Hacía ya varias semanas que había regresado a casa y que repartía mi tiempo entre las indagaciones sobre las plantas y los cuidados que dedicaba a los esclavos, cuando me di cuenta de que estaba embarazada. ¡Embarazada!
Mi primera reacción fue de incredulidad. ¿No era ya una mujer vieja con los senos flácidos y aplastados sobre el tórax y con el vientre ajado? Sin embargo tuve que redimirme a la evidencia. Lo que el amor de mi judío no había sabido engendrar, el abrazo brutal de Christopher lo había conseguido. Hay que resignarse: un hijo no es el fruto del amor sino del azar.
Cuando informé a Man Yaya y a Abena, mi madre, de mi nuevo estado, permanecieron indiferentes, evasivas, limitándose a comentar:
—Pues esta vez no podrás deshacerte de él.
—Tu naturaleza ha hablado.
Atribuí su actitud a la antipatía que siempre habían sentido hacia Christopher y no me preocupé más de mí misma pues, una vez pasados los primeros momentos de incertidumbre y duda, me dejé llevar, arrastrar e inundar por una gran oleada de felicidad. De embriaguez. En lo sucesivo todos mis actos estuvieron determinados por aquella vida que llevaba en mí. Me alimentaba de frutos frescos, de la leche de una cabra blanca, de huevos puestos por gallinas criadas con granos de maíz. Me lavaba los ojos con cocimientos de cochlearia a fin de garantizarle una vista perfecta a mi pequeño. Me frotaba los cabellos con una pasta hecha con semillas de carapate para que los suyos fueran negros y brillantes. Dormía largas y profundas siestas a la sombra de los mangos. Al mismo tiempo sentía que mi criatura me infundía una gran combatividad. Era una niña, estaba segura. ¿Cuál sería su futuro? ¿El de mis hermanos y hermanas los esclavos, destrozados por su condición y su trabajo? ¿O quizás un porvenir semejante al mío, el de una paria obligada a ocultarse y a vivir recluida al borde de un profundo barranco?
No, si este mundo iba a recibir a un hijo mío, tenía que cambiar.
Por un momento estuve tentada de regresar a Farley Hills para visitar a Christopher. No pensaba informarle sobre mi estado, cosa que le hubiera tenido sin cuidado, sólo deseaba forzarle a emprender alguna acción. Sabía que la exigüidad de muestra isla, Barbuda, desanimaba a numerosos plantadores, que partían en busca de tierras más extensas y más propicias para sus ambiciones. Se dirigían principalmente a Jamaica, la isla que los ejércitos ingleses acababan de arrebatar a los españoles. Pensé que tal vez inspirándoles un calculado terror, sería posible precipitar su huida y arrojarlos en masa al mar. Sin embargo desistí de hablar con Christopher al recordar su comportamiento mezquino hacia mí y sobre todo la confesión de su propia debilidad. Decidí no contar más que conmigo misma. ¿Pero cómo?
Redoblé mis plegarias y mis sacrificios esperando que mis seres invisibles me concedieran alguna señal. Todo fue en vano. Intenté interrogar a Man Yaya y a Abena, mi madre; cogerlas desprevenidas para que me confiaran lo que deliberadamente querían ocultarme. Todo fue inútil.
Las dos astutas se zafaban siempre del asunto saliéndose por la tangente:
—El que quiere saber por qué el mar es tan azul se encuentra pronto sumergido en la profundidad de sus olas.
—El sol quema las alas del fanfarrón que pretende acercarse a él.
En éstas estaba cuando los esclavos me trajeron a un muchacho que el vergajo del contramaestre había dejado medio muerto. Había recibido doscientos cincuenta latigazos en las piernas, las nalgas y la espalda, y su organismo debilitado por una estancia en la cárcel (pues era un insolente, un reincidente, un negro terco y cabezón de carácter indomable) no había podido soportarlo. Los esclavos lo llevaban ya a la fosa excavada en un campo de hierba de Guinea cuando se dieron cuenta de que todavía se movía. Entonces decidieron recurrir a mí.
Ordené que acostaran a Iphigene (así se llamaba) sobre un jergón que se hallaba en un rincón de mi dormitorio, a fin de que yo pudiera oír el más breve de sus suspiros. Preparé emplastes y cataplasmas para sus llagas. En las que estaban infectadas coloqué el hígado de un animal recién muerto para que absorbiera el pus y la sangre pestilente que destilaban. Renové sin interrupción las compresas de su frente y descendí hasta el barranco de Codrington para recoger la baba venenosa de los sapos-búfalos que sólo se reproducían en aquella tierra oscura y fértil.
Al cabo de veinticuatro horas de esmerados cuidados obtuve mi recompensa: Iphigene abrió los ojos. Al tercer día habló:
—Madre, madre, ya estás aquí otra vez. Te creía desaparecida para siempre.
Le cogí la mano todavía febril, deformada y callosa:
—No soy tu madre, Iphigene. Pero me gustaría que me hablaras de ella.
Iphigene abrió desmesuradamente los ojos, me miró fijamente, comprobó su equivocación y, muy apesadumbrado, se tendió de nuevo en el jergón.
—Vi morir a mi madre cuando tenía tres años. Era una de las mujeres de Ti-Nöel, una de las muchas hembras diseminadas por las plantaciones, a las que había encomendado la reproducción de su semilla, su semilla viril. De aquella semilla nací yo. Mi madre me educaba con devoción. Por desgracia era muy hermosa. Un día, regresando del molino, a pesar del sudor y de sus harapos, el amo Edouard Dashby se fijó en ella y ordenó al contramaestre que se la entregara al anochecer. No sé lo que ocurrió cuando se encontró delante de él, pero en cualquier caso, al día siguiente, rodeada por un círculo de esclavos de la plantación, fue azotada hasta muerte.
¡Cómo se parecía aquella historia a la mía! Esa similitud hizo que el afecto que en seguida sentí hacia Iphigene alcanzara su plenitud. Teníamos mucho en común. A mi vez le relaté mi vida de la que él ya conocía algunos retazos pues me había convertido, más de lo que podía suponer, en una leyenda entre los esclavos. Cuando llegué al pasaje del incendio de la casa de benjamín Cohen de Azevedo me interrumpió frunciendo el ceño.
—Pero ¿por qué? ¿No era blanco como ellos?
—Sin duda.
—¿Es tanta su necesidad de odiar que llegan a detestarse unos a otros?
Intenté explicarle lo que había deducido de las lecciones de Benjamín y de Metahebel sobre su religión y su discrepancia con los gentiles. Pero Iphigene, como yo, no comprendió gran cosa.
Poco a poco, Iphigene consiguió sentarse en el lecho y levantarse. Pronto dio algunos pasos alrededor de la choza. Su primera diligencia consistió en reparar la puerta de la entrada que se cerraba con dificultad, diciendo en un tono presuntuoso:
—Madre, te hacía mucha falta un hombre en casa.
Estuve a punto de echarme a reír. ¡Lo decía tan convencido! Era joven y hermoso el negro Iphigene. Su cráneo era un óvalo perfecto bajo sus espesos cabellos rizados. Los pómulos altos, la boca violácea, carnosa, dispuesta a besar al mundo, pero el mundo lo rechazaba, lo repelía. Las cicatrices que afeaban su pecho y su torso me recordaban constantemente aquella cruel realidad. Y mi corazón se llenaba de furia y de rebeldía cada vez que untaba su cuerpo con bálsamo de ricino. Una mañana no me pude contener:
—Iphigene, sin duda te habrás dado cuenta de que estoy encinta.
Bajó púdicamente los parpados.
—No me atrevía a hablarte de ello.
—Escúchame, deseo que mi criatura abra los ojos bajo otro sol.
Permaneció silencioso valorando concienzudamente mis palabras.
Después se precipitó hacia mí y en cuclillas a mis pies (una de sus posturas favoritas) me dijo:
—Madre, conozco plantación por plantación el nombre de todos los que nos seguirán. Sólo tenemos que decir la palabra.
—No poseemos armas.
—¡El fuego, madre, el fuego glorioso! ¡El fuego que devora y calcina!
—¿Qué haremos una vez les hayamos arrojado al mar?
—Madre, los blancos te han echado a perder: piensas demasiado. Primero expulsémoslos.
Por la tarde, al regresar de mi baño cotidiano en el río Ormonde, encontré a Iphigene conversando con dos jóvenes de su edad. Creí que eran nagos pero no reconocí las sonoridades de la lengua de Man Yaya. Iphigene me aclaró que eran mondongos llegados de una región montañosa y acostumbrados a todas las trampas de los bosques.
—Son verdaderos jefes guerreros, dispuestos a vencer o morir.
Tengo que confesar que una vez admitida la idea de la revuelta general y aceptada de común acuerdo, Iphigene no me consultó nada más. Le dejaba hacer, poseída por la deliciosa pereza del embarazo, acariciando mi vientre que se combaba bajo mi mano y cantándole a mi hija la canción preferida de Abena, mi madre, que me venía frecuentemente a la memoria:
Allá arriba en los bosques
hay un ajoupa.
Nadie sabe lo que contiene,
nadie sabe quién lo habita.
Es un zombi calenda,
a quien le gustan los puercos gordos.
Pronto vi a Iphigene almacenando antorchas hechas con madera de guayaba y rematadas de estopa.
Me lo explicó:
—Cada uno de nuestros hombres sostendrá una en la mano, la encenderá y de un mismo movimiento, en el instante preciso, nos encaminaremos hacia la Habitación. ¡Ah, qué hermosa fogata!
Bajé la cabeza y dije en un tono apesadumbrado:
—¿Morirán también los niños? ¿Los bebes? ¿Las chiquillas núbiles?
Giró sobe sí mismo, preso de una gran furia.
—Tú misma me lo has contado. ¿Tuvieron piedad de Dorcas? ¿Tuvieron piedad de los hijos de Benjamín Cohen de Azevedo?
Bajé todavía más la cabeza y murmuré:
—¿Debemos volvernos como ellos?
Se alejó a grandes zancadas sin contestarme.
Llamé a Man Yaya, que se sentó en cuclillas en las ramas de una güira, y le dije apasionadamente:
—Ya sabes lo que preparamos. Ahora Bien, en el momento de actuar recuerdo lo que me decías cuando quería vengarme de Susana Endicott: «No vicies tu corazón. No te vuelvas como ellos». ¿Es éste el precio de la libertad?
En vez de responderme con la seriedad que yo esperaba, Man Yaya se puso a saltar de rama en rama. Cuando llegó a la cima de árbol dijo simplemente:
—Hablas de la libertad. Pero ¿sabes realmente lo que es?
Y desapareció antes de que pudiera formularle otras preguntas. Me puse de mal humor. ¿Tenía Man Yaya que censurar siempre a los hombres que vivían a mi lado, incluso si se trataba de un chiquillo? ¿Por qué deseaba que viviera en perpetua soledad? Decidí arreglármelas sin sus consejos y dejar que Iphigene obrara a su guisa. Una tarde vino a sentarse a mi lado:
—Madre, es preciso que vayas al campo de los cimarrones. Tienes que hablar con Christopher.
Di un salto.
—¡Nunca! ¡Eso nunca!
Insistió, respetuoso y tozudo al mismo tiempo:
—Es necesario, madre. En verdad no sabes lo que son los cimarrones. Entre los amos y ellos existe un pacto tácito. Si quieren que éstos les dejen disfrutar de su precaria libertad, están obligados a denunciar todos los preparativos, todas las tentativas de rebelión que se fragüen en la isla. Tienen espías por todas partes. Eres la única que puede desarmar a Christopher.
Me encogí de hombros.
—¿Tú crees?
Preguntó turbado:
—¿No es suyo el hijo que llevas?
No contesté.
Sin embargo consideré lo legítimo de sus observaciones y tomé el camino de Farley Hills.
—¿Te ha prometido que no intervendría?
—Lo ha prometido.
—¿Te ha parecido sincero?
—Hasta donde puede serlo. Después de todo, no le conozco muy bien.
—¿Llevas en tu seno el hijo de ese hombre y dices no conocerlo?
Humillada, permanecí en silencio. Iphigene se levantó.
—Hemos decidido atacar dentro de cuatro noches.
Protesté:
—¿Dentro de cuatro noches? ¿Por qué tanta precipitación? Déjame por lo menos interrogar a mis invisibles para saber si esa noche será la adecuada.
Emitió una carcajada que sus lugartenientes corearon y dijo:
—Hasta ahora, madre, los invisibles no te han tratado demasiado bien. Si no no estarías donde estás. La noche nos será favorable porque la luna estará en cuarto creciente y no lucirá antes de medianoche. Nuestros hombres serán dueños de la oscuridad. En el momento preciso harán sonar el abeng y con la antorcha encendida en la mano se encaminaran todos hacia la Habitación.
Aquella noche tuve un sueño.
Semejantes a tres grandes aves de rapiña, unos hombres entraron en mi dormitorio. Llevaban unos capirotes negros que les cubrían el rostro por completo y sin embargo sabía que uno de ellos era Samuel Parris, otro John Indien y el tercero Christopher. Se acercaron a mí con un sólido y puntiagudo bastón en la mano y grité:
—¡No, no! ¿No he vivido ya todo esto?
Sin prestar atención a mis alaridos me levantaron las faldas y un dolor abominable me invadió el cuerpo. Grité con más fuerza.
En aquel instante una mano se posó sobre mi frente. Era la de Iphigene. Volví en mí y me enderecé, todavía aterrada y doliente. Me preguntó:
—¿Qué sucede? ¿No sabes que estoy aquí, muy cerca de ti?
La fuerza de mi sueño era tal que permanecí un momento sin hablar reviviendo aquella horrible noche que había precedido a mi detención. Luego le supliqué:
—Iphigene, concédeme el tiempo de rezar, de sacrificar y de intentar con todas las fuerzas…
Me interrumpió:
—Tituba… —Era la primera vez que me llamaba así, como si ya no fuera su madre sino un niño ingenuo y poco razonable—. Respeto tus talentos de curandera. Gracias a ti estoy vivo y puedo gozar del sol, pero dispénsame de todo lo demás. El futuro pertenece únicamente a los que saben labrárselo y, créeme, no lo consiguen por medio de encantamientos ni de sacrificios de animales, sino con sus actos.
No encontré respuesta para aquellas palabras.
Decidí no discutir más y tomar las precauciones que estimaba necesarias. Sin embargo, era tanto lo que estaba en juego que no podía prescindir del consejo de mis seres invisibles. Desde las orillas del río Ormonde llamé a Man Yaya, a Abena, mi madre, y a Yao. Aparecieron los tres y la expresión feliz y serena de sus facciones me llenó de optimismo y de consuelo. Les dije:
—Ya sabéis lo que se prepara. ¿Cuál es vuestro consejo sobre lo que debo hacer?
Yao, que tanto muerto como vivo era taciturno, tomó sorprendentemente la palabra:
—Esto me recuerda a una rebelión que tuvo lugar durante mi infancia. Había sido organizada por Ti-Nöel, que todavía no se había ido a las montañas y trabajaba chorreando de sudor en la plantación Belleplaine. Los hombres se encontraban apostados por todas partes y a una señal convenida debían reducir a cenizas la Habitación.
Algo en su voz me indicó que me ponía en guardia y dije con sequedad:
—¿Y cómo acabó todo aquello?
Se puso a liar un cigarro de hojas de tabaco como intentando ganar tiempo. Después me miró a la cara:
—En un mar de sangre, como acaban siempre estas cosas. El momento de nuestra liberación no ha llegado todavía.
Le interrogué con voz ronca:
—¿Cuándo, cuándo llegará? ¿Cuánta sangre ha de ser derramada y por qué?
Los tres espíritus permanecieron en silencio como sí, una vez más, yo quisiera violar las reglas y ponerlos en apuros. Yao continuó:
—Será necesario que la sangre invada nuestra memoria. Que nuestros recuerdos floten en su superficie como nenúfares.
Insistí:
—Dímelo claramente, ¿cuánto tiempo falta?
Man Yaya sacudió la cabeza.
—La desgracia del negro no tiene fin.
Estaba acostumbrada a sus sentencias fatalistas y alcé los hombros con irritación. ¿Para qué discutir?
Señor del Tiempo,
de la noche y de las Aguas.
Tú que haces moverse al niño en el vientre de su
madre,
tú que haces crecer la caña de azúcar
y la llenas de un jugo pegajoso.
Señor del Tiempo,
del Sol y las Estrellas…
No había rezado nunca con tanta pasión. A mi alrededor la noche era oscura y se estremecía al olor de la sangre de las víctimas amontonadas a mis pies.
Señor del Presente,
del Pasado y del Futuro.
Tú sin quien la tierra no daría nada,
ni hicao, ni manzanas agrias,
ni manzanas-bejuco, ni manzanas cythère,
ni guisantes de Angola…
Me sumí en profunda oración.
Poco antes de medianoche, una luna sin fuerzas se acostaba sobre un colchón de nubes.