Estaban allí, trío invisible entre la multitud de esclavos, de marineros y de curiosos; habían venido a recibirme. Los espíritus tienen la particularidad de que no envejecen y guardan la forma de su juventud recobrada. Man Yaya, alta negra nago de relucientes dientes. Abena, mi madre, princesa de tez de jade con las sienes estiradas por los chirlos rituales. Yao, mapou de anchos y poderosos pies.
Renunció a describir los sentimientos que experimenté mientras se apretujaban contra mí.
Exceptuando esto, mi isla no festejaba mi llegada. Llovía y el rebaño húmedo de tejados se aglutinaba alrededor de la maciza silueta de una catedral. Por las calles chorreaba un agua fangosa en la que chapoteaban personas y animales. Sin duda un negrero acababa de anclar en el puerto, pues bajo el tejadillo de paja de un mercado unos ingleses, hombres y mujeres, examinaban los dientes, la lengua y el sexo de los bossales[12] temblorosos de humillación.
¡Qué fea era mi ciudad! Pequeña, mezquina. Un enclave colonial sin envergadura infestado de olor a lucro y sufrimiento.
Subí por Broad Street y casi sin quererlo me encontré ante la casa que había ocupado mi enemiga Susana Endicott. Sin embargo, en vez de alegrarme por las palabras que Man Yaya me soplaba al oído, explicándome de que manera la arpía había entregado el alma después de haber estado nadando durante semanas en el jugo ardiente de sus orines, una emoción inesperada me oprimía el corazón.
Hubiera dado cualquier cosa para revivir los años en los que dormía, noche tras noche, entre los brazos de John Indien con la mano sobre aquel sexo que tanto placer me proporcionaba. Hubiera dado cualquier cosa para verle enmarcado por nuestra pequeña puerta y escuchar palabras de acogida, irónicas y tiernas, como él sabía pronunciarlas.
—¡Hola, aquí está mi mujer rota! Has rodado por la vida como una piedra sin musgo y regresas con las manos vacías.
Intenté reprimir mis lágrimas pero Abena, mi madre, me observaba y dijo suspirando:
—¡Vaya! Ahora lloras por aquel canalla.
Después de esta nota discordante, los tres espíritus se replegaron sobre ellos mismos formando una nube traslúcida que se elevó sobre las casas y Man Yaya me explicó:
—Nos llaman de otro lugar. Nos reuniremos contigo esta noche.
Y Abena, mi madre, añadió:
—No dejes que te desvíen. Vuelve a tu casa.
¡A tu casa! Aquellas palabras contenían una ironía cruel. Aparte de un puñado de difuntos, nadie me esperaba en la isla y ni siquiera sabía si la choza que había ocupado diez años antes estaría en pie. De no ser así tendría que hacer las veces de carpintero y construirme un refugio en algún sitio. La perspectiva era tan poco atractiva que estuve tentada de ir al encuentro de David da Costa para quién Benjamín Cohen de Azevedo me había entregado una carta. ¿Dónde vivía?
Estaba dudando sobre la conducta a seguir cuando un pequeño grupo de gente que chapoteaba en el barro resguardándose de la lluvia con unas hojas de banano, vino a mi encuentro. Reconocí a Deodatus flanqueado por dos mujeres y exclamé con alegría:
—¿Dónde te habías metido? Te he buscado por todas partes.
Sonrió misteriosamente.
—He ido a avisar a algunos amigos de tu llegada. Sabía que iban a estar encantados.
Una de las jóvenes se inclinó hacia mí.
—Honramos, madre, tu presencia.
¿Madre? La denominación me hizo saltar, arder de cólera, pues estaba reservada para las mujeres de más edad a las que había que tratar con respeto, pero yo tenía apenas treinta años y hacía menos de un mes que el semen cálido de un hombre inundaba todavía mis muslos. Disimulando mi descontento cogí a Deodatus por el brazo y pregunté:
—¿Y dónde viven tus amigos?
—Cerca de Belleplaine.
Estuve a punto de protestar:
—¿Belleplaine? ¡Pero si está en el otro extremo del país!
Sin embargo, me reprimí. ¿No acababa de constatar que no me esperaba nadie y que no tenía un techo bajo el que cobijarme? Entonces, ¿por qué no Belleplaine?
Salimos de la ciudad. De repente, como ocurre con frecuencia en nuestras regiones, dejó de llover y volvió a brillar el sol acariciando con su luminoso pincel los contornos de los cerros. Las cañas en flor tejían un velo malva sobre los campos. Las hojas barnizadas de los ñames trepaban por las varas que sujetaban sus tallos. Y un sentimiento de júbilo disipó la tristeza que me había invadido momentos antes. ¿Pensaba que nadie me esperaba? ¡El país entero se me ofrecía amorosamente! El pájaro zenaida me dedicaba sus trinos. Y el papayo, el naranjo y el granado rebosaban de frutos para mí. Reconfortada, me volví hacia Deodatus que caminaba a mi lado respetando mi silencio.
—¿Pero, quiénes son tus amigos? ¿En qué plantación trabajan?
Emitió una risita coreada por las dos mujeres y respondió:
—No trabajan en ninguna plantación.
Permanecí atónita durante unos instantes y luego pregunté en un tono lleno de incredulidad:
—¿No trabajan en ninguna plantación? ¿Son pues… cimarrones?
Deodatus inclinó la cabeza.
Diez años antes, cuando abandoné Barbuda, los cimarrones eran escasos. Se hablaba únicamente de un tal Ti-Nöel y de su familia que ocupaban Farley Hill. Nadie le había visto nunca. Ahora debía de ser ya un anciano. Sin embargo, aún se ponderaban su juventud y su audacia, y se contaban una y otra vez sus hazañas: «El fusil del blanco no puede matar a Ti-Nöel. Su perro no puede morderle. Su fuego no puede quemarle. ¡Papá Ti-Nöel, ábreme la barrera!».
Deodatus me explicó:
—Mis amigos se hicieron fuertes en los cerros cuando los franceses atacaron la isla hace unos años. Entonces los ingleses quisieron reclutar a la fuerza esclavos para su defensa. Pero éstos se dijeron: «¿Qué? ¿Morir por las disputas entre los blancos?». Y tomaron las de Villadiego. Se refugiaron en Chalky Mountain y los ingleses no consiguieron expulsarlos.
De nuevo las mujeres rieron.
No sabía que pensar. A pesar de todo lo que había soportado y a pesar de mis deseos de venganza, que todavía no había satisfecho, no me sentía con ánimos para mezclarme entre los cimarrones y arriesgar la vida. Anhelaba, sobre todo, vivir en paz en mi isla reencontrada. Quizás a causa de ello el resto del trayecto se efectuó en silencio. Cuando el sol estuvo en mitad del cielo las mujeres nos hicieron una seña para que nos detuviéramos y sacaron de sus macutos frutas y carne seca. Repartieron aquella comida frugal que Deodatus remató por su parte con un trago de ron. Después continuamos nuestro camino. El terreno se hacía cada vez más montañoso mientras la vegetación aumentaba desenfrenada y lujuriosamente como si quisiera, ella también, proteger a los que estaban fuera de la ley. En un momento dado las mujeres gritaron al unísono:
—¡Ago!
Los zarzales se agitaron y aparecieron tres hombres armados con fusiles. Nos saludaron calurosamente y nos vendaron los ojos. Penetramos en el campamento de los cimarrones sumidos en la oscuridad.
Los cimarrones me escuchaban sentados en círculo. No eran muy numerosos, apenas una quincena con sus mujeres y sus hijos. Y reviví mis sufrimientos, mi comparecencia ante el Tribunal, las acusaciones sin fundamento, las serviles declaraciones, la traición de los que amaba. Cuando me callé se pusieron a hablar todos a la vez:
—¿Cuántas veces te encontraste con Satanás?
—¿Es más fuerte que el más robusto de los entibadores?
—¿Te hizo escribir en su libro, si es que sabes escribir?
Christopher, su jefe, un hombre de unos cuarenta años, plácido como aquellos ríos que fluyen inexorablemente hasta el mar, impuso silencio con un gesto y dijo en tono de excusa:
—Perdónales, son guerreros, no gangreks[13], y no han comprendido que fuiste acusada injustamente. Porque eras inocente: ¿verdad?
Incliné afirmativamente la cabeza. Insistió:
—¿No tienes poder alguno?
Desconozco el sentimiento que dictó mi respuesta. ¿Vanidad? ¿Deseo de despertar un interés más vivo a los ojos de aquel hombre? ¿Sed de sinceridad? Contesté a su pregunta intentando explicarme:
—He heredado algunos poderes de la mujer que me educó. Era una nago. Pero sólo me sirven para hacer el bien…
Los cimarrones me interrumpieron a coro:
—¿Hacer el bien? ¿Incluso a tus enemigos?
No supe qué responder. Por suerte, Christopher ordenó la retreta general levantándose y bostezando:
—Mañana será otro día.
Me habían habilitado una choza cerca de la que él ocupaba con sus dos compañeras, pues había restablecido para su beneficio la costumbre africana de la poligamia. Mi jergón me pareció el más mullido de los colchones a pesar de yacer en el suelo de tierra bajo un frágil techo de paja. ¡Ay, cómo me había zarandeado la vida! De Salem a Ipswich, de Barbuda a América, ida y vuelta. Pero ahora había llegado por fin el momento de mi reposo y podía decirle: «Ya no me maltratarás más».
La lluvia que había cesado volvió a arreciar furiosa y exasperada como un visitante a quien le han cerrado todas las puertas.
Estaba a punto de dormirme cuando oí un ruido en el vestíbulo de mi cabaña. Creí que se trataba probablemente de mis invisibles, venidos a reprocharme mi huida, cuando apareció Christopher sosteniendo una antorcha por encima de su cabeza.
—¿Qué sucede? ¿No te bastan dos mujeres?
Levantó los ojos al cielo con un gesto que me molestó mucho, y respondió:
—Escucha, no tengo ganas de bromear.
Le interrogué, coqueta a pesar mío, pues todas mis desgracias no habían disminuido este profundo instinto que hace que me sienta mujer.
—¿Entonces para qué has venido?
Se sentó en un taburete, colocó la antorcha en el suelo y la estancia se pobló de mil sombras danzantes.
—Quiero saber si puedo contar contigo.
Me quede boquiabierta durante un instante antes de exclamar:
—¿Y para qué, Dios mío?
Se inclinó hacia mí.
—¿Recuerdas la canción de Ti-Nöel?
¿Ti-Nöel? No sabía de qué me estaba hablando. Me miró con ojos de conmiseración y se puso a cantar con voz muy entonada:
—Oh papá Ti-Nöel, el fusil del blanco no puede matarle. Las balas del blanco no pueden matarle, resbalan sobre su piel. Tituba, quiero que me vuelvas invencible.
¿Se trataba de eso? Me iba a echar a reír pero me contuve por miedo a irritarle y logré contestar con serenidad:
—Christopher, no sé si soy capaz de hacerlo.
Preguntó con rabia:
—¿Eres una bruja o no lo eres?
Suspiré:
—Cada uno otorga a esta palabra un significado diferente. Todo el mundo cree poder manipular a la bruja a su manera a fin de que satisfaga sus ambiciones, sus sueños, sus deseos…
Me interrumpió:
—Oye, no pienso quedarme aquí escuchando filosofías. Te propongo un trato. Tú me conviertes en invencible y a cambio…
—¿A cambio?
Se levantó y su cabeza rozó el techo de la choza mientras su sombra se extendía sobre mí como un genio protector:
—A cambio te daré todo lo que una mujer puede desear.
Dije irónica:
—¿Es decir?
No me contestó y dio media vuelta. En cuanto hubo abandonado la estancia se oyeron unos suspiros que reconocí de inmediato. Decidí ignorar a Abena, mi madre, y, de cara a la pared, llamé a Man Yaya:
—¿Crees que puedo ayudarle?
Man Yaya chupó su pequeña pipa y exhaló un anillo de humo:
—¿Cómo podrías hacerlo? La muerte es una puerta a la que nadie puede echar el cerrojo. Todos debemos pasar por ella, cada uno a su hora, en su día. Sabes muy bien que sólo podemos mantenerla abierta para los que amamos a fin de que entrevean a los que les han dejado.
Insistí:
—¿No puedo intentar ayudarle? Combate por una causa noble.
Abena, mi madre, estalló en una carcajada:
—¡Hipócrita! No es la causa por la que combate lo que te interesa. ¡Quita allá!
Cerré los ojos en la oscuridad. La terrible perspicacia de mi madre me irritaba. Además yo misma me estaba planteando la pregunta: ¿No estaba harta de los hombres? ¿No estaba cansada del cortejo de desengaños que acompaña a los afectos? Apenas llegada a mi Barbuda ya consideraba la posibilidad de lanzarme a una aventura cuyo fin no podía prever. Una pandilla de cimarrones de los cuales no sabía nada. Me prometí interrogar a Deodatus sobre sus amigos y me dejé vencer por el sueño.
Unos enormes nenúfares blancos me envolvieron con sus pétalos de brocado y en seguida, Hester, Metahebel y mi judío aparecieron a los pies de mi cama, vivos y muertos confundidos en mi cariño y mi nostalgia.
Mi judío parecía sosegado, casi feliz, como si allá, en Rhode Island, le hubieran permitido, por lo menos, honrar a su Dios en voz alta.
La lluvia empezó a caer inundando plantas, árboles, tejados, y por contraste recordé las lluvias glaciales y hostiles de la tierra que había dejado detrás de mí. Ah, sí, la naturaleza cambia de lenguaje según los cielos y curiosamente éste concuerda con el de los hombres. A naturaleza feroz, hombres feroces. A naturaleza benévola y protectora, hombres abiertos a todas las generosidades.
¡La primera noche en mi isla!
El croar de las ranas, los trinos de los pájaros de luna, el cacareo de las aves de corral espantadas por las mangostas y el rebuzno seco de los asnos atados a las güiras, amigos de los espíritus, componían una música continuada. Hubiera deseado que no amaneciera nunca y que la noche terminara en la muerte. De una manera fugaz recordé mis días en Boston, en Salem, pero éstos perdían su consistencia como aquellos que los habían ensombrecido con la hiel de su corazón: Samuel Parris y los demás.
La primera noche…
La isla susurraba con un dulce murmullo:
«Ha regresado. La hija de Abena ya está aquí, la hija de Man Yaya. Ya no nos abandonará más».