13

No había pretendido nunca superar a Man Yaya en su poder oculto. Tampoco había pretendido nunca prescindir de su dirección y me consideraba su hija, su discípula. Por desgracia tengo que confesar que se operó un cambio en mí y que la discípula se empeñó en rivalizar con la maestra. En cierto modo tenía algunas razones para enorgullecerme. En el Bless the Lord había actuado con éxito sobre los elementos y nada me permitía afirmar que lo había conseguido gracias a alguna ayuda externa…

En lo sucesivo me entregué a mis propias experiencias recorriendo la campiña cercana armada de un pequeño cuchillo con el que desarraigaba las plantas y de un amplio capazo en cuyo interior las colocaba. Asimismo me esforcé en mantener un nuevo diálogo con el agua de los ríos y con el soplo del viento a fin de descubrir sus secretos.

El río fluye hacia el mar como la vida hacia la muerte y nada puede detener su curso. ¿Por qué?

Multiplicaba los sacrificios de frutas frescas, de alimentos, de animales vivos, que depositaba en las bifurcaciones de los caminos, en las raíces enredadas de algunos árboles y en las grutas naturales a donde los espíritus se retiran gustosos. Ya que Man Yaya no quería acudir en mi ayuda, debía contar con los únicos recursos de mi inteligencia y de mi intuición. Sola tenía que alcanzar los más altos conocimientos. Empecé pues por interrogar a los esclavos sobre los entibadores que vivían en la plantación, y después iba a visitar a los hombres y mujeres que me acogían con gran desconfianza. Es sabido que el brujo y la bruja no son partidarios de divulgar su ciencia. Se parecen a aquellos cocineros que no revelan jamás sus recetas.

Un día tropecé con un entibador, un negro ashanti como mi madre Abena, que empezó por contarme los detalles de su captura a la altura de Akwapin en la costa de África mientras su mujer, también ashanti (los esclavos se aparean preferentemente con los de su misma «nación»), pelaba raíces para la cena. Después me preguntó en un tono indefinible:

—¿Dónde vives?

Me habían recomendado no revelar el enclave del campo de los cimarrones, por lo que farfullé:

—Al otro lado de los cerros.

El entibador rió sarcásticamente.

—¿No eres Tituba? ¿Aquella a quien los blancos estuvieron a punto de hacer balancear al extremo de una cuerda?

Respondí como de costumbre:

—Seguramente sabes que no tenía nada que reprocharme.

—¡Qué pena! ¡Qué pena!

Le miré desconcertada y prosiguió:

—De haberme encontrado en tu lugar hubiera embrujado a todo el mundo: padre, madre, hijos, vecinos… Les hubiera enzarzado los unos contra los otros y me hubiera alegrado de verlos destrozarse mutuamente. No habrían sido un centenar las personas acusadas, ni una veintena los ejecutados. Me hubiera cargado a todo Massachusetts y hubiera pasado a la historia con la etiqueta de «el demonio de Salem». Y a ti, ¿cómo te denominan?

Aquellas palabras me mortificaron porque ya me había arrepentido alguna vez de no haber representado en todo aquel asunto más que un papel de comparsa que pronto cae en el olvido y por cuya suerte nadie se interesa. «Tituba, una esclava de Barbuda que practicaba probablemente el hodoo». Cuatro líneas en los espesos tratados consagrados a los acontecimientos de Massachusetts. ¿Por qué iba a ser tan ignorada? Esta cuestión me la había planteado anteriormente. ¿Se debía quizás a que nadie se preocupaba por una negra, ni por sus dolores y tribulaciones? ¿Era esto?

Busco mi historia entre las brujas de Salem y no la encuentro.

En agosto de 1706 Anne Putnam, de pie en medio de la iglesia de Salem, confiesa los errores de su infancia deplorando sus terribles consecuencias: «Quiero tenderme sobre el polvo y pedir perdón a todos cuantos he ofendido y perjudicado y cuyos padres han sido detenidos y acusados».

No es la primera ni la última en acusarse públicamente, y una a una, las víctimas son rehabilitadas. De mí, no se habla. «Tituba, una esclava de Barbuda que practicaba probablemente el hodoo».

Bajé la cabeza sin contestar. Como si leyera mis pensamientos, el entibador no quiso abrumarme más y murmuró en un tono dulzón:

—La vida no es un tazón de toloman, ¿verdad?

Me levanté rechazando su piedad.

—Empieza a anochecer y quiero regresar.

Una chispa de astucia borró la fugaz expresión de simpatía que había iluminado sus ojos y dijo:

—Lo que tienes intención de hacer es imposible. ¿Olvidas quizás que estás viva?

Esta última frase daba vueltas y más vueltas en mi cabeza mientras emprendía el camino hacia el campamento de los cimarrones. ¿Significaba que sólo la muerte aporta el conocimiento supremo? ¿Qué existe un umbral infranqueable cuando se está todavía vivo? ¿Qué debía resignarme a mi imperfecta sapiencia?

Cuando me disponía a abandonar la plantación se me acercó un grupo de esclavos. Pensé que se trataba de personas enfermas, de mujeres que deseaban una poción, de niños reclamando un emplasto para sus llagas, de hombres cuyos miembros habían sido triturados por los molinos, pues mi reputación de experta en las plantas bienhechoras había dado rápidamente la vuelta a la isla y los pacientes me rodeaban en cuanto aparecía.

Sin embargo, se trataba de algo muy diferente.

Los esclavos, con cara de circunstancias, exclamaron:

—¡Te cuidado, madre! Los plantadores se reunieron ayer. Quieren destruirte.

Caí de las nubes. ¿De qué crimen podían acusarme? ¿Qué había hecho desde mi llegada aparte de cuidar a los desheredados?

Un hombre me explicó:

—Dicen que transmites mensajes entre los negros de las plantaciones y los ayudas a planificar las rebeliones, por lo cual te van a tender una trampa.

Consternada, volví al campamento.

Los que han seguido hasta aquí mi relato deben de estar irritados. ¿Qué clase de bruja es ésta que no sabe odiar y que se asombra una y otra vez de la maldad que se aloja en el corazón del hombre?

Por milésima vez me propuse ser diferente, aprender a defenderme con uñas y dientes. ¡Ah, si pudiera cambiar mi corazón! Untar sus paredes con el veneno de una serpiente, hacer de él un receptáculo de sentimientos amargos y violentos, amar el mal… Pero en lugar de ello sólo sentía ternura y compasión hacia los marginados y rebeldía ante la injusticia.

El sol se ponía detrás de Farley Hills. El canto insistente de los insectos nocturnos empezaba a elevarse hacia el cielo. El harapiento rebaño de esclavos subía las callejas pobladas de chozas mientras los contramaestres, impacientes por remojarse el gaznate meciéndose en los balancines de sus galerías, caracoleaban sus caballos. Al verme hacían estallar sus látigos como si estuvieran deseando azotarme con ellos. Sin embargo nadie se atrevió a hacerlo.

Llegué al campamento al anochecer.

Al amparo de la espesura de las ceibas, las mujeres ahumaban unos pedazos de carne que habían untado previamente con limón y pimienta y salpicado después con hojas de castaño de Indias. Las dos compañeras de Christopher me lanzaron una mirada torva preguntándose que sucedía entre su hombre y yo. Generalmente sentía piedad por su juventud y me habría jurado no hacer nada que pudiera herirlas. Pero aquella noche no les concedí ni una ojeada.

Christopher estaba en su cabaña liándose un cigarro de hojas del tabaco que se cultivaba con éxito en la isla haciendo ricos a muchos plantadores. Dijo irónicamente:

—¿Por dónde has estado vagabundeando todo el día? ¿Es así como esperas encontrar el remedio que te he pedido?

Me encogí de hombros.

—He consultado con personas mucho más sabias que yo. Todos dicen lo mismo: no hay remedio para la muerte. El rico, el pobre, el esclavo, el patrón, todos pasarán por ella. Pero oye una cosa: he comprendido tardíamente que he de cambiar por completo. Déjame combatir a los blancos contigo.

Estalló en una carcajada echando la cabeza hacia atrás y los ecos de su alborozo se mezclaron con las volutas de humo de su cigarro.

—¿Combatir? No estás en tu sano juicio. El deber de las mujeres, Tituba, no es combatir ni hacer la guerra, sino el amor.

Transcurrieron algunas semanas llenas de dulzura.

A pesar de las advertencias de los esclavos no renuncié a bajar hasta las plantaciones. Llegaba, eso sí, después de ponerse el sol, a la hora en que los espíritus vuelven a tomar posesión del espacio. A pesar de su descontento por mi residencia en Farley Hills, Man Yaya y Abena, mi madre, no dejaron de visitarme a diario acompañándome a lo largo de las rugosas pistas que serpenteaban a través de los campos. Sus reprimendas me tenían sin cuidado:

—¿Qué haces tú viviendo entre cimarrones? Son unos negros perversos que sólo piensan en robar y matar.

—Son unos ingratos que dejan a su madre y sus hermanos en la esclavitud mientras ellos se procuran libertad.

¿Para qué discutir?

Aquellos días conocí una enorme dicha. Devolví la vida a una criatura, una niña recién salida de la matriz de su madre. No había franqueado aún la puerta de la muerte pero se debatía por el oscuro pasillo en el que se fraguan las despedidas. La mantuve, tibia, cubierta de viscosidades y de excrementos y la deposité sobre el pecho de su madre. ¡Qué expresión en el rostro de aquella mujer!

La maternidad es misteriosa.

Por primera vez me pregunté si mi hijo, al que había negado la vida, no hubiera dado a mi existencia, después de todo, un nuevo sabor y un significado diferente.

Hester, nos equivocamos. Hubieras tenido que vivir para tu hijo en lugar de morir con él.

Christopher había tomado la costumbre de pasar la noche en mi choza. No sé muy bien cómo empezó aquella nueva aventura. Una mirada demasiado prolongada. La exaltación del deseo. Las ganas de demostrarme que no estaba completamente deshecha cual una montura que hubiera soportado una carga excesiva. ¿Es preciso decirlo? En aquellos intercambios amorosos sólo funcionaban los sentidos. Todo el resto de mi ser continuaba perteneciendo a John Indien en quien, por una sorprendente paradoja, pensaba cada día más.

Mi negro lleno de aire y descaro, como le llamaba en aquellos tiempos Man Yaya. Mi negro traidor y sin coraje.

Cuando Christopher se apoderaba de mi cuerpo, mi espíritu vagabundeaba y revivía el goce de mis noches de América. El invierno y el frío invaden la noche. Oíd su largo aullido y el galope de sus patas sobre el suelo endurecido por la escarcha…

Mi negro y yo no oímos nada porque nos ahogamos de amor. Samuel Parris con su severo traje abrochado hasta arriba abajo recita plegarias. Escuche la lúgubre letanía que sale de su boca:

Son más numerosos que los cabellos de mi cabeza

los que me odian sin motivo.

Son poderosos los que quieren perderme…

Mi negro y yo no oímos nada porque nos estamos muriendo de amor. Poco a poco Christopher, que me había poseído en silencio, comenzó a hacerme confidencias:

—En verdad no somos suficientemente numerosos y sobre todo no estamos bastante armados para atacar a los blancos. Sólo poseemos media docena de fusiles y de garrotes de madera de guayaco y vivimos en el incesante terror del ataque. Ésta es la verdad.

Le interrogué, un poco decepcionada:

—¿Por eso deseas que te convierta en invencible?

Recogió la ironía y se volvió hacia la pared:

—¡Qué importa que lo logres o no! De todas formas seré inmortal. Escucho ya las canciones de los negros de las plantaciones…

Y entornó con su agradable voz un canto compuesto por él en el que se jactaba de su propia grandeza. Le rocé suavemente el hombro.

—Y para mí, ¿hay algún canto para Tituba?

Fingió prestar atención a los rumores nocturnos y después afirmó:

—No, no hay ninguno.

Dicho esto se puso a roncar. Intenté hacer lo mismo.

Cuando los esclavos de las plantaciones no necesitaban mis cuidados me mezclaba con las mujeres de los cimarrones. Al principio me habían tratado con sumo respeto. Luego, cuando supieron que Christopher compartía mi lecho, me manifestaron hostilidad. Al fin y al cabo yo estaba hecha exactamente como ellas. Ahora aquella hostilidad se había ido borrando dando paso a la expresión de una tosca solidaridad. Además, me necesitaban. Ésta para que llenara de leche el odre vacío de su pecho. Aquélla para que le aliviara el dolor que no la abandonaba desde su último parto. Las escuchaba hablar y sus conversaciones me divertían, me relajaban y me complacían.

—Hace tiempo, mucho tiempo, cuando el diablo era un chiquillo de pantalones cortos de dril blanco muy almidonados, la tierra estaba poblada únicamente por mujeres. Trabajaban juntas, dormían juntas, se bañaban juntas en el agua de los ríos. Un día una de ellas reunió a las demás y les dijo: «Hermanas, ¿quién nos reemplazará cuando desaparezcamos? No hemos creado ni una sola persona a nuestra imagen». Las que escuchaban se encogieron de hombros: «¿Tenemos necesidad de ser reemplazadas?». Algunas mujeres contestaron afirmativamente: «Sin nosotras, ¿quién cultivará la tierra? Se quedará yerma y no dará frutos». De repente todas empezaron a buscar la forma de reproducirse y así fue como inventaron al hombre.

Me reí con ellas.

—¿Por qué el hombre es como es?

—Ay, querida, si lo supiéramos…

A veces jugaban a las adivinanzas:

—¿Qué es lo que palia la negrura de la noche?

—¡Una vela!

—¿Qué es lo que palia el calor del día?

—El agua del río.

—¿Qué es lo que palia la amargura de la vida?

—¡El niño!

Y se compadecían de mí que nunca había parido. Y saltando de una cosa a otra me acuciaban con sus preguntas:

—Cuando los jueces de Salem te mandaron a la cárcel, ¿no podías cambiar de forma, transformarte por ejemplo en una rata y escurrirte entre los tablones mal ajustados? ¿O en un toro furioso que los corneara a todos?

Alcé los hombros y expliqué una vez más que se engañaban respecto a mí exagerando mis poderes. Una tarde la discusión llegó más lejos y tuve que defenderme:

—Si lo pudiera hacer todo os daría la libertad. Borraría las grietas de vuestros rostros. Reemplazaría los raigones de vuestras encías por unos hermosos dientes brillantes como perlas.

Sus caras permanecían escépticas y desanimadas; hice un gesto de hastío.

—Creedme, no soy gran cosa.

¿Fueron comentadas aquellas palabras? ¿Deformadas? ¿Mal interpretadas?

La cuestión es que Christopher cambió por completo su conducta hacia mí. Entraba en mi choza en la oscuridad de la medianoche y me poseía sin desnudarse. Mi memoria revivió la queja apesadumbrada de Elizabeth Parris: «Mi pobre Tituba, me posee sin desvestirse ni mirarme siquiera».

Cuando intentaba saber lo que había hecho durante el día, me respondía con exasperados monosílabos.

—Dicen que preparas una revuelta general con los de Saint James.

—Mujer, cállate la boca.

—Dicen que os habéis apoderado de un lote de fusiles atacando un depósito de municiones en Wildey.

—Mujer, ¿no puedes conceder un poco de descanso a mis oídos?

Una noche me espetó:

—No eres más que una negra del montón y quieres que te traten como si fueras preciosa.

Comprendí que tenía que marcharme, que mi presencia ya no era deseada.

Llamé a Man Yaya y a Abena, mi madre, al amanecer. No habían aparecido desde hacía algunos días, como si se negaran a asistir a mi derrota. Se hicieron de rogar y, cuando por fin estuvieron a mi lado llenando la choza con su perfume de guayaba y de manzana rosada, me miraron fijamente a los ojos llenos de reproches:

—Tus cabellos ya encanecen, ¿y no puedes prescindir de los hombres?

No respondí. Pasado un momento me decidí a mirarlas cara a cara:

—Voy a volver a nuestra casa.

Cosa extraña, en cuanto barruntaron mi marcha, las mujeres se reunieron con aspecto abrumado. Me regalaron un ave de corral cuidadosamente preparada, algunas frutas y un retal de madrás a cuadros marrones y negros. Me acompañaron hasta el seto de la boca de dragón mientras Christopher, fingiendo parlamentar con sus consejeros en la cabaña, no se tomó la molestia de aparecer en el umbral de la puerta.

Encontré mi choza tal cual la había dejado. Quizás un poco más desvencijada. Quizás algo más carcomida bajo un techo semejante a un peinado desafortunado. Unos pájaros de luna que habían anidado entre dos tablas minadas por los piojos de la madera, emprendieron el vuelo con gritos lastimeros. Abrí la puerta de par en par. Los roedores sorprendidos salieron huyendo.

Los esclavos, misteriosamente avisados de mi regreso, me festejaron. La plantación había cambiado, una vez más, de mano. Primero había pertenecido a un absentista que se limitaba a repatriar sus ganancias que juzgaba siempre insuficientes. Ahora había sido comprada por un tal Errin que había hecho traer desde Inglaterra unos aperos perfeccionados con los cuales pensaba hacer fortuna en poco tiempo.

Los esclavos me ofrecieron una becerra, que aterrorizados habían sustraído del rebaño de su patrón y en cuya frente relucía, como una señal de predestinación, un triangulo de pelo oscuro.

La sacrifiqué poco antes del amanecer y deje que su sangre empapara la tierra casi roja como ella. Después me puse a trabajar sin tardanza. Dispuse un jardín con todas las plantas que necesitaba para ejercitar mi arte. Para procurármelas tuve que descender hasta los parajes más profundos y lejanos. Paralelamente organicé un huerto que los esclavos me ayudaron a labrar y a escarbar una vez terminadas sus tareas cotidianas. Una me traía semillas de gombos y de tomates, otro un esqueje de limonero. Entre todos me plantaron unos ñames y en poco tiempo sus voraces lianas enlazaron los rodrigones. Cuando pude hacerme con unas gallinas y un gallo desgreñado y batallador, ya no me faltó nada.

El empleo de mi tiempo era sencillo. Me levantaba con la aurora, rezaba, bajaba a bañarme en el río Ormonde, comía de pie en un santiamén y después me consagraba a mis búsquedas y a mis diligencias. En aquel tiempo, el cólera y las viruelas azotaban regularmente las plantaciones y sepultaban a un elevado número de negros y negras. Descubrí la manera de combatir aquellas enfermedades. Descubrí también como curar el pian y cicatrizar las heridas que los nuestros se hacen día tras día. Conseguí cerrar carnes sangrantes y destrozadas, encajar los huesos descoyuntados y remendar los miembros lacerados. Todo, claro está, con la ayuda de mis invisibles que me acompañaban asiduamente. Había renunciado a perseguir quimeras: convertir a los hombres en invencibles e inmortales. Aceptaba la fuerza de la especie.

Quizá parecerá sorprendente que, en una época en la que el látigo restallaba cruelmente sobre nuestras espaldas, consiguiera disfrutar de paz y de libertad. Se debía a que nuestros países tienen dos caras. Una, recorrida por las calesas de los patronos y por los caballos de sus policías armados de mosquetes y seguidos por perros de ladrar furioso. Otra, misteriosa y secreta, hecha de contraseñas, de consejos susurrados al oído y de conspiración en silencio. Yo vivía en aquella cara, protegida por la complicidad de todos. Man Yaya hizo crecer alrededor de mi choza una espesa vegetación. Me sentía como en un castillo fortificado. Era imposible distinguir mi cabaña entre aquella profusión de guayabas, de helechos y de amancayos, salpicada aquí y allá por la flor malva de la majagua.

Un día descubrí una orquídea en la raíz cubierta de musgo de un helecho. La bauticé con el nombre de «Hester».