No obstante, con mi dolor sucedió lo mismo que con las demás cosas: se fue apaciguando y disfruté de cuatro meses de paz, no me atrevo a decir de felicidad, en casa de Benjamín Cohen de Azevedo.
Por la noche me susurraba.
—Nuestro Dios no sabe de razas ni de colores. Si quieres puedes convertirte en uno de los nuestros y rezar con nosotros.
Yo le interrumpía con una carcajada.
—¿Tu Dios acepta incluso a las brujas?
Me besaba las manos.
—Tituba, eres mi bruja preferida.
Sin embargo había momentos en los que la angustia reaparecía. Sabía que la desgracia no abandona nunca. Sabía que indultaba solamente a algunos privilegiados y esperaba.
Esperaba.