I

Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué. En una ambulancia, en todo caso en un vehículo. Me ayudaron. Yo solo no habría llegado nunca. Quizá estoy aquí gracias a este hombre que viene cada semana. Aunque él lo niega. Me da un poco de dinero y se lleva los papeles. Tantos papeles, tanto dinero. Sí, ahora vuelvo a trabajar, un poco como antes, solo que ya no me acuerdo de cómo se trabaja. Tampoco parece que eso tenga mucha importancia. A mí lo que ahora me gustaría es hablar de las cosas que aún me quedan, despedirme, terminar de morirme de una vez. No me dejan. Si, parece que son varios. Pero siempre viene el mismo. «Más tarde, más tarde», me dice. Bueno. La verdad es que mucha voluntad ya no me queda. Cuando viene a recoger los nuevos papeles trae los de la semana anterior. Vienen señalados con signos que no comprendo. Tampoco me tomo la molestia de releerlos. Y cuando no he hecho nada, no me da nada y gruñe un poco. Pero no trabajo por dinero. ¿Por qué trabajo? No lo sé. No sé gran cosa, si he de ser franco. La muerte de mi madre, por ejemplo. ¿Había muerto ya cuando llegué? ¿O murió más tarde? Muerta para enterrarla, quiero decir. No lo sé. A lo mejor no la han enterrado todavía. Sea como sea, soy yo el que estoy en su cuarto. Duermo en su cama. Uso su orinal. He ocupado su lugar. Cada vez debo parecerme más a ella. Solo me falta tener un hijo. Puede que tenga alguno en cualquier parte. Pero no es probable. Ahora ya sería casi tan viejo como yo. No era más que una chacha. El verdadero amor no es esto. Mi verdadero amor lo tenía puesto en otra. Ya os lo contaré. Mira, hasta he olvidado su nombre. A veces incluso me parece que he llegado a conocer a mi hijo, que me he ocupado de él. Luego pienso que esto es imposible. Es imposible que me haya ocupado de nadie. También he olvidado la ortografía, y la mitad de las palabras. No parece que esto tenga mucha importancia. Vale. Es un tipo raro el que viene a verme. Parece que viene todos los domingos. Los otros días trabaja. Siempre está sediento. Él fue quien me dijo que yo había empezado mal, que no era así como había que empezar. Vale. Figuraos, había empezado por el principio, como un viejo imbécil. Así es cómo me dio por empezar. De todos modos, creo que van a conservarlo, si entendí bien. Me costó mucho trabajo. Aquí está. Me tomé mucho trabajo. Claro, haceos cargo, era el comienzo. Mientras que ahora, en cambio, se trata del final. ¿Es mejor lo que hago ahora? No lo sé. No es este el problema. Conque así empecé yo. Si lo conservan, para algo debe servir. Aquí está. Esta vez, y otra vez más, y después pienso que se habrá acabado todo, y este mundo también. Es el sentido de lo antepenúltimo. Todo se difumina. Un poco más y la ceguera. Es cuestión de la cabeza. Ya no funciona. Dice: ya no funciono. Luego uno se queda mudo y los sonidos se van oyendo más débilmente. En cuanto cruzas el umbral te empieza a ocurrir. Debe de ser que la cabeza ya no resiste más. De modo que uno piensa: «Esta vez voy a conseguirlo, y aún otra quizá, y después habrá terminado todo». Cuesta trabajo formular este pensamiento, porque al fin y al cabo es un pensamiento, en cierto sentido al menos. Entonces uno trata de poner atención, considerar con atención todas estas cosas oscuras, decirse penosamente que ocurren por culpa nuestra. ¿Culpa? Es la palabra que suele emplearse. ¿Pero qué culpa? No es aún el momento de la despedida, y qué magia tienen esas cosas oscuras de las que habrá que despedirse cuando vuelvan a pasar. Porque hay que despedirse, no despedirse sería una tontería, cuando uno quiere hacerlo. Y si uno piensa en los contornos de la luz de antaño, lo hace sin melancolía. Pero ya no se piensa mucho, ¿con qué íbamos a pensar? No lo sé. También pasan personas de las cuales no es fácil distinguirse con claridad. Esto sí que le desanima a uno. Por ejemplo, así fue como vi que A y B iban el uno en dirección al otro, sin darse cuenta de lo que estaban haciendo. Era un camino de una soledad impresionante, quiero decir, sin setos, ni vallas ni tapias de ninguna clase, en pleno campo, porque había vacas paciendo en extensiones inmensas, de pie o tendidas, en el silencio del atardecer. Puede ser que invente un poco, tal vez esté embelleciendo los detalles, pero en conjunto venía a ser así. Las vacas mastican, luego tragan, luego, tras una breve pausa, se preparan calmosamente para el próximo bocado. Un tendón del cuello se agita y las mandíbulas vuelven a triturar. Pero a lo mejor todo esto son solo recuerdos. El camino, blanco y compacto, acuchillaba los suaves pastos, subía y bajaba según los accidentes de la orografía. La ciudad no estaba lejos. Eran dos hombres, sobre este punto no hay error posible, uno alto y el otro bajito. Habían salido de la ciudad, primero el uno y luego el otro, y el primero, cansado o recordando de pronto algún compromiso, había vuelto sobre sus pasos. Hacia fresco, porque llevaban abrigo. Se parecían, pero no más que otros. Al principio estaban bastante alejados. Aunque hubiesen levantado la cabeza para buscarse con la mirada no se habrían visto a causa del espacio que les separaba, y también a causa de la orografía, que hacía ondular el camino, no muy profundamente, pero sí lo bastante, sí lo bastante. Pero llegó un momento en que descendieron simultáneamente al mismo hoyo y allí terminaron por encontrarse de una vez. No, nada induce a suponer que ya se conocieran. Pero quizá por el ruido de sus pasos o advertidos por algún oscuro instinto, levantaron la cabeza y estuvieron observándose sus buenos quince pasos antes de detenerse, el uno junto al otro. No, no se cruzaron, pero se detuvieron, muy cerca el uno del otro, como suelen hacer en el campo, al atardecer, en un camino desierto, dos caminantes que no se conocen, y eso nada tiene de extraordinario. Aunque quizá se conocían. En todo caso, ahora si se conocen y supongo que en lo sucesivo se reconocerán y se saludarán, aunque sea en el mismo centro de la ciudad. Se volvieron hacía el mar que, lejos al Este, más allá de los campos, ascendía en el cielo palideciente, y cambiaron algunas palabras. Luego cada uno prosiguió su camino, A en dirección a la ciudad, B a través de regiones que no parecían serle familiares, porque avanzaba a un paso inseguro y se detenía con frecuencia para mirar en torno, como quien busca fijar en su memoria puntos de referencia, pensando que quizá un día —nunca se sabe— deberá volver sobre sus pasos. Las engañosas colinas donde, no sin temor, se aventuraba, sin duda le eran conocidas únicamente por haberlas visto de lejos, quizá desde la ventana de su cuarto o desde la cúspide de un monumento algún día aburrido en el que, sin tener nada especial en que ocuparse, había abonado los tres o seis peniques de la entrada y subido hasta la plataforma por la escalera de caracol. Desde ahí debía verse todo, la llanura, el mar y estas colinas que hay quien prefiere llamar montañas, de color añil en algunos parajes bajo la luz del atardecer, que se agolpan unas tras otras hasta perderse de vista, veteadas por valles apenas visibles, pero que se adivinan a causa de la escala de los tonos y también a causa de otros indicios que no sería posible traducir en palabras y menos aún en pensamientos. Pero ni siquiera desde semejante altura se las adivina a todas, y a menudo donde solo hemos visto una ladera o una cima hay en realidad dos laderas, dos cimas, separadas por un valle. Pero ahora ya conoce estas colinas, es decir, al menos las conoce un poco mejor, y sí alguna otra vez vuelve a contemplarlas de lejos, creo que ya será con otros ojos, y no solo las colinas, sino el interior, todo el espacio interior que nunca vemos, el cerebro y el corazón y las otras cavernas donde sentimiento y pensamiento celebran su aquelarre, todo bajo una disposición muy distinta. Tiene aspecto de hombre ya entrado en años y da un poco de pena verle caminar completamente solo después de tanto tiempo, tantos días y noches consagrados sin llevar la cuenta a este rumor que se eleva desde el nacimiento e incluso antes, a este insaciable ¿Cómo hacer? ¿Cómo hacer?, a veces muy bajo, un simple susurro, a veces claro y distinto como cuando el camarero de un hotel nos pregunta: «¿Y qué tomará el señor para beber?», y otras veces creciendo hasta las proporciones de un clamor. Total, para terminar yéndose solo, o casi solo, por caminos ignorados, cuando cae la noche, apoyado en un bastón. Era un bastón grande; le servía para apoyarse al avanzar, y también para defenderse, si llegara el caso, de los perros y los salteadores. Sí, la noche estaba cayendo, pero el hombre era inocente, de una gran inocencia, no tenía miedo de nada, sí, tenía miedo, pero no tenía por qué tenerlo, nadie iba a hacerle daño, o muy poco. Aunque, claro, esto él lo ignoraba. Yo mismo, con tal de que me pusiera a reflexionar, también lo ignoraría. El hombre se veía amenazado, en su cuerpo, en su razón, y quizá lo estaba realmente, a pesar de su inocencia. ¿Qué tiene que ver la inocencia con todo este asunto? ¿Qué relación puede tener con los innumerables agentes del Maligno? La cuestión no queda muy clara. El hombre llevaba un sombrero puntiagudo, o al menos esto me parecía. Me acuerdo de que el detalle me sorprendió más de lo que me habría sorprendido una gorra, por ejemplo, o un bombín. Lo miré alejarse, dominado por su inquietud, mejor dicho, por una inquietud que no era necesariamente suya, pero de la cual participaba en cierto modo. Quién sabe, quizá era mi propia inquietud la que le invadía. Él no me había visto. Yo estaba encaramado por encima del nivel más elevado del camino y además pegado a una roca del mismo color que yo, quiero decir gris. Es probable que viera la roca. Miraba en torno suyo, según he hecho ya observar, como para grabar en su memoria las características del camino, y debió de ver la roca a cuya sombra me había agazapado, al modo de Belacqua, o de Sordello, ya no me acuerdo bien. Pero un hombre, y yo más, no se puede decir en rigor que forme parte exactamente de las características habituales de un camino. Quiero decir que si por alguna casualidad extraordinaria vuelve a pasar algún día por ahí, tras un largo período de tiempo, vencido, o en busca de algo que se le haya perdido, o para quemar algo, lo que buscará con los ojos es la roca y no el azar de esta cosa movediza y fugitiva que es la carne aún viviente. No, desde luego que no me vio, por las razones que he dicho, y además porque no estaba para estas cosas aquella tarde, porque no tenía el pensamiento puesto en los seres vivos, sino más bien en lo que nunca cambia de lugar, o cambia tan despacio que hasta a un niño le daría risa, para no hablar ya de la reacción de un viejo. Sea como sea, quiero decir, tanto si me vio como si no me vio, insisto en que le miraba alejarse, víctima (yo) de la tentación de levantarme para seguirle, quizá incluso para acompañarle algún día en su camino, tanto con objeto de conocerle mejor como de sentirme yo mismo menos solo. Pero a pesar de que mi alma sentía este impulso hacia él, yo le divisaba con dificultad, a causa de la oscuridad y también de la configuración del terreno, entre cuyos repliegues desaparecía de vez en cuando para volver a emerger más tarde, pero sobre todo yo creo que a causa de otras cosas que me llamaban y hacia las cuales se precipitaba mi alma también en su momento, sin reflexión ni método, alocada. Naturalmente, estoy hablando de los campos que blanqueaban bajo el rocío, y de los animales que cesaban en su vagabundeo para adoptar sus actitudes nocturnas, y del mar, sobre el cual me abstendré de decir cosa alguna, y del perfil cada vez más nítidamente recortado de las cumbres, y del cielo donde sin verlas sentía titilar las primeras estrellas, y de mi mano en mi rodilla, y, sobre todo, también del otro caminante, A o B, ya no me acuerdo, que prudentemente volvía a su casa. Sí, también de mi mano, que sentía temblar en mi rodilla y de la que solo alcanzaba a ver la muñeca, el dorso bajo un apretado vendaje y la blancura de las primeras falanges. Pero no quiero hablar de ella, quiero decir de esta mano, cada cosa a su tiempo, de lo que quiero hablar ahora es de este A o B que vuelve a la ciudad de donde había salido. Pero, en el fondo, ¿había en su aspecto algo especialmente urbano? Llevaba la cabeza descubierta, calzaba alpargatas, fumaba un cigarro. Se movía con una negligencia de paseante que, con razón o sin ella, me parecía expresiva. Pero todo ello no probaba nada, no refutaba nada. Podía haber venido de lejos, incluso del otro extremo de la isla, podía dirigirse a esta ciudad por primera vez en su vida o regresar a ella tras una larga ausencia. Le seguía un perrito, creo que de Pomerania; no, no lo creo. No estaba muy seguro entonces y ahora todavía no lo estoy, aunque bien es verdad que no he meditado mucho sobre esta cuestión. El perrito le seguía con dificultad, al modo de los perros de Pomerania, deteniéndose, dando largos rodeos, renunciando, quiero decir abandonando, para reemprender el camino un poco más lejos. El estreñimiento en los perros de Pomerania es señal de buena salud. En un momento dado —si se prefiere, preestablecido— el caballero volvió sobre sus pasos, tomó en brazos al perrito, se quitó el cigarro de la boca y sumergió su rostro en el pelaje anaranjado. Saltaba a la vista que era todo un caballero. Sí, era un perro de Pomerania de pelaje anaranjado, cuanto más lo pienso más me voy convenciendo. Y, sin embargo, ¿deberé creer que este caballero había venido de lejos, sin sombrero, calzando alpargatas, con un cigarro en la boca, seguido por un perro de Pomerania? ¿O más bien tenía la apariencia de haber traspuesto las murallas, después de una buena comida, para pasearse y para pasear a su perro, entre pedos y ensueños, como tantos ciudadanos cuando hace buen tiempo? Pero el cigarro tal vez era en realidad una pipa corta, y las alpargatas, zapatos claveteados que el polvo blanqueaba, y en cuanto al perro, ¿por qué no podía ser uno de esos perros vagabundos que recogemos y tomamos en brazos, por compasión o porque llevamos mucho tiempo errando completamente solos, sin otra compañía que estos caminos interminables, estos arenales, estas marismas, guijarros, matorrales, esta naturaleza indicadora de otra justicia, o de vez en cuando un compañero de cautiverio que quisiéramos abordar, abrazar, ordeñar, amamantar, y con el que nos cruzamos, fría la mirada ante el temor de que se permita familiaridades? Hasta que llega un día en que no podemos más, en este mundo que no nos abre los brazos, y cogemos entre los nuestros a un perro sarnoso, y lo llevamos con nosotros el tiempo preciso para que llegue a amarnos, para que lleguemos a amarlo, y después lo mandamos a paseo. A lo mejor le ocurría esto, pese a las apariencias. Desapareció, con el objeto humeante en la mano, y la cabeza gacha. Me explico. Siempre me apresuro a retirar la mirada de los objetos a punto de desaparecer. Nunca he podido mirarlos hasta el último momento. Me refiero a esto cuando digo que desapareció. Con la mirada en otra parte, yo seguía pensando en él. Me decía: «Se va haciendo pequeño, se va haciendo pequeño». Me comprendía muy bien. Tullido y maltrecho como estaba, hubiera podido llegar a reunirme con él. Solo tenía que quererlo. Y ni siquiera eso, porque lo quería. Levantarme, descender al camino, precipitarme renqueando en su persecución, llamarle desde lejos, nada más fácil. Mis gritos llegan a sus oídos, se vuelve, me espera. Jadeando, sosteniéndome en mis muletas, estoy junto a él, junto al perro. Le inspiro un poco de miedo y un poco de compasión. Le asqueo moderadamente. No soy muy agradable de ver, no huelo muy bien. ¿Qué quiero? Ah, conozco tan bien este tono, hecho de miedo, de asco, de compasión. Quiero ver al perro, ver al hombre de cerca, saber lo que fuma, inspeccionar los zapatos, tomar nota de otros indicios. Es una buena persona, me dice esto y lo otro, me dice cosas, de dónde viene, adónde va. Yo le creo, porque sé que no tengo otra oportunidad de… otra oportunidad, creo todo lo que me dice, demasiadas veces me he hecho el remolón en la vida, ahora me lo trago todo, ávidamente. Lo que necesito es que me cuenten historias, he tardado mucho en saberlo. Bueno, por otra parte tampoco estoy muy seguro. En resumen, estoy seguro respecto a determinadas cosas, sé algunas cosas de él, cosas que ignoraba, que me picaban la curiosidad, cosas por las que ni siquiera había sufrido. Qué verborrea. Soy capaz hasta de haberme enterado de su oficio, yo que me intereso tanto en oficios y profesiones. Hago todo lo posible por no hablar de mí. Ya veréis cómo dentro de poco vuelvo a hablar del cielo y de las vacas. Vaya, ahora se marcha, tiene prisa. No parecía que tuviera prisa, estaba dando un paseo, ya lo hice notar, pero al cabo de tres minutos de conversación conmigo ya tiene prisa, debe apresurarse, va con retraso. Lo creo. Y me quedo otra vez no diré solo, no es mi estilo, sino, como diría, no sé, devuelto a mí, no, nunca me he dejado, libre, eso es, no sé lo que significa, pero es la palabra que quiero emplear, libre para qué, para nada, para saber, pero qué, las leyes de la conciencia tal vez, de mi conciencia, por ejemplo, que el agua sube de nivel según uno se va sumergiendo en ella y que sería preferible, es decir, por lo menos igual de bueno, borrar los textos que emborronar los márgenes, cubrirlos hasta que todo sea blanco y liso y la estupidez revele su verdadero rostro, sin sentido, sin salida. De modo que sin duda hice bien, en fin, bastante bien no moviéndome de mi puesto de observador. Pero en vez de observar tuve la flaqueza de volver mentalmente hacia el otro, hacia el hombre del bastón. Entonces se dejaron oír de nuevo los murmullos. Restablecer el silencio, este es el papel de los objetos. Yo me decía: «Quién sabe si a lo mejor simplemente habrá salido a tomar el fresco, a relajarse, a desentumecerse, a descongestionarse el cerebro haciendo afluir la sangre a los pies, a fin de asegurarse una noche tranquila, un feliz despertar, un venturoso mañana». ¿Llevaba siquiera un hatillo? Pero este modo de andar, estas miradas ansiosas, este garrote, ¿pueden conciliarse con la idea que uno tiene formada de lo que suele considerarse un paseo? Y el sombrero era indudablemente un sombrero de ciudad, anticuado, pero de ciudad, de esos que volarían en cuanto se levantara un poco de viento. A menos que se lo hubiera atado bajo la barbilla con un cordón o con una goma. Me quité el sombrero y lo estuve mirando. Siempre lo he tenido atado con un largo cordón a mi ojal, siempre el mismo ojal, sea cual fuere la época del año. Así que sigo con vida. Siempre es bueno saberlo. Alejé de mí tanto como me fue posible la mano que había cogido el sombrero y seguía sosteniéndolo, y le hice describir arcos en el aire. Entre tanto, me dediqué a contemplar el revés de mi abrigo y le vi abrirse y cerrarse. Ahora comprendo por qué nunca llevaba flores en el ojal, aunque hubiera cabido todo un ramo. Mi ojal estaba destinado a sostener mi sombrero. Mi sombrero era mi flor. Pero yo ahora no quiero hablar de mi sombrero ni de mi abrigo, sería prematuro. Ya hablaré de todo esto más tarde, cuando llegue el momento de establecer el inventario de mis bienes y pertenencias. Si es que entre tanto no los he perdido. Pero incluso si los he perdido figurarán en el inventario de mis bienes. Pero estoy tranquilo, no voy a perderlos. Y mis muletas tampoco. Aunque a lo mejor cualquier día voy y las tiro. Debía de estar situado en la cima, o en la ladera, de una colina bastante elevada, porque de lo contrario, ¿cómo habría podido abarcar con la mirada tantas cosas a la vez, lejos y cerca, fijas y en movimiento? Pero ¿cómo es posible que hubiera una colina en un paisaje casi llano? Y, en todo caso, ¿qué hacía yo allí? Bueno, precisamente es esto lo que trataremos de averiguar. Y tampoco hay que tomarse estas cosas tan en serio. En la naturaleza parece que hay de todo y nos gasta muchas bromas. Y es posible que confunda varias ocasiones diferentes, y las horas, en el fondo, y el fondo es mi hábitat, oh, no el fondo propiamente dicho, más bien un punto situado entre el lodo y la espuma. Y a lo mejor un día A en este sitio, y otro día B en otro sitio, y otro día yo y la roca, y así sucesivamente respecto a los demás componentes, las vacas, el cielo, el mar, las montañas. No puedo creerlo. No, iba a decir una mentira, en realidad lo concibo fácilmente. Pero eso no importa, prosigamos, hagamos como si todo hubiera surgido de un mismo tedio, vayamos amontonando cosas hasta que todo quede sumergido en la más absoluta oscuridad. De una cosa estoy seguro, de que el hombre del bastón no volvió a pasar por aquel sitio aquella noche, porque lo hubiera oído. No digo que lo hubiera visto, digo que lo hubiera oído. Duermo poco y este poco lo duermo de día. Oh, no sistemáticamente, desde luego, en mi vida desmesurada he probado todas las clases de sueños, pero en la época a que aludo echaba mi sueñecito de día y, lo que es más, por la mañana. Que no vengan a hablarme de Luna, en mi noche no hay Luna, y si alguna vez hablo de las estrellas se debe a un descuido. De modo que de entre todos los ruidos de aquella noche, ninguno fue el de aquellos pasos pesados e inseguros, el sonido de aquel garrote con el que a veces golpeaba la tierra hasta hacerla temblar. Qué agradable resulta ver confirmadas, tras un período más o menos largo de vacilación, estas primeras impresiones. Debe de ser esto lo que hace soportables las angustias de la muerte. No es que me considerara confirmado de un modo concluyente en mi primera impresión respecto a —un momento— respecto a B. Porque las carretas y tartanas que pasaron un poco antes del amanecer con un estruendo de mil diablos, llevando al mercado fruta, huevos, queso y manteca, podían llevarle también a él, vencido por la fatiga o el desánimo, quién sabe si muerto. O también había podido volver a la ciudad por otro camino, demasiado alejado para que yo pudiera oír lo que ocurría allí, o por diminutos atajos, pisando silenciosamente la hierba, apisonando un suelo mudo. Así pasé esta noche lejana, dividido entre los murmullos de mi ser cortésmente perplejo y los murmullos tan diferentes (¿tan diferentes?) de todo lo que pasa y permanece entre dos soles. Ni una sola vez se dejó oír una voz humana. Solo las vacas, mugiendo en vano para que las ordeñaran, al paso de algún campesino. En cuanto a A y B, no volví a verlos nunca. Pero quizá los volveré a ver. En este caso, ¿sabré reconocerlos? Y ¿es que estoy seguro de haberlos visto? ¿A qué llamo ver y reconocer? Un instante de silencio, como cuando el director de orquesta golpea con la batuta en el atril y levanta los brazos, antes del estrépito. Humo, bastones, carne, cabellos, al atardecer, a lo lejos, en torno al deseo de un hermano. Sé muy bien cómo suscitar la aparición de estos harapos para cubrir con ellos mi vergüenza. Me pregunto qué significa esto. No siempre tendré necesidad. Pero, a propósito del deseo de un hermano, he de decir que habiéndome despertado entre las once y las doce (poco después escuché el Angelus que nos recuerda la encarnación), decidí ir a ver a mi madre. Para tomar la decisión de visitar a esa mujer debían concurrir razones de urgencia y, teniendo en cuenta que no sabía qué hacer ni dónde ir, fue para mí un juego de niños, de niño único, llenarme la cabeza de tales razones, hasta el punto de que se me quitó toda otra preocupación y me entraron temblores ante la sola idea de poder verme privado de hacerlo en el acto. Así, pues, me levanté, ajusté las muletas y bajé hasta el camino, donde encontré mi bicicleta (vaya, esto sí que no me lo esperaba) en el mismo lugar donde debía de haberla dejado. Lo cual me permite hacer notar que, lisiado y todo, en aquel tiempo yo montaba en bicicleta con cierta soltura. Lo hacía del modo siguiente. Sujetaba las muletas en la barra superior de la armazón, una a cada lado, apoyaba el pie de mi pierna inválida (no me acuerdo de cuál era, ahora tengo inválidas las dos) en el extremo del eje de la rueda delantera, y con la otra pierna pedaleaba. Era una bicicleta sin cadena, de rueda libre, si es que existe tal cosa. Querida bicicleta, no te llamaré bici, estabas pintada de verde, como tantas bicicletas de tu promoción, ignoro por qué causa. Con qué gozo vuelvo a verla. Me gustaría describirla. Tenía una pequeña bocina o trompeta en lugar de esos timbres que ahora os gustan tanto. Hacer sonar esta bocina era para mí un verdadero placer, casi una voluptuosidad. Diré más, si tuviera que establecer la lista de honor de las cosas que no me han dado demasiadas ganas de vomitar en el curso de mi interminable existencia, el bocinazo y trompeteo ocuparían un lugar de preferencia. Y cuando tuve que separarme de mi bicicleta, le quité la bocina y la guardé. Creo que todavía la conservo en alguna parte, y si ya no me sirvo de ella es porque se me quedó muda. Hoy en día, ni siquiera los automóviles llevan bocina, en el concepto que yo tengo de bocina, o la llevan muy raramente. Cuando yendo por la calle diviso una tras la ventanilla abierta de un coche aparcado, muchas veces me paro y la hago funcionar. Habría que escribir otra vez todo esto en pluscuamperfecto. Hablar de bicicletas y de bocinas, qué descanso. Por desgracia, no es de esto de lo que tengo que hablar ahora, sino de la que me dio a luz, por el ojo del culo si mal no recuerdo. Primer sabor a mierda. Me limitaré, pues, a añadir que aproximadamente cada cien metros me detenía para descansar las piernas, tanto la sana como la enferma, y no solo las piernas, no solo las piernas. En rigor, no me bajaba del sillín, me quedaba a horcajadas, apoyando los dos pies en el suelo, los brazos sobre el manillar, la cabeza entre los brazos, y esperaba a encontrarme mejor. Pero antes de dejar estos encantadores parajes, suspendidos entre mar y montaña, al abrigo de ciertos vientos y abiertos a cuanto ofrece él mediodía, en este país condenado, de perfumes y tibiezas, no me perdonaría silenciar el grito terrible de los rascones que merodean por la noche en los trigales, en las praderas, mientras dura el buen tiempo, agitando su carraca. Lo cual me permite, además, saber cuándo empezó este viaje irreal, penúltimo de una forma que palidecía entre formas que palidecían, y que declaro, sin otra formalidad legal, haberse iniciado en la segunda o tercera semana de junio, es decir, en el momento, penoso si los hay, en que sobre lo que llamamos nuestro hemisferio el Sol alcanza su máximo encarnizamiento y la claridad ártica viene a mear sobre nuestras noches. Entonces se oye el griterío de los rascones. Mi madre me veía con gusto, es decir, me recibía con gusto, pues hacía mucho tiempo que no veía nada. Haré lo posible por hablar de ella con serenidad. Éramos los dos tan viejos, yo había nacido siendo ella tan joven, que parecíamos una pareja de viejos compinches, sin sexo, sin parentesco, con los mismos recuerdos, los mismos rencores, las mismas esperanzas. No me llamaba nunca hijo, cosa que por otra parte yo tampoco habría soportado, sino Dan, no sé por qué, no me llamo Dan. Quizá Dan era el nombre de mi padre, si, quizá me tomaba por mi padre. Yo la tomaba por mi madre y ella me tomaba por mi padre. «Dan, ¿te acuerdas del día en que salvé a aquella golondrina?» «Dan, ¿te acuerdas del día en que enterraste el anillo?» Conque así era como me hablaba. Yo me acordaba, yo me acordaba, quiero decir que más o menos sabía de qué me estaba hablando, y aunque no siempre había participado personalmente en los acontecimientos que ella evocaba, todo venía a ser lo mismo. Cuando tenía que darle algún nombre, la llamaba Mag. Y la llamaba Mag porque, aunque no hubiera sabido razonarlo, para mí la letra g abolía la sílaba ma, le escupía en la cara, por así decirlo, mejor que cualquier otra letra. Y al mismo tiempo así satisfacía una necesidad, profunda y sin duda inconfesada, la necesidad de tener una ma, es decir, una mamá, y de anunciarlo en voz alta. Porque antes de decir mag se dice ma, es evidente. Y da, en mi tierra, quiere decir papá. Por lo demás, aquello no representaba para mí un problema, en la época a través de la cual ahora me estoy deslizando, quiero decir que no representaba un problema el hecho de llamarla ma, Mag o condesa de la Caca, pues hacía una eternidad que estaba sorda como una tapia. Creo que se hacía sobre ella misma sus aguas mayores y menores, pero una especie de pudor nos inducía a soslayar este tema en el curso de nuestras conversaciones, de modo que nunca pude llegar a adquirir una certeza sobre el particular. Por lo demás, debía de ser muy poca cosa, algunas cagaditas de chiva parsimoniosamente rociadas cada dos o tres días. El cuarto olía a amoníaco, bueno, no solo a amoníaco, pero a amoníaco, a amoníaco. Ella me distinguía por mi olor. Su viejo rostro apergaminado y velludo se iluminaba, estaba contenta de haberme olido. Articulaba mal, con un ruido como de astillero, y casi nunca se daba cuenta de lo que decía. Cualquier otro que no fuera yo se habría extraviado en esta cháchara chasqueante y chisporroteante, interrumpida únicamente por sus momentos de inconsciencia. Aunque yo tampoco venía para escucharla. Me comunicaba con ella golpeándole el cráneo. Un golpe significa sí; dos, no; tres, no sé; cuatro, dinero; cinco, adiós. Me había costado mucho adiestrar a este código su entendimiento arruinado y delirante, pero lo había conseguido. Claro que podía ser que ella confundiera si, no, no sé y adiós, pero eso no tenía importancia, porque yo también los confundía. Ahora bien, lo que había que evitar a toda costa era que asociara los cuatro golpes con otra cosa que con el dinero. Así, pues, durante el período de adiestramiento, al mismo tiempo que le daba los cuatro golpes en el cráneo le pasaba un billete de banco por la nariz o se lo embutía en la boca. ¡Hay qué ver lo ingenuo que era yo entonces! Porque ella había perdido la noción de mensurabilidad, si no del todo, sí por lo menos la facultad de contar más allá de dos. Hay que hacerse cargo, de uno a cuatro era demasiado para ella. Cuando llegábamos al cuarto golpe creía que era el segundo, los dos primeros se habían borrado de su memoria tan rápidamente como si no hubiesen existido nunca, si bien no acabo de comprender cómo una cosa que no ha existido nunca puede borrarse de la memoria, aunque es algo que vemos todos los días. Debía creer todo el rato que yo le iba diciendo que no, cuando nada estaba más lejos de mis intenciones. A la luz de tales razonamientos, me dediqué a buscar, y acabé encontrando un medio más eficaz de insuflar en su espíritu la idea de dinero. Consistía en sustituir los cuatro golpes dados con el índice por uno o varios (según mis necesidades) puñetazos en el cráneo. Esto sí que lo comprendía. Por lo demás, no iba a verla por dinero. Me llevaba dinero, pero no venía para esto. No le guardo demasiado rencor a mi madre. Sé que hizo todo lo posible para que yo no naciera, salvo lo principal, y si no consiguió deshacerse de mí fue porque el destino me reservaba otra letrina peor. Pero con que haya tenido tan buenas intenciones me doy por satisfecho. No, no me doy por satisfecho, pero siempre le tendré en cuenta a mi madre los esfuerzos que hizo por mí. Y le perdono haberme zarandeado un poco los primeros meses y haberme amargado el único período ligeramente potable de mi enorme historia. Y también le tendré siempre en cuenta que no haya reincidido, instruida por mi ejemplo, o se haya detenido a tiempo. Y si algún día debo buscar algún sentido a mi vida, empezaré a hurgar por ahí, por el lado de esta pobre ramera unípara y de mí, último de esta calaña, no sé cuál. Añadiré, antes de pasar a los hechos, pues parece que realmente debiera hablarse de hechos, acaecidos aquella lejana tarde estival, que con aquella vieja sorda, ciega, incapacitada y demente, que me llamaba Dan y a la que yo llamaba Mag, con ella, y solo con ella, yo…, no, no puedo decirlo. Es decir, podría decirlo, pero no lo diré, sí, me sería fácil decirlo, porque sería mentira. ¿Qué veía yo de ella? Invariablemente, una cabeza, las manos a veces, alguna vez los brazos. La cabeza, siempre. Cubierta de vellos, de arrugas, de porquería, de babas. Una cabeza que ennegrecía el aire. No es que lo que pudiera verse tuviera mucha importancia, pero siempre es un comienzo. Era yo quien sacaba la llave de debajo de la almohada, quien cogía el dinero del cajón, quien volvía a dejar la llave bajo la almohada. Aunque no iba a verla por dinero. Creo que venía una mujer cada semana. Una vez, vagamente, precipitadamente, posé mis labios sobre aquella pequeña pera grisácea y arrugada. Puaf. No sé si aquello le gustó. Su cháchara cesó un momento para reanudarse a continuación. Supongo que se preguntaría qué le estaba ocurriendo. Quizá se dijera puaf. Exhalaba un hedor insoportable. Debía de ser cosa de los intestinos. Perfume de antigüedad. No es que la critique, yo tampoco destilo esencias de Arabia. ¿Voy a describir el cuarto? No. Ya tendré ocasión más tarde, posiblemente. Cuando vaya a refugiarme allí, como último recurso, ya sin ningún pudor, con el rabo entre las piernas, vete a saber. Bueno. Ahora que sabemos lo que hay que hacer, pongamos manos a la obra. Está bien eso de saber desde el primer momento por dónde va uno. Está tan bien que casi me quita las ganas de hacerlo. Yo estaba distraído (y no suelo distraerme nunca, con qué iba a distraerme), y en lo que respecta a mis movimientos, más inseguro aún que de costumbre. Debía haberme fatigado a lo largo de la noche, bueno, debía estar un poco débil, y el sol, cada vez más alto en el Este, me había envenenado mientras dormía. Hubiera tenido que interponer entre él y yo la masa de la roca antes de cerrar los ojos. Confundo Este y Oeste, y los polos también los invierto de buena gana. Estaba fuera de mis casillas, lo que me ocurre rara vez, porque mis casillas son hondas. Por eso lo hago constar. No por ello dejé de recorrer algunas millas sin dificultad, y así llegué al pie de las murallas. Allí me bajé del sillín, conforme al reglamento. En efecto, para entrar y salir de la ciudad la Policía exige que los ciclistas se apeen, que los automóviles avancen en primera, que los coches de caballos vayan al paso. Creo que esta ordenanza se debe a que las entradas, y por supuesto las salidas, son angostas y oscurecidas por inmensas bóvedas, sin excepción. Es una buena norma y la acato cuidadosamente, pese a la dificultad que me supone avanzar apoyándome en mis muletas y empujando mi bicicleta al mismo tiempo. Me las iba arreglando. Había que poner atención. Así mi bicicleta y yo franqueamos juntos tan difícil acceso. Pero un poco más adelante oí que me interpelaban. Levanté la cabeza y vi a un agente de Policía. Hablo de un modo elíptico, pues sólo más tarde, por vía de inducción, o de deducción, ya no me acuerdo, supe quién era. «¿Qué hace usted ahí?», me preguntó. Estoy acostumbrado a esta pregunta, la comprendí en seguida. «Estoy descansando», le dije. «Está descansando», dijo él. «Estoy descansando», le dije. Y él gritó: «¿Quiere hacerme el favor de responder a mi pregunta?» Esto es algo que me ocurre muy frecuentemente cuando estoy acorralado, creo sinceramente haber respondido a las preguntas que se me hacen, y en realidad no he dicho nada. No voy a reconstruir aquella conversación en todos sus meandros. Terminé comprendiendo que mi modo de reposar, mi actitud durante el reposo, a horcajadas sobre mi bicicleta, el brazo sobre el manillar, la cabeza entre los brazos, atentaba ya no recuerdo contra qué, el orden, el pudor. Señalé modestamente mis muletas y aventuré algunos rumores sobre mi enfermedad, que me obligaba a reposar como podía y no como debía. Entonces creí comprender que no había dos leyes, una para los sanos y otra para los inválidos, sino una sola, a la que debían someterse ricos y pobres, jóvenes y viejos, felices y desdichados. Hablaba bien el hombre. Me permito poner de relieve que yo no estaba triste. ¡Qué había dicho! «Sus papeles», dijo, lo supe un instante después. «No dije, no». «¡Sus papeles!», aulló. «Ah, mis papeles». Los únicos papeles que llevo encima son algunas hojas de periódico, para limpiarme, comprendéis, cada vez que voy al tocador. Oh, no digo que me limpie cada vez que voy al tocador, no, pero me gusta estar en situación de poder hacerlo sí se presenta el caso. Es natural, ¿no? Aturdido, saqué este papel del bolsillo y se lo puse ante la nariz. Era un hermoso día. Empezamos a andar por callejuelas soleadas, poco concurridas. Yo iba dando saltitos sobre mis muletas y él empujaba la bicicleta delicadamente, con su mano enguantada de blanco. Yo no… yo no me sentía desgraciado. Me detuve un instante y, asumiendo esta responsabilidad, alcé la mano y toqué la copa de mi sombrero. Quemaba. Sentía volverse a nuestro paso rostros alegres y serenos, rostros de hombres, de mujeres, de niños. En un momento dado, me pareció oír una música lejana. Me detuve para escucharla. «Andando», me dijo el policía. «Escuche», le dije. «Andando», me dijo. No me dejaban escuchar música. Hubiera podido provocar una aglomeración. Me dio un empujón en la espalda. Me había hecho daño, oh, no en la piel, pero de todos modos mi piel, a través de la ropa, había sentido la dureza de aquel puño. Mientras avanzaba a mi mejor paso me abandonaba a aquel dorado instante, como si yo fuera otro. Era la hora de la siesta. Los más juiciosos tal vez, descansando en los jardines públicos o sentados a la puerta de su casa, saboreaban aquellas languideces expirantes, olvidando las recientes congojas, indiferentes a las que se avecinaban. Otros, por el contrario, aprovechaban el momento para devanar proyectos, la cabeza entre las manos. ¿Había uno siquiera capaz de ponerse en mi lugar, de sentir hasta qué punto, en aquel momento, yo era distinto de lo que parecía, y qué poder había en mí, qué amarras tensas a punto de estallar? Es posible que lo hubiera. Sí, yo me orienté hacia esa falsa profundidad, hacia las falsas apariencias de paz y gravedad; me precipité en ellas con todos mis antiguos venenos, sabiendo que no arriesgaba nada. Bajo el cielo azul, ante la mirada de mi guardián. Olvidándome de mi madre, liberado de la acción, fundido en la hora ajena, diciéndome pausa, pausa. Llegados a la comisaría, se me introdujo a presencia de un funcionario sorprendente. Vestido de paisano, en mangas de camisa, estaba hundido en un sillón, con los pies sobre la mesa del despacho, tocado con un sombrero de paja y pendiente de sus labios un objeto delgado y flexible que no llegué a identificar. Antes de que me largara tuve tiempo de constatar todos estos detalles. Escuchó el informe de su subordinado, a continuación pasó a interrogarme en un tono que, desde el punto de vista de la urbanidad, dejaba a mi juicio cada vez más que desear. Entre sus preguntas y mis respuestas (cuando valía la pena tomar aquellas en consideración) mediaban intervalos más o menos largos y sonoros. Estoy tan acostumbrado a que no me pregunten nada, que cuando me preguntan algo, tardo un buen rato en comprender qué me preguntan. Y cometo la equivocación de que, en vez de reflexionar tranquilamente sobre lo que acabo de oír, y que he oído perfectamente, porque soy bastante fino de oído, pese a mi ancianidad, me apresuro a responder cualquier cosa, probablemente por temor a que mi silencio haga estallar la cólera de mi interlocutor. Soy muy miedoso, toda mi vida he tenido miedo de que me peguen. Soporto fácilmente insultos e invectivas, pero a los golpes no he podido acostumbrarme nunca. Es curioso. Hasta los escupitajos me molestan. Pero si se me trata con un poco de dulzura, quiero decir, si se deja de tratarme a patadas, suelo dejar finalmente satisfecho a mi interlocutor. Pero el comisario se contentaba con amenazarme con una regla cilíndrica, de modo que tuvo la ventaja de irse enterando de que yo no tenía papeles en el sentido que él daba a este término, ni ocupación, ni domicilio, que por el momento se me escapaba mi apellido y que yo me dirigía a casa de mi madre, a cuyas expensas yo agonizaba. Por lo que respecta a las señas de la susodicha, las ignoraba, pero sabía encontrar perfectamente la casa, incluso a oscuras. ¿El barrio? El de los mataderos, alteza, pues desde el cuarto de mi madre, a través de las ventanas cerradas, por encima de su cháchara, yo había oído rugir a los bovinos, este mugido violento, trémulo y ronco que no proviene de los pastos, sino de las ciudades, de los mataderos y mercados de animales. Sí, pensándolo bien, tal vez me había precipitado al decir que mi madre vivía cerca de los mataderos, porque también podía ser que viviera cerca del mercado de animales. «No se preocupe usted —dijo el comisario—. Está en el mismo barrio». El silencio que siguió a tan amables palabras fue empleado por mí en volverme hacia la ventana, sin ver nada realmente, ya que había cerrado los ojos, limitándome a ofrecer a esta dulzura de oro y azul rostro y garganta, y también mi espíritu vacío, o casi, porque debía preguntarme si no tenía ganas de estar sentado, después de tanto rato de pie, y recordar lo que me habían enseñado al respecto, a saber, que la posición sedente no era ya la más adecuada para mí, debido a mi pierna corta y tiesa, que para mí sólo había dos posiciones posibles, la vertical, varado entre mis muletas, apoyándome en ellas de pie, y la horizontal, tendido en el suelo. Y, sin embargo, de vez en cuando me venían ganas de sentarme, desde un mundo lejano y desaparecido. Y, prevenido y todo, no siempre sabía resistirlas. Sí, seguramente mi espíritu sentía este sedimento, moviéndose imperceptiblemente como granitos de arena en el fondo de un charco, mientras en mi cara y mi gran nuez pesaban el cielo soberano y el aire estival. Y de pronto recordé mi nombre: Molloy. «Me llamo Molloy —grité, completamente aterrado—. Molloy, acabo de acordarme». No tenía ninguna obligación de facilitar este dato, pero lo facilité, sin duda con la esperanza de ganarme simpatías. No me habían hecho quitar el sombrero, ignoro por qué razón. «¿Se llama así su mamá?», dijo el comisario, porque debía de ser un comisario. «Molloy —dije—, me llamo Molloy». «¿Es ese el apellido de su mamá?», dijo el comisario. «¿Cómo?», dije. «Usted se llama Molloy», dijo el comisario. «Sí —dije—, acabo de acordarme». «¿Y su mamá?», dijo el comisario. Yo no comprendía. «¿También se llama Molloy?», dijo el comisario. «¿Se llama Molloy?», dije yo. «Sí», dijo el comisario. Yo reflexioné. «Usted se llama Molloy», dijo el comisario. «Si», dije. «Y su mamá —dijo el comisario—, ¿se llama también Molloy?» Yo reflexioné. «Su mamá de usted —dijo el comisario—, se llama…» «¡Déjeme reflexionar!», grité. Bueno, al menos así imagino que ocurrían las cosas. «Piénselo», dijo el comisario. ¿Mi mamá se llamaba Molloy? Sin duda. «Sí, también debe llamarse Molloy», dije. Me llevaron, creo que a la sala de guardia, y allí me ordenaron sentarme. Mediaron explicaciones. Abreviando, obtuve el permiso, si no de tumbarme en un banco, si al menos de quedarme de pie, apoyado en la pared. La estancia era sombría y la recorrían en todas direcciones gentes apresuradas, malhechores, policías, hombres de leyes, sacerdotes y periodistas, o al menos eso supongo. Todo era oscuro, formas oscuras apresurándose en un espacio oscuro. A mí nadie me prestaba atención y yo les pagaba con la misma moneda. Siendo así, ¿cómo podía yo saber que ellos no me prestaban atención y cómo podía hacer yo otro tanto, puesto que ellos no me prestaban atención a mí? No lo sé. Yo lo sabía y les pagaba con la misma moneda, de eso estoy seguro y basta. Pero de pronto surgió ante mí una mujerona vestida de negro, o más bien de malva. Aún hoy me pregunto si era la asistenta social. Me tendía un tazón lleno de un jugo grisáceo que debía de ser té verde con sacarina y leche en polvo, en un platillo desparejado. Eso no era todo, porque entre el platillo y el tazón se alzaba en equilibrio precario una rebanada de pan seco, de la que me puse a decir, con una especie de angustia: «Va a caerse, va a caerse», como si el hecho de que se cayera o no tuviese alguna importancia. Un instante después yo mismo sostenía entre mis manos temblorosas este pequeño amasijo de objetos heterogéneos y vacilantes, donde se codeaban lo duro, lo líquido y lo blando, sin la menor idea de cómo se había llevado a cabo la transferencia. Voy a advertiros de una cosa: cuando las asistentes sociales os ofrecen graciosamente una bazofia como para ni mirarla, lo cual en ellas constituye una obsesión, es inútil mostrarse recalcitrante. Os perseguirían hasta los confines de la Tierra blandiendo su vomitivo. Las del Ejército de Salvación no están mucho mejor. No, realmente no conozco defensa alguna contra el gesto caritativo. Hay que inclinar la cabeza, tendiendo las manos confusas y temblorosas, y decir gracias, señora; gracias, buena señora. El que no tiene nada, no tiene derecho a despreciar la mierda. El líquido desbordaba, la taza vacilaba con un ruido de crujir de dientes, y no eran los míos, porque no tengo dientes, y el pan chorreante se inclinaba cada vez más. Hasta el momento en que, llegado al colmo de mi inquietud, lo arrojé lejos de mí. No es que lo dejara caer, no, sino que de un empujón convulsivo con las dos manos lo mandé a estrellarse contra el suelo, o contra la pared, tan lejos de mí como me permitían mis fuerzas. No voy a contaros la continuación, porque ya me he cansado de este sitio, así que me largo. La tarde empezaba ya a caer cuando me dijeron que quedaba en libertad. Se me advirtió que debía comportarme mejor en el futuro. Consciente de mi culpa, enterado ya de los motivos de mi detención, sensible a las contravenciones que mi interrogatorio puso de manifiesto, quedé asombrado de recobrar tan fácilmente la libertad, si aquello era la libertad, y eso sin que se aludiera a la más mínima sanción. ¿Podría ser que, sin saberlo, tuviera un protector en algún alto cargo? ¿Me había yo impuesto al comisario sin darme cuenta? ¿Habían conseguido encontrar a mi madre y obtener de ella, o de gente del barrio, la confirmación de algunas de mis aseveraciones? ¿Juzgaban quizá que no valía la pena someterme a un procedimiento penal? Porque la verdad es que no resulta cómodo castigar en forma sistemática a un ente como yo. Ocurre a veces, pero la más elemental prudencia lo desaconseja. Vale más remitirse a la opinión de los agentes. No sé. Si es obligatorio llevar los documentos de identidad, ¿por qué no insistieron para que me los procurara? ¿Porque es un asunto costoso y yo no tengo dinero? Pero, siendo así, ¿no habrían podido requisar mi bicicleta? Probablemente no, sin un auto del tribunal. Todo resulta incomprensible. Lo que es cierto es que nunca he vuelto a descansar de aquel modo, los pies obscenamente apoyados en el suelo, los brazos en el manillar y la cabeza entre los brazos, abandonada y bamboleante. En efecto, constituía indudablemente un triste espectáculo, y un triste ejemplo para los demás ciudadanos, tan necesitados de aliento en su dura tarea que solo deben ofrecérseles manifestaciones de fuerza, de alegría y de celeridad, para evitar que se desplomen al terminar la jornada y rueden por tierra. Bastó con que me enseñaran qué comportamiento era el bueno para que me comportara bien, en la medida en que mi físico me lo permite. Y no he cesado de mejorar en este aspecto, pues he sido inteligente y rápido de comprensión. Y en cuanto a buena voluntad, me desbordaba por todos los poros esta exasperada buena voluntad de los ansiosos. De manera que mi repertorio de actitudes lícitas no ha cesado de enriquecerse, desde mis primeros pasos hasta los últimos, que di el año pasado. Y si bien es verdad que me he comportado siempre como un cerdo, no hay que achacármelo a mí, sino a mis superiores, que me corregían únicamente en pequeños detalles en vez de mostrarme lo esencial del sistema, según el ejemplar método de los grandes colegios anglosajones, así como los principios a que obedecen los buenos modales y el modo de pasar sin posible error de aquellos a estos, y de remontarse hasta las fuentes a partir de una posición dada. Todo ello me hubiera permitido, antes de desplegar en público ciertos modos de proceder dictados solamente por la comodidad, tales como el dedo en las narices, la mano en los cojones, el sonarse con los dedos o la meada ambulante, atenerme a las normas primeras de una teoría razonada. Sí, a este respecto yo sólo poseía nociones negativas y empíricas, lo que equivale a decir que las más de las veces me hallaba sumido en la más completa oscuridad, y tanto más si se tiene en cuenta que mis observaciones, recogidas a lo largo del siglo, me predisponían a poner en duda hasta los más altos dictámenes respecto al modo de vida, incluso en un espacio reducido. Pero sólo pienso en estas cosas, y en otras, desde que ya no vivo. En el relajamiento de la descomposición recuerdo aquella prolongada emoción confusa que fue mi existencia, y la juzgo, como dicen que Dios nos juzgará, y con el mismo ánimo impertérrito. Descomponerse también es vivir, lo sé, no insistáis más, pero nunca es posible entregarse a ello del todo. Por otra parte, es posible que también cualquier día tenga la bondad de echaros un discurso sobre esa vida, el día en que sepa que creyendo saber lo único que hacía era existir, y la pasión sin forma ni descanso me haya devorado hasta las carnes pútridas, y, sabiendo esto, no sepa nada, no haga sino gritar como no he hecho sino gritar, más o menos fuerte, de un modo más o menos descarado. Venga, gritemos, se supone que eso sienta bien. Sí, esta vez a gritar, y quizá otra vez aún. Gritemos que el Sol poniente daba de lleno en la fachada blanca de la comisaría. Parecía que estuviéramos en China. Una sombra compleja se dibujaba en la fachada. Éramos yo y mi bicicleta. Me puse a jugar, gesticulando, agitando mi sombrero, haciendo ir y venir la bicicleta ante mí, hacia adelante, hacía atrás, haciendo sonar la bocina. Miraba la pared. Me miraban desde las ventanas enrejadas, sentía aquellos ojos puestos en mí. El agente que estaba de guardia ante la puerta me dijo que me largara. Yo solo ya me habría calmado. A fin de cuentas, la sombra no resulta mucho más divertida que el cuerpo. Le pedí al agente que se compadeciera de mí, que me ayudara. No comprendía. Recordé con nostalgia el refrigerio que me ofreciera la asistenta social. Me saqué un guijarro del bolsillo y lo succioné. Era liso, de tantas chupadas que le había dado, y de las veces que lo había arrebatado la tempestad. Un pequeño guijarro redondo y liso en la boca le calma a uno los nervios, le refresca, burla el hambre, engaña a la sed. El agente se me acercaba, le molestaba mi lentitud. A él también le miraban desde las ventanas. Se oían risas. También en mí reía alguien. Tomé mi pierna enferma entre las manos y la hice pasar por encima de la armazón de la bicicleta. Me marché. Había olvidado dónde iba. Me detuve para reflexionar sobre este asunto. Es difícil reflexionar mientras se anda en bicicleta, para mí al menos. Cada vez que intento hacerlo, pierdo el equilibrio y me caigo. Hablo en presente por lo fácil que resulta hablar en presente cuando se trata del pasado. No le prestéis mucha atención, se trata de un presente mitológico. Ya me iba a liberar de mis humores en mis andrajos cuando recordé que no estaba bien hacer esto. Reanudé mi camino, camino del que solo sabía, en cuanto tal camino, que era únicamente una superficie clara u oscura, regular o llena de baches, pero siempre amada, a poco que pensara en ello, y amado este rumor del aparato que se desplaza y que cuando hace tiempo seco es saludado por una leve polvareda. De modo que, sin acordarme siquiera de haber salido de la ciudad, me encontré a la orilla del canal. El canal cruza la ciudad, ya lo sé, ya lo sé, si hasta hay dos. Pero entonces, ¿aquellos setos, aquella campiña? Molloy, no te atormentes. De pronto me acuerdo, era la pierna derecha la que tenía paralizada, en aquel tiempo. Vi avanzar hacia mí, en la otra orilla, una yunta de asnillos grises recorriendo trabajosamente el largo camino de sirga, y oí gritos de ira y golpes sordos. Puse pie en tierra para ver mejor la gabarra que se acercaba, tan lentamente que ni siquiera el agua se rizaba a su paso. Llevaba un cargamento de tablones y clavos, destinados sin duda a algún carpintero. Mi mirada se cruzó con la de un asno, y la bajé hacia sus pasos delicados y vigorosos. El piloto apoyaba el codo en la rodilla y la cabeza en la mano. Cada tres o cuatro bocanadas, sin quitarse la pipa de la boca, escupía en el agua. El Sol ponía en el horizonte sus colores de azufre y de fósforo. Yo avanzaba hacia ellos. Finalmente me apeé, llegué a saltitos hasta la zanja y me acosté en ella, al lado de mi bicicleta. Me acosté cuan largo soy, los brazos en cruz. El espino blanco pendía sobre mí, lástima que no me guste el olor del espino blanco. En la zanja la hierba era alta y espesa, me quité el sombrero y me rodeé el rostro de largos y frondosos tallos. Sentí entonces la tierra, su olor estaba en la hierba que mis manos entrelazaban sobre el rostro hasta cegarme. Comí también un poco de hierba. Ahora me acuerdo, tan repentina e inexplicablemente como de mi nombre, de que había salido para ver a mi madre la mañana de aquel día que tocaba a su fin. ¿Por qué razones? No me acordaba ya. Pero las conocía, creía conocerlas, bastaba con encontrarlas para salir volando hacia la casa de mi madre, jinete en las alas de gallina de la necesidad. Sí, a partir del momento en que se conoce el porqué todo resulta más fácil, un simple asunto de magia. Todo consiste en conocer la santidad, y cualquier tontaina puede consagrar su vida a este ideal. En cuanto a los detalles, si uno se interesa por ellos, no hay por qué desesperarse, podemos terminar llamando a la puerta adecuada del modo adecuado. Aunque para el conjunto parece que no hay ningún libro de fórmulas. Acaso no hay más conjunto que el póstumo. No hace falta ser muy listo para encontrar un calmante en la vida de los muertos. Entonces, ¿qué espero para conjurar la mía? Ya llega, ya llega, desde aquí estoy oyendo el estertor que, aunque no sea yo quien lo exhale, va a sumirlo todo en la calma. Mientras, es inútil saber que estoy difunto, no lo estoy, me voy retorciendo todavía, los cabellos crecen, se alargan las uñas, se vacían las entrañas, han muerto todos los enterradores. Alguien, quizá uno mismo, ha descorrido las cortinas. Ni el más leve ruido. ¿Dónde están las moscas de las que tanto nos habían hablado? Hay que rendirse a la evidencia, no soy yo el muerto, sino todos los demás. De modo que me levanto para ir a ver a mi madre, que aún se cree con vida. Estas son mis impresiones. Pero ahora tengo que salir de esta zanja. De buena gana desaparecería en ella, hundiéndome cada vez más bajo el influjo de las lluvias. Probablemente volveré algún día a esta zanja o a otra parecida, para esto me fío de mis piernas, del mismo modo que estoy seguro de que algún día volveré a encontrarme con el comisario y sus secuaces. Y si he cambiado demasiado para reconocerlos y no llego a precisar que son los mismos, no os dejéis engañar por ello, serán los mismos aunque hayan cambiado. Pues conocer a una persona, conocer un lugar, iba a decir conocer una hora, pero no quisiera ofender a nadie, y luego no darle ningún papel más en la vida de uno, es como si, no sé cómo decirlo. No querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se cree querer decir, y decirlo siempre, o casi, esto es lo que importa no perder de vista, en el calor de la redacción. Aquella no fue una noche como las demás, si lo hubiera sido me daría cuenta. Pues cuando intento pensar en aquella noche que pasé al borde del canal, no encuentro nada, no hay noche propiamente dicha, solamente Molloy en la zanja, y un silencio absoluto, y en mis párpados cerrados la pequeña noche en la que nacen, llamean y se extinguen manchas de claridad, alternativamente vacías y pobladas, como llama de excrementos de santos. Hablo de una noche, pero quizá fueron varias. Traicionemos, traicionemos al pensamiento traidor. Pero la mañana, una mañana, ahora me acuerdo, aquella mañana ya avanzada, y el sueñecito que descabecé según mi costumbre, y la nueva sonoridad del espacio, y el pastor que me miraba dormir y ante cuyos ojos se abrieron los míos. A su lado un perro jadeante, que me miraba también, aunque con menos fijeza, ya que de vez en cuando se detenía para mordisquearse furiosamente, probablemente en los lugares donde las garrapatas le imponían su tributo. ¿Me tomaba por un carnero negro enredado en las zarzas y esperaba una orden de su amo para sacarme de allí? No creo. No huelo a carnero, me gustaría oler a carnero o a macho cabrío. Al despertarme, distingo con bastante claridad las primeras cosas que se ofrecen a mi mirada, y si no son demasiado difíciles hasta llego a comprenderlas. Luego empieza a caer sobre mi cabeza y mis ojos una lluvia fina, como lanzada por una regadera. Esto es lo importante. De modo que me di cuenta inmediatamente de que lo que tenía delante era un pastor y su perro, mejor dicho, por encima de mí, ya que no habían salido del camino. Y también identifiqué sin dificultad los balidos del rebaño, inquieto al no sentirse ya hostigado. Esta es igualmente la hora en que el sentido de las palabras me resulta menos oscuro, así que dije, muy seguro y tranquilo: «¿Adónde los lleva usted, a pacer o al matadero?» Yo debía haber perdido totalmente el sentido de la orientación, como si la orientación pintara aquí algo. Pues incluso en la hipótesis de que se dirigiera a la ciudad, ¿por qué no podía dar un rodeo, o salir por otra puerta, en dirección a los pastos más tranquilos? Y sí es que se alejaba, esto tampoco significaba nada, pues no hay mataderos solamente en las ciudades, los hay en todas partes, cada matarife tiene su matadero y el derecho a matar según las propias necesidades. Pero, ya porque no me comprendió, ya porque no quiso responderme, no me respondió, y se marchó sin decir palabra, sin decirme palabra a mí por lo menos, porque sí que habló a su perro, que le escuchó atentamente, las orejas erguidas. Yo me puse de rodillas, no, no fue así, me puse en pie y mire alejarse a la pequeña caravana. Oí silbar al pastor, y le vi hacer molinetes con su bordón, y vi al perro que se ocupaba del ganado, expuesto a todas luces, sin su vigilancia, a precipitarse en el canal. Todo ello a través de una polvareda centelleante, y poco después a través de esta llovizna que cada día me entrega a mí mismo y me oculta lo demás y me oculta a mí mismo. Se calmaban los balidos, ignoro si debido a que los carneros estaban menos inquietos, o a su progresivo alejamiento, o a que yo los oía peor, lo que me sorprendería, porque siempre he tenido el oído bastante fino, apenas un poco embotado al amanecer, y aunque a veces paso horas sin oír nada se debe a razones que ignoro, o porque quizá todo lo que me rodea se sume verdaderamente en el silencio, de vez en cuando, mientras que para los justos nunca cesa el mundanal ruido. Y así empezó aquella segunda jornada, salvo que fuera la tercera o la cuarta, y empezó mal, porque introdujo en mí una perplejidad de gran alcance respecto al destino de los carneros, entre los cuales había corderos, y me preguntaba con frecuencia si habrían llegado finalmente a alguna dehesa o habrían caído con el cráneo roto, con un roce de sus patas flacas, primero de rodillas, luego apoyados sobre el flanco lanudo, bajo la maza del matarife. Pero no vayáis a creer, las pequeñas perplejidades tienen también su lado bueno. Qué país rural, Dios mío, cuadrúpedos por todas partes. Y no solo estos, sino también los caballos y las cabras, para no mencionar a otros. Los siento al acecho, dispuestos a cruzarse en mi camino, de lo cual no tengo ninguna necesidad. Pero a todo esto yo no perdía de vista mi objetivo inmediato, a saber, ir a ver a mi madre lo más rápidamente posible, y de pie desde dentro de la zanja invocaba las muchas y buenas razones que tenía para ello. Y si bien yo era capaz de hacer muchas cosas sin saber lo que iba a hacer hasta que estaba ya hecho, y no siempre, ir a ver a mi madre no era una de estas cosas. Mis pies nunca me conducían a casa de mi madre sin haber recibido desde arriba una orden terminante en tal sentido. El tiempo era delicioso, delicioso, cualquier otro se habría alegrado en mi lugar. Pero yo no tengo por qué alegrarme de que haga sol y me abstengo siempre. Maté al Egeo, sediento de luz y calor, el Egeo se mató hace tiempo dentro de mí. Las sombras pálidas de los días lluviosos respondían mejor a mi temperamento, no, me expreso mal, a mi humor tampoco, no tenía temperamento ni humor, hace tiempo que los perdí. Bueno, quizá lo que quiero decir sea que las pálidas sombras, etc., me ocultaban mejor, sin parecerme por ello especialmente agradables. Mimético a pesar mío, este es Molloy, desde cierto punto de vista. Y en invierno me envolvía, bajo el abrigo, con tiras de papel de periódico, y no me las quitaba hasta que despertaba la tierra, hasta que despertaba realmente, en abril. El Suplemento Literario del Times era excelente a tal efecto, de una solidez e impermeabilidad a toda prueba. Ni los pedos lo rompían. Qué voy a hacerle, suelto ventosidades a cada paso, de modo que alguna alusión he de hacer de vez en cuando al asunto, pese a la lógica repugnancia que me inspira. Un día conté mis gases. Trescientos quince en diecinueve horas, lo que da una media de más de dieciséis pedos por hora. Lo cual no es mucho. Cuatro pedos cada cuarto de hora. Total, nada. Ni un pedo cada cuatro minutos. Es increíble. Vaya, vaya, soy un pedorrero de pacotilla, he hecho mal en decir otra cosa. Resulta extraordinario cómo las matemáticas ayudan a conocerse a sí mismo. Por otra parte el problema climático carecía de interés para mí, me adaptaba al viento que soplara. Me limitaré por tanto a añadir que en aquella región solía brillar el Sol por la mañana hasta las diez o diez y media, momento en que el cielo se cubría y empezaba a caer la lluvia, ininterrumpidamente, hasta la noche. Entonces salía el Sol y se ponía, la tierra empapada destellaba un instante, luego se oscurecía su resplandor. De modo que monté de nuevo en mi bicicleta, con una chispa de inquietud en el embrutecido corazón, como el canceroso obligado a consultar a un dentista. Porque ignoraba si seguía el buen camino. Normalmente, todos los caminos eran buenos para mí. Pero para ir a ver a mi madre solo había un buen camino, el que llevaba a su casa, o uno de los que llevaban a su casa, porque no todos los caminos llevaban a su casa. Yo no sabía si estaba siguiendo uno de los buenos caminos y eso me molestaba, como lo hace toda llamada a la vida. Juzguen ustedes, pues, cuál no sería mi alivio cuando, a cien pasos ante mí, vi surgir las murallas familiares. Una vez que las hube franqueado, me encontré en un barrio para mí desconocido, pese a conocer la ciudad a la perfección, pues había nacido en ella y no había conseguido alejarme nunca —tal era la atracción que, ignoro por qué causa, ejercía sobre mí— más de quince o veinte millas. De modo que estaba a punto de preguntarme si me hallaba realmente en mi ciudad, aquella en que había visto la noche y que encerraba aún a mi madre en alguna parte. O si más bien, por alguna falsa maniobra, había venido a caer en otra ciudad de la que ni el nombre conocía. Porque yo no conocía otra ciudad que mi ciudad natal, ni había puesto nunca los pies en ninguna otra. Pero había leído con atención, cuando aún sabía leer, libros de viajeros más afortunados que yo, donde se hablaba de otras ciudades tan hermosas como la mía, y hasta puede que más hermosas, aunque con otro tipo de belleza. Y busqué en mi memoria el nombre de esta única ciudad que conocía, con la intención, en cuanto hubiera dado con él, de pararme y decirle a un transeúnte, quitándome el sombrero: «Dispense, señor: ¿haría el favor de decirme si estamos en X?», pongo por caso. Me parecía que el nombre en cuestión empezaba por B o P, pero a pesar de tal indicio, o tal vez a causa de ser falso, las otras letras se me seguían resistiendo. Hacía tanto tiempo que vivía alejado de las palabras, haceos cargo, que me bastaba, por ejemplo, con ver mi ciudad, ya que estamos hablando de mi ciudad, para que me fuese imposible, ustedes se harán cargo. Bueno, es demasiado difícil para mí decirlo. Del mismo modo la sensación de mi personalidad se envolvía de un anonimato a veces impenetrable, como espero haber demostrado. Y así sucesivamente con las demás cosas que se burlaban de mis sentidos. Sí, incluso en aquel tiempo, cuando todo empezaba ya a difuminarse, partículas y ondas, la condición del objeto era ya carecer de nombre, y a la inversa. Ahora digo esto, pero en el fondo, ¿qué puedo saber de aquella época ahora, cuando granizan sobre mí palabras glaciales de sentido y el mundo muere así, indignamente, pesadamente nombrado? Sé lo que saben las palabras y las cosas muertas, y todo ello forma una pequeña y bonita suma, con un comienzo, una mitad y un final, como en las frases bien construidas y en la larga sonata de los cadáveres. Y no tiene mucha importancia que diga esto u otra cosa. Decir es inventar. Sea falso o cierto. No inventamos nada, creemos inventar, evadirnos, cuando en realidad nos limitamos a balbucear la lección, los restos de unos deberes escolares aprendidos y olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos. Y a la mierda. Veamos. Incapaz de recordar el nombre de mi ciudad, tomé la resolución de detenerme al borde de la acera, en espera de un transeúnte de aspecto agradable e instruido, para quitarme el sombrero y decirle con mi mejor sonrisa: «Dispense, señor, perdone, señor, por favor, ¿cómo se llama esta ciudad?» Pues una vez pronunciada la palabra, yo recordaría si era o no la palabra que había estado buscando en mi memoria. Con lo cual sabría de una vez a qué atenerme. Un absurdo y desgraciado percance impidió que ejecutara esta resolución, tomada mientras iba pedaleando. Pues mis resoluciones tenían la particularidad de que una vez tomadas surgía un incidente incompatible con su puesta en práctica. Sin duda hay que atribuir a esto que ahora tome muchas menos resoluciones que en la época a que me refiero y que entonces tomara menos que algún tiempo atrás. Pero a decir verdad (¡ha decir verdad!) nunca me he distinguido por ser particularmente resuelto, quiero decir dispuesto a tomar resoluciones, sino más bien dispuesto a hundirme con la cabeza gacha en la mierda, sin saber quién se me estaba cagando encima ni de qué lado me convenía recostarme. Pero tampoco esta predisposición me procuraba muchas satisfacciones, y aunque nunca he llegado a liberarme de ella, no vayáis a creer que no lo haya intentado. El hecho es, según parece, que a lo máximo que puede aspirar uno es a ser al final algo menos de lo que era al principio, y así sucesivamente. Pues apenas había establecido mentalmente mi plan, cuando me di de manos a boca con un perro, según supe más tarde, y caí al suelo, torpeza tanto más imperdonable cuanto que el perro, atado con un lazo, no estaba en la calzada, sino en la acera, paseando juiciosamente al lado de su dueña. Hay que tomar las precauciones con precaución, ocurre como con las resoluciones. Aquella señora debía creer que no dejaba nada al azar, en lo que respecta a la seguridad de su perro, cuando lo que hacía en realidad era desafiar a toda la naturaleza, como yo con mis disparatadas pretensiones de poner algo en claro. Pero en vez de humillarme, haciendo valer mi avanzada edad y mis defectos físicos, agravé mi situación con una intentona de huida. No tardé en ser alcanzado por una jauría de justicieros de ambos sexos y de todas las edades, ya que divisé barbas blancas y caritas casi en plena edad de la inocencia, y ya se disponían a hacerme picadillo cuando intervino la señora. Vino a decir en resumen, según me dijo más tarde y yo creí: «Dejad en paz a este pobre viejo. Desde luego mató a Teddy, a quien amaba como a mi propio hijo, pero la cosa no es tan grave como parece, porque precisamente le llevaba a casa del veterinario, para que pusiera término a sus sufrimientos. Porque Teddy era viejo, sordo, ciego, baldado por el reuma y se hacía sus necesidades encima a cada paso, día y noche, tanto en casa como en el jardín. De modo que este pobre viejo me ha evitado un itinerario penoso, para no hablar de un gasto que no tengo muchos recursos para sufragar, pues mi único medio de subsistencia es la pensión de guerra de mi querido difunto, muerto por lo que llaman su patria, de la que en vida no obtuvo provecho alguno, solo afrentas y bastonazos a discreción». La aglomeración empezaba ya a disiparse, había pasado el peligro, pero la señora no paraba el carro. «Me objetarán ustedes —prosiguió— que ha obrado mal al darse a la fuga, que hubiera debido presentarme sus excusas, darme explicaciones. De acuerdo. Pero salta a la vista que no está totalmente en sus cabales, por razones que ignoramos y que quizá nos avergonzarían a todos, caso de conocerlas. Llegó a preguntarme incluso si se habrá dado cuenta de lo que ha hecho». Aquélla voz monótona originaba tal hastío, que ya me disponía a proseguir mi camino cuando apareció ante mi vista el indispensable sargento de Policía. Dejó caer pesadamente sobre el manillar de mi bicicleta su manaza roja y velluda, lo noté por mí mismo, y, según parece, sostuvo con la señora la siguiente conversación: «Al parecer, este individuo ha aplastado a su perro, señora». «Exactamente, ¿y qué?» No, renuncio a transcribir aquel diálogo estúpido. Me limitaré a decir que también el sargento de Policía terminó dispersándose, espero no emplear una palabra demasiado fuerte, refunfuñando, seguido por los últimos mirones que habían perdido ya toda esperanza de que las cosas se me pusieran feas. Pero de pronto se volvió y dijo: «Llévese a su perro inmediatamente». Como ya era libre de partir, adopté la posición de partida. Pero la señora, una tal señora Loy, más vale decirlo cuanto antes, o Lousse, ya no me acuerdo, un nombre de pila que sonaba como Sofia, me retuvo, cogiéndome los faldones y diciendo, en el supuesto de que la última frase fuera igual que la primera: «Señor, le necesito». Y me figuro que al ver en mi expresión, siempre reveladora, que la había comprendido, debió de decirse: «Si ha comprendido esto puede comprender lo demás». Y no andaba equivocada, pues al cabo de un rato me encontraba en posesión de algunas ideas o puntos de vista que solo podían provenir de ella, a saber, que, ya que había matado a su perro, tenía que ayudarla a llevarlo a su casa y enterrarlo, que ella no quería querellarse por lo que yo le había hecho, pero que no siempre uno deja de hacer lo que quiere, que yo le resultaba simpático pese a mi aspecto repugnante y que seria para ella un placer el ayudarme, y no sé cuántas cosas más. Conque, al parecer, yo también la necesitaba a ella. Ella me necesitaba para que la ayudase a hacer desaparecer a su perro y yo la necesitaba no sé para qué. Sin duda me dijo los motivos, pues se trataba de una insinuación que no podía pasar decorosamente por alto como había pasado decorosamente por alto lo anterior, y no vacilé en decirle que yo no la necesitaba ni a ella ni a nadie, bueno, quizá decir esto era un poco exagerado, porque necesitaba a mi madre, porque si no la necesitaba, ¿a qué venía aquel empeño en ir a verla? Esta es una de las razones que me impulsan a hablar lo menos posible. Y es que siempre digo demasiado o demasiado poco, lo que me apena, pues soy muy amante de la verdad. Y no voy a dejar este asunto, sobre el cual no podré volver ya nunca más, tantos son los nubarrones que se acumulan, sin hacer la siguiente curiosa observación, que a veces, cuando aún hablaba, me ocurría que decía demasiado creyendo decir demasiado poco, o demasiado poco creyendo decir demasiado. Quiero decir que, a la larga, si se pensaba en ello, pecaba en mis palabras por exceso cuando creía haber pecado por defecto, y al revés. Curiosa inversión, ¿verdad?, operada por el simple transcurso del tiempo. En otras palabras, dijera lo que dijese, nunca era suficiente o demasiado poco. Dijera lo que dijese, no me callaba, eso es, no me callaba. Divino análisis, cómo nos ayudas a conocernos a nosotros mismos y, si nos conocemos a nosotros mismos, a nuestros semejantes. Porque al decir que no necesitaba a nadie no estaba diciendo demasiado, sino una ínfima parte de lo que hubiera debido decir, no hubiera sabido decir, hubiera debido callar. ¡Necesidad de mi madre! Sí, era realmente inefable la ausencia de necesidad en que yo perecía. De modo que debió decirme, me refiero nuevamente a Sofía, las razones por las que tenía necesidad de ella, ya que me había permitido llevarle la contraria sobre el particular. Y pensando un poco, supongo que me acordaría de estas razones, pero no seré yo quien se tome este trabajo. Pero ya estoy harto de aquel bulevar, sí, debía tratarse de un bulevar, y de aquellos hombres justos que pasaban, de aquellos policías al acecho, de aquellos pies, de aquellas manos, pisando, cargando, defraudadas en sus ansias de golpear, de aquellas bocas que solo se aullaban a sabiendas, de aquel cielo que se ponía a chorrear, estoy harto de encontrarme fuera, cercado, visible. Un señor removía el perro con la punta de su bastón de junquillo. Era un perro enteramente amarillo, sin duda bastardo, aunque no sé distinguir muy bien entre perros bastardos y de raza. Supongo que se hizo menos daño al morir que yo al caer. Y además estaba muerto. Lo atravesamos en el sillín de la bicicleta y partimos no sé cómo, supongo que ayudándonos los unos a los otros a sostener el cadáver, a hacer avanzar a la bicicleta, a avanzar nosotros mismos por entre la chocarrera multitud. La casa de Sofia, no, no puedo llamarla así, voy a tratar de llamarla Lousse, simplemente Lousse, la casa de Lousse no estaba lejos. Tampoco estaba cerca, llevé la cuenta durante el recorrido. Bueno, no la llevé. Uno cree llevar la cuenta, pero en realidad casi nunca la lleva. Creía haberla llevado porque sabía que llegábamos, si hubiera debido recorrer una milla más no habría llevado la cuenta hasta una hora más tarde. Así somos. ¿Tendré que describir la casa? No creo. De momento, lo único que sé es que no voy a hacerlo. Quizá más tarde, según me vaya introduciendo. ¿Y Lousse? Es difícil describirla. De modo que empecemos por enterrar al perro lo más rápidamente posible. Ella se encargó de cavar la fosa, al pie de un árbol. No sé por qué será, pero a los perros se les entierra siempre al pie de un árbol. Bueno, es mi teoría. Cavó ella la fosa porque yo, aunque hubiera debido por ser el caballero, no habría podido a causa de mi pierna. Mejor dicho, hubiera podido cavarla con un desplantador, pero no con una pala. Porque cuando se cava con una pala, siempre hay una pierna que soportar el peso del cuerpo mientras que la otra, tendiéndose y plegándose, hunde la pala en tierra. Ahora bien, mi pierna enferma, no recuerdo cuál, pero poco importa para el caso, no me permitiría desempeñar la segunda función, pues estaba rígida, ni la primera, porque no habría podido soportar el peso. De modo que solo disponía, por así decirlo, de una pierna, moralmente era unipiernista y hubiera vivido más ágil y feliz si me la hubieran amputado a altura de la ingle. Y tampoco me hubiera opuesto a que de paso me quitaran algunos testículos. Porque mis testículos, boleándose a medio muslo pendientes de un delgado cordón, no me servían ya de nada, tanto más cuanto que ya no quería que me sirvieran, sino ver desaparecer a esos testigos de cargo y de descargo de mi larga acusación. Porque me acusaban de haberlos manoseado, y al mismo tiempo se alegraban, desde el fondo de su bolsa reventada, el derecho más bajo que el izquierdo, o al revés, ya no me acuerdo, fenómenos de circo. Y, lo que es más grave, me molestaban para caminar y para sentarme, como si no tuviera ya bastante con mi pierna enferma, y cuando montaba en bicicleta iban golpeando con todo. Así que tenía interés en que desaparecieran y me habría encargado yo mismo de que ocurriera, con un cuchillo o unas tijeras de podar, a no ser por el temor, que me sobrecogía, al dolor físico y las llagas infectadas. Sí, toda mi vida la he pasado bajo el terror de las llagas infectadas, yo que era tan ácido que no me infectaba nunca. Mi vida, mi vida, tan pronto hablo de ella como de algo ya terminado como de una tomadura de pelo que dura todavía, y hago mal, pues ha terminado y dura todavía, pero ¿con qué tiempo gramatical del verbo podría expresar esta situación? Reloj que el relojero entierra después de volverlo a montar, y cuyos engranajes torcidos hablarán un día de Dios a los gusanos. Pero en el fondo debía sentir cierta debilidad por mis cojones, como otros por sus cicatrices o por el álbum de fotos de su abuela. Aunque de todos modos no eran ellos quienes me impedían cavar, sino mi pierna. Así que Lousse cavó la fosa mientras yo sostenía el perro en brazos. Ya estaba frío y rígido, pero aún no hedía. Olía mal, si nos empeñamos, pero como puede oler mal un perro viejo, no como un cadáver. Él también había cavado agujeros en vida, quién sabe si en aquel mismo lugar. Lo enterramos tal como estaba, sin ninguna clase de caja o envoltorio, como a un cartujo, pero con su lazo y su collar. Fue ella quien lo colocó en el agujero, porque yo no puedo inclinarme, ni arrodillarme, a causa de mi dolencia, y si alguna vez, olvidando mi personaje, me inclino o me arrodillo, no os dejéis engañar, no seré yo, será otro. Lo único que yo habría podido hacer hubiera sido tirarlo al agujero, cosa que hubiera hecho de buena gana. Sin embargo, me abstuve. ¡Qué de cosas haría uno de buena gana, sin entusiasmo, claro está, pero de buena gana, y sin ninguna razón aparente para no hacerlas, y sin embargo no las hace! ¿Habrá que poner en duda la libertad humana? Es una cuestión que debe someterse a examen. Pero, en suma, ¿cuál fue mi contribución a aquel entierro? Fue ella quien cavó la fosa y la volvió a rellenar después de haber colocado al perro. De modo que yo desempeñaba un papel de mero espectador. Contribuía al acto con mi presencia. Como si hubiera sido mi propio entierro. Y lo era. Era un alerce. Es el único árbol que puedo identificar con certeza. No deja de ser curioso que eligiera para enterrarle el único árbol que puedo identificar con certeza. Las hojas acicaladas color verde agua parecen de seda y están salpicadas, creo, de puntitos rojos. El perro tenía garrapatas bajo las orejas, en esas cosas me fijo mucho, y fueron enterradas con él. Cuando Lousse terminó de cavar me pasó la pala y se recogió. Creí que iba a llorar, era un buen momento, pero en cambio se echó a reír. Quizá era su forma de llorar. O a lo mejor me equivocaba yo y lo que hacía era llorar, bajo la apariencia de reír. Nunca me he aclarado muy bien en eso de la risa y el llanto. No volvería a ver más a su Teddy, que había amado como a un hijo. Me pregunto por qué, ya que estaba evidentemente decidida a enterrar al perro en su casa, no había hecho venir al veterinario. ¿Iba realmente a casa del veterinario cuando nuestros caminos se cruzaron? ¿O lo había afirmado únicamente con objeto de atenuar mi culpabilidad? Cierto que las visitas a domicilio cuestan más caras. Me hizo pasar al salón y me dio comida y bebida, muy buena por cierto. Pero, desafortunadamente, no me gustaban la buena comida ni la buena bebida. Aunque sí me gustaba emborracharme. Si vivía en la escasez, no saltaba precisamente a la vista. La escasez la noto en seguida. Viendo lo que me costaba mantenerme de pie, se apresuró a ofrecerme una silla para mi pierna tiesa. Mientras me iba atendiendo pronunciaba discursos de los que apenas comprendía nada. Me quitó el sombrero con sus propias manos y se alejó con él, para colgarlo en alguna parte, sin duda de una percha, y pareció asombrarse mucho al ver su impulso detenido por el cordón. Tenía un papagayo, muy bonito, de los más preciados colores. Le comprendía mejor. No quiero decir que le comprendiera a él mejor que ella, quiero decir que le comprendía mejor que a ella. Decía de vez en cuando «Puta del coño de la mierda cagada». Debía de haberlo aprendido de su anterior propietario. Los animales cambian muchas veces de dueño. No decía gran cosa más. Sí, decía también: «¡Fuck!» Vete saber quién le había enseñado a decir ¡fuck! A lo mejor lo había aprendido solo, no me sorprendería. Lousse intentaba enseñarle a decir: «¡Pretty Polly!» Me parece que era demasiado tarde para eso. Escuchaba, con la cabeza ladeada, reflexionaba, y luego decía: «Puta del coño de la mierda cagada». Hay que reconocer que ponía buena voluntad. A él también le enterraría Lousse un día u otro. Probablemente en su jaula. A mí también me hubiera enterrado, si llego a quedarme. Si tuviera su dirección le escribiría, para que me viniera a enterrar. Me dormí. Me desperté en una cama, desvestido. Había llegado durante mi sueño al impudor de limpiarme, a juzgar por el hedor que había dejado de despedir. Me dirigí a la puerta. Cerrada con llave. A la ventana. Barrotes. Aún no había anochecido del todo. ¿Qué queda por probar, después de la puerta y la ventana? Tal vez la chimenea. Busqué mis vestidos. Encontré un interruptor y lo pulsé. Sin resultado. Vaya, qué situación. Todo ello me dejaba bastante indiferente. Encontré mis muletas apoyadas en un sillón. Sin duda el lector se extrañará de que yo hubiera podido efectuar sin su ayuda los movimientos anteriormente indicados. Me extraña. Al despertar no siempre me acuerdo de quién soy. Encontré en una silla un orinal blanco con un rollo de papel higiénico en su interior. No olvidaban detalle. Describo aquellos instantes con cierta minuciosidad, porque pienso que me alivia de lo que se está avecinando. Acerqué el sillón a una silla, me senté en el sillón, tendí en la silla mi pierna tiesa. La habitación estaba llena a rebosar de sillas y sillones, pululaban a mi alrededor en la oscuridad. También abundaban los veladores, taburetes, cómodas, etc. Extraña impresión de zozobra disipada con el día, que iluminó también la araña de cristal, porque había dejado prendido el contacto. Pasando una mano angustiada por mi rostro, eché a faltar algunos pelos. Habían afeitado mis restos de barba. ¿Cómo había podido mi sueño resistir a tantas familiaridades? Y con lo ligero que solía tenerlo. Encontré varias respuestas a tal pregunta. Pero no sabía cuál era la acertada. Quizá ninguna. Yo no tengo realmente barba más que en el mentón y el pescuezo. Donde a otros les crecen tan lozanas pelambres a mi no me crece nada. Me habían recortado la barba, en resumen. Puede que también me la hubieran teñido, nada probaba lo contrario. Hundido en el sillón, creía estar desnudo, pero me di cuenta de que llevaba un camisón extremadamente ligero. Aunque hubieran entrado para anunciarme que me ejecutaban al amanecer, lo habría encontrado natural. Si seré imbécil. También me parecía que me habían perfumado, quizá con espliego. No distingo muy bien los perfumes. Me dije a mí mismo: «Si tu pobre madre pudiera verte». Me gustan bastante los tópicos. Mi madre me parecía muy lejana, y sin embargo estaba un poco más cerca de ella que las noches anteriores, si mis cálculos eran exactos. Pero, ¿eran exactos? Si estaba en la ciudad adecuada, había progresado. ¿Pero estaba en la ciudad adecuada? Si en cambio estaba en otra ciudad de la cual mi madre se hallaría inevitablemente ausente, había perdido terreno en vez de ganarlo. Debí haberme quedado dormido, porque en la ventana brillaba una enorme Luna. Dos barrotes la dividían en tres partes, la intermedia era constante de tamaño, mientras que poco a poco la derecha iba ganando lo que perdía la izquierda. Porque la Luna iba de izquierda a derecha o el cuarto iba de derecha a izquierda, o quizá los dos a la vez, las dos de izquierda a derecha, solo que el cuarto más despacio que la Luna, o de derecha a izquierda, solo que la Luna más despacio que el cuarto, si es que en tales condiciones puede hablarse de izquierda y derecha. Parecía indudable que estaban produciéndose movimientos de gran complejidad, y sin embargo, aparentemente, ¿qué más claro que aquel gran resplandor amarillo que bogaba lentamente detrás de los barrotes y era lentamente absorbido, hasta el eclipse, por la opacidad del muro? Y entonces su lento recorrido se inscribía en las paredes, bajo la forma de una claridad rayada de arriba abajo que por algunos instantes hicieron estremecer las hojas, si es que eran hojas, y que terminó por desaparecer también, dejándome sumido en la oscuridad. ¡Qué difícil es hablar comedidamente de la Luna! ¡Es tan estúpida! Debe de ser su culo lo que nos está exhibiendo todo el rato. Como pueden ver, hubo un tiempo en que me interesó la astronomía. No voy a negarlo. Después me ocupó bastante la geología. Luego la antropología me sirvió para cagar una temporadita, junto con las otras disciplinas, como la psiquiatría, que se entroncan con ella, se desentroncan y se vuelven a entroncar según los últimos descubrimientos. Lo que me gustaba en la antropología era su poder de negación, su empeño en definir al hombre, a ejemplo de Dios, en términos de lo que no es. Pero a este respecto yo nunca he tenido más que ideas muy confusas, porque conozco poco a los hombres y sé muy bien qué significa eso de ser. En fin, lo he probado todo. Correspondió por último a la magia el honor de aposentarse en mis escombros, y aún hoy, cuando me paseo por ellos, encuentro algún vestigio. Pero casi siempre se trata de un lugar sin límite ni plano donde incluso los materiales —y no digamos su disposición— me resultan incomprensibles. Y no sé qué es lo que está en ruinas ni, por consiguiente, si se trata de ruinas o de la inquebrantable confusión de lo eterno, si se dice así. En todo caso, es un lugar sin misterio, la magia lo ha abandonado, al encontrarlo sin misterio. Y aunque no voy a visitarlo de muy buena gana, quizá voy allí más a gusto que a otra parte, asombrado y tranquilo, iba a decir como en un sueño, pero no es esto, no es esto. Pero no es uno de esos lugares a los que uno va, sino que uno se encuentra en ellos, a veces sin saber cómo, sin ningún placer, y sin poder marcharse cuando uno quiere, pero quizá con menos molestia que en otros sitios de los que es posible alejarse a poco que uno se tome el trabajo, parajes misteriosos, poblados con los misterios habituales. Escucho y me oigo dictar un mundo paralizado en el momento de perder el equilibrio, bajo una luz débil y tranquila sin más, suficiente para ver, ustedes comprenderán, y también paralizada. Y oigo murmurar que todo se dobla y cae, como bajo una pesada carga, pero aquí no hay carga, y también el Sol, poco adecuado para llevar cargas, y también la luz, hacia un final que parece que no va llegar nunca. Porque ¿qué fin podrían tener estas soledades donde nunca hubo verdadera claridad, ni equilibrio, ni simple tierra firme, sino perpetuamente estos objetos pendientes deslizándose en un derrumbamiento sin fin, bajo un cielo sin recuerdo de alborada ni esperanza de atardecer? Digo estos objetos, pero ¿qué objetos, venidos de dónde, formados de qué sustancia? Y parece que aquí nada se mueve, ni se ha movido nunca, ni se moverá nunca, salvo yo, que tampoco me muevo cuando estoy ahí, sino que miro y me hago ver. Sí, es un mundo acabado, pese a las apariencias, su fin le dio origen, empezó al acabar, ¿me expreso con bastante claridad? Y yo también estoy acabado, cuando me encuentro ahí, se me cierran los ojos, cesan mis sufrimientos y termino, doblado como no pueden hacerlo los vivos. Y si hubiera seguido escuchando aquel hálito lejano, callado hace tanto tiempo y que termino por escuchar, hubiera sabido todavía más cosas a este respecto. Pero no escucharé más, de momento, aquel hálito lejano, porque no me gusta, y hasta le temo. Pero no es un sonido como los demás, que se escuchan cuando uno quiere y muchas veces pueden hacerse cesar, alejándose o tapándose los oídos, sino que es un sonido que empieza de pronto a zumbar en la cabeza de uno, sin saber cómo ni por qué. Es la cabeza quien lo oye, las orejas no tienen nada que ver, y no hay modo de pararlo, se para cuando quiere. No tiene importancia que le preste atención o no, lo estaré oyendo siempre, ni un trueno podría ocultármelo antes de que quiera cesar. Pero no tengo ninguna obligación de hablar de él, ya que no es asunto mío. Y no es asunto mío, de momento. No, de momento mi asunto es terminar aquella historia de la Luna que quedó inacabada, si, ya sé que es este mi asunto. Y aunque lo terminaré peor que si estuviera en plena posesión de mis facultades, de todos modos voy a terminarlo lo mejor que pueda, o al menos eso creo. De modo que esta Luna, pensando en ella, me llenó súbitamente de estupor, de asombro si lo preferís. Si, pensaba en ella a mi modo, con indiferencia, en cierto sentido volvía a verla mentalmente, cuando un gran terror hizo presa en mí. Y juzgando que el asunto merecía cuando menos que le echara un vistazo, se lo eché, y no tardé en hacer, entre otros, el descubrimiento siguiente, solo tomaré en cuenta este, que aquella Luna llena y altiva que acababa de pasar ante mi ventana era la misma que había visto la víspera o la antevíspera, la antevíspera, frágil y primeriza, tendida de espaldas, nada, una viruta. Y yo me había dicho, vaya, ha esperado la Luna nueva para lanzarse por caminos desconocidos que conducen hacia el Sur, y, un poco más tarde, mira, mañana podría ir a ver a mamá. Porque, como suele decirse, todo funciona por obra del Espíritu Santo. Y si no mencioné esta circunstancia en su momento, fue porque no todo hay que mencionarlo en su momento, sino más bien escoger entre las cosas que no merecen ser mencionadas y las que todavía lo merecen menos. Porque si quisiéramos mencionarlo todo no acabaríamos nunca, y lo que interesa es esto, acabar, acabar de una vez. Sí, ya sé que aunque me limite solo a mencionar algunas de las circunstancias presentes tampoco voy a acabar nunca, ya lo sé, ya lo sé. Pero siempre es cambiar de mierda. Y aunque todas las mierdas se pareciesen (lo que es inexacto), no importaría nada, siempre va bien cambiar de mierda, ir un poco más lejos en la mierda, de vez en cuando, mariposear, en fin, como si fuéramos efímeros. Y aunque a veces nos equivocamos, quiero decir al dar cuenta de circunstancias que hubiera sido preferible callar y omitir otras, justificadamente si se quiere, pero cómo diría, sin razón, justificadamente, pero sin razón, como por ejemplo aquella Luna nueva, lo hacemos de buena fe, de la mejor fe. De modo que entre la noche pasada en el monte, la de los dos ladrones, aquella en que tomé la decisión de ir a ver a mi madre, y la noche presente, podía haber transcurrido más tiempo del que yo suponía, a saber, quince días completos aproximadamente. En tal caso, ¿qué se había hecho de estos quince días y dónde los había pasado? ¿Y cómo concebir la posibilidad, cualquiera que fuese su contenido, de incorporarlos al encadenamiento tan riguroso de incidentes que yo acababa de vivir? ¿No resultaba más interesante suponer, o bien que la Luna que había visto la antevíspera, lejos de ser Luna nueva como yo había creído, estaba entrando en plenilunio, o que la Luna vista desde casa de Lousse, lejos de estar en plenilunio, como me había parecido, entraba apenas en su primera fase, o bien, por último, que se trataba de dos lunas equidistantes de la Luna nueva y del plenilunio y tan parecidas en su curva que a simple vista resultaba difícil distinguirlas, y que todo lo que viniera a contradecir tales hipótesis seria solo humo e ilusión? De todos modos, gracias a estas consideraciones llegué a calmarme y a recobrar, ante las travesuras de la Naturaleza, aquella ataraxia que vale lo que vale. Y acudió nuevamente a mi espíritu, mientras me iba volviendo a vencer el sueño, la idea de que mis noches no tenían Luna y de que la Luna nada tenía que ver con mis noches, de modo que aquella Luna que acababa de ver cruzando a través de la ventana, evocándome otras noches, otras Lunas, nunca la había visto en realidad, me había olvidado de quién era (no me faltaban motivos) y había hablado de mí como hubiera podido hablar de otro, caso de tener absoluta necesidad de hablar de otro. Sí, me ocurre y me volverá a ocurrir olvidarme de quién soy y comportarme ante mi mismo al modo de un extraño. Entonces veo el cielo distinto y también la tierra se envuelve en unos falsos colores. Parece un descanso, pero no lo es en absoluto, me deslizo contento por la luz ajena, la que en otro tiempo hubiera debido ser mía, no voy a negarlo, y luego sobreviene la angustia del regreso, no os voy a decir adónde, no puedo, quizá a la ausencia, siempre hay que volver, no sé nada más, no es bueno estarse allí, tampoco está bien marcharse. Al día siguiente exigí que me devolvieran mis vestidos. El criado fue a informarse. Volvió con la noticia de que los habían quemado. Seguí inspeccionando la habitación. Formaba a simple vista un cubo perfecto. Veía ramas a través del alto ventanal. Se agitaban suavemente, pero no siempre, a veces experimentaban bruscas sacudidas. Observé que la araña de cristal estaba encendida. Dije, mis vestidos, mis muletas. Me había olvidado de que mis muletas estaban ahí mismo, apoyadas en el sillón. El criado volvió a marcharse, dejando la puerta abierta. Más allá de la puerta divisé un ventanal, mayor que la puerta, cuyo marco rebasaba en todas direcciones, y opaco. El criado volvió y me dijo que habían enviado mis vestidos a la tintorería, para quitarles el brillo. Traía mis muletas, lo que hubiera debido sorprenderme, pero en cambio me pareció lo más natural del mundo. Tomé una y me puse a golpear con ella los muebles, pero no muy fuerte, justo lo bastante para hacer que cayeran al suelo sin llegar a romperlos. No había tantos como la noche anterior. La verdad es que más que golpearlos los empujaba, lo que hacía era dirigirles estocadas, cosa que no puede llamarse tampoco empujar, pero que se acerca más a empujar que a golpear. Pero, acordándome de quién era, arrojé mis muletas y me quedé inmóvil en el centro de la habitación, decidido a no suplicar nada más y a no volver a parecer enfurecido. Porque si quería mis vestidos, y parecía quererlos, esto no era razón bastante para simular que me enfurecía al rehusármelos. Y, solo otra vez, reanudé mi inspección del cuarto, y cuando ya iba a descubrirle nuevas propiedades, el criado regresó y me dijo que habían mandado a buscar mis vestidos y que dentro de poco los tendría. Pasó acto seguido a poner nuevamente en su sitio los muebles que yo había derribado, aprovechando para quitarles el polvo con un plumero que apareció súbitamente en su mano. Y no tardé en ayudarle con mi mejor voluntad, para demostrar que no estaba enfadado con nadie. Y aunque, a causa de mi pierna tiesa, no podía servirle de gran ayuda, de todos modos hice lo que pude, es decir, que me iba apoderando de los muebles según él los iba levantando y, con maniática minuciosidad, procedía a colocarlos de nuevo en posición correcta, retrocediendo con los brazos en alto para apreciar mejor el efecto, y precipitándome luego para llevar a cabo modificaciones imperceptibles. Y recogía los faldones de mi camisón para dirigirles con ellos golpes petulantes. Pero tampoco en esta mímica pude mantenerme, y me quedé bruscamente inmóvil en el centro de la habitación. Viendo entonces que el criado se disponía a marcharse, avancé un paso hacia él y le dije: «Mi bicicleta». Y repetí esta frase hasta que pareció comprenderla. No sé a qué raza pertenecía el criado pequeñajo y carente de edad. Seguro que no era de la raza blanca. Quizá era un oriental, resulta impreciso, un oriental, un hijo de Levante. Llevaba pantalón blanco, camisa blanca y chaleco amarillo, parecía un gamo con botones dorados y sandalias. Es poco frecuente en mí advertir con tanta claridad qué atuendo llevan las personas, de modo que representa un placer proporcionales a ustedes tal ocasión. El fenómeno deberá atribuirse tal vez a que aquella mañana, por así decirlo, todo giraba en torno a vestidos, en torno a mis vestidos. Y quizá, en resumen, venía a decirme, fijaos en este, tan tranquilo con su ropa, mientras que yo estoy flotando en un camisón ajeno, y probablemente de mujer, porque era rosa y transparente, adornado con cintas, blondas y encajes. En cambio, la habitación no la veía muy claramente, me parecía cambiada cada vez que reanudaba la inspección, lo cual, en el presente estado de cosas, equivale a no ver muy claramente. Hasta las ramas parecían cambiar de sitio, como dotadas de una velocidad de órbita propia, y la puerta ya no aparecía en el ventanal opaco, sino que se había desplazado ligeramente hacia la izquierda o hacia la derecha, ya no me acuerdo, hasta encuadrar un lienzo blanco de pared, sobre el que yo podía suscitar débiles sombras mediante determinados movimientos. No negaré que pueda haber explicaciones naturales para todos estos fenómenos, ya que, al parecer, infinitos son los recursos de la Naturaleza. Era yo quien no me hallaba lo bastante cercano al mundo natural para insertarme con comodidad en este orden de cosas y apreciar sus virtudes. Pero tenía por costumbre ver levantarse el Sol por el Sur y no saber ya adónde me encaminaba, ni de dónde salía, ni qué llevaba conmigo, tan inconsecuente y arbitrario era el desarrollo de las cosas. Reconocerán ustedes que ir a ver a la madre de uno en tales condiciones no es precisamente cómodo, menos cómodo que ir a casa de Lousse, sin quererlo, o a la comisaría, o a los demás lugares que sé que me aguardan. Pero como el criado me había traído mis vestidos, envueltos en un papel que desplegó en mi presencia, advertí que faltaba mi sombrero, ante lo cual exclamé: «¡Mi sombrero!» Y cuando comprendió lo que quería se largó y volvió poco después con mi sombrero. De modo que ya no faltaba nada, salvo el cordón para atar el sombrero al ojal, pero esto sí que me parecía imposible hacérselo comprender, de modo que renuncié. Un cordón viejo siempre puede encontrarse, no es eterno como lo son las ropas propiamente dichas. En cuanto a la bicicleta, tenía fundadas esperanzas de que me esperase abajo, en alguna parte, quién sabe si incluso ante la escalinata, dispuesta a llevarme muy lejos de aquellos horribles lugares. Y no acababa de ver qué interés podía yo tener en aludir nuevamente a ella, imponiéndonos a mí y al criado esta nueva prueba, si nos era posible evitarla. Estas consideraciones pasaron con cierta rapidez por mi espíritu. Revisé ante el criado los bolsillos —cuatro en total— de mis ropas, y advertí que su contenido no estaba completo. Eché especialmente en falta la piedra de succionar. Pero, con tal de saber buscarlas, nuestras playas abundan en piedras aptas para la succión, de modo que juzgué preferible no referirme a este asunto, sobre todo teniendo en cuenta que a lo más que podría aspirar seria a que al cabo de una hora de discusión regresara del jardín con una piedra completamente insuccionable. Esta decisión también la tomé ipso facto, por así decirlo. Y en cuanto a los demás objetos que habían desaparecido, para qué hablar de ellos, ya que no sabía exactamente de cuáles se trataba. Aparte de que quizá me los habían quitado en la comisaría, sin darme cuenta, o los había perdido al caerme o en cualquier otro momento, quizá simplemente por haberlos tirado, porque de vez en cuando tenía un momento de despecho en el que tiraba lejos de mí todas mis pertenencias. De modo que más valía callarse. Sin embargo, me decidí a proclamar en voz alta que me faltaba un cuchillo, un magnífico cuchillo, y lo proclamé con tal acierto que conseguí que me dieran un hermoso cuchillo de cocina de los llamados inoxidables, pero rápidamente oxidado por mí, y que además se abría y cerraba, a diferencia de todos los cuchillos de cocina que yo había conocido, y tenía un seguro que no tardó en revelarse incapaz de asegurar cosa alguna, originándome innumerables heridas a lo largo de mis dedos apresados entre el mango de pretendida asta de Irlanda y la hoja roja de herrumbre y tan mellada que más que de heridas se trataba, a decir verdad, de contusiones. Y me detengo a hablar tan extensamente de aquel cuchillo porque creo que todavía lo conservo en alguna parte, entre mis posesiones, de modo que habiéndome referido extensamente a él ahora, ya no me será preciso hacerlo de nuevo cuando llegue el momento, si algún día llega, de establecer inventario de mis pertenencias, lo cual supondrá para mí un nuevo alivio, lo noto. Porque es natural que me extienda menos sobre lo que he perdido que sobre lo que no he podido perder. Y si a veces parezco no obedecer a este principio, es porque de vez en cuando lo pierdo de vista, como si nunca lo hubiera emitido. Es la observación de un demente, ya lo sé. Ya no soy casi consciente de lo que hago, ni por qué, cada vez lo voy comprendiendo menos, esta es la verdad, para qué iba a ocultarla y, ¿a quién?, ¿a ti a quien nada oculto? Y además la acción me llena de tal, no sé, no se puede expresar, para mí, ahora, después de tanto tiempo, ustedes se harán cargo, no voy a detenerme para indagar en virtud de qué principio. Y menos aún teniendo en cuenta que, haga lo que haga, es decir, diga lo que diga, siempre vendrá a ser de algún modo, de algún modo sí, lo mismo. Y qué le voy a hacer, si no hay principios y yo hablo de principios. En alguna parte los habrá. Y qué le voy a hacer si no es lo mismo comportarse siempre igual que actuar siempre según el mismo principio. Y además, ¿cómo saber si actuamos siempre según el mismo principio? ¿Y cómo tener ganas de saberlo? No, no vale la pena pararse a pensar en todo esto, y sin embargo uno lo hace, inconsciente de los valores. Y, por la misma razón, paso de largo ante lo que vale realmente la pena, o quizá por sentido común, sabiendo que toda esta historia de los valores no se ha hecho para uno, que no sabe bien lo que hace, ni por qué lo hace, y debe continuar ignorándolo bajo pena de, no sé de qué, me pregunto de qué, sí, me lo pregunto. Porque nunca he conseguido formarme la menor idea, lo cual nada tiene de extraño, ya que nunca lo he intentado, de que haya algo peor que lo que yo hago sin saber qué es ni por qué lo hago. Porque con lo que me conozco estoy seguro de que en cuanto supiera que hay algo peor me apresuraría a hacerlo. Aunque ya me basta con lo que tengo y lo que soy, y estoy también tranquilo sobre mis modestas aspiraciones de porvenir, ya que por el momento no parece que vaya a aburrirme. De modo que entonces me vestí, tras haberme asegurado de que no se había producido ningún cambio en el estado de mi ropa, es decir, que me puse mi pantalón, mi abrigo, mi sombrero y mis zapatos. Mis zapatos. Me hubieran llegado hasta las pantorrillas de haber tenido yo pantorrillas, y medio se abotonaban, o se habrían abotonado de tener botones, medio se ataban, y creo que todavía tengo los cordones en alguna parte. Luego tomé las muletas y salí de la habitación. Todo el día se me había ido en estas nimiedades y ahora se hacía de nuevo la oscuridad. Al bajar por la escalera examiné la ventana que había visto a través de la puerta. Por esta ventana entraba en la escalera una luz desleída y violenta. Lousse estaba en el jardín, ocupada con la tumba de su perro. Sembraba hierba en ella, como si la hierba no creciese sola. Aprovechaba el fresco del anochecer. Al verme, se dirigió a mí cordialmente y me ofreció comida y bebida. Mientras reponía fuerzas, de pie, busqué mi bicicleta con la mirada. Lousse me hablaba. Rápidamente saciado, partí a la búsqueda de mi bicicleta. Lousse me siguió. Terminé por encontrar la bicicleta apoyada en un matorral que la ocultaba a medias. Tiré las muletas y tomé la bicicleta entre las manos, por el sillín y el manillar, con la intención de hacer girar unas cuantas veces las ruedas, hacia adelante y hacia atrás, antes de montar en ella y alejarme para siempre de aquellos lugares malditos. Pero por más empujones y tirones que di, las ruedas se negaban a girar. Se diría que los frenos estaban atascados, pero no era este el caso, porque mi bicicleta no tenía frenos. Y sintiéndome de pronto invadido por una gran fatiga, pese a hallarme en la hora de mi mayor vitalidad, volví a dejar la bicicleta apoyada en el matorral y me tendí en el suelo, sobre el césped, sin preocuparme por el rocío, nunca le temí al rocío. Fue aquel el momento en que Lousse, aprovechando mi desfallecimiento, se acurrucó a mi lado y empezó a hacerme proposiciones, a las que debo confesar que distraídamente presté atención, ya que no tenía otra cosa que hacer, e incluso no podía hacer otra cosa, y sin duda debía haberme puesto en la cerveza algún producto destinado a molificarme, a molificar a Molloy, de modo que, por así decirlo, yo no era más que una masa de cera en estado de fusión. Y de aquellas proposiciones, que Lousse enunciaba lentamente, repitiendo cada artículo varias veces, terminé por inducir lo que sigue y que constituye sin duda su esencia. Yo no podía impedir que ella sintiese simpatía hacia mí, ella tampoco. Me quedaría en su casa como si fuese la mía propia. Tendría comida, bebida, también tabaco si era fumador, todo ello gratuito, y mi vida transcurriría libre de preocupaciones. Vendría a reemplazar en cierto modo al perro que le había matado y que le hacía las veces de hijo. La ayudaría en trabajos del jardín o de la casa cuando yo quisiera, si quería. No saldría nunca a la calle, porque una vez en la calle no sabría cómo volver. Escogería el ritmo de vida que me gustara más, levantándome, acostándome y comiendo a las horas que quisiera. Si no me gustaba ir limpio, tener ropa decente, lavarme, etc., nadie me obligaría a ello. La apenaría, pero ¿qué era su pena al lado de la mía? Todo lo que ella pedía era sentirme en su casa, a su lado y poder contemplar de vez en cuando aquel cuerpo extraordinario, en sus idas, venidas y descansos. Yo la interrumpía de vez en cuando, para preguntarle en qué ciudad nos encontrábamos. Pero ya porque no supo comprenderme, ya porque prefirió dejarme en la ignorancia, no daba respuesta a esta pregunta, y proseguía su discurso, insistiendo con infinita paciencia en lo que acababa de decirme, luego lentamente, suavemente, más tarde embarcándose en la exposición de las ventajas que derivarían para mí de fijar mi residencia en su casa y para ella del hecho de tenerme. Hasta que ya no existió nada más que aquella voz monótona, en la noche que se iba adensando y el olor de la tierra húmeda y de una flor muy perfumada que de momento no supe identificar, pero que identifiqué más tarde como la flor del espliego. Había arriates por todas partes, en aquel jardín, porque a Lousse le gustaba la flor del espliego, debió de decírmelo ella misma porque cómo iba yo a enterarme, le gustaba mucho más que todas las otras hierbas y flores, a causa de su olor, y también a causa de sus espigas y de su color. Y si hubiera conservado el sentido del olfato, el olor del espliego me haría pensar aún en Lousse, según el conocido mecanismo de las asociaciones. Y supongo que en cuanto maduraba, Lousse recogía aquel espliego, lo ponía a secar y confeccionaba los saquitos que introducía en sus armarios para perfumar los pañuelos, así como su ropa interior y su restante ropa blanca. Pero, sin embargo, de vez en cuando oía dar las horas en relojes y campanarios, cada vez más lentamente, luego muy breves de pronto, luego otra vez deprisa. Con lo que espero daros una idea del tiempo que dedicó a engatusarme, de su paciencia y de su resistencia física, ya que pasaba todo el rato agachada o arrodillada a mi lado, mientras que yo me quedaba tendido tranquilamente en el césped, ya boca arriba, ya boca abajo, ya de un lado, ya del otro. Y ella no paraba de hablar mientras que yo solo abría la boca para preguntar, de tarde en tarde, y cada vez más débilmente, en qué ciudad nos encontrábamos. Hasta que por fin, segura de haber ganado la partida, o simplemente consciente de que había hecho cuanto estaba a su alcance y de que insistir más no iba a servirle de nada, se levantó y se fue no sé adónde, porque yo me quedé donde estaba, a mi pesar, aunque no mucho. Porque en mí siempre ha habido, entre otros, dos payasos, el que solo aspira a quedarse donde está y el que imagina que un poco más lejos se encontraría mejor. De modo que, cualesquiera que fuese mi conducta, siempre hallaba razones que me asistían. Y cedía por turno a cada uno de aquellos tristes compadres para hacerles comprender su error. Y aquella noche no se trataba de Luna, ni de otra clase de luz, sino que fue una noche de escucha, dedicada a los imperceptibles rumores y susurros que agitan los jardines de las quintas de recreo durante la noche, formados del tímido coloquio de las hojas y los pétalos y el aire, que circula allí de modo distinto, más concentrado que en otros lugares, y de modo distinto también que durante el día, que permite vigilancias y estragos, y formados también de algo indefinible, que no es ni el aíre ni lo que mueve. Quizá es aquel rumor lejano, siempre idéntico, que produce la tierra y que los otros ruidos ocultan, pero no por mucho tiempo. Porque no hablan de aquel ruido que se oye cuando se escucha realmente, cuando todo parece callarse. Y había aún otro ruido, el de mi vida que era poseída por aquel jardín a caballo sobre la tierra de los abismos y de los desiertos. Sí, a veces no solo me olvidaba de quién era, sino de que era, me olvidaba de ser. Entonces ya no era aquel receptáculo herméticamente cerrado el que debía haberme conservado tan bien, sino que descendía un tabique y yo me llenaba de raíces y tallos, de rodrigones muertos hacía mucho tiempo y a punto de ser quemados, del asueto nocturno y la espera del Sol, y también del chirrido del planeta, de fuertes espaldas, porque caminaba hacia el invierno, que le liberaría de aquellas cortezas irrisorias. O bien yo era la calma precaria de aquel invierno, las nieves fundiéndose sin cambiar nada y el horror de volver a comenzar. Pero esto no era frecuente, la mayoría de las veces permanecía dentro de mi receptáculo, que no conocía ni estaciones ni jardines. Y era preferible. Pero allí dentro hay que ir con cuidado, plantearse preguntas, por ejemplo, si existimos aún y, caso de no existir, cuándo dejamos de existir y, caso de existir, cuánto tiempo vamos a durar todavía, cualquier cosa que sirva para que no perdamos el hilo del sueño. Yo me planteaba preguntas de muy buena gana, una tras otra, por el simple placer de su contemplación. No, no de buena gana, sino racionalmente, para creerme aún allí. Y sin embargo seguir allí no me servía de nada. A aquello le llamaba reflexionar. Reflexionaba casi sin interrupción, no me atrevía a detenerme. Quizá debía a esto mi inocencia. Estaba un poco marchita y como mordisqueada en los bordes, pero estaba contento de tenerla, sí, bastante contento. Muchas gracias, como me dijo una vez un chico al que le recogí una canica del suelo, no sé por qué, no tenía ninguna obligación de hacerlo y probablemente hubiera preferido recogerla él mismo. O quizá no fuera necesario recogerla. ¡Y qué esfuerzo me costó, a causa de mi pierna inválida! Aquellas palabras se inscribieron para siempre en mi memoria, sin duda porque las entendí de buenas a primeras, lo que en mi no es frecuente. No porque fuese duro de oído, porque tengo el oído bastante fino, y percibo quizá mejor que nadie los ruidos sin un sentido determinado. ¿De qué se trataba entonces? Quizá de un fallo del entendimiento, que solo resonaba si era percutido varias veces, o, si se prefiere, que resonaba, pero a un nivel inferior al raciocinio, si es posible concebir tal cosa, y es posible concebir tal cosa, puesto que yo la concibo. Sí, las palabras que oía, y las oía bastante bien, porque era bastante fino de oído, las oía la primera vez, e incluso a veces la segunda, y a menudo también la tercera, como puros sonidos, libres de toda significación, y probablemente era esta una de las razones de que conversar me resultara indescriptiblemente penoso. Y las palabras que yo pronunciaba y que casi siempre debían estar en relación con un esfuerzo de la inteligencia, me parecían a menudo el zumbido de un insecto. Lo cual explica que yo fuese poco conversador, me refiero a esta dificultad que tenía no solo para comprender lo que decían los otros, sino también lo que yo les decía a ellos. Cierto que con un poco de paciencia nos llegábamos a comprender, pero respecto a qué, pregunto yo, y con qué finalidad. Y pienso que también reaccionaba a mi modo ante los rumores de la Naturaleza y las acciones humanas, sin deducir de ellos lección alguna. Y también mi ojo, el sano, debía de estar mal conectado, porque nombrada dificultosamente lo que se reflejaba, a menudo con nitidez, en él. Y aunque no llegaré a decir que veía el mundo al revés (lo cual sería demasiado simple), es cierto que lo veía de un modo exageradamente formal, sin ser por ello en absoluto artista o esteta. Y al tener solo un ojo en buen estado, no distinguía muy bien la distancia que me separaba del otro mundo, y a menudo alargaba la mano hacia cosas que se hallaban a todas luces fuera de su alcance, y a menudo me golpeaba contra objetos sólidos apenas visibles en el horizonte. Aunque me parece que ya era así cuando tenía los dos ojos sanos, pero tal vez no, porque este periodo de mi vida está lejano y guardo de él un recuerdo muy imperfecto. Y si bien se piensa, mis tentativas respecto al gusto y al olfato no eran mucho más afortunadas, olía y gustaba sin saber exactamente qué, ni si era bueno o malo, y raramente dos veces seguidas lo mismo. Creo que hubiera podido ser un marido excelente, de esos que no se cansan nunca de su esposa y solo la engañan en un momento de distracción. Ahora bien, me resulta imposible decir por qué me quedé una temporada en casa de Lousse. Bueno, podría decíroslo, pensándolo mucho. Pero ¿por qué iba a tomarme yo este trabajo? ¿Para dejar sentado de modo irrefutable que me era imposible adoptar otro comportamiento? Porque fatalmente iría a dar en esto. Siempre me había gustado la imagen de aquel viejo Geulincx, muerto joven, que en la nave de Ulises me dejaba en libertad de deslizarme, en el puente, hacia Levante. Es una libertad muy importante para quien no tiene alma de pionero. Y, en la popa, inclinado hacia el oleaje, esclavo tristemente alegre, contemplo la orgullosa e inútil estela. La cual, al no alejarme de ninguna patria, no me lleva hacia ningún naufragio. De modo que pasé una temporada con Lousse. La expresión es imprecisa, una temporada, quizá fueron algunos meses, tal vez un año. Sé que el día de mi partida volvía a hacer calor, pero esto no significaba nada en mi región, donde parecía hacer tiempo cálido, frío o simplemente tibio en cualquier época del año, y los días no discurrían por una suave pendiente, oh, no por una suave pendiente. Quizá ha cambiado desde entonces. De modo que solo sé que más o menos hacía el mismo tiempo al irme que cuando llegué, en la medida en que yo era capaz de saber qué tiempo hacía. Y llevaba tanto tiempo vagando al aire libre, hiciera el tiempo que hiciera, que distinguía bastante bien un tiempo de otro, e incluso mi cuerpo parecía tener sus preferencias. Creo que ocupé varias habitaciones, una después de otra, o alternándolas, no sé. En mi cabeza hay diversas ventanas, de eso sí estoy seguro, pero quizá se trata siempre de la misma, diversamente abierta sobre el procesional universo. La casa no cambiaba nunca de lugar, quizá es esto lo que quiero decir al hablar de diferentes habitaciones. Casa y jardín permanecían inmóviles, gracias a algún secreto mecanismo de compensación, y yo también me quedaba inmóvil (cuando estaba tranquilo, que era casi siempre), y cuando me desplazaba lo hacía con extrema lentitud como en una jaula fuera del tiempo, como se dice doctamente, y también fuera del espacio, por supuesto. Porque para estar fuera del uno sin estar fuera del otro se necesita ser más vivo que yo, que soy más bien patoso. Pero a lo mejor estoy completamente equivocado. Y quizá estas diversas ventanas que se abren en mi cabeza, cuando evoco aquel tiempo, existían realmente y quizá siguen existiendo, aunque yo ya no esté allí para verlas, abrirlas y cerrarlas, o para agazaparme al fondo de la estancia y contemplar con asombro los objetos encuadrados en su marco. Pero no voy a demorarme en este episodio de una brevedad tan irrisoria y de tan poca garra. Porque yo no prestaba ninguna ayuda ni en la casa ni en el jardín y nada sabía de los trabajos que en tales lugares se llevaban a cabo, día y noche, cuyos ruidos distinguía, ruidos sordos y también secos, y además muchas veces el rumor del aire, que me parecía fuertemente agitado, y que quizá era simplemente el rumor de la combustión. Prefería el jardín a la casa, a juzgar por las largas horas que pasaba en él, pues pasaba en él la mayor parte del día y de la noche, con buen o mal tiempo. Había continuamente hombres trabajando sin descanso, ocupados no sé con qué obras. Porque desde luego el jardín no experimentaba ningún cambio, era el mismo día tras día, hecha abstracción de las minúsculas mutaciones debidas al ciclo habitual de nacimientos, vidas y muertes. Y en medio de aquellos hombres yo vagaba como una hoja muerta con resortes, o me tendía en el suelo, y entonces pasaban sobre mí con precaución como si yo fuera un parterre de flores preciosas. Sí, no cabía la menor duda de que su actividad se encaminaba precisamente a preservar al jardín de cualquier cambio. Mi bicicleta había vuelto a desaparecer. A veces me daban ganas de ir a buscarla, para volver a verla y formarme una idea más clara de su estado o para pasearme montado en ella por las alamedas y senderos que unían entre sí las diferentes partes del jardín. Pero en vez de intentar satisfacer este deseo, me quedaba contemplándolo, si se me permite la expresión, contemplando cómo se iba encogiendo y finalmente desaparecía, como la famosa piel de zapa, solo que más rápidamente. Porque parece que hay dos maneras de comportarse en presencia de los deseos, la activa y la contemplativa, y aunque las dos vengan a dar el mismo resultado, mis preferencias, supongo que por una cuestión de temperamento, se inclinaba hacia la segunda. El jardín estaba rodeado de una alta muralla, con la cresta erizada de cristales en forma de aleta de pez. Pero, cosa absolutamente inesperada, un postigo daba libre acceso a la calle, porque no estaba cerrado con llave, tenía de ello una certeza casi absoluta por haberlo abierto y cerrado sin la menor dificultad en varias ocasiones, tanto de día como de noche, y por haberlo visto franquear a otras personas en ambos sentidos. Apenas asomaba la nariz al exterior, me apresuraba a retirarla. Permítanseme algunas precisiones más. Nunca vi mujer alguna en aquel recinto, y por recinto entiendo no solamente el jardín, como sería de rigor, sino también la casa. A excepción de Lousse, vi únicamente hombres. Claro que el que yo viera o dejara de ver no debe tenerse demasiado en cuenta, pero de todos modos dejo constancia del dato. A Lousse la veía poco, era parca en sus apariciones ante mí, quizá por discreción, temerosa de alarmarme. Pero creo que me espiaba muy asiduamente, oculta tras los matorrales, o las cortinas, o agazapada al fondo de una habitación del primer piso, quién sabe si con unos gemelos de teatro. Porque, ¿acaso no había dicho que ante todo deseaba verme, tanto en reposo como en movimiento? Y para ver bien hace falta un agujero de cerradura, una abertura entre las hojas, cualquier cosa que a un tiempo impida ser visto y deje únicamente fragmentos del objeto espiado. ¿O no? Sí, me inspeccionaba, fragmento a fragmento, y sin duda incluso en mi intimidad, al acostarme, mientras dormía, al levantarme, las mañanas en que me acostaba. Porque a este respecto permanecía fiel a mi costumbre, que era dormir por la mañana, cuando dormía. Porque a veces no dormía en absoluto, durante varios días, sin experimentar por ello la menor molestia. Porque en mí, la vela era una forma de sueño. Y no dormía siempre en el mismo sitio, sino que unas veces dormía en el jardín, que era muy grande, y otras en la casa, que también era grande, realmente espaciosa. Y supongo que esta incertidumbre respecto a lugar y hora de mi sueño debía procurar a Lousse mucha satisfacción, y hacerle pasar el tiempo de un modo muy agradable. Pero es inútil insistir sobre este período de mi vida. A fuerza de llamar a esto mi vida terminaré por creérmelo. Es el principio de toda publicidad. Este período de mi vida. Me hace pensar, cuando pienso en él, en el aire contenido en una cañería de agua. Me limitaré, por tanto, a añadir que aquella mujer continuaba envenenándome lentamente, introduciendo no sé qué productos tóxicos ya fuese en la comida, ya en la bebida, ya en ambas cosas, o unos días en la comida y otros en la bebida. Sé que estoy pronunciando una grave acusación y no lo hago a la ligera. Y lo hago sin resentimiento, sí, la acuso sin resentimiento de haber añadido a mis alimentos polvos y líquidos dañinos y sin sabor. Por otra parte, aunque lo hubieran tenido hubiera sido igual, me lo habría tragado todo con la misma confianza. Por ejemplo, el famoso mal sabor a almendras amargas no me hubiera quitado el apetito. Hablemos un poco de mi apetito, por cierto. ¡Buen tema de conversación! Tenía muy poco, comía como un pajarillo, pero lo poco que comía lo engullía con un frenesí que suele atribuirse más bien a los grandes glotones, erróneamente, porque los grandes glotones más bien comen lenta y metódicamente, es algo que deriva del mismo concepto de gran glotón. Mientras que yo me precipitaba sobre mi plato único, me tragaba la mitad o la cuarta parte en dos bocados dignos de un pez de presa, quiero decir sin masticar (¿con qué hubiera podido masticar?), y luego lo arrojaba asqueado lejos de mí. ¡Sí hasta se diría que comía para vivir! Del mismo modo me echaba al coleto cinco o seis cañas de cerveza una tras otra, y luego pasaba una semana sin beber. Qué le voy a hacer, cada uno es como es, al menos en parte. Poco o nada puede remediarse. En cuanto a los productos que Lousse introducía del modo descrito en mis sistemas, no sabría decir si se trataba de estimulantes o de depresivos. A decir verdad, desde el punto de vista de la cenestesia, se entiende, yo me sentía más o menos como siempre, es decir —¡atención!, voy a ser franco— tan lleno de temor que terminaba por perder en cierto modo la sensibilidad, para no decir el conocimiento, y flotaba en las simas de un embotamiento misericordioso, atravesado por breves y abominables relámpagos, como tengo el honor de deciros. ¿Qué podían contra semejante equilibrio los miserables brebajes de la Lousse, administrados probablemente en dosis infinitesimales para prolongar el placer? No, no llegaré a afirmar que carecieran totalmente de eficacia. Porque de vez en cuando yo, que no saltaba nunca, me sorprendía dando un saltito en el aire, de dos o tres pies por lo menos. Parecía un fenómeno de levitación. Y también me ocurría (lo que es menos sorprendente) que al caminar, o incluso apoyado en algún soporte, me derrumbaba de golpe, como una marioneta al soltarse los hilos que la sostienen, y me quedaba un buen rato tirado en tierra, literalmente deshuesado. Aunque, como digo, esto me parecía menos raro, habituado como estaba a tales abatimientos, si bien con la diferencia de que los sentía avecinarse y me preparaba, como el epiléptico que advierte la proximidad de una crisis. Quiero decir que, sabiendo que iba a caerme, me tendía, o, de pie, me afirmaba con tal habilidad que solo un terremoto hubiera podido moverme de sitio, y esperaba. Pero no siempre tomaba tales precauciones, a veces prefería la caída a la pejiguera de tener que tumbarme o afirmarme sobre mis pies. En cambio, mis caídas en casa de Lousse no había manera de evitarlas. De todos modos me sorprendían menos, tenían más que ver con mis resortes, que los saltitos. Porque no recuerdo haber saltado ni de niño, con estar muy poco calificado para referirme a aquella época, ni siquiera a impulsos de la ira o el dolor. Creo que tomaba mis comidas donde, cuando y como me parecía mejor. Nunca tenía que reclamarlas. Me las llevaban en una bandeja al lugar donde me encontrase. Aún veo la bandeja, puedo volver a verla casi a mi voluntad, era redonda, con un pequeño borde para que las cosas no se cayeran, y cubierta de laca roja, agrietada en algunos puntos. También era pequeña, como conviene a una bandeja destinada a contener solamente un plato y un pedazo de pan. Porque lo poco que comía me lo embutía en la boca con las dos manos, y las botellas, que vaciaba bebiendo a chorro, me las llevaban en un cesto aparte. Pero aquel cesto no me produjo ninguna impresión, ni buena ni mala, y no sabría decir cómo era. Y a menudo, tras haberme alejado por una u otra razón del lugar adonde me habían llevado aquellas provisiones, cuando me venían ganas de consumirlas no las sabía encontrar. Entonces me ponía a buscar por todas partes, muchas veces con éxito, porque conocía bastante bien los lugares susceptibles de haberme albergado, pero también muchas veces en vano. O bien renunciaba a buscar, prefiriendo pasar hambre y sed a tomarme la molestia de buscar sin saber de antemano qué iba a encontrar, o la molestia de reclamar otra cesta y otra bandeja, o las mismas, en mi nuevo habitáculo. Entonces echaba de menos mi piedra de succión. Y cuando hablo de preferir, por ejemplo, o de echar de menos, no debe suponerse que optase por el mal menor y lo adoptara, porque sería apreciación errónea. Pero al no saber exactamente qué hacía o evitaba, lo hacía o evitaba sin sospechar que un día, mucho más tarde, me vería en la obligación de volver sobre todos aquellos actos y omisiones, diluidos y embellecidos por la lejanía, para arrastrarlos a la polución eudemonista. Pero tengo que decir que, más o menos, en casa de Lousse mi salud permanecía estable. Es decir, que lo que tenía descompuesto se me iba descomponiendo poco a poco cada vez más, como era de esperar. Pero no surgió ningún nuevo foco de sufrimiento o de infección, aparte naturalmente de los creados por la extensión de las plétoras y deficiencias ya existentes. A decir verdad, es difícil formular a este respecto ninguna afirmación libre de incertidumbres. Porque los desarreglos venideros, como por ejemplo la caída de los dedos de mi pie izquierdo, no, me equivocaba, de mi pie derecho, ¿quién puede saber en qué momento exacto depositaron en mi, cuán a mi pesar, sus gérmenes funestos? Todo lo que puedo decir, por consiguiente, y procuraré no decir más, es que durante mi estancia en casa de Lousse no se declaró nada, en el campo patológico, particularmente alarmante o inesperado, nada que no hubiera podido prever si hubiera podido, nada comparable con la súbita pérdida de la mitad de los dedos de mis pies. Porque esta es una cosa que nunca hubiera podido prever y cuyo sentido se me ha escapado siempre, me refiero a su relación con mis restantes molestias, debido probablemente a mis deficientes nociones de medicina. Pues siento que unas cosas sostienen a otras en la vasta locura del cuerpo. Pero no vale la pena de que extienda más el relato de este período de mi existencia, porque no me parece que tenga significación alguna. Ampollas y pústulas es todo lo que encuentro por más hondo que hurgue. Me limitaré, pues, a añadir las observaciones siguientes, la primera de las cuales es que Lousse era una mujer extremadamente lisa, hasta tal punto que aún esta noche me pregunto, en el silencio, tan relativo, de mi última morada si no sería más bien un hombre o al menos un andrógino. ¿Tenía el rostro ligeramente velludo o soy yo quien lo imagina para facilitar el relato? A la pobre la he visto tan poco y la he mirado menos aún. Y el timbre de su voz, ¿no era dudosamente grave? Así la recuerdo ahora. Molloy, deja de atormentarte, ¿qué importancia tiene que fuera un hombre o una mujer? Pero no puedo dejar de formularme la pregunta siguiente: ¿Una mujer hubiera podido cortar el impulso que me dirigía hacia mi madre? Sin duda. Mejor dicho, ¿era posible un encuentro semejante, quiero decir, entre una mujer y yo? Sí, me he rozado con algunos hombres, pero, ¿y las mujeres? Bueno, no voy a seguir ocultándolo, sí, rocé a una mujer. No me refiero a mi madre, a ella hice más que rozarla. Aparte de que más vale dejar a mi madre fuera de todo este asunto, si ustedes me lo permiten. No, me refiero a otra, que hubiera podido ser mi madre, y creo que hasta mi abuela, si el azar no hubiera dispuesto otra cosa. Mira, ahora el tío habla del azar. Aquella mujer me hizo conocer el amor. Creo que respondía al apacible nombre de Ruth, pero no puedo certificarlo. A lo mejor se llamaba Edith. Tenía un agujero entre las piernas, no el agujero de tonel que siempre había imaginado, sino una hendidura, y yo introducía, mejor dicho, ella se introducía mi llamado miembro viril, no sin dificultad, y empujaba y jadeaba hasta eyacular o renunciar a ello o ser invitado a desistir. Una idiotez de juego, creo yo, y además fatigoso a la larga. Pero me prestaba a él de bastante buen talante, sabiendo que aquello era el amor, porque ella me lo había dicho. Se inclinaba por encima del diván, a causa de su reumatismo, y yo le daba por detrás. Era la única posición que podía soportar, a causa de su lumbago. A mí me parecía natural, porque se lo había visto hacer a los perros, y quedé sorprendido cuando me confió que podía hacerse de otro modo. Me pregunto qué quería decir exactamente. Quizá a fin de cuentas me introducía en su recto. Como ustedes podrán suponer, me daba exactamente igual. Pero en el recto ¿puede hablarse de verdadero amor? Esto es lo que me inquieta. ¿Y si después de todo no hubiera conocido nunca el amor? Era también una mujer extremadamente lisa y avanzaba a pasitos rígidos, apoyada en un bastón de ébano. Quién sabe si también ella era un hombre, otro más en la lista. Pero si lo era, ¿no hubieran entrechocado nuestros testículos con tanto meneo? Quizá ella se sujetaba los suyos con la mano, para evitar que esto ocurriese. Vestía faldas amplias y tumultuosas y otras prendas interiores que no sabría nombrar. El conjunto se encrespaba en un oleaje de frufrú, para, establecida la ligazón, abatirse sobre nosotros en lentas cascadas. De modo que yo no veía nada más que aquella nuca amarillenta y tirante a punto de romperse, que mordisqueaba de vez en cuando, tal es el poder del instinto. Nos conocimos en un solar que reconocería entre mil, a pesar de lo mucho que se parecen los solares. No sé qué había ido a hacer allí. Yo removía suavemente los detritos, probablemente diciéndome, porque a esa edad aún debía tener ideas generales: «He aquí mi vida». Ella no tenía tiempo que perder, yo no tenía nada que perder, con tal de conocer el amor lo habría hecho con una cabra. Tenía un apartamento muy mono, no, no es esta la palabra, era un apartamento que le daba a uno ganas de encontrar su sitio y no moverse ya de él. Me gustaba. Estaba lleno de pequeños muebles, bajo nuestro impulso desesperado el diván avanzaba sobre sus ruedecitas y todo caía a nuestro alrededor, era el pandemónium. Nuestras relaciones no carecían de ternura, ella me cortaba con mano temblorosa las uñas de los pies y yo le frotaba las nalgas con un bálsamo aromático. Nuestro idilio fue breve. Pobre Edith, quizá yo apresuré el desenlace. En fin, fue ella quien tomó la iniciativa, en el solar, pasándome la mano por la bragueta. Para mayor precisión, yo estaba inclinado sobre un montón de basuras, esperando encontrar en ellas algo que me asqueara hasta hacerme perder el apetito, y ella, acercándoseme por detrás, pasó el bastón entre mis piernas y se dedicó a halagarme las partes. Después de cada sesión me daba dinero, cuando yo habría aceptado graciosamente conocer el amor y profundizar en él. No era una mujer con mucho sentido práctico. Creo que yo hubiera preferido un orificio menos seco y menos amplio, me hubiera dado una idea más elevada del amor. En fin… Realmente, resulta mucho más cómodo hacerlo entre el pulgar y el índice. Pero sin duda el amor no tiene en cuenta tales contingencias. Y quizá el verdadero amor no nace y alza el vuelo muy por encima de las viles minucias cuando uno se encuentra cómodo, sino cuando el miembro enloquecido busca una pared en la que apoyarse y la unción de un poco de mucosa, y al no encontrarlo no se bate en retirada, y conserva su tumefacción. Y con unos toques de masajista y pedicura, sin ninguna relación con el éxtasis propiamente dicho, entonces realmente tengo la impresión de que ya no cabe la menor duda al respecto. Lo único que me molesta es la indiferencia con que recibí la noticia de su muerte, una noche que me arrastraba hacia su casa, indiferencia amortiguada, ciertamente, por el dolor de ver cortada una fuente de ingresos. Murió mientras tomaba un baño tibio, como tenía por costumbre antes de recibirme. Era para relajarse. ¡Cuándo pienso que habría podido esperar a encontrarse entre mis brazos! La bañera se volcó y el agua sucia llegó a inundar el piso de la vecina de abajo, que dio la alarma. Vaya, no creía conocer tan bien esa historia. De todos modos debía tratarse de una mujer, de no ser así se sabría en el barrio. Cierto que la mía era una región muy cerrada en todo lo referente a las cuestiones sexuales. No sé si ahora será distinto. Es muy posible que el hecho de haber encontrado a un hombre en vez de una mujer fuera inmediatamente rechazado y olvidado, por los pocos a quienes cupiera la desgracia de saberlo. Como es también posible que todo el mundo, menos yo, estuviera al corriente del asunto y lo comentara. Pero hay algo que me inquieta cada vez que me interrogo a este respecto, y es el problema de saber si toda mi vida ha transcurrido sin amor o si lo conocí con Ruth. Sí, puedo dar fe de que nunca intenté repetir la experiencia, sin duda por tener la intuición de que había sido perfecta y única en su género, completa e inimitable, y que importaba conservar su recuerdo, limpio de toda imitación barata, en lo más profundo de mi corazón, libre de recurrir de vez en cuando a los pretendidos buenos oficios del llamado placer solitario. Y no me vengáis con la chacha, hice mal en mencionarla, era mucho tiempo antes, yo estaba enfermo, quizá nunca hubo chacha en mi vida. Molloy, o la vida sin chacha. Todo lo cual viene a indicar que el hecho de haber encontrado a Lousse e incluso, en cierto sentido, haberla frecuentado, no probaba nada en cuanto a su sexo. Y prefiero continuar creyendo que era una mujer de edad avanzada, viuda y reseca, y que Ruth también lo era, porque también hablaba de su difunto marido y de la imposibilidad en que se hallaba de satisfacer sus justas iras. Y hay días, como esta noche, en que ambas se confunden en mi memoria, y me siento tentado a ver en ellas un mismo vejestorio, aplastado y enfurecido por la vida. Y, que Dios me perdone, por revelaros el secreto de mi angustia, la imagen de mi madre viene a veces a unirse a las suyas, lo que es literalmente insoportable, como para creerse en plena crucifixión, no sé por qué, ni me interesa saberlo. Pero finalmente dejé a Lousse, en una noche cálida, sin un soplo de aire, sin decirle adiós, lo que sin embargo no hubiera tenido en sí la menor importancia, y sin que ella intentara retenerme por otros medios que, indudablemente, sortilegios. Pero sin duda me vio partir, ponerme en pie, tomar mis muletas y lanzarme por los aires sobre mi punto de apoyo. Y debió ver el postigo cerrándose a mis espaldas, porque se cerraba solo, gracias a un resorte automático, y, en fin, debió saber que me marchaba. Porque ella sabía cómo me comportaba cuando iba al postigo y me limitaba a asomar la nariz al exterior para meterla otra vez dentro un segundo más tarde. Y no intentó retenerme, sino que probablemente fue a sentarse junto a la tumba de su perro, que en cierto sentido era también la mía, y en la que dicho sea de paso no había sembrado hierba, como creí, sino toda suerte de florecillas multicolores y plantas herbáceas, seleccionadas de tal modo, me imagino, que cuando unas se apagaban, otras se encendían. Le dejé mi bicicleta, por la que ya no sentía el afecto de antes, pues se me había hecho sospechosa de ser el agente maléfico y quién sabe si la causa de mis males recientes. De todos modos, me la habría llevado, de saber dónde estaba y que se hallaba en estado de funcionar. Pero ignoraba tales cosas. Y si me ocupaba de averiguarlas, temía dejar de oír la vocecita que me decía: «Esfúmate, Molloy, toma tus muletas y esfúmate», y que tanto había tardado en comprender, porque hacía mucho tiempo que la oía. Y a lo mejor la comprendía al revés, pero la comprendía, en eso residía la novedad. Y me parecía también que esta partida no era necesariamente definitiva y que algún día podía conducirme de nuevo, por vericuetos complicados e informes, a su hogar. Y quizá aún no he llegado al final de mi trayecto. Hacía viento en la calle, era otro mundo. Ignorando dónde estaba y por tanto qué dirección me convenía, tomé la del viento. Y cuando, bien suspendido entre mis muletas, me lanzaba hacia adelante, sentí que me ayudaba aquel vientecillo que venía soplando desde no sabía qué barrio. Y de las estrellas no me habléis, las distingo a duras penas y no sé interpretarlas, pese a mis estudios de astronomía. Me guarecí en el primer sitio que encontré y permanecí en él hasta el amanecer, porque sabía que el primer policía que pasara no dejaría de cerrarme el paso y preguntarme qué hacía allí, pregunta a la que nunca hubiera sabido dar la respuesta adecuada. Pero no debía ser un lugar realmente adecuado para guarecerse, y no me quedé hasta el amanecer, porque poco después de mí llegó otro hombre y me expulsó. Y eso que había sitio para los dos. Creo que era una especie de vigilante nocturno, sin duda un hombre, debía ser el sereno de no sé qué obras de excavación. Recuerdo un brasero. El fondo del aire, como se dice, debía ser fresco. Por consiguiente, seguí hasta más lejos y me instalé en los peldaños de una escalera, en una casa humilde, puesto que no tenía puerta o la puerta no se cerraba, lo ignoro. Mucho antes del amanecer, aquella humilde morada empezó a vaciarse. Empezaron a bajar personas por la escalera. Yo me pegué a la pared. No se fijaron en mí, nadie me hizo daño. Yo también terminé por salir, cuando lo juzgué prudente, y vagué por la ciudad, en busca de algún monumento conocido que me permitiera decir: «Bueno, estoy en mi ciudad, he estado aquí todo el tiempo». La ciudad despertaba, había animación en los portales, los rumores alcanzaban ya un respetable volumen. Pero apuntando hacia un pasaje estrecho entre dos altos inmuebles miré a uno y otro lado y me deslicé en su interior. Solo daban al pasaje algunas pequeñas ventanas a cada lado, una por piso. Estaban dispuestas frente a frente de modo simétrico. Supongo que serian las ventanas de los retretes. De todos modos, de cuando en cuando hay algunas cosas que se imponen al entendimiento con la fuerza de axiomas, sin que sepamos la razón. El pasaje no tenía salida, de modo que no era un verdadero pasaje, sino un callejón sin salida. Al fondo había dos nichos, no, no es la palabra, cubiertos de diversos detritos y excrementos, de perro y de hombre: los primeros, secos e inodoros; los otros, húmedos todavía. Ah, estos papeles que ya nadie leerá, que quizá nadie ha leído nunca. Supongo que por la noche allí se hacía el amor y se intercambiaban juramentos. Entré en uno de los rincones, tampoco se dice así, y me apoyé en la pared. Hubiera preferido tenderme y nada me inducía a creer que no lo haría. Pero de momento me conformaba con apoyarme en la pared, los pies lejos de la pared, en una posición resbaladiza, pero tenía otros puntos de apoyo, los extremos de mis muletas. Pero algunos minutos más tarde crucé el callejón sin salida para dirigirme a la otra capilla, esa es la palabra, donde me parecía que iba a encontrarme mejor, y me coloqué en la misma actitud de hipotenusa. Y en efecto, al principio me pareció que me encontraba un poquito mejor. Pero poco después adquirí la certeza de que no era así. Caía una fina lluvia y me quité el sombrero para refrescar con ella mi cráneo rugoso y agrietado y ardiente, ardiente. Me lo quité también porque se me hundía en la nuca a causa de la presión del muro. Tenía, pues, dos excelentes razones para quitármelo, y no eran demasiadas, una sola jamás hubiera bastado para decidirme. Lo arrojé lejos de mí despreocupadamente y, generoso, volvió hacia mí, al extremo de su lazo o cordón, y después de algunas sacudidas se inmovilizó en mi costado. Entonces me puse a reflexionar, es decir, a escuchar con más atención. No había muchas posibilidades de que dieran conmigo en aquel lugar, estaba tranquilo por lo menos durante el tiempo en que pudiera soportar la tranquilidad. Por un instante consideré la posibilidad de instalarme allí, de convertir aquel sitio en mi albergue y refugio, por un instante. Me saqué del bolsillo el cuchillo de cocina y me dediqué a abrirme con él las venas de la muñeca. Pero el dolor no tardó en vencerme. Primero grité, luego me detuve, cerré el cuchillo y volví a guardármelo. Mi decepción no fue grande, en el fondo no contaba con otro resultado. Eso es todo. Siempre me ha entristecido reincidir, pero la vida está hecha de reincidencias, al parecer, y la misma suerte debe ser una especie de reincidencia, no me sorprendería lo más mínimo. ¿He dicho ya que había cesado el viento? La caída de una lluvia fina descarta de algún modo toda idea de viento. Tengo unas rodillas enormes, acabo de verlas al levantarme un momento. Mis dos piernas están rígidas como la justicia y sin embargo me pongo en pie de vez en cuando. Qué queréis. Así de vez en cuando os recordaré mi existencia actual, de la que solo una pobre idea puede dar lo que os cuento. Pero solo muy de tarde en tarde, para que el lector pueda decirse, cuando llegue el caso: «¿Es posible que viva aún?» O bien: «Se trata de un diario íntimo, pronto se interrumpirá». Que tenga enormes rodillas, que de vez en cuando me ponga en pie, son hechos cuya significación no parece a primera vista muy clara. Razón de más para dejar constancia de ellos. De modo que, una vez fuera del callejón sin salida, donde entre tendido y de pie acababa quizá de descabezar un sueñecito, pues era mi hora de dormir, me dirigí, agarraos, hacia el Sol, a falta de otra cosa, pues no había viento. O, mejor dicho, hacia la zona menos sombría del cielo, que una vasta nube cubría desde el cenit hasta el horizonte. Nube de la que caía la lluvia a que hice alusión. ¿Veis cómo todo se relaciona? Y en cuanto a decidir qué parte del cielo era la menos sombría, no resultaba desde luego cosa fácil. Porque a primera vista el cielo parecía uniformemente sombrío. Pero fijándome un poco, porque en la vida me fijaba un poco de vez en cuando, llegué a un resultado, es decir, que tomé una decisión al respecto. Lo cual me permitió reanudar mi camino, diciéndome: «Me dirijo hacia el Sol, es decir, en principio hacia el Este, o tal vez el Sudeste, puesto que ya no estoy en casa de Lousse, sino otra vez en plena armonía preestablecida, que emite una música tan dulce, que es una música tan dulce para quien sabe oírla». Los transeúntes iban y venían casi siempre a un paso irritado y precipitado, quién al abrigo de su paraguas, quién bajo la protección quizá menos eficaz del impermeable. Y también veía algunos que habían buscado refugio bajo árboles o bóvedas. Y entre los que, más valerosos o menos frágiles, iban y venían, y entre los que se habían detenido para remojarse menos, abundaban los que se decían: «Haría mejor comportándome como ellos», entendiendo por ellos la categoría de la que no formaban parte, o al menos eso supongo. Como debía de haber también muchos que se felicitaban por su destreza, increpando al mal tiempo que les obligaba a recurrir a ella. Pero al advertir a un joven anciano de aspecto miserable, que tiritaba solitario bajo una marquesina recordé de pronto el proyecto que había concebido el día de mi encuentro con Lousse y con su perro y que dicho encuentro me había impedido llevar a cabo. Me coloqué, por tanto, junto al anciano, adoptando, o al menos eso esperaba, el aire de quien se dice: «Este es un tipo listo, voy a imitarle». Pero antes de que hubiese tenido tiempo de dirigirle la palabra, lo cual yo deseaba que se produjera de un modo natural y por tanto no inmediatamente, echó a andar bajo la lluvia y se alejó. Porque se trataba de una palabra susceptible, por su contenido, si no de ofender, sí al menos de asombrar. Y por esta razón era importante colocarla en el momento adecuado y con un tono muy preciso. Me excuso por daros tantos detalles, pero veréis cómo en seguida iremos más aprisa, mucho más aprisa. Sin que ello prejuzgue la posibilidad de una recaída en pasajes meticulosos y malolientes. Pero también ellos, a su vez, darán origen a vastos frescos, esbozados con visible repugnancia. Al homo, mensura. De modo que aquí me tenéis solo bajo la marquesina. No esperaba que nadie se me colocara al lado, y sin embargo tampoco excluía esta posibilidad. Esta es una buena caricatura de mi estado de ánimo en aquel momento. Total, que me quedé donde estaba. Me había llevado de casa de Lousse algunos cubiertos de plata, oh, no muchos, principalmente cucharillas de café macizas, y otros pequeños objetos cuya utilidad desconocía, pero que parecían de valor. Entre ellos había uno en el que todavía ahora pienso con frecuencia. Consiste en dos X unidas, en la intersección, por una barra, y parecía una minúscula cabrilla de leñador, aunque con una diferencia, que las X de la auténtica cabrilla no son X perfectas, sino truncadas por arriba, mientras que las X del pequeño objeto a que me refiero eran perfectas, es decir, compuesta cada una de ellas de dos V idénticas, la superior abierta por arriba, como todas las V por supuesto, y la inferior abierta por abajo, o, para ser más exacto, de cuatro V exactamente iguales, las dos que acabo de nombrar y otras dos más, una a derecha y otra a izquierda, abiertas por la derecha y la izquierda, respectivamente. Pero quizá está fuera de lugar en tal ocasión hablar de derecha e izquierda, de inferior y de superior. Porque aquel pequeño objeto no parecía tener base propiamente hablando, sino que se sostenía con igual estabilidad sobre cualquiera de sus cuatro bases sin que su aspecto sufriera el menor cambio, lo que no ocurre con la verdadera cabrilla. Creo que todavía conservo en alguna parte aquel extraño instrumento, que nunca me he decidido a vender, ni siquiera en mis momentos de más extremada necesidad, porque me era imposible comprender para qué podía servir, ni siquiera esbozar una hipótesis al respecto. Y de vez en cuando me lo sacaba del bolsillo y lo contemplaba, con una mirada de asombro y no diré de afecto, porque de eso yo no soy capaz. Pero durante algún tiempo me inspiró, creo, una especie de veneración, ya que tenía por cierto que no era un talismán, sino que tenía una función muy específica que me seria siempre velada. De modo que podía interrogarle sin fin y sin peligro. Porque no saber nada no es nada, no querer saber nada tampoco, pero lo que es no poder saber nada, saber que no se puede saber nada, este es el estado de la perfecta paz en el alma del negligente pesquisidor. Entonces da comienzo la verdadera división, veintidós entre siete, por ejemplo, y los cuadernos se llenan por fin de auténticos números. Aunque nada quisiera afirmar a este respecto. Lo que en cambio me parece innegable es que, vencido por la evidencia, o más bien por una probabilidad muy fuerte, salí de debajo de la marquesina y me puse a avanzar balanceándome lentamente por los aires. El modo de andar apoyándose en unas muletas tiene, o debiera tener, algo de exaltante. Porque es como una sucesión de pequeños vuelos a ras de tierra. Se despega, se aterriza entre la muchedumbre de los sin muletas que no se atreven a levantar un pie del suelo antes de haber afirmado el otro. Y hasta la más jubilosa de sus carreras es menos veloz que mi andar renqueante. Pero estoy metiendo razonamientos basados en el análisis. Y aunque la preocupación por mi madre y el deseo de saber si me hallaba cerca de ella estuvieron en todo momento presentes en mi espíritu, comenzaban a estarlo menos, tal vez a causa de los cubiertos de plata que llevaba en el bolsillo, aunque no creo que fuera por eso, y también porque eran preocupaciones ya viejas y el espíritu no puede estar dándole vueltas siempre a las mismas preocupaciones, sino que tiene necesidad de cambiar de preocupaciones de vez en cuando, para volver a las de antes con renovado vigor en el momento requerido. ¿Pero estamos en situación de hablar de preocupaciones nuevas y viejas? Lo dudo. Aunque me sería difícil probarlo. Lo que puedo afirmar, sin temor de, sin temor, es que me iba siendo indiferente a ojos vistas saber en qué ciudad me encontraba y si iba a dar pronto con mi madre para despachar el asunto que nos concernía. E incluso la naturaleza de este asunto perdía para mi consistencia, sin por ello disiparse enteramente. Porque no era un asunto de poco más o menos, y me preocupaba. Toda mi vida me había preocupado, creo yo. Sí, en la medida en que podía preocuparme por algo durante toda una vida como la mía, siempre me había preocupado despachar este asunto entre mi madre y yo, aunque nunca había podido hacerlo. Y mientras me decía que el tiempo apremiaba y que pronto sería demasiado tarde, que quizá era demasiado tarde ya para proceder al arreglo en cuestión, yo me iba sintiendo derivar hacia otras preocupaciones y espectros. Y mucho más que saber en qué ciudad me hallaba, deseaba urgentemente en aquel momento salir de ella, aunque fuese la ciudad en que mi madre había esperado tanto y seguía quizá esperando. Y me parecía que caminando en línea recta iba a salir necesariamente. De modo que me dediqué a esta ocupación, con toda mi ciencia, teniendo en cuenta el desplazamiento hacia la derecha de la débil claridad que me guiaba. Y me afané tanto y tan bien que en efecto llegué a las murallas, al caer la noche, después de haber descrito sin duda un cuarto de círculo por lo menos, a causa de no saber navegar. Pero hay que decir también que no me había escatimado las paradas, claro, para descansar un poco, aunque eran paradas de corta duración, porque, infundadamente sin duda, me sentía hostigado. Pero en el campo, en los primeros tiempos, hay otra justicia, otros justicieros. Y una vez traspuestas las murallas debí reconocer que el cielo se despejaba antes de envolverse en el nuevo sudario de la noche. Sí, el nubarrón se deshilachaba, dejando aparecer aquí y allá un cielo pálido y moribundo. Y el Sol, sin ser exactamente visible como disco, se manifestaba en chispas amarillas y rosáceas, lanzándose hacia el cenit, cayendo, volviendo a precipitarse, cada vez más débiles y más claras, y destinadas a extinguirse apenas encendidas. Si puedo fiarme del recuerdo de mis observaciones, se trataba de un fenómeno característico de mi región. Tal vez hoy ya no sea así. Aunque no acabo de ver cómo puedo hablar de las características propias de mi región, pues nunca salí de ella. No, nunca me evadí, e incluso ignoraba los límites de mi región. Pero me parecían bastante lejanos. Pero esta creencia no estaba basada en ningún fundamento serio, era simplemente una creencia. Porque si los límites de nuestra región estuvieran al alcance de mis pasos, creo que una especie de degradación me lo habría hecho presentir. Porque las regiones no terminan de golpe, que yo sepa, sino que se funden insensiblemente unas con otras. Y nunca advertí nada parecido a esto. Sino que, por más lejos que haya ido, en un sentido o en otro, he encontrado siempre el mismo cielo y la misma tierra, exactamente, día tras día y noche tras noche. Por otra parte, si las regiones se funden insensiblemente unas con otras, lo que está por demostrar, es posible que muchas veces haya salido de mi región creyendo seguir en ella. Pero prefería atenerme a mi simple creencia, la que me decía: «Molloy, tu región es muy extensa, nunca has salido de ella y nunca saldrás. Y vayas por donde vayas, entre sus límites remotos, siempre estarás precisamente en el mismo lugar». Lo que induciría a creer que mis desplazamientos no debían nada a los parajes que dejaban atrás, sino que se debían a otra cosa, a la rueda oculta que me llevaba, por imperceptibles sacudidas, de la fatiga al reposo, e inversamente, por ejemplo. Pero ahora he dejado de vagar, y ni siquiera me muevo, y sin embargo nada ha cambiado. Y los confines de mi habitación, de mi cama, de mi cuerpo, están tan lejos de mí como los de mi región en mi época de esplendor. Y el ciclo de huidas y descansos continúa, dando tumbos, en un Egipto sin límites, sin hijo y sin madre. Y cuando miro mis manos sobre las sábanas, que se complacen en estrujar, estas manos ya no son mías, son menos mías que nunca, no tengo brazos, es una pareja, juegan con las sábanas, quizá se trata de juegos de amor, quién sabe si una mano va en busca de la otra. Pero no dura mucho, poco a poco las devuelvo al reposo. Y con los pies me ocurre lo mismo, algunas veces, cuando los veo al pie de la cama: uno, con dedos, y el otro, sin ellos. Lo cual merece una más detenida exposición. Porque mis piernas, que vienen a reemplazar a los brazos del ejemplo anterior, están rígidas actualmente ambas y poseen una gran sensibilidad, y no debiera poder olvidarlas como puedo olvidar mis brazos, que, por así decirlo, están intactos. Y sin embargo las olvido y contemplo la pareja amorosa que se observa, lejos de mí. Pero a mis pies, cuando vuelven a ser mis pies, no los llevo hacia mí, porque no puedo, sino que se quedan ahí, lejos, aunque menos lejos que antes. Fin de la llamada al presente. Pero cualquiera diría que una vez bien salido de la ciudad, al volverme para examinarla en parte, hubiera debido darme cuenta de si era o no mi ciudad. Nada de eso, la contemplé en vano, y creo que sin interrogarme en modo alguno acerca de ella, únicamente para conjurar al destino volviéndome. Quizá ni siquiera la miraba de verdad, quizá simplemente fingía mirarla. No echaba de menos mi bicicleta, en absoluto. No me repugnaba en exceso avanzar como he dicho, destripando terrones en la oscuridad, a través de los desiertos caminos rurales. Y me decía que era poco probable que me molestaran, que en todo caso sería yo quien molestaría a los que pudieran verme. Por la mañana hay que esconderse. La gente se despierta, llena de renovadas energías, sedienta de orden, belleza y justicia, y exigiendo la contrapartida. Sí, la hora peligrosa es entre las ocho o nueve y las doce del mediodía. Pero hacia el mediodía todo cede, los más implacables están saciados, vuelven a su casa, no ha sido perfecto, pero se ha trabajado bien; han escapado algunos, pero no son peligrosos; cada uno hace inventario de las piezas cobradas. Puede volverse al trabajo a primeras horas de la tarde, después del banquete, las celebraciones, los parabienes, las alocuciones, pero no es nada comparado con la mañana, ya no hay deporte. Evidentemente hacia las cuatro o las cinco está el equipo nocturno, la ronda de noche, que inicia su actividad. Pero el día ya empieza a declinar, las sombras van alargándose, se multiplican las paredes, los hombres avanzan pegados a las paredes, juiciosamente inclinados, dispuestos a la obsequiosidad, sin nada que esconder, escondiéndose solo por miedo, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, escondiéndose, pero no hasta el punto de despertar las iras, dispuestos a mostrarse, a sonreír, a escuchar, a arrastrarse, nauseabundos sin llegar a pestilentes, más parecidos a un sapo que a una rata. Luego viene la verdadera noche, también peligrosa, pero favorable a quienes la conocen, a quienes saben abrirse a ella como la flor a la luz solar, a quienes son ellos mismos noche, día y noche. No, tampoco es que la noche sea gran cosa, pero comparada con el día está muy bien, y desde luego comparada con la mañana está indiscutiblemente muy bien. Porque la depuración que se prosigue en ella está en su mayor parte a cargo de técnicos. El grueso de la población prefiere dormir, a fin de cuentas, y dejar el asunto a los especialistas. Se batalla durante el día, ya que el sueño es sagrado, y sobre todo por la mañana, entre el desayuno y el almuerzo. De modo que mi primera preocupación, después de andar algunas millas en la desierta alborada, fue buscarme un sitio para dormir, ya que el sueño también es una protección, por paradójico que ello pueda parecer. Porque el sueño, si bien excita el instinto de captura, parece apaciguar el de la ejecución inmediata y sangrienta, cualquier cazador os lo puede confirmar. Para la fiera que se desplaza o que acecha, agazapada en su guarida, no hay piedad, mientras que quien es sorprendido durmiendo tiene la posibilidad de beneficiarse de otros sentimientos, que hacen bajar el cañón y envainar el cris. Porque en el fondo todo cazador no es más que un débil y un sentimental, con reservas de ternura y compasión siempre dispuestas a desbordar. Y al dulce sueño que da el cansancio o el terror deben muchas alimañas merecedoras de exterminio que les sea dado esperar el fin de sus días en un jardín zoológico, donde tan a menudo estalla la inocente alegría de los niños y, los domingos y festivos, la más razonada de los adultos. En lo que a mí respecta, siempre he preferido la esclavitud a la muerte, o mejor dicho, a la ejecución. Porque la muerte es una condición de la que nunca he podido formarme una representación satisfactoria y que, por tanto, no puede figurar legítimamente en el balance de los males y los bienes. Mientras que sobre la ejecución poseía nociones que me inspiraban confianza, con razón o sin ella, y a las cuales me parecía lícito referirme, en determinadas circunstancias. Oh, no eran nociones como las vuestras, eran nociones como las mías, todas envueltas en sobresaltos, sudores y temblores, sin un átomo de sentido común y sangre fría. Pero me bastaba con ellas. Pero para haceros entrever hasta dónde llegaba la confusión de mis ideas respecto a la muerte, os confesaré francamente que no excluía la posibilidad de que fuese todavía peor que la vida, en tanto que condición. Me parecía, pues, normal no echarme en sus brazos, y, cuando me descuidaba hasta el punto de iniciar un movimiento en tal sentido, detenerme a tiempo. Esta es mi única excusa. De modo que me deslicé, probablemente en un agujero cualquiera, y esperé allí, a medias dormido, a medias suspirando, gimiendo y riendo, o pasándome las manos por el cuerpo para ver si se había producido algún cambio, a que se calmara el frenesí matinal. Luego reanudaba mi avance en espiral. Y en cuanto a decir en qué paré y adónde iba, en los meses o años que siguieron, no tengo la menor intención de hacerlo. Porque ya empiezo a cansarme de estas invenciones y me reclaman otras. Pero a fin de emborronar todavía algunas páginas más, diré que pasé algún tiempo a la orilla del mar, sin incidente digno de mención. Hay personas a las que el mar no les va muy bien, que prefieren la llanura o la montaña. Personalmente, no me encuentro peor en el mar que en cualquier otro sitio. Gran parte de mi vida se ha desplegado ante esta temblorosa inmensidad, bajo el rumor del oleaje y las garras del reflujo. Qué digo ante el mar, al nivel del mar, tumbado en la arena o en una gruta. En la arena estaba en mi elemento. La hacía correr entre los dedos, cavaba en ella agujeros que llenaba en seguida, o que se llenaban en seguida, la arrojaba por el aire a manos llenas, me revolcaba en ella. Y en la gruta, iluminada de noche por el resplandor de los fanales, sabía arreglármelas para no encontrarme más incómodo que en otra parte. Y el hecho de que la tierra no llegara más lejos, al menos por un lado, no me disgustaba. Y me resultaba agradable sentir que había al menos una dirección que no podía tomar sin mojarme primero y ahogarme después. Porque siempre me he dicho: «Aprende primero a caminar y luego tomarás lecciones de natación». Pero no vayáis a creer por eso que mi región terminaba en el litoral, sería un grave error. Porque también formaban parte de mi región aquel mar y sus arrecifes e islas lejanas y sus ocultos abismos. Y también yo me había paseado por aquel mar, en una especie de esquife sin remos, aunque luego me había confeccionado una pagaya. Y a veces me pregunto si llegué a regresar de tal paseo. Porque si bien vuelvo a verme entrando en el mar, y bogando largamente sobre las olas, no veo el retorno, la danza sobre los rompientes, ni oigo chirriar sobre la playa el frágil casco de la nave. Aproveché aquella estancia para aprovisionarme de piedras de succión. Eran guijarros, pero las llamo piedras. Sí, aquella vez adquirí una importante reserva. Las distribuí equitativamente entre mis cuatro bolsillos y las iba chupando por turno. Lo cual planteaba un problema que al principio resolví del modo siguiente. Yo tenía, pongo por caso, dieciséis piedras, cuatro en cada uno de mis cuatro bolsillos (los dos de mi pantalón y los dos de mi abrigo). Tomando una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, y poniéndomela en la boca, la reemplazaba en el bolsillo derecho de mi abrigo por una piedra del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi pantalón, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi abrigo, que reemplazaba por la piedra que tenía en la boca en cuanto terminaba la succión. De modo que siempre había cuatro piedras en cada uno de mis cuatro bolsillos, aunque no exactamente las mismas piedras. Y cuando me volvían las ganas de chupar, hundía la mano nuevamente en el bolsillo derecho de mi abrigo, con la certidumbre de que no iba a salirme la misma piedra de antes. Y, mientras la iba succionando, volvía a poner en orden las otras piedras, como acabo de explicar. Y así sucesivamente. Pero solo a medias me satisfacía esta solución. Pues no se me ocultaba que, por una extraordinaria casualidad, podían estar circulando siempre las mismas cuatro piedras. En cuyo caso, lejos de estar succionando las dieciséis piedras por turno, en realidad estaría succionando solo cuatro, siempre las mismas, por turno. Pero tenía buen cuidado de removerlas en mis bolsillos, antes de darles el chupeteo, y durante el mismo, antes de proceder a los traslados, con la esperanza de generalizar la circulación de las piedras de un bolsillo a otro. Pero era un mal menor, al cual no podía resignarse por mucho tiempo un hombre como yo. De modo que me puse a buscar otra solución. Y empecé por preguntarme si no haría mejor transportando las piedras de cuatro en cuatro, y no de una en una, es decir, que mientras chupaba podía tomar las tres piedras que quedaban en el bolsillo derecho de mi abrigo y colocar en su lugar las cuatro del bolsillo derecho de mi pantalón, y en lugar de estas, las cuatro del bolsillo izquierdo de mi pantalón, y en lugar de estas, las cuatro del bolsillo izquierdo de mi abrigo, y, por último, en lugar de estas, las tres del bolsillo derecho de mi abrigo y, en cuanto terminara de succionarla, la que tenía en la boca. Si, al principio me parecía que de este modo obtendría mejores resultados. Pero me vi forzado a cambiar de opinión, en cuanto reflexioné, para reconocer que la circulación de las piedras en grupos de cuatro venía a ser lo mismo que su circulación por unidades. Porque si bien tenía la seguridad de encontrar cada vez en el bolsillo de mi abrigo cuatro piedras totalmente distintas de las que las habían precedido inmediatamente, no por ello dejaba de subsistir la posibilidad de que fuera a dar siempre con la misma piedra, en cada grupo de cuatro, y que, por consiguiente, en lugar de succionar las dieciséis por turno, como era mi deseo, no succionara realmente más que cuatro, siempre las mismas, por turno. Debía indagar, pues, en cuestiones distintas del procedimiento de circulación. Porque siempre tropezaba con el mismo azar, cualquiera que fuese el modo de hacer circular las piedras que adoptase. Era evidente que aumentando el número de mis bolsillos aumentaba en igual proporción mis posibilidades de sacar provecho de mis piedras según mis deseos, es decir, una tras otra hasta el final. Por ejemplo, caso de haber tenido ocho bolsillos en vez de cuatro, ni siquiera el azar más malévolo hubiera podido impedir que de mis dieciséis piedras succionara al menos ocho por turno. Para decirlo todo de una vez, hubiera necesitado dieciséis bolsillos para estar totalmente tranquilo. Y durante mucho tiempo me detuve en tal conclusión de que a menos que tuviera dieciséis bolsillos, cada uno con su piedra, nunca alcanzaría el objetivo que me había propuesto, salvo que concurriera algún azar extraordinario. Y si bien era concebible que doblara el número de mis bolsillos, aunque fuera dividiendo cada bolsillo en dos mediante algunos imperdibles por ejemplo, cuadruplicarlos me parecía que superaba el límite de mis posibilidades. Y no quería tomarme ninguna molestia solo para conseguir una solución intermedia. Porque empezaba a perder el sentido del justo medio, desde que empecé a luchar con aquel problema, y me decía: «Todo o nada». Y solo por un instante consideré la posibilidad de establecer una proporción más equitativa entre mis piedras y mis bolsillos, reduciendo aquellas al número de estos. Lo cual hubiera sido tanto como declararme vencido. Y sentado en la playa, ante el mar, dispuestas ante mis ojos las dieciséis piedras, las contemplaba con ira y perplejidad. Porque tan difícilmente me sentaba en una silla o una butaca, a causa de mi pierna rígida según podéis comprender, como fácil me resultaba sentarme en el suelo a causa de mi pierna rígida y de la que iba camino de serlo, porque en aquella época mi pierna sana, sana en el sentido de que no estaba tiesa, empezó a ponerse rígida. Necesitaba un apoyo bajo las corvas, y, en realidad, bajo toda la pierna, el apoyo de la tierra. Y mientras me quedaba de este modo contemplando mis piedras, rumiando martingalas cada vez más defectuosas, y oprimiendo puñados de arena, de modo que la arena se deslizaba entre mis dedos y volvía a caer sobre la playa, sí, mientras mantenía así en tensión el espíritu y parte del cuerpo, de pronto un día se me ocurrió la idea luminosa de que quizá podría alcanzar mis objetivos sin aumentar el número de mis bolsillos ni reducir el de mis piedras, mediante el simple expediente de sacrificar el principio del arrumaje. Me llevó algún tiempo penetrar el significado de esta proposición, que se puso de pronto a cantar dentro de mí, como un versículo de Isaías o Jeremías. Especialmente la palabra arrumaje me resultó oscura de comprensión durante mucho tiempo, porque no la conocía. Pero a fin de cuentas creí adivinar que la palabra arrumaje no podía significar otra cosa, otra cosa mejor que el reparto de las dieciséis piedras en cuatro grupos de cuatro, uno en cada bolsillo, y que lo que había falseado todos mis cálculos hasta el presente y convertido el problema en insoluble era el rechazo de plantearme un reparto distinto. Y a partir de tal interpretación, fuera o no acertada, pude llegar finalmente a una solución, poco elegante, sin duda, pero sólida, sólida. Ahora bien, estoy completamente dispuesto a creer, e incluso lo creo firmemente, que existían, que incluso tal vez siguen existiendo otras soluciones para este problema, tan sólidas como la que voy a intentar describiros, pero más elegantes. Y creo también que con un poco más de constancia y de resistencia yo mismo hubiera podido dar con ellas. Pero estaba cansado, cansado, y cobardemente me contenté con la primera solución real que encontré para el problema. Y he aquí, en todo su horror, mi solución, ahorrándoos la recapitulación de las ansiosas etapas que tuve que atravesar antes de desembocar en ella. Bastaba simplemente con (¡simplemente con!) colocar por ejemplo, para empezar, seis piedras en el bolsillo derecho de mi abrigo (pues este es siempre el primer bolsillo del que saco una piedra), cinco en el bolsillo derecho de mi pantalón, y otras cinco en el bolsillo izquierdo de mi pantalón, así salían las cuentas, cinco por dos, diez, y seis, dieciséis, y ninguna piedra, porque ya no quedaba ninguna, en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, que por el momento permanecía vacío, vacío de piedras se entiende, porque conservaba su contenido habitual, así como otros objetos de paso. Porque ¿dónde creíais que guardaba mi cuchillo de cocina, mis cubiertos de plata, mi bocina y todo lo demás que aún no he mencionado y que quizá no mencionaré jamás? Vale. Ahora puedo iniciar mi succión. Miradme bien. Saco una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, la chupo, la dejo de chupar, la guardo en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, el vacío (de piedras). Saco una segunda piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, la chupo, la guardo en el bolsillo izquierdo de mi abrigo. Y así sucesivamente hasta que el bolsillo derecho de mi abrigo queda vacío (aparte de su contenido habitual y pasajero) y las seis piedras que acabo de chupar, una tras otra, han pasado íntegramente al bolsillo izquierdo de mi abrigo. Entonces me paro, me concentro, no vaya a cometer un disparate, y traslado al bolsillo derecho de mi abrigo, que se ha quedado sin piedras, las cinco piedras del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazo por las cinco piedras del bolsillo izquierdo de mi pantalón, que reemplazo por las seis piedras del bolsillo izquierdo de mi abrigo. De modo que una vez más se queda sin piedras el bolsillo izquierdo de mi abrigo, mientras que el bolsillo derecho de mi abrigo rebosa nuevamente de ellas, y en el buen sentido, es decir, de piedras diferentes de las que acabo de chupar y que me pongo a chupar ahora, una tras otra, y a trasladar sucesivamente al bolsillo izquierdo de mi abrigo, con la certidumbre, hasta donde es posible tenerla en este orden de ideas, de que estoy chupando piedras distintas de las anteriores. Y cuando el bolsillo derecho de mi abrigo queda nuevamente vacío (de piedras) y las cinco que acabo de chupar se encuentran todas sin excepción en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, procedo a la misma redistribución de antes, o a una redistribución análoga, es decir, que traslado al bolsillo derecho de mi abrigo, otra vez disponible, las cinco piedras del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazo por las seis piedras del bolsillo izquierdo de mi pantalón, que reemplazo por las cinco piedras del bolsillo izquierdo de mi abrigo. Con lo cual estoy en situación de volver a empezar. ¿Debo proseguir? No, porque está claro que al final de la próxima serie de succiones y traslados la situación inicial se habrá restablecido, es decir, que volveré a tener las seis primeras piedras en el bolsillo inicial, las cinco siguientes en el bolsillo derecho de mi viejo pantalón y, en fin, las cinco últimas en el bolsillo izquierdo de la misma prenda de vestir, de modo que mis dieciséis piedras habrán sido succionadas una primera vez en sucesión impecable, sin que una sola de ellas haya sido succionada dos veces, sin que una sola se haya quedado sin ser succionada. Cierto que al volver a empezar no podía albergar muchas esperanzas de chupar mis piedras en el mismo orden que la primera vez y que la primera, séptima y duodécima del primer ciclo, pongo por caso, podían muy bien ser la sexta, undécima y decimosexta, respectivamente, del segundo, para ponernos en el peor de los casos. Pero se trataba de un inconveniente que no podía evitar. Y si en los ciclos tomados en su conjunto debía reinar una confusión inexplicable, al menos en el interior de cada ciclo podía estar tranquilo, bueno, todo lo tranquilo que se puede estar en esta clase de actividad. Porque para que todos los ciclos fueran iguales, en lo que respecta a la succión de las piedras en mi boca (¡y Dios sabe si tenía interés en ello!) hubiera necesitado o bien dieciséis bolsillos o bien tener numeradas las piedras. Y antes que fabricarme doce bolsillos más o numerar las piedras, prefería contentarme con la tan relativa tranquilidad de que gozaba en el interior de cada ciclo aisladamente considerado. Porque no bastaría con numerar las piedras, sino que hubiera sido necesario, cada vez que me ponía una en la boca, recordar qué número tocaba y buscarla en mis bolsillos. Lo cual me hubiera quitado el sabor de chupar en muy breve tiempo. Porque nunca hubiera estado seguro de no equivocarme, a menos que llevara una especie de registro, donde hubiera apuntado mis piedras a medida que las chupaba. Cosa de la que me creía incapaz. No, la única solución perfecta hubiera sido tener los dieciséis bolsillos, simétricamente dispuestos, cada uno con su piedra. Entonces no hubiera necesitado ni números ni reflexión, sino únicamente, mientras chupase determinada piedra, hacer avanzar a las quince restantes, un bolsillo cada una, trabajo bastante delicado si queréis, pero que entraba en el límite de mis posibilidades, y meter la mano en el mismo bolsillo cada vez que me vinieran ganas de chupar. Así habría podido estar tranquilo, no solo en el interior de cada ciclo aisladamente considerado, sino también respecto al conjunto de los ciclos, aunque se multiplicaran hasta el infinito. Pero de todos modos estaba muy contento de haber encontrado mi propia solución, por imperfecta que fuese, sin ayuda de nadie. Y si bien era menos sólida de lo que creí al principio, en el entusiasmo inicial de mi descubrimiento, su inelegancia continuaba siendo absoluta. Y, en mi opinión, era inelegante sobre todo porque el reparto desigual de las piedras me resultaba físicamente penoso. Cierto que se establecía un cierto equilibrio en un momento dado, al inicio de cada ciclo, a saber, entre la tercera y la cuarta chupada, pero no duraba mucho. Y el resto del tiempo sentía que el peso de las piedras me tironeaba, ya a derecha, ya a izquierda. De modo que al renunciar al arrumaje renunciaba a algo más que a un principio, renunciaba a una necesidad física. Aunque creo que también era una necesidad física chupar las piedras como he expuesto, es decir, no de cualquier manera, sino de acuerdo con un método. De modo que se trataba del enfrentamiento irreconciliable de dos necesidades físicas. Cosas que pasan. Pero en el fondo no me importaba lo más mínimo sentirme en desequilibrio perpetuo, tironeado a derecha, a izquierda, hacia adelante y hacia atrás, como también me daba exactamente igual chupar cada vez una piedra diferente o siempre la misma por los siglos de los siglos. Porque todas tenían el mismo sabor. Y había recogido dieciséis, no para cargar con ellas de este o aquel modo, o para chuparlas por turno, sino simplemente para disponer de una pequeña provisión de reserva. Aunque de todos modos me importara mucho quedarme sin ninguna, no por eso me encontraría peor, o en todo caso la diferencia sería mínima. Y finalmente adopté la solución de tirar todas mis piedras, salvo una, que guardaba a veces en un bolsillo, a veces en otro, y que por supuesto no tardé en perder, o tirar, o regalar, o tragarme. Era una región costera bastante abrupta. No recuerdo que me deparara ningún serio percance. ¿Quién iba a querer hacerle daño a lo que yo era: un punto negro en la pálida inmensidad de la arena? Acercarse, sí, para ver de qué se trataba, si era o no un objeto de valor, proveniente de un naufragio y devuelto por la tempestad. Pero al ver que el objeto vivía, correcta aunque humildemente vestido, se le volvía la espalda. En los primeros tiempos, mi visión excitaba a algunas ancianas, y también a algunas jóvenes, os lo aseguro, que habían venido a recoger leña. Pero siempre eran las mismas y por más que me cambié de sitio acabaron todas por saber quién era y guardar las lógicas distancias. Creo que un día una de aquellas mujeres, separándose de sus compañeras, vino a ofrecerme comida y la miré sin decir palabra hasta que se retiró. Sí, me parece que por aquella época se produjo algún incidente de esta clase. Aunque puede que me esté confundiendo con alguna estancia anterior, porque esta será la última, bueno, la penúltima, porque nunca hay última, a la orilla del mar. Sea como fuere veo a una mujer que se me va acercando y de vez en cuando se vuelve para mirar a sus compañeras. Apretujadas como un rebaño la miran alejarse, animándola con el ademán y sin duda riendo, porque me parece oír risas a lo lejos. Después la veo de espaldas, regresa, y ahora se vuelve de vez en cuando, aunque sin detenerse, para mirarme. Pero puede que confunda en una sola dos ocasiones y dos mujeres, una que se me acerca tímidamente, seguida por los gritos y risas de sus compañeras, y otra que se aleja, caminando a paso más bien rápido. Porque generalmente veía venir de lejos a las personas que se me acercaban, es una de las ventajas de las playas. Las veía como puntos negros en la lejanía, podía vigilar sus evoluciones diciéndome: «Se achica» o «Se agranda». Sí, era de hecho imposible ser sorprendido, porque a menudo me volvía también hacia la tierra firme. Y os diré una cosa, ¡veía mejor a la orilla del mar! Sí, explorando en todos los sentidos aquellas extensiones por decirlo así sin objeto, sin vertical, mi ojo sano funcionaba mejor e incluso el malo tenía días en que funcionaba bien. Y no solamente veía mejor, sino que me resultaba menos difícil dar un nombre a las cuatro cosas que veía. He aquí algunas de las ventajas y desventajas de la orilla del mar. O tal vez era yo quien cambiaba, ¿por qué no? Y por la mañana, en mi gruta, e incluso a veces por la noche, cuando soplaba el temporal, me sentía bastante bien guarecido de los seres y elementos. Aunque también allí debía pagar un precio. Incluso encajonado en una gruta hay que pagar un precio. Y lo pagamos de buena gana durante algún tiempo, pero no es posible seguirlo pagando siempre. Porque no se puede comprar siempre lo mismo con la pequeña renta vitalicia de que disponemos. Y por desgracia hay más necesidades que la de irse pudriendo tranquilamente, no, no es la palabra, naturalmente me refiero a mi madre, cuya imagen, durante algún tiempo latente, volvía ahora a inquietarme. De modo que regresé tierra adentro, porque mi ciudad no está precisamente a la orilla del mar, por más que se haya podido decir al respecto. Y para llegar a ella debía internarme tierra adentro, o al menos no conocía otro camino. Pero entre el mar y mi ciudad se extendía una especie de pantano que, por lo menos hasta donde llegan mis recuerdos, y a veces se sumergen a gran profundidad en el pasado inmediato, estaban siempre intentando sanear por medio de canales, o transformar en una vasta obra portuaria, o dotar de ciudades obreras sobre pilones, en fin, hacerlo explotable de un modo u otro. Y al mismo tiempo se hubiera acabado con el escándalo que constituía, a las puertas de la gran ciudad, un pantano pestilente y humeante, donde sucumbían cada año un número incalculable de vidas humanas, por ahora desconozco las estadísticas y supongo que seguiré desconociéndolas, este aspecto de la cuestión me deja del todo indiferente. Y nunca me pasará por la cabeza negar que desde luego se dio inicio a las obras y que incluso algunas han perdurado hasta nuestros días pese al desaliento, a los fracasos, a la lenta exterminación del personal y a la inercia de los poderes públicos. Pero de reconocer esto a afirmar que el mar bañaba los pies de mi ciudad media un abismo. Y, por mi parte, nunca me prestaré a semejante perversión (de la verdad) a menos que me obliguen o me resulte necesario que las cosas sean así. Y este pantano lo conocía un poco, porque en él había arriesgado con precaución mi vida en varias ocasiones, en un período de mi vida más rico en ilusiones que el que estoy reconstruyendo, es decir, más rico en determinada clase de ilusiones, más pobre en otras. De modo que no había medio de abordar mi ciudad directamente por vía marítima, sino que era preciso desembarcar al Norte o al Sur y lanzarse a los caminos, os hacéis cargo, porque las vías férreas estaban aún en situación de proyecto, os hacéis cargo. Y entonces mi avance, siempre lento y penoso, lo era todavía más, a causa de mi pierna corta y tiesa, que creía desde mucho tiempo atrás más allá de los límites de la rigidez, pero ya os podéis ir a la mierda, porque se me ponía más rígida que nunca, lo cual hubiera creído imposible, y al mismo tiempo se hacía cada día más corta, pero sobre todo a causa de la otra pierna, que también iba adquiriendo, ¡con lo ligera que había sido!, progresiva y rápida rigidez, aunque por desgracia todavía no empezaba a acortarse. Porque cuando las dos piernas se acortan al mismo tiempo y con la misma cadencia, no es nada terrible, en absoluto. Pero cuando solo se acorta una, mientras la otra permanece estacionaria, el asunto empieza a resultar inquietante. Bueno, no es exactamente que me inquietase, simplemente me fastidiaba. Porque ya no sabía en qué pie apoyarme para mis acrobacias. Intentemos dilucidar un poco este dilema. Seguidme con atención, la pierna ya rígida me dolía, esto se da por supuesto, y normalmente la otra me servía de pivote o sostén. Pero resulta que esta última, quizá a causa de su progresiva rigidez, que no dejaba de provocar algunos trastornos en nervios y tendones, comenzaba a dolerme todavía más que la otra. Qué historia, con tal de que no me caiga de morros en ella. Porque haceos cargo, al primer dolor ya me había acostumbrado de algún modo, sí, de algún modo. Pero al nuevo, aunque fuese exactamente de la misma familia, todavía no había tenido tiempo de adaptarme. Tampoco debemos olvidar que con una pierna mala y otra más o menos buena podía mantener inactiva aquella, reduciendo al mínimo sus sufrimientos, es decir al máximo, sirviéndome exclusivamente de esta, gracias a mis muletas. Pero ya ni ese recurso me quedaba. Porque ya no tenía una pierna sana y otra enferma, sino que las dos estaban enfermas. Y, en mi sentir, la que estaba peor era la que hasta entonces había estado sana, bueno, relativamente sana, y a cuya alteración aún no me había acostumbrado. De modo que en un sentido, si queréis, seguía teniendo una pierna sana y una enferma, o mejor dicho una menos enferma, solo que ahora la menos enferma no era la misma que antes. Ahora tendía a apoyarme, andando con mis muletas, sobre la que llevaba más tiempo enferma. Porque si bien era extraordinariamente sensible, de todos modos lo era menos que la otra, o quizá lo era igual, si os empeñáis, pero no producía este efecto por datar de más tiempo. ¡Pero no podía! ¿Qué cosa? Apoyarme en ella. Porque se iba acortando, no lo olvidemos, mientras que la otra, aunque se iba poniendo rígida, no se acortaba todavía, o lo hacía con tanto retraso respecto a su compañera que era como si, como si, me he perdido, da igual. Si por lo menos hubiera podido doblarla en la rodilla, o incluso en la cadera, haciéndola así artificialmente tan corta como la otra, el tiempo necesario para aterrizar sobre la que era corta de verdad, antes de tomar nuevo impulso. ¡Pero no podía! ¿Qué cosa? Doblarla. ¿Cómo iba a poder doblarla, si estaba rígida? De modo que tenía que cargar todo el trabajo sobre la misma pierna de siempre; aunque, al menos en el plano de las sensaciones, se hubiera convertido en la más enferma de las dos y la más necesitada de alivio. Cierto que algunas veces, cuando tenía la suerte de topar con un camino lo suficientemente combado, o aprovechando algún foso no demasiado profundo o cualquier otro desnivel adecuado para este fin, me las arreglaba para dar a mi pierna corta un añadido temporal y hacerla trabajar en lugar de la otra. Pero llevaba tanto tiempo sin trabajar que ya no sabía cómo hacerlo. Y yo creo que un montón de platos me hubiera servido de apoyo más seguro que esta pierna que tan bien me había sostenido en mi período larvario. Además intervenía en aquello, quiero decir, cuando explotaba así los accidentes del terreno, otro elemento de desequilibrio, me refiero a mis muletas, una de las cuales debería haber sido corta y la otra larga para mantenerme en línea vertical. ¿O no? No sé. Por lo demás solía recorrer senderos de bosque, resulta comprensible, donde las divergencias de nivel, si bien no dejaban de producirse, eran demasiado confusas y seguían trazados demasiado erráticos para poder resultarme útiles. Pero en el fondo, ¿era tan grande la diferencia, en cuanto al dolor, entre que mi pierna trabajara o descansara? No creo. Porque mi pierna que no hacía nada, sufría un dolor constante y monótono. Mientras que la que se obligaba al aumento de dolor representado por el trabajo conocía la disminución de dolor representado por la momentánea suspensión del trabajo. Pero soy humano, a fin de cuentas, y mi avance se resentía de aquel estado de cosas, y se transformaba, con perdón, de lento y penoso, como siempre había sido, dijera yo lo que dijera, en un verdadero calvario, sin estaciones ni esperanza de crucifixión, lo afirmo sin falsa modestia, y sin Cirineo, y me obligaba a frecuentes paradas. Sí, mi avance me obligaba a detenerme cada vez con mayor frecuencia, detenerme era el único modo de avanzar. Y aunque no entre en mis vacilantes intenciones la de tratar a fondo (como sin embargo lo merecerían) aquellos breves instantes de la inmemorial expiación, de todos modos adelantaré algunas palabras al respecto, tendré esta amabilidad para que mi relato, tan claro por lo demás, no termine en la oscuridad, en la oscuridad de aquellos inmensos oquedales, de aquellas frondosidades gigantescas, donde renqueo, escucho, me tiendo, me levanto, escucho, renqueo, preguntándome a veces, ¿hace falta decirlo?, sí volveré a ver el día odiado, en fin, poco amado, extendido pálidamente entre los últimos troncos, y a mi madre, para solventar nuestro asunto pendiente, y si no haría mejor, en fin, por lo menos igual de bien, colgándome de una rama con una liana. Porque de ver el día no tenía muchas ganas, francamente, y pocas esperanzas podía albergar de que mi madre siguiera esperándome después de tanto tiempo. Y mi pierna, mis piernas. Pero las ideas de suicidio tenían poco poder sobre mí, ya no sé por qué, creía saberlo, pero veo que no. La idea de estrangulamiento en particular, por tentadora que resulte, he terminado siempre por vencerla tras una corta lucha. Voy a deciros algo, nunca he tenido ninguna afección de las vías respiratorias, aparte naturalmente de las miserias inherentes a este sistema. Sí, podría contar, hubiera podido contar con los dedos de una mano, los días en que el aire, que al parecer contiene oxígeno, se negaba a descender hasta mí o, una vez que por fin había descendido, se negaba a dejarse expulsar. Ah, cierto, está mi asma, cuántas veces me he sentido tentado de ponerle fin seccionándome una carótida o la traquearteria. Pero me aguanté. El ruido me traicionaba, me ponía morado. Me daba sobre todo por la noche, de lo que no sabía si debía alegrarme o no. Porque si bien de noche los cambios bruscos de color pasan más inadvertidos, en cambio el menor ruido inhabitual resuena más en el silencio de la noche. Pero solo se trataba de crisis, nada, crisis, poca cosa en comparación con lo que nunca cesa, lo que no conoce flujo ni reflujo, en la superficie del plomo, en las profundidades infernales. Ni una palabra, ni una palabra contra las crisis, que me estrujaban, me retorcían y, por fin, amablemente me arrojaban, sin señalarme a terceros. Y me enrollaba el abrigo alrededor de la cabeza, para ahogar el ruido obsceno de mi ahogo, o lo camuflaba de violenta y prolongada tos, universalmente admitida y aprobada y cuyo único inconveniente reside en que puede provocar la compasión. Y quizá es este el momento de poner de relieve, nunca es tarde para esto, que al decir que mi avance se hacía más lento a causa del desfallecimiento de mi pierna sana no expreso sino una ínfima parte de la verdad. Porque en realidad tenía otros puntos débiles aquí y allá que también se iban volviendo cada vez más débiles, como era de prever. Pero no era de prever en cambio la rapidez con que iba aumentando su debilidad desde mi partida de la orilla del mar. Porque mientras estuve a la orilla del mar, mis puntos débiles, aunque aumentaban en debilidad como podía esperarse, solo lo hacían insensiblemente. De modo que me hubiera sido muy difícil afirmar, palpándome el ojo del culo, por ejemplo: «Vaya, está mucho peor que ayer, no parece el mismo». Pido perdón por insistir acerca de este vergonzoso orificio, así lo quiere mi musa. Quizá deba verse en él no tanto la tara que he nombrado como un símbolo de las que callo, dignidad debida tal vez a su posición central y a sus apariencias de enlace entre la otra mierda y yo. Soy de la opinión de que se tiene un conocimiento defectuoso de este agujero, y preferimos despreciarlo. Pero ¿y si fuese el pórtico del ser, y la célebre boca tan solo la entrada de servicio? Casi nada puede entrar en él sin ser rechazado al instante o poco menos. Casi todo lo que proviene del exterior le repugna y tampoco parece sentir mucho aprecio por lo que viene del interior. ¿No son rasgos significativos? La historia lo juzgará. Pero trataré, no obstante, de otorgarle menos importancia en el futuro. Lo cual me será fácil, porque del futuro más vale no hablar, no es muy incierto. Y en lo que respecta a dejar de lado lo esencial, en eso creo que estoy fuerte, y tanto más cuanto no poseo sobre este fenómeno más que informaciones contradictorias. Pero, volviendo a mis puntos débiles, repito que a la orilla del mar se habían desarrollado normalmente, sí, no había notado nada anormal. Ya fuera porque no le prestaba la suficiente atención, pues me concentraba enteramente en la metamorfosis de mi excelente pierna, ya fuera que realmente no hubo nada especial que señalar al respecto. Pero apenas hube dejado atrás la playa, hostigado por el temor a despertarme un buen día lejos de mi madre y con las dos piernas tan rígidas como mis muletas, mis puntos débiles empezaron a avanzar a pasos agigantados, y de la debilidad pasaron a la agonía, con todos los inconvenientes que ello comporta cuando no se trata de puntos vitales. Sitúo hacia aquella época la cobarde deserción de los dedos de mi pie, por así decirlo, en campo raso. Me diréis que eso forma parte de mis jaleos con las piernas, que no tenía en rigor ninguna importancia, porque de todos modos no podía apoyar en el suelo el pie en cuestión. De acuerdo. Pero, a ver, ¿sabéis siquiera de qué pie se trata? No. Yo tampoco. Un momento, y os lo digo. Pero tenéis razón, los dedos de mis pies no eran un punto débil propiamente dicho, me parecían en muy buen estado, aparte algunos callos, juanetes y uñas encarnadas y cierta tendencia a los calambres. Sí, eran otros mis verdaderos puntos débiles. Y desde luego si no enumero ahora su lista impresionante ya nunca la enumeraré. Y en efecto, nunca la enumeraré, o tal vez sí, yo creo que sí. Aparte de, que no quisiera daros una idea errónea de mi estado de salud que, sin poder ser calificado de brillante, o insolente, era en el fondo de una robustez inaudita. Porque, de otro modo, ¿cómo hubiera podido llegar a la enorme edad que he alcanzado? ¿Gracias a mis cualidades morales? ¿A una higiene adecuada? ¿Al aire libre? ¿A la subalimentación? ¿A la falta de descanso? ¿A la soledad? ¿A la persecución? ¿A los terribles alaridos silenciosos (es peligroso lanzar alaridos)? ¿Al cotidiano deseo de ser tragado por la tierra? Venga, hombre, venga. El destino es rencoroso, pero no tanto. Fijaos en mi madre, por ejemplo. Me pregunto de qué acabó por morirse. Posiblemente la enterraron viva. La mala pécora tuvo buen cuidado de transmitirme todas sus porquerías de cromosomas. Con el cutis plagado de granos desde mi más tierna edad. Bonito, ¿eh? El corazón palpita, vaya si palpita. De mis uréteres ya no os digo nada. Y las cápsulas suprarrenales. Y la vejiga. Y la uretra. Y el glande. Madre mía. Os diré una cosa, ya no orino, palabra de honor. Pero mi prepucio, sat verbum, rezuma orina, día y noche, bueno, creo que es orina, huele a riñón. Y yo que había perdido el sentido del olfato. ¿Puede hablarse de mear en tales condiciones? Veamos. También mi sudor, y me paso el día sudando, huele de un modo peculiar. Y creo que mi saliva, siempre abundante, despide este olor. Sí, me desprendo de mis toxinas, no será la uremia quien acabe conmigo. Si hubiera una justicia, a mí también me enterrarían vivo, como último recurso. Y aunque por miedo a agotarme no estableceré nunca la lista de mis puntos débiles, quizá sí la establezca un día, con el inventarío de mis bienes y pertenencias. Porque si llega este día, tendré menos miedo de agotarme que ahora. Porque ahora, aunque no me creo precisamente al inicio de mi carrera, estoy lejos de pretender hallarme en las proximidades de la meta. De modo que prefiero reservar mis energías para el sprint. Porque para no poder dar el sprint cuando llega el momento más me valdría abandonar. Pero está prohibido abandonar e incluso detenerse un instante. De modo que espero, avanzando con precaución, a que la campana me diga: «Molloy, no ahorres más fuerzas, ha llegado el final». Así razono, ayudándome con imágenes poco adecuadas a mi situación. Y ya no me abandona, o casi, ignoro por qué razón, el sentimiento de que un día deberé decir lo que me falta sobre todo lo que he tenido. Pero hasta entonces debo esperar, para estar seguro de no poder ya adquirir, perder, arrojar o regalar nada más. Entonces podré decir, sin miedo a equivocarme, qué me queda, a fin de cuentas, de mis pertenencias. Porque habremos llegado al final de las cuentas. Y desde ahora hasta entonces podré empobrecerme, enriquecerme, oh, no hasta el punto de que mi situación quede modificada, pero sí lo suficiente para impedirme anunciar desde ahora lo que me falta de cuanto he tenido, porque aún no me ha ocurrido todo lo que ha de ocurrirme. Pero no comprendo nada de este presentimiento, como creo que ocurre a menudo con los mejores presentimientos, totalmente incomprensibles casi siempre. De modo que puede tratarse de un verdadero presentimiento, susceptible de confirmarse. Pero, ¿son más comprensibles los presentimientos infundados? Creo que sí, que lo falso es más fácil de reducir a nociones claras y distintas, distintas de las otras nociones. Aunque puedo estar equivocado. Pero no era una criatura dada a presentimientos, sino simplemente a sentimientos, o más bien me atrevería a decir que a episentimientos. Porque sabía las cosas por adelantado, lo que me ahorraba tener que presentirlas. Diré más (¿qué puede impedírmelo?), sólo sabía las cosas por adelantado, porque cuando me ocurrían ya no me enteraba, como quizá haya advertido el lector, o me enteraba a costa de esfuerzos sobrehumanos, y después tampoco sabía nada, me encontraba devuelto a mi ignorancia nativa. Todo lo cual, tomado en su conjunto, si ello es posible, debe poder explicar muchas cosas, especialmente mi asombrosa ancianidad, aún lozana en ocasiones, suponiendo que mi estado de salud, pese a lo dicho anteriormente, no baste para explicarla. Es una simple suposición, no compromete a nada. Pero estaba diciendo que si, en la etapa a la que había llegado, mi avance se hacía cada vez más lento y doloroso, no era únicamente a causa de mis piernas, sino también a causa de una multitud de puntos llamados débiles sin ninguna relación con mis piernas. A menos que supongamos, y nada nos induce a ello, que estos puntos débiles y mis piernas fueran manifestaciones del mismo síndrome, que en este caso sería de una diabólica complejidad. El hecho es, y lo siento mucho, pero ahora ya es demasiado tarde para ponerle remedio, que he cargado excesivamente el acento sobre mis piernas, a expensas de lo demás, en el curso de este paseo. Porque no era un vulgar lisiado, qué va, y había días en que lo que tenía en mejor estado eran las piernas, hecha abstracción del cerebro capaz de formar semejante juicio. De modo que me veía obligado a detenerme cada vez con mayor frecuencia, no me cansaré de decirlo, y tenderme, pese al reglamento, ya de espaldas, ya boca abajo, ya sobre un costado, ya sobre el otro, y con los pies más altos que la cabeza en la medida de lo posible, para facilitar la circulación de la sangre. Y no es precisamente fácil tenderse con los pies más altos que la cabeza cuando se tienen las dos piernas rígidas. Pero tranquilizaos, lo conseguía. Para estar cómodo no ahorraba esfuerzos. Me rodeaba el bosque, y las ramas, entrelazándose a una altura prodigiosa, en comparación a la mía, me protegían de la luz y de las intemperies. Os juro que algunos días no avanzaba más de treinta o cuarenta pasos. Aunque no puedo decir que avanzara tropezando en medio de tinieblas impenetrables. Avanzaba tropezando, sí, pero las tinieblas no eran impenetrables. Reinaba una especie de oscuridad azulada, más que suficiente para mis necesidades visuales. Me sorprendía de que esta oscuridad no fuera verdosa en vez de azulada, pero yo la veía azulada y posiblemente lo era. El color rojo del Sol, mezclándose con el verde de las hojas, da una resultante azul. Este es el razonamiento que me formaba. Pero de vez en cuando. De vez en cuando. Cuánta bondad en estas mínimas palabras, cuánta ferocidad. Pero de vez en cuando iba a dar en una especie de encrucijada en forma de estrella, como suele haberlas incluso en los bosques más inexplorados. Y entonces, volviéndome metódicamente hacia los senderos que partían de ella, daba una vuelta completa sobre mí mismo, no sé con qué esperanza, o menos de una vuelta, o más de una vuelta, los senderos se parecían tanto entre sí que era difícil saberlo. En estos claros la oscuridad no era tan densa, y me apresuraba a alejarme de ellos. No me gusta que la oscuridad se atenúe, mala cosa. Naturalmente, en aquel bosque tuve una serie de encuentros, donde no suelen producirse, aunque sin consecuencias graves. Destacaré principalmente mi encuentro con un carbonero. Creo que me hubiera podido prendar de él si yo hubiese tenido setenta años menos. Aunque tampoco es seguro. Porque él también hubiera tenido setenta años menos, bueno, quizá no tantos, pero bastantes menos. La verdad es que nunca anduve muy sobrado de ternura, pero de todos modos me tocó de niño mi pequeña parte alícuota, y se dirigía preferentemente a los viejos. Y hasta creo que hubiera tenido tiempo de amar a uno o dos, oh, por supuesto no con un verdadero gran amor, nada parecido a lo de la vieja, vaya, también he olvidado su nombre, Rose, no, bueno, ya sabéis quién quiero decir, pero de todos modos, cómo decirlo, con ternura, como a los que esperan la tierra de promisión. Ah, de niño era precoz, y de mayor he seguido siéndolo. Ahora los que están en curso de putrefacción me dan ganas de vomitar, igual que los lozanos y los aún inmaduros. Se precipitó sobre mí y me suplicó que compartiera su choza, podéis creerme o no. Un perfecto desconocido. Probablemente enfermo de soledad. Digo que era carbonero, pero en realidad no sé nada. El único dato es que en alguna parte veo humo. El humo no se me escapa nunca. Siguió un largo diálogo, entrecortado por gemidos. No pude preguntarle por el camino de mi ciudad, porque seguía sin recordar su nombre. Le pregunté por el camino de la ciudad más próxima, encontré las palabras precisas y los acentos. Lo ignoraba. Probablemente había nacido en el bosque y pasado allí toda su vida. Le rogué que me indicara cómo salir del bosque lo más rápidamente posible. Me iba volviendo elocuente. Me respondió de un modo confuso. O yo no comprendía nada de lo que él decía, o él no comprendía nada de lo que yo decía, o no sabía nada, o quería que me quedase con él. Modestamente me inclino por la cuarta hipótesis, porque cuando hice ademán de alejarme me retuvo por la manga. De modo que empuñé rápidamente una muleta y le asesté un buen golpe en el cráneo. Con esto se calmó. Viejo asqueroso. Me levanté y proseguí mi camino. Pero apenas había dado algunos pasos, y para mí en aquel entonces algunos pasos eran bastante; di medía vuelta y volví hacia él, para examinarlo. Al ver que seguía respirando, me conformé con propinarle algunos calurosos golpes con el tacón en las costillas. Veréis cómo lo hice. Escogí cuidadosamente mi posición, a algunos pasos del cuerpo, dándole la espalda por supuesto. A continuación, bien afirmado en las muletas, empecé a oscilar hacia adelante y hacia atrás, con los pies juntos, o mejor dicho, con las piernas apretadas, porque ¿cómo juntar los pies, dado el estado de mis piernas? ¿Pero, dado su estado, cómo apretar mis piernas? Solo puedo deciros que lo hice. O no lo hice. ¿Qué más da? Lo importante es que me balanceé, cada vez más ampliamente, hasta que, juzgando que había llegado el momento oportuno, me lancé hacia adelante con todas mis fuerzas y, por consiguiente, un instante después, hacia atrás, con el resultado previsible. ¿De dónde me venía semejante acceso de vigor? Tal vez de mi debilidad. Naturalmente el golpe dio conmigo en tierra. Quedé patas arriba. En esta vida uno no puede tenerlo todo, lo he comprobado muchas veces. Me tomé un breve descanso, luego me levanté, recogí mis muletas y fui a colocarme al otro lado del cuerpo, donde me entregué metódicamente a idéntico ejercicio. Siempre he tenido la obsesión de la simetría. Pero había apuntado un poco demasiado bajo y uno de mis tacones dio en algo blando. Bueno, al menos, ya que no había acertado en las costillas había tocado los riñones con aquel golpe, oh, no con la suficiente fuerza para reventarlos, no lo creo. Cuando le ven a uno viejo, pobre, achacoso, asustadizo, la gente cree que uno es incapaz de defenderse, y de modo general puede decirse que la suposición es cierta. Pero si medían condiciones favorables, un agresor débil y torpe, como nosotros mismos, vaya, y un lugar apartado, nos es posible a veces mostrar cómo las gastamos. Y ha sido sin duda la intención de recordar esta posibilidad, demasiado frecuentemente olvidada, lo que me ha movido a demorarme respecto a un incidente sin interés en sí mismo, como todo lo que sirve de enseñanza o advertencia. Pero, ¿yo al menos comía de vez en cuando? Forzosamente, forzosamente, raíces, bayas, a veces una mora, un hongo de vez en cuando, temblando de miedo, porque no distinguía muy bien los buenos de los malos. Qué más, ah, sí, algarrobas, tan caras a las cabras. En fin, lo que encontraba, los bosques abundan en buenos manjares. Y como había oído decir o más probablemente había leído en alguna parte, en el tiempo en que creía tener interés en instruirme, o en divertirme, o en embrutecerme, o en matar el tiempo, que cuando uno cree avanzar en línea recta en un bosque no hace en realidad más que describir círculos, ponía mi mejor voluntad en describir círculos, con la esperanza de avanzar así en línea recta. Porque a poco que me empeñara en ello dejaba de ser torpe y me volvía astuto. Y no había olvidado uno solo de los conocimientos que podían serme útiles en la vida. Y aunque describiendo círculos no avanzase exactamente en línea recta, por lo menos no describía círculos. Ya es algo. Y siguiendo el mismo procedimiento, día tras día y noche tras noche, esperaba llegar a salir un día del bosque. Porque no vayáis a creer que mi región era solo un inmenso bosque, no, nada de eso. Comprendía también la llanura, la montaña y el mar, y algunas ciudades y aldeas, unidas entre sí por caminos y carreteras. Estaba más seguro aún de que un día saldría del bosque porque ya había salido de él más de una vez, y conocía la dificultad de no hacer una vez más lo que ya se ha hecho. Aunque entonces las cosas habían sido un poco distintas. De todos modos albergaba la firme esperanza de ver temblar un día, a través de los limbos inmóviles, como tallados en cobre, y que nunca agitaba el más leve soplo, la extraña luz de la llanura, de pálidos y veloces remolinos. Pero también temía la llegada de aquel día. De modo que ya no dudaba de que tarde o temprano había de llegar. Porque no me encontraba mal en el bosque, podía figurarme en peor situación, y me habría quedado allí permanentemente bastante a gusto, sin añorar demasiado la luz y la llanura y otras amenidades de mi región. Porque conocía bastante a fondo las amenidades de mi región y consideraba que el bosque valía lo que ellas. Y no solo eso, sino que tenía sobre tales amenidades la ventaja de que ya me encontraba en él. Curioso modo de juzgar las cosas, ¿verdad? Quizá no tanto como parece. Porque encontrándome en el bosque, lugar ni mejor ni peor que otros, y siendo libre de quedarme en él, ¿no tenía derecho a encontrarle ventajas, no a causa de lo que fuera en sí mismo, sino por el hecho de encontrarme allí? Porque me encontraba allí. Y encontrándome allí no tenía necesidad de dirigirme allí, dato nada desdeñable, teniendo en cuenta el estado de mis piernas y de mi cuerpo en general. Esto es todo lo que quería deciros, y si no lo he dicho de entrada fue porque algo se oponía a que lo dijera. Pero no podía, quiero decir que no podía quedarme en el bosque, no me era lícito. Es decir, que hubiera podido hacerlo, nada más fácil físicamente, pero yo no era del todo solamente físico, y caso de quedarme en el bosque hubiera tenido la sensación de transgredir un imperativo, al menos eso me parecía. Pero no podía engañarme y probablemente habría hecho mejor quedándome en el bosque, quién sabe, quizá hubiera podido hacerlo sin experimentar remordimientos, sin la penosa impresión de hallarme en pecado mortal. Porque siempre me he sabido hurtar muy bien a la voz de mi conciencia. Y aunque no pueda en rigor felicitarme por ello, tampoco veo que sea ninguna razón para ponerme triste. Pero los imperativos son algo distinto, y siempre he tenido tendencia a ceder ante ellos, ignoro por qué razón. Porque nunca me han llevado a ninguna parte, sino que me han hecho salir de lugares donde, sin estar bien, no estaba peor que en otros, y después han enmudecido, dejándome abandonado a la perdición. De modo que sabía muy bien qué podía esperar de mis imperativos, y sin embargo les obedecía. Se había convertido en una costumbre. Hay que decir que casi todos versaban sobre la misma cuestión, las relaciones con mi madre, y sobre la necesidad de aportar a ellas lo más pronto posible alguna claridad, e incluso sobre la clase de claridad que convenía aportar, y sobre los medios de aportarla con el mayor grado de eficacia posible. Sí, se trataba de imperativos bastante explícitos, e incluso detallados, hasta el momento en que, una vez habían conseguido ponerme en movimiento, empezaban a tartajear para después callarse del todo, dejándome ahí plantado como a un imbécil que no sabe adónde va ni por qué motivo. Y versaban todos, quizá os lo he dicho ya, sobre la misma penosa y espinosa cuestión. Creo que ni siquiera podría citar uno solo que fuera de distinto tenor. Y el que me conminaba entonces a abandonar el bosque lo más pronto posible no difería en nada de aquellos a los que estaba acostumbrado, en lo que a su contenido respecta. Porque en la forma creí notar un detalle inédito. Porque después de la cancioncilla habitual surgió la siguiente solemne advertencia: Quizá sea ya demasiado tarde. Era en latín, nimis sero, creo que esto es latín. Está bien eso de los imperativos hipotéticos. Pero aunque nunca había llegado a liquidar el asunto de mi madre, no hay que culpar por ello únicamente a aquella voz que me abandonaba antes de tiempo. Lo único que cabe reprocharle es su parte de responsabilidad. Porque el medio ambiente también me era hostil, por diversos y retorcidos procedimientos, de lo que ya os he dado algunas muestras. Y aunque la voz me hubiera hostigado sin descanso, no habría logrado mejor mis propósitos, a causa de los demás obstáculos que cerraban el camino. Y en esta orden que titubeaba y luego se extinguía, ¿cómo no iba a sobreentender: «No hagas nada. Molloy»? ¿Acaso no me recordaba sin cesar mi deber únicamente para mostrarme luego más vívidamente lo que tenía de absurdo? Es posible. Afortunadamente en suma no hacía más que apoyar, aunque fuera para ridiculizarla a continuación, una inclinación permanente que no necesitaba apóstrofes para saberse veleidosa. Y, completamente solo, desde siempre, iba en busca de mi madre, según creo, con la intención de asentar nuestras relaciones sobre una base menos inestable. Y cuando estaba por fin en su casa, y he llegado a ella varias veces, me marchaba sin haber hecho nada en tal sentido. Y cuando ya no estaba en su casa estaba de nuevo en camino hacia ella, esperando que la próxima vez supiera hacerlo mejor. Y cuando aparentaba renunciar y dedicarme a otra cosa, o no ocuparme ya de cosa alguna, lo que hacía era madurar mis planes y buscar el camino de su casa. Qué curioso. De modo que, incluso sin este presunto imperativo que someto a crítica, me habría sido difícil permanecer en el bosque, puesto que debía suponer que mi madre no se encontraba en él. Pero quizá hubiera procedido mejor intentando esta difícil estancia. Pero también me decía: «Dentro de poco tiempo, tal como van las cosas, ya no podré desplazarme, sino que tendré que quedarme donde me encuentre, a menos que me lleven de un sitio a otro». Aunque no lo decía con tan elegantes palabras. Y cuando digo que me decía, etcétera, quiero decir tan solo que sabía confusamente que era así, sin saber exactamente de qué se trataba. Y cada vez que digo: «Me decía esto o aquello», o que adopto una voz interior que me dice: «Molloy», y a continuación una hermosa frase más o menos clara y simple, o me encuentro en la obligación de prestar a terceros palabras inteligibles, o, refiriéndome a otro, salen de mi boca sonidos articulados casi de un modo correcto, no hago más que someterme a las exigencias de una convención que me pone en la disyuntiva de mentir o callar. Porque todo ocurría de modo muy distinto. De modo que no es que yo dijera: «Tal como van las cosas, dentro de poco tiempo, etc.», sino que estas frases son aproximaciones a lo que quizá me habría dicho caso de haber sido capaz. De hecho, yo no me decía nada en absoluto, sino que oía un rumor, una mutación en el silencio, y le prestaba oídos, al modo de un animal que se estremece y finge estar muerto, supongo. Y entonces, a veces, nacía confusamente en mí una especie de conciencia, la que expreso al decir: «Yo me decía, etcétera», o «Molloy, no lo hagas», o «¿Nombre de su madre?», dijo el comisario, cito de memoria. O lo expreso sin caer tan bajo como en la oratio recta, sino por medio de otras figuras, igualmente falaces, como, por ejemplo: «Me parecía que, etc.», o «Tenía la impresión de que, etc.», porque no me parecía nada en absoluto y no tenía impresión alguna de ningún género, sino que simplemente en alguna parte había cambiado algo que me obligaba a cambiar Yo también, o que obligaba a cambiar también al mundo, para que en definitiva nada quedara cambiado. Se trata de pequeños reajustes, como entre los vasos de Galileo, que solo puedo expresar diciendo: «Yo temía que», o «Yo esperaba que», o «¿Se llama así su madre?», dijo el comisario, por ejemplo, aunque sin duda podría expresarlos mejor si me tomara esa molestia. Y quizá lo haga algún día en que me dé menos pereza que hoy. Aunque no creo. De modo que me decía: «Dentro de poco tiempo, tal como van las cosas, ya no podré desplazarme, sino que me tendré que quedar donde me encuentre, a menos que pase por ahí alguien lo bastante amable para llevarme». Porque mis etapas se hacían cada vez más cortas y mis paradas, por consiguiente, cada vez más frecuentes, y añadiré que cada vez más prolongadas, porque la noción de parada larga no se desprende necesariamente de la de etapa corta, ni la de parada frecuente tampoco si reflexionamos en ello, a menos que prestemos a la palabra frecuente un sentido que está lejos de tener, lo que por nada del mundo estoy dispuesto a hacer. Y me parecía tanto más deseable salir de aquel bosque lo más rápidamente posible cuanto que pronto me vería en la imposibilidad de salir de cualquier parte, ni siquiera de un bosquecillo. Era en invierno, debía de ser en invierno, y no solamente muchos árboles se habían quedado sin hojas, sino que estas hojas se habían vuelto negras y esponjosas y mis muletas se hundían en ellas, a veces hasta la horquilla. Cosa digna de notarse, no tenía más frío que antes. Quizá solo estábamos en otoño. Pero siempre he sido poco sensible a los cambios de temperatura. Y la oscuridad, aunque menos azulada, era tan densa como antes. Lo que terminó por llevarme a esta conclusión: «Es menos azul porque hay menos verde, pero sigue siendo densa gracias al cielo plomizo de invierno». Además, algo oscuro, algo así, caía de las ramas envueltas en la oscuridad. Los montones de hojas negras y como fangosas retardaban sensiblemente mi avance. Pero incluso sin ellas hubiera renunciado a caminar erguido al modo humano. Y aún recuerdo el día en que, echado boca abajo por aquello de descansar un poco, con desprecio notorio del reglamento, de pronto exclamé, golpeándome la frente: «Pero hombre, puedo avanzar reptando, no me acordaba». Pero ¿cómo, dado el estado de mis piernas y de mi tronco? Y de mi cabeza. Pero antes de proseguir, permitidme unas palabras sobre los murmullos del bosque. Por más que me esforzara en escuchar no percibía ni asomo de ellos. Sino más bien, con muy buena voluntad y un poco de imaginación, de vez en cuando un golpe lejano de gong. Un cuerno de caza está bien que suene en el bosque, es lo previsible. Es el montero. ¡Pero un gong! Ni siquiera un tam-tam me habría sorprendido, en realidad. ¡Pero un gong! Era decepcionante, tratar de aprovecharse al menos de los célebres murmullos y no llegar a oír más que un gong a lo lejos, de vez en cuando. Por un momento pude albergar la esperanza de que se trataba solo de mi corazón aún palpitante. Pero solo por un momento. Porque mi corazón no percute, el ruido que produce esta vieja bomba pertenece más bien al dominio de la hidráulica. Y también escuchaba con atención a las hojas antes de que cayeran, pero en vano. Permanecían inmóviles y rígidas como latón, me parece que ya he dicho esto en alguna parte. De modo que estos eran los murmullos del bosque. De vez en cuando hacía sonar mi bocina, a través de la tela de mi bolsillo. Su sonido era cada vez más apagado. La había sacado de mi bicicleta. ¿Cuándo? No lo sé. Y ahora, basta. Tendido boca abajo, utilizando mis muletas como garfios, las hundía ante mí en la maleza, y cuando las sentía bien afirmadas, avanzaba arrastrándome a pulso, pues mis muñecas estaban aún bastante vigorosas pese a mi caquexia, aunque hinchadas por completo y atormentadas por una especie de artritis deformante probablemente. De modo que, en pocas palabras, así era como me las arreglaba. Este procedimiento de locomoción tiene sobre los demás que he experimentado la ventaja de que cuando uno quiere descansar, sólo con pararse descansa, sin más expediente. Porque de pie uno no descansa, y sentado tampoco. Y hay hombres que circulan sentados, o incluso arrodillados, avanzando a derecha, a izquierda, hacia adelante, hacia atrás, por medio de ganchos. Pero en el movimiento reptante, detenerse equivale a descansar instantáneamente, e incluso el mismo movimiento es una forma de descanso, en comparación con las otras clases de movimiento, tan fatigosas para mí. Y así avanzaba por el bosque, lentamente, pero con cierta regularidad, y daba mis buenos quince pasos diarios sin emplearme a fondo. Y hasta avanzaba de espaldas, hundiendo a tientas tras de mí mis muletas en los matorrales, con el celaje negro de las ramas ante mis ojos entrecerrados. Iba a ver a mi madre. Y de vez en cuando decía: «Mamá», sin duda para darme ánimos. A cada paso perdía mi sombrero, hacía tiempo que el cordón se había roto, hasta que, en un rapto de genio, me lo hundí en el cráneo con tanta violencia que ya no pude quitármelo. De modo que si hubiera encontrado a señoras conocidas, me habría sido imposible saludarlas correctamente. Pero siempre estaba presente en mi espíritu, que seguía funcionando sin parar, aunque a ritmo lento, la necesidad de describir círculos, de describir continuamente círculos, y cada tres o cuatro pasos que avanzaba modificaba el rumbo, lo que me hacía describir, si no un circulo, sí al menos un vasto polígono, cada uno hace lo que puede, y me permitía esperar que avanzase en línea recta, pese a todo, día y noche en línea recta en dirección a mi madre. Y llegó en efecto un día en que terminó el bosque y tuve ante mí la luz de la llanura, exactamente como lo había previsto. Aunque no la vi de lejos, agitándose más allá de los severos troncos, como esperaba que sucediera, sino que me encontré en ella de pronto, abrí los ojos y comprobé que había llegado. Lo cual se explica sin duda por el hecho de que hacía ya bastante tiempo que solo excepcionalmente abría los ojos. E incluso los pequeños cambios de dirección a que aludía los hacía a tientas, a oscuras. El bosque terminaba en un foso, ignoro por qué razón, y en este foso tuve conocimiento de lo que me había ocurrido. Sin duda abrí los ojos al caerme dentro, porque de lo contrario, ¿qué me hubiera movido a abrirlos? Contemplé la llanura que se extendía ante mí hasta perderse de vista. Bueno, no del todo hasta perderse de vista. Porque una vez mis ojos se hubieron habituado a la luz creí divisar, perfilándose pálidamente en el horizonte, las torres y campanarios de la ciudad, que naturalmente no tenía por qué suponer, hasta un más amplio informe, que se tratase de la mía. Cierto que la llanura me parecía familiar, pero en mi región todas las llanuras se parecen, conocer una es conocerlas todas. Por lo demás, para un hombre en mi situación, el hecho de que se tratara o no de mi ciudad, que mi madre respirara en alguna parte bajo aquellas frágiles columnas de humo o infestara la atmósfera a cien millas de allí, eran preguntas totalmente ociosas, aunque de innegable interés en el plano del puro conocimiento. Porque ¿cómo arrastrarme a través de aquella vasta extensión herbácea donde mis muletas no hallarían punto en que apoyarse? Quizá podría avanzar rodando. ¿Y luego? ¿Me dejarían avanzar rodando hasta la casa de mi madre? Afortunadamente, en aquella penosa coyuntura, que había previsto vagamente, aunque sin imaginar todo su horror, me oí decir que no perdiera la sangre fría, que venían a ayudarme. Textualmente. Puedo decir que tales palabras sonaron tan nítidamente en mis oídos, y en mi entendimiento, como el «Muchas gracias» del chico a quien recogí la canica, sí, apenas exagero. No pierdas la sangre fría, Molloy, ya llegamos. En fin, supongo que para poseer un cuadro completo de las posibilidades de nuestro planeta hay que haberlo visto todo, incluso a los que llegan a ayudarnos. Me dejé caer rodando hasta el fondo del foso. Debía ser en primavera, sí, una mañana primaveral. Me parecía oír cantos de pájaros, tal vez alondras. Llevaba tiempo sin oírlos. ¿Cómo no los había oído en el bosque? Ni los había visto tampoco. Entonces no me había extrañado. Pero entonces me extrañó. ¿Los había oído a la orilla del mar? ¿Alondras? No podía recordarlo. Recordé los rascones. Me volvieron a la memoria los dos viajeros. Uno empuñaba una maza. Los había olvidado. Volvía a ver las ovejas. Bueno, esto es lo que digo ahora. No perdía la sangre fría, iba recordando otras escenas de mi vida. Me parecía que llovía y hacía sol, alternativamente. Un tiempo verdaderamente primaveral. Tenía ganas de volver al bosque. Bueno, no muchas ganas. Molloy podía quedarse donde estaba.