Benjamín Cohen de Azevedo, el judío que acababa de comprarme, había perdido a su mujer y a sus hijos menores en una epidemia de tosferina. Sin embargo le quedaban cinco hijas y cuatro hijos, para el cuidado de los cuales precisaba urgentemente una mano femenina. No tenía intención de casarse de nuevo, como lo hacían en casos semejantes todos los hombres de la Colonia, por lo que prefirió recurrir a los servicios de una esclava.
Me encontré, pues, cara a cara con aproximadamente una decena de niños de diferentes edades, algunos de ellos con los cabellos negros como la cola de una urraca, otros pelirrojos como su padre, pero todos tenían en común la particularidad de no hablar ni una sola palabra de inglés. En efecto, la familia de Benjamín era oriunda de Portugal, de donde habían huido durante las persecuciones religiosas para refugiarse en Holanda. Desde Holanda, una rama de la familia se trasladó a vivir a Brasil, exactamente en Recife y, otra vez, tuvieron que salir huyendo cuando la ciudad fue tomada por los portugueses. Más tarde está rama se dividió en dos y un clan se estableció en Curaçao mientras el otro intentó hacer fortuna en las colonias de América. Y aquella ignorancia del inglés, aquel incesante parloteo en hebreo o en portugués demostraba la indiferencia de esta familia hacia todo lo que no formara parte de su propia desdicha, hacia todo lo que no fueran las tribulaciones de los judíos en el mundo. Yo me preguntaba si Benjamín Cohen de Azevedo estaba al corriente de los procesos de las brujas de Salem y si no habría entrado con toda inocencia en la cárcel. En cualquier caso, si estaba enterado de aquella triste historia la atribuía a aquella crueldad innata que caracterizaba a los llamados gentiles, y me absolvía de una manera total. Es decir, que dentro de todo, había tenido suerte.
Los únicos visitantes que se infiltraban furtivamente en cada de Benjamín Cohen de Azevedo eran media docena de judíos que acudían a celebrar con él el ritual del sábado. Supe que habían pedido permiso para disfrutar de una sinagoga y que su petición había sido denegada, por lo cual se apretujaban en una habitación de la casona ante unos candelabros de siete brazos cuajados de velas y musitaban con voz monocorde unas palabras misteriosas. La víspera de aquellos días no se podía encender las luces y la tropa de chiquillos comía, se lavaba y se acostaba en la más completa oscuridad.
Benjamín Cohen de Azevedo mantenía una constante relación epistolar y comercial con otros Cohen, Levy o Frazier que vivían en Nueva York (ciudad que él se obstinaba en llamar Nueva Amsterdam) o Rhode Island. Se ganaba sobradamente la vida con el comercio de tabaco y era dueño de dos barcos con su correligionario y amigo Judah Monis. Aquel hombre, cuya fortuna debía ser considerable, no estaba imbuido de vanidad alguna. Se cortaba él mismo sus trajes de las piezas de tela llegadas de Nueva York y se alimentaba de pan sin sal y de sémola. El primer día que empecé a trabajar para él me alargó un pequeño frasco diciendo con voz cascada:
—Mi difunta Abigail preparaba este mejunje. Es un remedio que te fortalecerá.
Luego se alejó con los ojos bajos como si se avergonzara de la bondad de su corazón. Aquel mismo día me trajo unos vestidos de paño oscuro de corte muy anticuado.
—Toma, pertenecían a mi difunta Abigail y sé que, allí donde se encuentre, se alegrará de que los uses.
Fue la difunta quien nos acercó el uno al otro.
Empezó por tejer entre nosotros una sutil red de pequeños favores, pequeños detalles, pequeños agradecimientos. Benjamín repartía entre Metahebel, su hija mayor, y yo una naranja traída de las islas, me invitaba a tomar una copa de vino caliente de Oporto y extendía sobre mis hombros una manta suplementaria cuando la noche, en mi desván, se presentaba demasiado fría. Yo le planchaba cuidadosamente las toscas camisas, le cepillaba y reteñía la deteriorada y verdosa capa, y añadía una cucharada de miel a su tazón de leche. El día del primer aniversario de la muerte de su compañera le vi tan desesperado que no pude contenerme y me acerqué a él sigilosamente.
—¿Sabes que la muerte no es más que un paso cuya puerta permanece abierta?
Me miró incrédulo. Me envalentoné y proseguí:
—¿Quieres comunicarte con ella?
Sus ojos se desorbitaron. Le ordené:
—Esta noche cuando los niños duerman, reúnete conmigo en el jardín de los manzanos. Hazte con un cordero, o en su defecto, con algún ave de tu amigo el judío.
Confieso que a pesar de mi aparente seguridad no las tenía todas conmigo. ¡Hacía tanto tiempo que no había ejecutado mi arte! En la promiscuidad de la cárcel, entre mis compañeras de infortunio, privada de todos los elementos de la naturaleza que podían ayudarme, no había podido comunicarme con mis seres invisibles más que en sueños. Hester me visitaba con regularidad. Man Yaya, Abena, mi madre, y Yao muy de tarde en tarde. Pero Abigail no tenía que cruzar el agua. No se encontraba lejos, estaba segura de ello, incapaz de separarse de su marido y sobre todo de sus queridos hijos. Algunas plegarias y un sacrificio cumplido ritualmente la harían aparecer. Y el pobre corazón de Benjamín se alegraría.
Hacia las diez Benjamín se reunió conmigo bajo un árbol en flor. Traía consigo un cordero de inmaculado pelaje y con ojos de absoluta resignación. Yo había empezado ya mis salmodias y esperaba que la luna, todavía somnolienta, acudiera esplendorosa a representar su papel en la ceremonia. En el momento decisivo sentí miedo pero unos labios se posaron en mi cuello y supe que se trataba de Hester que venía a infundirme valor.
La sangre inundó la tierra y su olor áspero resecó nuestras gargantas.
Al cabo de un rato, que me pareció interminable, apareció una figura que se fue acercando a nosotros. Era una mujercita con una tez muy pálida y los cabellos negros. Benjamín cayó de rodillas.
Me aparté por discreción. El diálogo entre los esposos fue largo y extenso.
Desde aquel día, cada semana permití que Benjamín Cohen de Azevedo volviera a ver a aquella figura a quien había perdido y a la que tan ferozmente añoraba. Esto ocurría generalmente el domingo por la noche, cuando los últimos amigos llegados para intercambiar noticias de los judíos diseminados por el mundo entero se habían retirado después de la lectura de un versículo de su libro sagrado. Benjamín y Abigail hablaban, creo, de los progresos de sus negocios, de la educación de sus hijos, de las preocupaciones que éstos les causaban, sobre todo el pequeño, Moses, que se empeñaba en frecuentar a los gentiles y en hablar su lengua. Yo había oído algunas conversaciones en hebreo y el extraño sonido de aquel idioma me llenaba de angustia.
Al cabo de un mes, Benjamín me pidió permiso para que su hija Metahebel estuviera presente durante aquellas entrevistas.
—No puedes imaginarte lo que la muerte de su madre significó para ella. Las separaban sólo dieciséis años y Metahebel estaba unida a Abigail como si fueran hermanas. En los últimos tiempos mi amor las confundía a ambas. Tenían la misma risa, las mismas trenzas morenas enroscadas alrededor de la cabeza y de su pálida tez se desprendía el mismo aroma. Tituba, a veces dudo de Dios cuando veo que es capaz de separar a un hijo de su madre. ¡Dudar de Dios! Ya ves, no soy un buen judío.
¿Cómo podía habérselo negado?
Teniendo en cuenta, sobre todo, que Metahebel era mi favorita entre la tropa de chiquillos. Era tan dulce que la idea de lo que la vida, caprichosa e irreflexiva como una arpía, pudiera hacer con ella me llenaba de espanto. Se preocupaba siempre por los demás. Hablaba ya un poco de inglés y a veces me decía:
—¿Por qué hay nubes en el fondo de tus ojos, Tituba? ¿En qué piensas? ¿En los tuyos que son como tú, esclavos? ¿No sabes que Dios bendice el sufrimiento y reconoce a través de él a los suyos?
Aquella declaración de fe no me convenció en absoluto y sacudí la cabeza.
—Metahebel, ¿no es hora ya de que las víctimas cambien de bando?
Desde entonces fuimos tres a tiritar en el jardín esperando las apariciones de Abigail. Los esposos dialogaban primero. Después la hija se acercaba a su madre y permanecían a solas.
¿Por qué cualquier relación teñida de un poco de afecto entre un hombre y una mujer acaba siempre plasmándose en la cama? No salgo de mi asombro.
¿Cómo Benjamín Cohen de Azevedo, tan inmerso él en el recuerdo de una muerta y yo en el de un ingrato, llegamos a emprender juntos el camino de las caricias, de los abrazos, del placer dado y recibido?
Creo que la primera vez que esto ocurrió, se sorprendió más que yo misma, pues estaba seguro de que su sexo era un utensilio fuera de servicio, y grande fue su extrañeza al comprobarlo inflamado, rígido y penetrante, hinchado de un abundante jugo. Se sorprendió y se avergonzó al mismo tiempo ya que inculcaba a sus hijos el horror hacia el pecado de la fornicación. Se apartó de mí tartamudeando unas palabras de disculpa que fueron barridas por una nueva oleada de deseo. En lo sucesivo viví aquella extraña situación de ser a la vez amante y criada. Durante el día no tenía ni un momento de reposo. Debía cardar la lana, hilar, despertar a los niños, ayudarles a lavarse, a vestirse, preparar el jabón, hacer la colada, planchar, teñir, tejer, remendar los trajes, las sabanas, las mantas, e incluso poner suelas a los zapatos, sin olvidarme del sebo para las velas, de los animales que había que alimentar y de la limpieza de la casa. Por razones de orden religioso no preparaba las comidas. Metahebel era la encargada de hacerlo y me disgustaba que su juventud se consumiera en aquellas tareas domésticas.
Por la noche Benjamín Cohen de Azevedo entraba en la buhardilla donde yo dormía en una cama de barrotes de cobre. Tengo que confesar que cuando se desnudaba y mostraba su cuerpo cerúleo y cojitranco no cesaba de acordarme del cuerpo musculado y moreno de John Indien. Un nudo doloroso me agarrotaba la garganta y luchaba para ahogar mis sollozos. Sin embargo esta sensación no duraba demasiado y con mi contrahecho amante me sumergía en seguida en un mar de delicias. No obstante, los momentos más dulces eran aquellos durante los cuales hablábamos. De nosotros, solamente de nosotros.
—Tituba, ¿sabes lo que es ser judío? En el año 629 los merovingios de Francia nos expulsaron de su reino. Después del cuarto concilio del Papa Inocencio III los judíos fueron obligados a llevar una marca en forma de círculo sobre su vestimenta y a cubrirse la cabeza. Ricardo Corazón de León antes de emprender la cruzada dispuso un asalto general contra los judíos. ¿Sabes de entre nosotros cuántos perdieron la vida durante la Inquisición?
Le interrumpí para exponer mis propias quejas.
—¿Y nosotros? ¿Sabes cuántos de entre nosotros bañan de sangre las costas de África?
Pero él Proseguía:
—En 1298 todos los judíos de Rottingen fueron exterminados y la ola de crímenes se extendió por Baviera y Austria… En 1336 derramamos nuestra sangre desde el Rin hasta Bohemia y Moravia.
Sus argumentos pesaban más que los míos.
Una noche en la que habíamos gozado más intensamente que de costumbre, Benjamín murmuró con pasión:
Hay una sombra siempre en el fondo de tus ojos, Tituba, ¿qué puedo darte para que seas feliz o casi feliz?
—¡La libertad!
No pude reprimir aquella respuesta. Me miró sin pestañear con ojos turbados.
—¿La libertad? ¿Qué harías con ella?
—Montarme en uno de vuestros barcos y navegar hacia mi Barbuda.
Su rostro se endureció, se tornó irreconocible.
—Nunca, nunca, ¿me oyes?, porque si te vas, yo la perdería por segunda vez. No me hables nunca más de esto.
No volvimos a mencionarlo jamás. Las palabras dichas sobre la almohada tienen la misma consistencia que los sueños y la particularidad, como ellos, de ser fácilmente olvidadas.
Volvimos a nuestra rutina cotidiana, a nuestras costumbres. Poco a poco me fui integrando en aquella familia judía. Aprendí a chapurrear el portugués. Me apasioné por los asuntos de naturalización y me irritaba cuando la mezquindad de un gobernador la hacía difícil, casi imposible. Me apasioné también por lo que ocurría con la construcción de las sinagogas y aprendí a considerar a Roger Willians como un espíritu liberal y avanzado, un verdadero amigo de los judíos. Sí, llegué, como los Cohen de Azevedo, a dividir el mundo en dos campos: los amigos de los judíos y los otros, y a calcular las posibilidades que tenían los judíos de ocupar un lugar en el Nuevo Mundo.
Sin embargo, una tarde volví a recuperar mi personalidad un tanto perdida. Venía de llevar una cesta de manzanas secas a la mujer de Jacob Marcus que había dado a luz a su cuarta hija, y cruzaba a paso ligero para luchar contra el frío la ventosa Front Street, cuando oí una voz que me llamaba por mi nombre:
—¡Tituba!
Me encontré frente a una joven negra cuyo rostro me era, en principio, desconocido. Había en aquella época, tanto en la ciudad de Salem como en Boston y en toda la Bay Colony, tal cantidad de negros ocupados en mil serviles tareas que ya no llamaban la atención de nadie.
Al verme vacilar, la joven exclamó:
—¡Soy yo, Mary Black! ¿Me has olvidado?
Mary Black había sido esclava de Nathaniel Putnam. Acusada como yo, por el clan de pequeñas arpías, de ser bruja, había sido conducida a la cárcel de Boston, y nunca más supe nada de ella.
—¡Mary!
De repente el pasado me aplastaba con todo su peso de dolores y humillaciones. Sollozamos durante unos instantes una en brazos de la otra. Después vació en mis oídos un saco lleno de noticias.
—¡Ah sí, ahora se descubre la siniestra maquinación! Las chiquillas estaban manipuladas por sus padres. Líos de tierras, de perras gordas, de antiguas rivalidades. En este momento el viento ha girado y quieren expulsar a Samuel Parris del pueblo, pero él aguanta firme. Reclama retrasos de salarios, leña para la calefacción que nunca fue suministrada. ¿Sabes que su mujer tuvo un hijo?
No quise oír una palabra más sobre aquella historia y la interrumpí.
—¿Y tú qué haces?
Se encogió de hombros.
—Sigo como siempre en casa de Nathaniel Putnam. Me volvió a tomar después del indulto del gobernador Phips. Se ha enfadado con su primo Thomas. ¿Sabes que el doctor Griggs afirma ahora que Mary Putnam y su hija Anne no están bien de la cabeza?
¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde! La verdad llega siempre demasiado tarde porque camina más despacio que la mentira. La verdad anda a paso lento. No me atrevía a formular una pregunta que me quemaba en los labios.
Por fin no pude contenerme:
—¿Y qué ha sido de John Indien?
Dudó y repetí la misma pregunta con más énfasis.
Contestó brevemente:
—Ya no vive en el pueblo.
Me quedé estupefacta.
—¿Dónde está, pues?
—En Topsfield.
—¿En Topsfield? —Cogí a la pobre Mary por el brazo sin darme cuenta de que mis dedos se clavaban en su carne inocente—. Mary, por el amor de Dios, dime que ha sido de él ¿Qué hace en Topsfield?
Por fin se decidió a mirarme de frente.
—¿Te acuerdas de ama Sarah Porter?
Ni más ni menos que una de las demás. Una delgaducha que no levantaba los ojos de su libro de oraciones en la casa de reunión.
—Pues bien, se puso a trabajar para ella y cuando su marido murió al caerse de un tejado, se metió en su cama. Se organizó tal escándalo en el pueblo que tuvieron que marcharse.
Mi aspecto debía ser tan deplorable que añadió en un tono consolador:
—Parece ser que no se llevan nada bien.
No oí el resto de la conversación. Creí que iba a volverme loca mientras las palabras de Hester volvían a sonar dolorosamente en mis oídos:
—Blancos o negros, la vida trata demasiado bien a los hombres.
Y yo, carne de horca, malgastaba todas mis fuerzas en funciones serviles mientras mi hombre, con sus botas de cuero, recorría con aires de conquistador sus nuevas tierras tomando la medida de sus posesiones. La Porter era rica, ahora lo recordaba. Su nombre y el de su difunto esposo figuraban entre los que pagaban los impuestos más elevados.
Aceleré el paso porque el viento se hacía más frío, colándose entre las ropas que Benjamín Cohen me había dado y que todavía guardaban el olor dulzón y penetrante de la muerta.
Aceleré el paso ya que, me di cuenta en seguida, no tenía más que un refugio a donde acudir: la casona de Essex Street.
Cuando llegué era la hora del Minnah. Los niños reunidos alrededor de su padre, pronunciaban las palabras que ya me eran familiares:
«Sh’ma Yisrael: Adonai Elohenu Ehad».
Corrí hacia mi buhardilla y dejé que el dolor se apoderara completamente de mí.