15

¿Es preciso que termine mi historia? Los que hasta aquí la han seguido, ¿no habrán adivinado ya el final?

Previsible, fácilmente previsible.

Y además, al relatarla revivo uno a uno mis sufrimientos. ¿Debo sufrir dos veces?

Iphigene y sus amigos no dejaron nada al azar. No sé cómo consiguieron los fusiles. ¿Los escamotearon de un depósito de municiones, del de Oistius, por ejemplo, o del de Saint James? Los depósitos de municiones eran numerosos en la isla, que en el pasado había sido tratada como el punto de partida de los ataques de las posesiones españolas, y que continuaba viviendo bajo el terror de los franceses. Lo cierto es que delante de casa se amontonaron fusiles, pólvora, y balas que Iphigene y sus lugartenientes distribuyeron en lotes. No sé cómo habían podido hacer la cuenta de las propiedades en explotación: ochocientas cuarenta y cuatro en total y unos hombres en los que podían confiar absolutamente. Les oía enumerar nombres y cantidades:

Ti-Roro de Bois Debout: tres fusiles y tres libras de pólvora.

—Nevis de Castlerige: doce fusiles.

—Bois Sans Soif de Pumkitt: siete fusiles y cuatro libras de pólvora.

Y unos emisarios partían en todas las direcciones ocultándose entre los árboles y las altas hierbas. En un momento dado vi a Iphigene tan fatigado que le rogué:

—Ven a descansar un poco. ¿De qué te servirá morir antes de la victoria?

Hizo un gesto de impaciencia con la mano pero me obedeció y se sentó junto a mí. Acaricié la lana de sus cabellos, áspera y enrojecida por el sol.

—Te he hablado con frecuencia de mi vida. Sin embargo te he ocultado una cosa. Hace tiempo engendré un hijo del que tuve que deshacerme y ahora tengo la impresión de que lo he recuperado contigo.

Alzó los hombros.

—A veces me pregunto de dónde sacáis, vosotras las mujeres, vuestras quimeras.

Dicho esto se levantó y me espetó:

—¿No has pensado nunca en que yo no deseaba que me trataras como a un hijo?

Se marchó.

Preferí no analizar el sentido de sus palabras. Además ya no disponía de tiempo. La cuenta atrás había comenzado: sólo faltaba una noche para el asalto. No me sentía particularmente inquieta por el resultado de la conspiración. En verdad evitaba pensar en ello. Dejaba que mi espíritu vagara entre nubes coloreadas y sobre todo soñaba con mi hija. Había empezado a moverse en mi vientre, reptando dulce y lentamente como si quisiera explorar su estrecho espacio vital. La imaginaba semejante a un renacuajo ciego y cabelludo, flotando, nadando, intentando ponerse boca arriba sin lograrlo, una y otra vez, con obstinada perseverancia. Poco tiempo después nos veríamos y yo me avergonzaría de mis arrugas y de mis deteriorados dientes. ¡Mi hija me vengaría! Sabría granjearse el amor de un negro con el corazón caliente como el pan de maíz. Le sería fiel. Tendrían hijos a los que enseñarían a descubrir la belleza en sí mismos. Unos hijos que crecerían rectos y libres hacia el cielo.

Eran aproximadamente las cinco de la tarde cuando Iphigene me trajo, cogido por las orejas, un conejo que había robado de alguna jaula. Yo que no tengo escrúpulos a la hora de sacrificar animales, siento una gran repugnancia al matar a estas inocentes bestias con las que los hombres se alimentan. No he degollado a ningún ave, ni vaciado ningún pescado, sin pedirles perdón por el daño que les estaba haciendo. Me senté pesadamente, pues mis movimientos empezaban a ser torpes, bajo el tejadillo de mi cocina y me dispuse a preparar el animal. Cuando le rajé el vientre, un chorro de sangre negra y pestilente me saltó a la cara mientras rodaban por el suelo dos bolas de carne en putrefacción envueltas en una membrana verdosa. El olor era tan desagradable que hice un movimiento brusco y el cuchillo que sostenía en la mano resbaló clavándose en mi pie izquierdo. Lancé un grito de dolor e Iphigene soltó el fusil que estaba engrasando para prestarme ayuda.

Arrancó el cuchillo hundido en mi carne e intentó detener el chorro de sangre que manaba sin cesar. Sentía como si fuera a vaciarme por aquella herida. La sangre formaba ya un charco y recordé las palabras de Yao:

—La sangre invadirá nuestra memoria. Nuestros recuerdos flotarán en su superficie como nenúfares.

Después de haber cortado a tiras la ropa que encontró a mano, Iphigene consiguió detener la hemorragia y me trasladó envuelta como un niño de pecho al interior de la choza.

—No te muevas. Voy a ocuparme de todo. ¿Crees que no sé cocinar?

El olor acre de la sangre no tardó en infestar la habitación y el recuerdo de Susana Endicott se hizo presente en mi memoria. ¡Terrible arpía! Yo había conseguido mantenerla vendada durante meses, o años, empapada en el jugo de su propio cuerpo. ¿Se estaría vengando de mí tal como me lo había prometido? Sangre por orina. ¿Cuál de nosotras dos era la más temible? Quise rezar pero mi alma no me respondió. Permanecí inmóvil observando, sin verlas, las varas entrecruzadas que sostenían el techo.

Poco después Man Yaya, Abena, mi madre, y Yao vinieron a verme. Se encontraban en North Point atendiendo la llamada de un entibador cuando vieron lo que me estaba sucediendo. Man Yaya me dio unos golpecitos en el hombro:

—No es nada. Pronto ni te acordaras de ello.

Abena, mi madre, no pudo contenerse y suspiró, como siempre, refunfuñando:

—Si hay un don que desconoces es el de saber escoger a tus hombres. En fin, todo volverá a la normalidad.

Le hice frente:

—¿Qué quieres decir?

Pero se escabulló.

—¿Tienes intención de coleccionar bastardos? Mira tus cabellos blancos semejantes a la borra del miraguano.

En cuanto a Yao, se limitó a besarme en la frente murmurando:

—¡Hasta la vista! Volveremos en el momento preciso.

Hacia las ocho Iphigene me trajo un plato de comida. Se las había arreglado con un rabo de cerdo, arroz y guisantes negros. Me cambió los apósitos sin demostrar inquietud alguna al comprobar que mi herida seguía sangrando.

Era la última noche antes de la acción final. La duda, el miedo y la cobardía se entremezclaban: ¿Para qué? ¿Tan mala era la vida? ¿Por qué arriesgarnos a perderla si nos concedía a veces, a pesar de su avaricia, momentos de felicidad? Temblaba, no me atrevía a apagar la vela y veía bailar en la pared la sombra monstruosa de mi cuerpo. Iphigene vino a acurrucarse junto a mí. Abracé su torso esbelto y al mismo tiempo robusto y escuché los desbocados latidos de su corazón. Susurré:

—¿Tú también tienes miedo?

No contestó. Sentí que su mano buscaba algo a tientas en la oscuridad. Entonces comprendí con estupor lo que quería. ¿Era quizá producto del miedo? ¿Necesitaba consuelo? ¿O deseaba dármelo a mí? ¿Anhelaba saborear el placer por última vez? Todos estos sentimientos se congregaban sin duda en uno solo, imperioso y ardiente. Cuando aquel cuerpo joven y apasionado se apretó contra el mío, mi primera reacción fue de repulsa. Me daba vergüenza ofrecer mi decrepitud a sus caricias y estuve a punto de rechazarlo con todas mis fuerzas ya que tenía además la absurda impresión de estar cometiendo un incesto. Luego, su apremiante deseo despertó al mío. Me sentí invadida por una oleada cada vez más intensa, más urgente, que se estrellaba contra mi sexo, inundándome, inundándonos y que, después de hacernos rodar varias veces sobre nosotros mismos hasta dejarnos sin respiración, nos arrojó a una tranquila ensenada rodeada de almendros, jadeantes y deshechos. Nos cubrimos de besos y me dijo al oído:

—Si supieras cuánto he sufrido por verte llevar a este niño que no era el mío, al hijo de un hombre que desprecio. ¿Sabes en realidad quién es Christopher y cuál es su papel? Pero no vamos a hablar de él cuando la muerte está ya afilando sus cuchillos.

—¿Crees que venceremos?

Se encogió de hombros.

—¡Qué importa! Lo que cuenta es haberlo intentado, haber rechazado el fatalismo de la mala suerte.

Suspiré y volvió a abrazarme.

Bendito sea el amor que sume al hombre en el olvido. Que borra de su memoria su condición de esclavo. Que aleja la angustia y el miedo. Iphigene y yo, sosegados, nos sumergimos en el agua bienhechora del sueño. Nadamos contra corriente contemplando como los peces-aguja hacían la corte a los bagres. Nos secamos los cabellos bajo la luz de la luna. Sin embargo el sueño duró poco. Confieso que una vez pasada la embriaguez sentí un poco de vergüenza. Aquel muchacho podía haber sido mi hijo. ¿Ya no me respetaba a mi misma? Y además, ¿por qué aquel desfile de hombres por mi cama? Tenía razón Hester cuando me decía: «Te gusta demasiado el amor, Tituba».

Y me preguntaba si mi ser no sufriría alguna carencia, alguna tara de la que debía haber intentado curarme.

Afuera galopaba el caballo de la noche. Pla-ca-ta. Pla-ca-ta. Abrazado a mí dormía mi hijo-amante. Yo no lo conseguía. Todos los acontecimientos de mi vida me venían a la memoria cargados de una intensidad particular, y los rostros de todos a los que había querido y odiado se apretujaban alrededor de mi jergón. ¡Oh, los reconocía uno por uno! Betsey, Abigail, Anne Putnam, Ama Parris, Samuel Parris, John Indien. He aquí que, en el momento en que mi cuerpo acababa de demostrar su ligereza, mi corazón me recordaba que sólo este último había sido su verdadero dueño.

¿Qué haría John Indien en aquella funesta América?

Sabía que los negreros, cada vez más numerosos, poblaban sus costas y se preparaban para dominar el mundo gracias al producto de nuestro sudor. Sabía que los indios habían sido borrados del mapa, reducidos a vagar por aquellas tierras que habían sido suyas.

¿Qué sería de John Indien en aquel país tan duro para con los nuestros? Tan duro para con los débiles, los soñadores, los que no juzgan a los hombres por su fortuna.

El caballo de la noche galopaba. Pla-ca-ta. Pla-ca-ta. Y todos aquellos rostros bailaban a mi alrededor con esa nitidez que únicamente pertenece a las criaturas de la noche.

¿Era Susana Endicott la que se vengaba de mí? ¿Eran sus poderes superiores a los míos?

Fuera se levantó el viento. Oí como hacía caer de los árboles una lluvia de mangos. Le oí silbar rodeando la güira y haciendo chocar uno con otro sus frutos. Tuve miedo, tuve frío. Deseaba estar en el útero de mi madre. En aquel preciso momento mi hija se movió reclamando mi cariño. Puse la mano sobre mi vientre y poco a poco me invadió una especie de serenidad, una especie de lucidez, como si me resignara a vivir mi último drama.

Con los sentidos despiertos sentí como el viento amainaba. Un ave asustada por alguna mangosta pió en el corral. Por fin se hizo el silencio. Acabé por dormirme.

Apenas hube cerrado los ojos empecé a soñar.

Quería penetrar en un bosque pero los árboles se agrupaban ante mí y los negros bejucos que colgaban de sus copas me envolvían. Abrí los ojos. La habitación estaba negra de humo. Estuve a punto de gritar:

—¡Pero si esto ya lo he vivido!

Luego recapacité y lo comprendí todo. Sacudí a Iphigene que dormía como un niño con una sonrisa radiante en los labios. Su mirada estaba todavía nublada por el recuerdo del placer. Inmediatamente se dio cuenta de lo que sucedía y saltó del lecho. Le imité con gran esfuerzo a causa de mi herida y de la sangre que no cesaba de fluir.

Salimos afuera. La cabaña estaba rodeada de soldados que nos apuntaban.

¿Quién nos había traicionado?

Los plantadores habían decidido darnos una buena lección, pues en tres años ésta era la segunda rebelión. Se habían asegurado la ayuda incondicional de las tropas inglesas, llegadas para defender la isla de los ataques de su vecinos, y no habían dejado nada al azar. Las plantaciones fueron registradas sistemáticamente y los esclavos sospechosos fueron agrupados junto a una ceiba. Después, todo el mundo fue conducido a golpes de bayoneta hasta un amplio calvero donde se alzaban decenas de cadalsos.

Con un parche en el ojo y rodeado de sus esbirros, Errin recorría el escenario de las ejecuciones. Vino hasta mí y rió burlón:

—Pues bien, bruja, lo que no conociste en Salem vas a conocerlo aquí. Y reencontrarás a tus hermanas que se fueron antes que tú. Te deseo un buen Sabbat.

No respondí. Miré a Iphigene. Como era el cabecilla le habían golpeado tanto que apenas se sostenía en pie y se habría derrumbado si uno de los contramaestres no se hubiera encargado de hacerle reaccionar a fuerza de continuos latigazos. Su cara estaba tan hinchada que no podía ver nada y buscaba el sol como un ciego que desea su calor más que su luz. Le grité:

—¡No tengas miedo, sobre todo no tengas miedo! Pronto nos volveremos a encontrar.

Se volvió hacia el lugar de donde provenía mi voz y al no poder hablar me hizo una señal con la mano.

Su cuerpo fue el primero en balancearse en el vacío colgado de una sólida viga. Yo fui la última en ser conducida a la horca porque merecía un tratamiento especial. El castigo del que me había «escapado» en Salem me iba a ser infligido ahora. Un hombre vestido con un solemne traje negro y rojo enumeró todos mis crímenes pasados y presentes: Había embrujado a los habitantes de un pacífico pueblo temeroso de Dios; había alojado a Satanás en su seno enfrentándoles unos con otros, engañados y furiosos, había incendiado la casa de un honrado comerciante que no había tenido en cuenta mis crímenes y había pagado su ingenuidad con la muerte de sus hijos. En este punto de la acusación estuve tentada de gritar que todo era falso, que todo eran mentiras, crueles y viles mentiras. Después cambié de opinión. ¿Para qué? Muy pronto me encontraría en el reino donde la verdad brilla por completo. Sentados a horcajadas sobre el madero de mi horca, Man Yaya, Abena, mi madre, y Yao me esperaban para cogerme la mano.

Fu la última en subir al cadalso. A mi alrededor se erguían unos árboles extraños erizados de unos extraños frutos.