He aquí la historia de mi vida. Amarga, muy amarga.

Mi verdadera historia empieza donde acaba ésta y no tendrá fin.

Christopher se equivocó o sin duda quiso herirme: la canción de Tituba existe. La oigo de un extremo a otro de la isla, de North Point a Silver Sands, de Bridgetown a Bottom Bay. Corretea por la cresta de los cerros. Se columpia en la flor del cañacoro. El otro día un niño de cuatro o cinco años la tarareaba. Llena de alegría dejé caer a sus pies tres mangos maduros y se quedó estupefacto mirando fijamente al árbol que, fuera de temporada, le había ofrecido un regalo semejante. Ayer la tarareaba una mujer sacudiendo sus harapos en las rocas del río. Agradecida me enrollé alrededor de su cuello. Le devolví la belleza que había perdido y que redescubrió mirándose en el agua.

La oigo a cada instante.

Cuando corro a la cabecera de un agonizante. Cuando tomo entre mis manos el espíritu todavía amedrentado de un difunto. Cuando permito a los humanos ver de nuevo fugazmente a los que creen haber perdido.

Porque, viva o muerta, visible o invisible, continuó curando, vendando, sanando. Pero sobre todo me he asignado otra tarea, ayudada esta vez por Iphigene, mi hijo-amante, compañero de mi eternidad. Endurecer el corazón de los hombres, alimentarlos con sueños de libertad, de victoria. Ni una sola rebelión fraguada sin mi intervención. Ni una insurrección. Ni una desobediencia.

Después de aquella gran insurrección abortada en 17** no hay mes en el que no estalle el fuego de los incendios, sin que un envenenamiento masivo diezme una Habitación u otra. Errin ha cruzado de nuevo el mar después de que, bajo mis órdenes, los espíritus de los que hizo torturar aparecieran noche tras noche a jugar al gwo-ka alrededor de su cama. Le he acompañado hasta el bergantín Faith y le visto beber copa tras copa con la vana esperanza de dormir sin pesadillas.

Christopher se agita también en su lecho y ha perdido la afición por las mujeres. No quiero perjudicarle más porque es el padre de mi hija nonata, muerta sin haber vivido.

No he atravesado el mar para perseguir a Samuel Parris, ni a los jueces ni a los predicadores. Sé que otros se han encargado de ellos. Sé que el hijo de Samuel Parris, objeto de sus desvelos y de su orgullo, va a morir loco. Que Cotton Mather será deshonrado y señalado con el dedo por una pequeña arpía. Que todos los jueces perderán su dignidad. Que, según las palabras de Rebeca Nurse, llegará el momento de otro enjuiciamiento. ¡No importa que no me incluya!

No pertenezco a la civilización del Libro y el Odio. Mi recuerdo está en el corazón de los míos, sin necesidad de grafismo alguno. Está en sus cabezas; en sus corazones y en sus cabezas. Como he muerto antes de poder dar a luz, los invisibles me han autorizado a elegir un descendiente. He buscado exhaustivamente. He espiado en las chozas. He observado a las lavanderas dando el pecho, a las mujeres que depositan sobre un montón de trapos a los bebés que han de llevarse forzosamente con ellas a los campos. He comparado, sopesado, palpado y finalmente la he encontrado, a la idónea: Samantha.

Porque la he visto nacer.

Solía cuidar a Délices, su madre, una negra criolla instalada en Bottom Bay en la plantación de Willoughby. Había perdido ya a dos o tres hijos de parto y reclamó mi presencia, angustiada por su próximo alumbramiento. Para calmar su desazón su compañero bebía agua sin tregua sentado en la galería. El parto duró horas. El niño venía de nalgas. La madre se desangraba y en su agotamiento sólo pensaba irse al otro mundo. El feto se debatía, luchaba con rabia para entrar en aquel universo del que no le separaba más que una frágil membrana de carne. Acabó por triunfar y acogí entre mis manos a una niña de ojos despiertos y boca expresiva. La vi crecer. Observé sus primeros pasos, sus tropezones cuando intentaba explorar el cerrado infierno de la plantación. Fui testigo de la felicidad que la embargaba cuando contemplaba la forma de una nube o la cabellera frondosa de un ilang[14] y cuando saborea las frescas naranjas de piel gruesa. En cuanto supo hablar me preguntó:

—¿Por qué Zamba es tan tonto? ¿Por qué permite que Lapin se siente sobre su espalda?

—¿Por qué somos nosotros los esclavos y ellos los amos?

—¿Por qué no hay más que un dios? ¿No debería haber uno para los amos y otro para los esclavos?

Cuando las respuestas de los adultos no la satisfacían se inventaba otras a su medida. Se enteró de mi muerte por los rumores de la isla y en mi primera aparición no demostró sorpresa alguna, como si hubiese comprendido que estaba marcada por un destino muy particular. Ahora me sigue religiosamente. Le revelo los secretos permitidos, la fuerza oculta de las plantas y el lenguaje de los animales. Le enseño a descubrir la forma invisible del mundo, la red de comunicaciones que lo recorre y las señales-símbolos. Cuando sus padres duermen nos reunimos para disfrutar de la noche que ha aprendido a amar conmigo.

¡Hija que no he llevado en mi seno pero que he elegido!

¡Qué maternidad más grande!

Iphigene, mi hijo-amante, no me va a la zaga. Intenta realizar aquella rebelión que no pudo perpetrar cuando estaba vivo. Ha escogido a un hijo. Un pequeño negro congo de enérgicas pantorrillas a quienes los contramaestres ya han echado el ojo. El otro día el niño se empeñó en cantar la canción de Tituba.

No estoy nunca sola. Man Yaya. Abena, mi madre. Yao, Iphigene. Samantha.

Y además está mi isla. Me confundo con ella. No existe ni un solo sendero que no haya recorrido, ni un riachuelo en el que no me haya bañado, ni un mapou en cuyas ramas no me haya columpiado. Esta constante y extraordinaria simbiosis me venga de mi larga soledad en los desiertos de América. Amplia y cruel tierra donde los espíritus engendran únicamente el mal. Pronto cubrirán sus rostros con capirotes para torturarnos mejor. Encerrarán a nuestros hijos tras las pesadas puertas de los ghettos. Nos disputaran todos los derechos y la sangre responderá a la sangre.

Sólo tengo un pesar, porque los invisibles tienen también sus pesares a fin de que su parte de felicidad tenga más sabor, y es el de estar separada de Hester. Nos comunicamos, es cierto. Respiro el olor de almendras secas de su aliento. Escucho el eco de su risa. Pero permanecemos cada una en nuestro lado del océano y no lo cruzamos. Sé que persigue un sueño: crear un mundo de mujeres que será más justo y más humano. Yo he amado demasiado a los hombres y continuo haciéndolo. A veces me deslizo en algún lecho para satisfacer unos restos de deseo y mi efímero amante se maravilla de su placer solitario.

Sí, ahora soy feliz. Comprendo el pasado. Leo el presente. Conozco el porvenir. Ahora sé porque existen tantos sufrimientos, porque los ojos de nuestros negros y negras relucen de agua y de sal. Pero sé también que todo esto tendrá un final. ¿Cuándo? ¿Qué importa? No tengo prisa, estoy liberada de la impaciencia propia de los humanos. ¿Qué es una vida con respecto a la inmensidad del tiempo?

La semana pasada se suicido una muchacha. Era una ashanti, como Abena, mi madre. El cura la había bautizado con el nombre de Leticia y sufría un sobresalto cada vez que la llamaban por aquel nombre, incongruente y bárbaro. Por tres veces intentó tragarse la lengua y por tres veces sobrevivió. La seguía paso a paso y le inspiraba sueños. Por desgracia, al despertarse se sentía todavía más desesperada. Aprovechó un momento de descuido mío para arrancar un puñado de hojas de mandioca y machacarlo con raíces venenosas. Los esclavos la encontraron tiesa con la boca llena de babas y despidiendo ya un olor insoportable. Un caso semejante resulta bastante insólito ya que son mucho más numerosos aquellos en los que consigo salvar a un esclavo de la desesperación sugiriéndole:

—Observa el esplendor de nuestra tierra. Pronto será toda nuestra. Campos de ortigas y de cañas de azúcar. Colinas de ñames y recuadros de yuca. ¡Toda!

A veces, y es extraño, se me antoja recobrar una apariencia mortal. Entonces me transformo. Me vuelvo anoli[15] y saco mi afilada lengua cuando los niños se me acercan armados con pequeños lazos de paja. A veces me convierto en el gallo de la taberna y me emborracho de gritos más que de ron. ¡Ah, me gusta la excitación del esclavo al que ayudo a ganar el combate! Se aleja dando pasos de baile y blandiendo el puño con un gesto que pronto simbolizará otras victorias. A veces me transformo en pájaro y desafió las hondas de los pilluelos que gritan.

—¡Tocado!

Alzo el vuelo en un rumor de alas y me río de sus rostros desconcertados. Por último, a veces me convierto en cabra y caracoleo en torno a Samantha que no se deja engañar. Porque esta hija mía ha aprendido a reconocer mi presencia en el leve temblor del pelo de un animal, en la crepitación del fuego entre cuatro piedras, en el fluir irisado del río y en el soplo del viento que despeina los grandes árboles de los cerros.