyba. Después seguí más o menos los mismos caminos que habíamos recorrido en el viaje de ida. Pero, recorridos en sentido inverso, los caminos cambiaban de aspecto. Comía, según el sentido común, todas las sustancias comestibles que me ofrecían la Naturaleza, el bosque, los campos y las aguas. Acabé mi provisión de morfina.
Recibí órdenes de volver a mi casa en agosto, lo más tarde en septiembre. Llegué en primavera, no quiero dar la fecha exacta. De modo que me había pasado caminando todo el invierno.
Cualquiera otro en mi lugar se habría tendido en la nieve, decidido a no levantarse más. Yo, no. En otro tiempo, creía que los hombres no podrían conmigo. Siempre me creía más astuto que las cosas que me rodeaban. Existen los hombres y las cosas, no me habléis de los animales. Ni de Dios. Una cosa que me opone resistencia, aunque sea para mi bien, no me la opone mucho tiempo. Aquella nieve, por ejemplo. Aunque a decir verdad, la atracción que ejerció sobre mí fue más fuerte que la resistencia que me oponía, pero en un sentido me oponía resistencia. Bastaba con eso. La vencí, haciendo chirriar los dientes de alegría, pues es posible hacer chirriar los incisivos. Me abrí camino, hacia lo que hubiera llamado mi perdición de haber concebido qué tenía que perder. Luego quizá lo concebí, quizá aún no he terminado de concebirlo, con el tiempo termina por conseguirse, lo conseguiré. Pero durante el viaje, expuesto a la malignidad de las personas y las cosas y a las flaquezas de la carne, no lo concebí. Mi rodilla, aparte de los efectos de la habituación, no me resultaba ni más ni menos molesta que el primer día. Cualquiera que fuese el mal, no evolucionaba. ¿Puede hallarse una explicación a semejante fenómeno? Pero para volver a las moscas, creo que las hay que nacen en las casas al empezar el invierno y mueren poco después. Se las puede ver, muy pequeñas, volando en los rincones caldeados, lentamente, sin ruido ni impulso. Es decir, que se ve alguna de vez en cuando. Deben de morir muy jóvenes, sin haber podido poner huevos. Sin darnos cuenta las barremos, las empujamos con la escoba al interior de la pala. Es una extraña generación de moscas. Pero otras afecciones, no, no es la palabra, intestinales en su mayoría, hacían presa en mi. Ya no tengo ganas de transcribirlas, lo siento, hubiera quedado muy bien. Me limitaré a decir que cualquier otro no hubiera sobrevivido a ellas sin asistencia médica. ¡Pero yo! Doblado en dos, oprimiéndome el vientre con la mano que me quedaba libre, avanzaba, lanzando de vez en cuando un rugido de angustia y de triunfo. Debía de ser culpa de algunos musgos que comía. Pero si se me metía en la cabeza presentarme puntualmente en el lugar del suplicio, no iba a impedírmelo una disentería sangrante, avanzaría a cuatro patas cagando tripas y entrañas y entonando maldiciones. Ya lo dije, solo mis hermanos pueden conmigo.
Pero no voy a decir mucho acerca de aquel viaje de regreso, de sus furores y perfidias. Y dejaré en el silencio los hombres malvados y los espectros que quisieron impedirme volver a mi casa, como Yudi me había ordenado. Pero de todos modos diré al respecto algunas palabras, con el objeto de edificar y de mejor disponer mi espíritu para la conclusión del relato. Empezaré por mis raros pensamientos.
Algunos problemas de orden teológico me preocupaban singularmente. He aquí algunos:
1.º ¿Qué valor debe otorgarse a la teoría de que Eva salió, no de la costilla de Adán, sino de un tumor donde la pierna pierde su honesto nombre (es decir, en el culo)?
2.º ¿La serpiente reptaba o, como afirma Comestor, marchaba erecta?
3.º ¿María concibió por el oído, como afirman San Agustín y Abobardo?
4.º ¿Cuánto tiempo nos hará vegetar aún el Anticristo?
5.º ¿Realmente tiene importancia con qué mano nos enjuagamos el ano?
6.º ¿Qué pensar del juramento proferido por los irlandeses con la mano derecha sobre las reliquias de los santos y la izquierda sobre el miembro viril?
7.º ¿La Naturaleza observa el descanso dominical?
8.º ¿Puede ser cierto que los diablos no sufren tormentos infernales?
9.º ¿Qué pensar de la teología algebraica de Craig?
10.º ¿Es cierto que San Roque de niño no quería mamar los miércoles ni los viernes?
11.º ¿Qué pensar de la excomunión de alimañas en el siglo XVI?
12.º ¿Debe aprobarse la conducta del zapatero italiano Lovat, que se crucificó después de haberse castrado?
13.º ¿Qué diantre hacia Dios antes de la creación?
14.º A la larga, ¿la visión beatífica no debe de resultar aburrida?
15.º ¿Debe ser cierto que el suplicio de Judas queda en suspenso los sábados?
16.º ¿Y si la misa de los muertos se dijera por los vivos?
Y me recitaba el hermoso Paternóster quietista: «Padre nuestro que no estás en el cielo ni en la tierra ni en el infierno, no quiero ni deseo que tu nombre sea santificado, tú sabes de sobra lo que te conviene, etc». La parte central y el final están muy bien.
En este mundo encantador y frívolo iba a refugiarme cuando mi cáliz estaba a punto de desbordar.
Pero también me planteaba otras preguntas que quizá me afectaban más directamente. He aquí algunas:
1.º¿Por qué no le había pedido prestados algunos chelines a Gaber?
2.º ¿Por qué había obedecido la orden de volver a mi casa?
3.º ¿Qué había sido de Molloy?
4.º ¿Y de mí?
5.º ¿Qué iba a ser de mí?
6.º ¿Y de mi hijo?
7.º ¿Su madre había ido al cielo?
8.º ¿Y mi madre?
9.º ¿Iría yo al cielo?
10.º ¿Nos encontraríamos todos un día en el cielo: yo, mi madre, mi hijo, su madre, Yudi, Gaber, Molloy, su madre, Yerk, Murphy, Watt, Camier y los demás?
11.º ¿Qué había sido de mis gallinas y mis abejas? ¿Seguía con vida mi gallina gris?
12.º ¿Vivían aún Zulú y las hermanas Elsner?
13.º ¿El despacho de Yudi seguía estando en la plaza de las Acacias, número 8? ¿Y si le escribiera? ¿Y si fuera a verle? Le explicaría. ¿Qué le explicaría? Le pediría perdón. ¿Perdón por qué?
14.º ¿Aquel invierno no era excepcionalmente riguroso?
15.º ¿Cuánto tiempo llevaba sin confesar ni comulgar?
16.º ¿Cómo se llamaba el mártir que, encarcelado, cargado de cadenas, cubierto de heridas y parásitos, incapaz de moverse, celebró la consagración sobre su estómago y se dio la absolución?
17.º ¿Qué iba a hacer hasta el momento de mi muerte? ¿No podría hallarse algún medio de adelantarla sin incurrir en pecado?
Pero antes de poner en movimiento, a través de aquellas soledades heladas, y fangosas luego con el deshielo, mi cuerpo propiamente dicho, diré que pensaba mucho en mis abejas, más que en mis gallinas, y Dios sabe si llegaba a pensar en mis gallinas. Y pensaba sobre todo en su danza, porque las abejas danzaban, oh, no como los hombres, para divertirse, sino de un modo muy distinto. Creía ser el único en el mundo en saberlo. Había investigado muy concienzudamente al respecto. Aquella danza se manifestaba principalmente en las abejas que volvían a la colmena, más o menos cargadas de néctar, y abarcaba una gran variedad de figuras y de ritmos. Y había terminado por ver en ella un sistema de señales por medio del cual las abejas contentas o descontentas de la cosecha obtenida indicaban a las que salían de la colmena hacia qué lado debían o no dirigirse. Pero las abejas que salían danzaban igualmente. Sin duda era su modo de decir «Comprendido», o «No te preocupes por mí». Pero lejos de la colmena, en pleno trabajo, las abejas no danzaban. Allí la consigna parecía ser «Que cada uno mire por sí mismo», suponiendo que las abejas sean capaces de tales nociones. La danza consistía principalmente en figuras muy complicadas, trazadas por el vuelo, y había clasificado un gran número de ellas, con su probable significación. Pero estaba también el problema de los zumbidos, cuya diversidad de timbre, al llegar y al partir de la colmena, podía difícilmente atribuirse al azar. Al principio había sacado la conclusión de que cada figura se reforzaba por medio de una clase especial de zumbido que le era propio. Pero debí abandonar tan agradable opinión. Porque veía la misma figura (bueno, lo que yo llamaba la misma figura) acompañada de zumbidos muy diversos. De modo que me dije: «El zumbido no sirve para subrayar la danza, sino, al contrario, para variar su sentido. Y la misma figura exactamente puede cambiar de sentido según el zumbido que la acompañe». Y había recogido y clasificado gran número de observaciones al respecto, no sin resultado. Pero no se trataba solamente de la figura y del zumbido, sino también de la altura a que se ejecutaba la figura. Y tenía la convicción de que la misma figura, acompañada del mismo zumbido, no significaba lo mismo a doce pies del suelo que a seis. Porque las abejas no danzaban a cualquier nivel, a la buena de Dios, sino que había tres o cuatro niveles, siempre idénticos, en los que danzaban. Y si os dijera cuáles eran los niveles y qué relaciones se establecían entre ellos, porque lo tenía cuidadosamente medido, no me creeríais. Y no es este el momento adecuado para despertar incredulidades. A veces parece que escriba para el público. Y a pesar de todo el trabajo que dedicaba a tales problemas, estaba más perplejo que nunca por la complejidad de aquella danza innumerable, en la que debían intervenir otros determinantes de los que no tenía la menor idea. Y me decía, encantado: «He aquí una materia que puedo pasarme la vida estudiando sin llegar a comprenderla nunca». Y durante aquel viaje de regreso, cuando me interrogaba sobre las posibilidades de alguna pequeña alegría futura, casi me animaba pensando en mis abejas y en su danza. ¡Porque, de vez en cuando, seguía deseando alguna pequeña alegría! Y admitía de buena gana la posibilidad de que en el fondo aquella danza fuera como la de los occidentales, frívola y carente de significación. Pero para mí, sentado junto a mis colmenas bañadas por el Sol, sería siempre un hermoso espectáculo cuyo alcance nunca llegaría a enturbiar mis razonamientos de hombre a pesar suyo. Y no sería capaz de agraviar a las abejas como había agraviado a Dios, a quien me habían enseñado a atribuir mis cóleras, mis temores y deseos, y hasta mi cuerpo.
He hablado de una voz que me daba instrucciones, o, más exactamente, consejos. Fue durante aquel viaje de regreso cuando la oí por primera vez. No le presté atención.
En lo que respecta al cuerpo, me parecía que me iba volviendo rápidamente irreconocible. Y cuando me pasaba las manos por el rostro, en un gesto familiar y más excusable entonces que nunca, mis manos no tocaban ya el mismo rostro y mi rostro no tocaba ya las mismas manos. Y sin embargo la sensación era en el fondo la misma que cuando iba bien afeitado y perfumado y tenía las manos blancas y suaves de un intelectual. Y aquel vientre que no reconocía seguía siendo mi vientre, el de siempre, en virtud de no sé qué intuición. Y, para decirlo todo, seguía reconociéndome e incluso tenía un sentido más neto y vivo de mi identidad que antes, pese a sus lesiones íntimas y a las llagas que la cubrían. Y desde este punto de vista me hallaba en clara situación de inferioridad respecto a mis otros conocimientos. Lamento que esta última frase no me haya salido mejor. Quién sabe, quizá merecería ser dicha sin ambigüedad.
Sin embargo, están también los vestidos, tan acordes con el cuerpo y, por así decirlo, inseparables de él en tiempos de paz. Sí, siempre he sido muy sensible a los vestidos, sin tener nada de dandy en absoluto. No tenía queja alguna de los míos, sólidos y bien cortados. Por supuesto, me cubrían insuficientemente, pero ¿de quién era la culpa? Y debí separarme de mi sombrero de paja, poco adecuado para hacer frente a la estación invernal, y de mis medias (dos pares), que el frío y la humedad, las largas caminatas y la imposibilidad en que me hallaba de lavarlas convenientemente, redujeron literalmente a la nada en poco tiempo, pero alargué mis tirantes al máximo y mis calzones, muy ahuecados como deben ser los calzones, me bajaron hasta las pantorrillas. Y a la vista de aquella carne azulada, entre mis calzones y la caña de mis botines, pensaba a veces en mi hijo y en el golpe que le había dado, tan fácilmente se excita el espíritu ante las menores analogías. Mis botines se volvieron rígidos, a falta del debido cuidado. Era su modo de defenderse de la piel muerta y curtida. El aíre circulaba por ellos libremente, impidiendo quizá que mis pies se congelaran. Tuve también, bien a mi pesar, que separarme de mis calzoncillos (dos). Al contacto con mis derrames se habían podrido. Entonces el fondo de mis calzones, también consumido rápidamente, me penetraba dolorosamente desde el coxis hasta el nacimiento del escroto. ¿De qué otra cosa tuve que desprenderme?, ¿mi camisa? No, aunque a menudo me la ponía al revés y con la parte delantera detrás. Veamos. Tenía cuatro modos de ponerme la camisa. La parte delantera delante al derecho, la parte delantera delante al revés, la parte delantera detrás al derecho, la parte delantera detrás al revés. Y al quinto día, vuelta a empezar. Era con la esperanza de prolongar su duración. ¿Lo conseguí? No sé. Duró. Preocuparse de las pequeñas cosas es conseguir las grandes, con el tiempo. ¿Pero de qué otra cosa tuve que desprenderme? De mis cuellos postizos, sí, los arrojé todos, y además antes de haberlos usado completamente. Pero conservé mi corbata, incluso me la ponía anudada a la piel del cuello, por fanfarronería, supongo. Era una corbata de lunares, aunque no recuerdo de qué color.
Cuando llovía, cuando nevaba, cuando granizaba me encontraba ante el siguiente dilema: o continuar avanzando apoyado en mi paraguas hasta empaparme, o detenerme y guarecerme bajo mi paraguas abierto. Era un falso dilema, como tantos otros. Porque del techo de mi paraguas no quedaban más que algunos jirones que flotaban en torno a las varillas, y hubiera podido seguir avanzando, muy lentamente, empleando el paraguas no ya como apoyo, sino como protección. Pero estaba tan acostumbrado, por una parte a la perfecta impermeabilidad del hermoso paraguas, por otra a no poder caminar sin su apoyo, que para mí el dilema permanecía intacto. Naturalmente, hubiera podido fabricarme un bastón con una rama y seguir avanzando a pesar de la lluvia, la nieve, el granizo, apoyado en el bastón y con el paraguas abierto por encima de mí. Pero no lo hice, ignoro por qué razón. Sino que cuando caía la lluvia, y las demás cosas que nos caen del cielo, a veces seguía avanzando, apoyado en el paraguas, empapándome, pero casi siempre lo que hacía era inmovilizarme, abrir el paraguas por encima de mi cabeza y esperar a que escampase. Con lo cual también me empapaba. Pero no residía en esto el problema. Y si hubiera empezado a caer maná hubiera esperado, inmóvil bajo mi paraguas a que cesase, antes de aprovecharlo. Y cuando se me cansaba el brazo de sostener el paraguas en alto, lo cambiaba de mano. Y con la mano libre golpeaba y frotaba todas las partes del cuerpo que podía alcanzar, para favorecer en ellas una abundante circulación, o la pasaba por mi rostro, en uno de mis gestos característicos. Y la larga punta de mi paraguas parecía un dedo. Durante aquellas paradas me venían mis mejores pensamientos. Pero cuando quedaba comprobado que la lluvia, etc., no iba a cesar en todo el día, entonces razonaba y me construía un verdadero refugio. Pero no me gustaban los verdaderos refugios, hechos con ramajes. Porque pronto no quedaron hojas, sino solo las agujas de algunas coníferas. Pero no era esa la verdadera razón de que no me gustaran los refugios, no. Sino que en su interior pensaba continuamente en el impermeable de mi hijo, literalmente lo veía (el impermeable), no veía nada más, llenaba todo el espacio. A decir verdad, era lo que nuestros amigos ingleses llaman una trinchera, y hasta percibía su olor a caucho, aunque en general las trincheras no están revestidas de caucho. De modo que evitaba, en la medida de lo posible, recurrir a los verdaderos refugios construidos con ramajes, y prefería guarecerme bajo mi fiel paraguas o bajo un árbol, un seto, un matorral o una ruina.
Ni siquiera me rozó el pensamiento la idea de dirigirme a la carretera principal para hacerme trasladar por un vehículo.
En cuanto a buscar ayuda en las aldeas, en las granjas, hubiera rechazado la idea, caso de habérseme ocurrido.
Volví a casa con mis quince chelines intactos. No, me gasté dos. Ahora contaré en qué circunstancias.
Tuve que soportar además otras molestias e impertinencias, pero no voy a relatarlas. Baste con los paradigmas. Quizá deberé soportar otras en el porvenir, es seguro, pero no las contaré, es igualmente seguro.
Era de noche. Esperaba tranquilamente, bajo mi paraguas, a que se aclarase el tiempo, cuando me abordaron brutalmente por la espalda. No había oído nada. Había estado en un sitio donde no había visto alma viviente. Una mano me obligó a volverme. Era un granjero gordo y rubicundo. Llevaba un impermeable de hule, un sombrero hongo y botas. Sus mejillas redondas chorreaban y sus gruesos bigotes estaban goteando. Pero de qué sirven tales indicaciones. Nos miramos con odio. Quizá era el mismo que se había ofrecido tan cortésmente a llevarnos a mi hijo y a mí en su coche. No creo. Pero su rostro me era familiar. Y no solo el rostro. Llevaba en la mano una linterna. No estaba encendida. Pero podía encenderla de un momento a otro. En la otra mano llevaba una pala. Como para enterrarme. Me tomó por la solapa de la chaqueta. Exactamente aún no me sacudía, no empezaría a sacudirme hasta que le pareciera oportuno. De momento, solo me insultaba. Me pregunté qué había podido hacer para exasperarle de este modo. Debía levantar las cejas. Pero siempre tengo las cejas levantadas, casi descansan en mi cabellera, mi frente es solo un conjunto de pliegues unos encima de otros. Acabé por comprender que no estaba en mi casa. Estaba en sus tierras. ¿Qué hacía en sus tierras? Si hay una pregunta a la que temo y nunca he podido dar una respuesta satisfactoria, es indudablemente esta. ¡Y para colmo en terreno ajeno! ¡Y de noche! ¡Y con un tiempo de perros! Pero no perdí mi sangre fría. «Es un voto», dije. Cuando quiero, tengo una voz bastante distinguida. Debió impresionarle. Me soltó. «Una peregrinación», dije, aprovechando la ventaja obtenida. Me preguntó adónde. Había ganado la partida. «A la Madonna de Shit», dije. «¿La Madonna de Shit?», dijo, como si conociera Shit como la palma de su mano y no existiera allí virgen alguna. Pero ¿dónde no hay una virgen? «La misma», dije, «¿La negra?», dijo, para ponerme a prueba. «Que yo sepa, no es negra», dije. Cualquier otro se hubiera desconcertado. Yo, no. Conocía bien los puntos flacos de los campesinos de mi región. «No llegará nunca», dijo. «A ella le debo el haber perdido a mi hijo —dije—, pero haber conservado a su madre». Aquellos sentimientos debían complacer forzosamente a un criador de vacas. ¡Si hubiera sabido la verdad! Le expuse más extensamente lo que por desgracia nunca había ocurrido. No es que eche de menos a Ninette. Pero, de todos modos, tal vez, si, una lástima, en fin. «Es la patrona de las mujeres encinta —dije—, de las mujeres casadas encinta, y he jurado arrastrarme miserablemente hasta su hornacina para expresarle mi gratitud». Este incidente permitirá apreciar la habilidad que conservaba aún en aquel tiempo. Pero me había excedido un poco, porque volvía a mirarme con malos ojos. «¿Puedo pedirle a usted un favor? —dije—. Dios se lo pagará». Añadí: «Dios le ha puesto en mi camino esta tarde». Pedir humildemente un favor a una persona que está a punto de cargársenos es un recurso que a veces da buenos resultados. «Un poco de té caliente —supliqué—, sin azúcar ni leche, para reponer fuerzas». Reconoceréis que era tentador prestar tal servicio a un peregrino maltrecho. «Bien, venga a casa —dijo—, podrá secarse las ropas». «No puedo, no puedo —exclamé—, he jurado avanzar en línea recta». Y para disipar la mala impresión creada por esas últimas palabras me saqué un florín del bolsillo y se lo di. «Para sus pobres», dije. Y añadí, a causa de la oscuridad: «Un florín para sus pobres». «Está lejos», dijo. «Dios le acompañará», dije. Reflexionó. No le faltaban motivos. «Sobre todo nada de comida —dije—, no, no debo comer nada». Vaya con el viejo Moran, astuto como una serpiente. Naturalmente hubiera preferido adoptar el estilo rudo, pero no me atrevía a correr el riesgo. Finalmente se alejó diciéndome que le esperara. No sé qué intenciones tendría. Cuando me pareció que estaba lo bastante lejos cerré el paraguas y me marché en dirección opuesta, perpendicular a la que debía seguir, bajo la lluvia torrencial. Así gasté un florín.
Ahora podré concluir.
Caminé rodeando el cementerio. Era de noche. Quizá las doce. El callejón ascendía y yo avanzaba trabajosamente. Un vientecillo alejaba las nubes a través del cielo débilmente iluminado. Está bien eso de tener una concesión a perpetuidad. Está muy bien. Si no hubiese más perpetuidad que aquella. Llegué al postigo. Estaba cerrado con llave. Perfectamente. Pero no pude abrirlo. La llave entraba en la cerradura, pero no giraba. ¿A causa del largo tiempo que llevaba sin usarse? ¿O tal vez habían cambiado la cerradura? Lo derribé. Retrocedí hasta el otro lado de la callejuela y me arrojé contra el postigo. Había vuelto a mi casa, como Yudi me había ordenado. Me levanté finalmente. ¿Qué olía tan bien? ¿Las lilas? Quizá las prímulas. Fui a mirar mis colmenas. Seguían allí, como temía. Levanté la tapa de una de ellas y la dejé en el suelo. Era como un pequeño tejado, con remate agudo y bruscos aleros. Introduje la mano en la colmena, la pasé a través de las alzas vacías, la paseé por el fondo. En un rincón tropezó con una bola seca y porosa, que se pulverizó al contacto de mis manos. Las abejas se habían arracimado para conseguir un poco más de calor, para intentar dormir. Cogí un puñado de ellas. Como estaba demasiado oscuro para verlo, me lo guardé en el bolsillo. No pesaba nada. Las habían dejado fuera todo el invierno, les habían quitado la miel, no les habían dado azúcar. Sí, ahora puedo terminar. No fui al gallinero. Sabía que mis gallinas también habrían muerto. Solo que las habían matado de otra manera, salvo la gris, quizá. Había abandonado mis abejas, mis gallinas. Me dirigí hacía la casa. Estaba sumida en la oscuridad. La puerta estaba cerrada con la llave. La derribé. Quizá hubiera podido abrirla con una de mis llaves. Accioné el conmutador. No se encendió la luz. Pasé a la cocina, al cuarto de Marthe. No había nadie. Pero acabemos de una vez. La casa estaba abandonada. La compañía había cortado la electricidad. Quisieron volver a dármela. Pero yo no quise. Fijaos cómo he cambiado. Volví al jardín. Al día siguiente examiné el puñado de abejas que había cogido. Un polvillo de alas y de anillos. Encontré correspondencia, en el buzón que estaba al pie de la escalera. Una carta de Savory. Mi hijo seguía bien. Naturalmente. No hablemos más de él. Volvió. Duerme. Una carta de Yudi, escrita en tercera persona, pidiéndome un informe. Vaya si se lo haré. Vuelve a ser verano. Se ha cumplido ya un año desde mi salida. Me voy. Un día recibí la visita de Gaber. Quería el informe. Vaya, y yo que creía que todo eso había acabado, los encuentros, las conversaciones. «Vuelva otro día», dije. Un día recibí la visita del padre Ambroise. «¿Será posible?», dijo al verme. Creo que a su modo me tenía verdadero afecto. Le dije que no contara más conmigo. Se engolfó en un discurso. Tenía razón. Quién no tiene razón. Le dejé. Me voy. Quizá encuentre a Molloy. Mi rodilla no mejora. Tampoco empeora. Ahora llevo muletas. Esta vez seré más rápido. Vendrán buenos tiempos. Aprenderé. Ya he vendido lo que tenía por vender. Pero tenía muchas deudas. No soportaré más ser un hombre, ya no lo intentaré. Esta lámpara ya no la vuelvo a encender. La apagaré de un soplo y me iré al jardín. Pienso en los largos días de mayo, de junio que pasé en el jardín. Un día hablé con Hanna. Me dio noticias de Zulú, de las hermanas Elsner. Sabía quién era yo y no me temía. Nunca salía, no le gustaba salir. Me hablaba desde su ventana. Las noticias eran malas, pero no del todo. También había cosas buenas. Eran días hermosos. El invierno había sido excepcionalmente riguroso, todo el mundo lo decía. De modo que teníamos derecho a aquel magnífico verano. No sé si teníamos derecho. No habían matado a mis pájaros. Eran pájaros salvajes. Y sin embargo bastante confiados. Yo los reconocía y ellos parecían reconocerme. Aunque nunca se sabe. Faltaban algunos y había otros nuevos. Intentaba comprender mejor su lenguaje. Sin recurrir al mío. Eran los días más largos y más hermosos del año. Yo vivía en el jardín. Ya he hablado de una voz que me decía esto y lo otro. En aquella época comenzaba a actuar de acuerdo con ella, a comprender sus deseos. No se servía de las palabras que habían enseñado al pequeño Moran, quien a su vez las había enseñado a su pequeño. De modo que al principio no sabía lo que quería la voz, pero he terminado por comprender su lenguaje. Lo he comprendido, lo comprendo, quizá erróneamente. No es este el problema. La voz es quien me dijo que hiciese el informe. ¿Es decir, que ahora soy más libre? No lo sé. Ya aprenderé. Entonces entré en casa y escribí, es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía.