10

Todo empezó cuando la mezuzah colocada sobre la puerta de entrada de Benjamín Cohen de Azevedo, como en las otras casas judías, fue arrancada y reemplazada por un dibujo obsceno hecho con pintura negra.

Los judíos estaban tan acostumbrados a las persecuciones que Benjamín, olfateando el peligro, enumeró a sus hijos y los hizo entrar en casa como a un dócil rebaño. Estuve buscando durante horas a Moses, el que faltaba. Lo encontré retozando con unos granujas cerca de los muelles con su Rippa colgando de un rizo de sus espesos cabellos rojos. El día siguiente era de Sabbat. Como era habitual, los cinco Levy y los tres Marcus (Rebeca, la mujer de Jacob estaba siempre indispuesta a causa de sus frecuentes embarazos) entraron sigilosos en casa de Benjamín para celebrar el ritual. En cuanto se elevaron sus voces, quizá más temblorosas que de costumbre, una ráfaga de piedras rebotó contra puertas y ventanas.

Yo, que no tenía nada que perder, salí afuera y vi a un grupo de hombres y mujeres, con los siniestros atavíos de los puritanos, concentrados a algunos metros de la casa. Avancé llena de rabia hacia los agresores. Un hombre rugió con voz de trueno:

—Realmente, ¿en qué están pensando los que gobiernan? ¿Para esto hemos abandonado Inglaterra? ¿Para ver proliferar a nuestro lado a judíos y a negros?

Una avalancha de piedras cayó sobre mí. Continué avanzando presa de una cólera tan grande que incendiaba todo mi cuerpo y agilizaba mis piernas.

De repente alguien aulló:

—¿No la reconocéis? ¡Es Tituba, una de las brujas de Salem!

La lluvia de piedras se convirtió en granizo. El día se oscureció. Me sentí igual que Ti-Jean, cuando armado únicamente de su propia voluntad, destroza los cerros, hace retroceder las olas del mar y obliga al sol a seguir su trayectoria. No sé cuánto tiempo duró aquella batalla.

Al atardecer mi cuerpo estaba desfallecido y Metahebel ahogada en sollozos me aplicaba compresas de agua fría en la frente.

Por la noche tuve un sueño. Quería penetrar en un bosque pero los árboles se coaligaban contra mí y las lianas que colgaban de sus copas me envolvían. Abrí los ojos: la habitación estaba llena de humo.

Enloquecida, desperté a Benjamín Cohen de Azevedo que había insistido en dormir a mi lado para curar mis heridas. Se puso en pie de un salto y balbució:

—¡Mis hijos!

Era demasiado tarde. El fuego hábilmente encendido por los cuatro costados de la mansión había devorado la planta baja y el primer piso. Se acercaba ya al desván. Tuve la presencia de ánimo de arrojar por la ventana los jergones de paja sobre los que aterrizamos entre las vigas calcinadas, las tapicerías humeantes y los trozos de metal retorcido. Retiraron nueve pequeños cadáveres de entre los escombros. Quedaba la esperanza de que los niños inmersos en un profundo sueño no hubieran tenido miedo y no hubieran sufrido. Además, ¿no estarían ya junto a su madre?

Las autoridades de la ciudad concedieron a Benjamín Cohen de Azevedo un pedazo de tierra para enterrar a los suyos y aquella parcela se convirtió en el primer cementerio judío de las colonias de América, anterior al de Newport.

Para mayor desastre, los dos barcos pertenecientes a Benjamín y su amigo ardieron en el puerto. Sin embargo creo que esta pérdida material le dejo perfectamente indiferente. Cuando pudo recuperar la serenidad y el habla, Benjamín Cohen de Azevedo vino a mi encuentro:

—Todo esto tiene una explicación racional: nos quieren alejar del provechoso comercio con las Antillas. Temen y odian, como siempre, nuestro ingenio. Pero yo no creo en ello. Es Dios quien me castiga. No sólo por haber gozado contigo, ya que los judíos han tenido siempre un fuerte instinto sexual. Nuestro padre Moisés tenía erecciones a una edad muy avanzada. El Deuteronomio lo dice: «Su poder sexual no había disminuido». Abraham, Jacob, David, tuvieron concubinas. Tampoco me reprocha el haber usado de tus artes para volver a ver a Abigail, pues recuerda el amor de Abraham hacia Sara. Me castiga porque te he negado la única cosa que deseabas: la libertad. Porque te he retenido a mi lado por la fuerza, utilizando aquella violencia que Él condena. Porque he sido egoísta y cruel.

Protesté:

—¡No, no!

Pero no me escuchaba y continuó su discurso:

—Ahora eres libre. He aquí la prueba.

Me alargó un pergamino marcado con diversos sellos al que no dirigí ni una mirada, sacudiendo frenéticamente la cabeza.

—No quiero esta libertad. Deseo quedarme contigo.

Me apretó contra su pecho.

—Me voy a Rhode Island en donde, hasta ahora, un judío tiene derecho a ganarse la vida. Allí me espera un correligionario.

Sollocé:

—¿Qué quieres que haga sin ti?

—Que regreses a tu Barbuda. ¿No es ese tu más preciado anhelo?

—No a este precio, no a este precio.

—Te he reservado una plaza a bordo del Bless the Lord que zarpa dentro de unos días hacia Bridgetown. Toma, ésta es una carta a la atención de un correligionario, un comerciante de aquella ciudad. Se llama David da Costa. Le ruego que te ayude en el caso de que lo necesites.

Como seguía protestando tomó mis manos entre las suyas y me obligó a repetir las palabras de Isaías:

Así habla el Padre Eterno.

El cielo es mi trono

y la tierra mi estribo.

¿Qué casa podrías edificarme

y qué lugar me darías por morada?

Cuando me pude calmar un poco me susurró:

—Concédeme un último favor. Permíteme volver a ver a mis hijos.

La impaciencia del desdichado padre era tan grande que no esperamos a la noche. En cuanto el sol se hubo ocultado detrás de los tejados azulados de Salem nos reunimos en el jardín de los manzanos. Alcé la cabeza hacia los dedos nudosos de los árboles con el corazón hinchado de una amargura que rivalizaba con mi fe. Metahebel apareció la primera con los cabellos cuajados de espigas, semejante a una joven diosa de las religiones primitivas. Benjamín Cohen de Azevedo murmuró:

—Delicia de tu padre, ¿eres feliz?

Ella inclinó afirmativamente la cabeza mientras sus hermanos y hermanas la iban rodeando y preguntó:

—¿Cuándo, cuándo serás uno de los nuestros? Date prisa, padre. En verdad, la muerte es la mayor de las bendiciones.

Muy pronto descubrí que, incluso pertrechada de un documento de emancipación en toda regla, una negra no se hallaba nunca a salvo de molestias y preocupaciones. El capitán del Bless the Lord, un grandullón llamado Stannard, me examinó de pies a cabeza y aparentemente no le gusté nada. Mientras dudaba, examinando y repasando una y otra vez mis papeles, un marinero se acercó a él y le murmuró al oído lo que ya tenía que haber sabido de antemano.

—Cuidado ¡es una de las brujas de Salem!

¡Otra vez! Otra vez volvía a ser calificada con aquel epíteto. Sin embargo, decidí no dejarme intimidar y repliqué:

—Hace ya cerca de tres años que el gobernador de la Colonia ha dictado un indulto general. Las supuestas «brujas» han sido absueltas.

El marinero añadió sarcástico:

—Quizá sea así, pero confesaste tu crimen. No hay perdón para ti.

Presa de desánimo no me atreví a contestar nada. No obstante en las pupilas de animal salvaje del capitán apareció un fulgor astuto y dijo:

—¿Sabes impedir las enfermedades por arte de magia? ¿Y los naufragios?

Me encogí de hombros.

—Se curar algunas enfermedades. En cuanto a los naufragios no puedo hacer nada con ellos.

Apartó la pipa de su boca y escupió en el suelo un salivazo negro y maloliente.

—Negra, cuando te dirijas a mí llámame «patrón» y baja los ojos, si no te haré volar en pedazos los pocos dientes que te quedan.[10] Sí, te llevaré hasta Barbuda, pero a cambio de mi bondad velarás por la salud de mi tripulación e impedirás los vendavales.

Yo no dije una palabra.

Entonces me condujo al fondo del puente atestado de cajas de pescado, de toneles de vino, de botellas de aceite y me indicó un espacio entre unas jarcias enrolladas.

—¡Viajarás aquí!

A decir verdad yo no estaba de humor para protestar y defenderme. No pensaba más que en los trágicos acontecimientos que acababa de vivir. Man Yaya lo había dicho y repetido: «Lo que cuenta es sobrevivir».

Pero Man Yaya estaba equivocada: la vida no es más que una piedra atada al cuello de los hombres o de las mujeres. ¡Amarga y ardiente poción!

¡Oh Benjamín, mi dulce y cojitranco amante! Había tomado la ruta de Rhode Island con una plegaria en sus labios:

«Sh’ma Yisrael: Adonai Elohenu Adonai Ehad».

¿Cuántas lapidaciones, cuántos incendios, cuánta sangre burbujeante, cuántas genuflexiones faltaban todavía?

Empecé a imaginar una vida con otro curso, otro significado, otra urgencia.

El fuego devasta la copa del árbol. El rebelde ha desaparecido entre la nube de humo. Significa que ha triunfado de la muerte y que su espíritu permanece. El círculo amedrentado de los esclavos retoma su entereza. El espíritu permanece.

Sí, otra urgencia.

Mientras tanto coloqué como pude entre las jarcias el cesto que contenía mis pobres pertenencias, me envolví en mi ancha capa y me esforcé en disfrutar del momento presente. A pesar de todo estaba viviendo la realización de un sueño que a menudo me había hecho pasar la noche en vela. Me disponía a regresar a mi país natal.

Su tierra tan rojiza como siempre, tan verdes sus cerros, tan violáceas sus cañas congo llenas del mismo jugo pringoso. Tan satinado como siempre el cinturón de esmeralda que envuelve su cintura. Pero los tiempos han cambiado. Los hombres y las mujeres no aceptan ya el sufrimiento. El Rebelde desaparece entre una nube de humo. Su espíritu permanece. Los temores se disipan.

A media tarde me sacaron de mi refugio para curar a un marinero. Era un negro destinado a las cocinas, que temblaba de fiebre. Me observo con aire de sospecha.

—Me dicen que te llamas Tituba. ¿Eres la hija de Abena, la que mató al blanco?

Al comprobar que seguían reconociéndome después de diez años de ausencia, mis ojos se llenaron de lágrimas. Había olvidado la facultad de recuerdo que tiene nuestro pueblo. No se le escapa nada. ¡Ah no! Todo queda grabado en su memoria.

Balbucí:

—Sí, has pronunciado mi nombre.

Su mirada se empañó, rebosante de dulzura y respeto:

—Parece ser que allá te trataron muy mal.

¿Cómo lo sabía? Estallé en sollozos y a pesar de mis gemidos pude oír sus torpes palabras de consuelo.

—Estás viva, Tituba. ¿No es esto lo esencial?

Sacudí convulsivamente la cabeza. No, no era lo esencial. Era preciso, sí, era preciso que la vida cambiara de sabor. ¿Pero cómo lograrlo?

Desde entonces, Deodatus el marinero vino a sentarse cada día a mi lado y a ofrecerme alimentos escamoteados de la mesa del capitán sin los cuales no hubiera podido sobrevivir al viaje. Era, como Man Yaya, un nago del golfo de Benin. Cruzaba las manos detrás de la nuca y observando el dibujo enrevesado de las estrellas, me tenía en vilo:

—¿Sabes por qué el cielo está separado de la tierra? En otros tiempos estaban muy juntos y antes de acostarse charlaban como dos viejos amigos. Pero las mujeres irritaban al cielo con el estruendo de sus morteros y de sus chillidos mientras preparaban la cena. Entonces se fue retirando cada vez más arriba, cada vez más lejos, detrás de ese inmenso azul que se extiende sobre nuestras cabezas.

»¿Sabes por qué la palmera es la reina de los árboles? Porque cada una de sus tres partes es necesaria para la vida. Con sus frutos se fabrica aceite para los sacrificios, con sus hojas se cubren los tejados, con sus nervaduras las mujeres hacen escobas que sirven para limpiar las chozas y las pequeñas parcelas que les han sido concedidas.

El exilio, los sufrimientos y la enfermedad se habían concertado en mi existencia de tal forma que casi había olvidado aquellas ingenuas historias. Con Deodatus renacía mi infancia y le escuchaba sin cansarme jamás.

A veces me hablaba de su vida. Había recorrido las costas de África al servicio de Stannard. Desde hacía años éste se dedicaba a la trata de negros y Deodatus le hacía de interprete. Le acompañaba a las cabañas de los jefes con los que ultimaba el vergonzoso tráfico.

—Doce negros por una barrica de aguardiente, una o dos libras de pólvora y un parasol de seda para resguardar a Su Majestad.

Mis ojos se iban llenando de lágrimas. ¡Tantos dolores a cambio de algunos bienes materiales!

—No puedes imaginarte la avidez de aquellos reyes negros. Estaban dispuestos a vender a sus hombres si las leyes, a las que no osaban desafiar, se lo hubieran permitido, y los crueles blancos se aprovechaban de ello.

Hablamos con frecuencia del futuro. Deodatus fue el primero en preguntarme abiertamente:

—¿Qué vas a hacer a tu país?

Y añadió:

—¿Qué sentido tiene tu libertad ante la servidumbre de los tuyos?

No podía contestar, ya que regresaba a mi tierra natal como un niño corre a refugiarse en las faldas de su madre. Tartamudeé:

—Buscaré mi vieja choza por la antiguas propiedades de Darnell y …

Deodatus se burló:

—¿Imaginas que está allá esperándote? ¿Cuándo te marchaste?

Aquellas preguntas me turbaban, pues no podía encontrar respuesta alguna para ellas. Aguardaba, esperaba una señal de los míos. Pero por desgracia ésta no se produjo y permanecí sola. Sola, porque si el agua de las fuentes y de los ríos atrae a los espíritus, la del mar, en continuo movimiento, los espanta. Están en uno y otro lado de su inmensidad enviando, a veces, mensajes a sus seres queridos, pero no la cruzan nunca, pues lo que más temen es tener que detenerse sobre las olas:

¡Cruzad el agua, oh padres míos,

cruzad el agua, oh madres mías!

La plegaria resulto infructuosa.

Al cuarto día la fiebre que había logrado controlar a trancas y barrancas en la persona de Deodatus, se apoderó de otro miembro de la tripulación, después de otro, y de otro más. Tuvimos que resignarnos y admitir que se trataba de una epidemia. ¡Circulan tantas fiebres y enfermedades malignas por África, América y las Antillas a causa de la promiscuidad, la suciedad y la pésima alimentación! A bordo no faltaba ron, ni los limones de las Azores, ni la pimienta de Cayena.

Elaboré unas pociones que daba a beber muy calientes a los enfermos. Froté sus cuerpos sudorosos y agitados con manojos de paja. Hice lo que pude, y ayudada sin duda por Man Yaya, mis esfuerzos fueron coronados por el éxito. Murieron únicamente cuatro hombres; sus cadáveres fueron arrojados al mar que los albergó entre los pliegues de su sudario.

¿Era posible que el capitán no sintiera hacia mí agradecimiento? Al octavo día, el viento amainó completamente, el agua parecía haberse convertido en aceite y el barco empezó a mecerse como el balancín de una abuela en la galería. Stannard me arrastró por los pelos hasta el pie del palo mayor.

—Negra, si quieres salvar la vida, ruega al viento que se levante. Transporto una mercancía perecedera y me veré obligado a echarla por la borda, pero no sin haberte arrojado a ti primero.

No había soñado nunca con poder gobernar a los elementos. En realidad aquel hombre me desafiaba. Me volví hacia él.

—Necesito animales vivos.

¿Animales vivos? Estando el viaje ya muy avanzad no quedaban más que algunas aves destinadas a la mesa del comandante, una cabra con las ubres hinchadas de leche para su desayuno y algunos gatos que eliminaban a las ratas que pululaban por el barco. Me trajeron los animales.

Observe fijamente el mar, bosque incendiado. De repente, de entre las inmóviles brasas apareció un pájaro que se elevó en línea recta hacia el sol. Después se detuvo, describió un círculo y se inmovilizó de nuevo antes de reemprender su fulgurante ascensión. Comprendí que era una señal y que las plegarias de mi corazón no serían desoídas.

Durante un tiempo interminable, cuando el pájaro ya no era más que un punto imperceptible, todo permaneció en suspenso como a la espera de una misteriosa decisión. Luego un penetrante silbido surgió del confín del horizonte y llenó el amplio espacio. El cielo cambió de color pasando de un azul violento a una especie de gris suave. El mar comenzó a rizarse y la espiral del viento arremolino las velas enderezándolas, desatando los cordajes y quebrando en dos un mástil que se desplomó matando en el acto a un marinero. Comprendí que mis sacrificios no habían sido suficientes y que el invisible exigía además un «cordero sin cuernos[11]». Divisamos Barbuda al rayar el alba del decimosexto día.

Cuando busqué a Deodatus entre el barullo de la arribada para despedirme de él, había desaparecido. Me sentí apesadumbrada.