¡Mi dulce y cojitranco amante! Recuerdo aquella pobre felicidad que conocimos antes de perderte para siempre.
Cuando te reunías conmigo en la gran cama de la buhardilla nos mecíamos como un barco a la deriva en un mar embravecido. Me guiabas con tus piernas de remero y acabábamos por alcanzar la orilla. El sueño nos ofrecía la dulzura de sus playas y por la mañana, llenos de renovadas fuerzas, podíamos hacer frente a nuestras tareas cotidianas.
¡Mi dulce, cojo y contrahecho amante! La última noche que pasamos juntos no hicimos el amor, como si nuestros cuerpos se hubieran eclipsado delante de nuestras almas. Una vez más te acusaste de tu dureza. Una vez más te supliqué que no me quitaras mis cadenas.
Hester, Hester, no estarías orgullosa de mí, pero algunos hombres que tienen la virtud de ser débiles nos infunden el deseo de ser esclavas.