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Deseo a las futuras generaciones que vivan tiempos en los que el Estado sea prudente y se preocupe del bienestar de sus ciudadanos.

En 1692, en el momento en que transcurre esta historia, nada de esto acontecía. Tanto en la cárcel como en el hospicio, nadie estaba protegido por el Estado y era necesario que cada uno, inocente o culpable, pagara los gastos de su manutención así como el precio de sus cadenas.

En general los acusados eran gente acomodada, dueños de tierras y de granjas que podían ser hipotecadas. Por ello no tenían dificultades para satisfacer las exigencias de la Colonia. Samuel Parris hizo saber muy pronto que no pensaba desembolsar nada para mis gastos y el jefe de policía tuvo entonces la idea de resarcirse de aquellos pagos decidiendo emplearme en las cocinas.

La comida más repugnante era siempre buena para el prisionero. Unos carros transportaban hasta el patio de la cárcel las verduras cuyo olor dulzón no ofrecía dudas sobre su mal estado. Coles negruzcas, zanahorias verdosas, boniatos salpicados de mil verrugas, espigas de maíz agorgojadas compradas a mitad de precio a los indios. Una vez por semana, el día de Sabbat, se agasajaba a los detenidos con un hueso de buey hervido en cantidades de agua y algunas manzanas secas. Preparé aquellos tristes alimentos recordando, a pesar mío, las viejas recetas. Cocinar tiene la ventaja de que el espíritu permanece libre mientras las manos se afanan llenas de una creatividad que sólo les pertenece a ellas. Machaqué todos aquellos desechos. Los sazoné con una brizna de menta que crecía por puro azar entre las piedras. Añadí todo lo que pude salvar de un manojo de cebollas nauseabundas. Me esforcé en hacer pasteles que, aunque duros, no eran por ello menos sabrosos.

¿Con qué patrón se miden las reputaciones? Muy pronto ¡oh, sorpresa! me tacharon de excelente cocinera. A partir de entonces fueron reclamados mis servicios para bodas y banquetes.

Me convertí en una silueta familiar deambulando por las calles de Salem, entrando por las puertas traseras de las casas u hoteles. Cuando caminaba, precedida por el tintineo de mis cadenas, las mujeres y los niños salían a los umbrales para verme pasar. Raras veces escuché burlas o injurias. Era sobre todo objeto de piedad.

Cogí la costumbre de llegarme hasta el mar, casi invisible entre los cascarones de los bergantines, de las goletas y de toda clase de embarcaciones.

El mar fue el que me curó.

Su gran mano húmeda cubriendo mi frente, su vapor en las aletas de mi nariz, su sabor amargo sobre mis labios. Poco a poco recomponía mi ser pedazo a pedazo. Poco a poco recobraba la esperanza. ¿En qué? No lo sabía exactamente. Sin embargo en mí surgía una luz suave y débil como la aurora. Me enteré por los rumores de la cárcel que John Indien figuraba en la primera fila de los acusadores y que se había sumado al azote de Dios contra las chiquillas, gritando como ellas y denunciando a diestro y siniestro con una voz aún más potente que la de ellas. Supe también que en el puente de Ipswich, antes que Anne Putnam o Abigail, John Indien había descubierto una bruja bajo la figura harapienta de una pordiosera. Incluso se decía que creyó reconocer a Satanás en la forma candorosa de una nube que flotaba sobre la cabeza de las condenadas.

¿Experimente algún sufrimiento al escuchar todo aquello?

En mayo de 1963 el gobernador Phips, de acuerdo con Londres, declaró un indulto general y las puertas de las cárceles se abrieron de par en par para las acusadas de Salem. Los padres reencontraron a sus hijos, los maridos a sus mujeres, las madres a sus hijas. Yo no encontré a nadie. Aquel perdón no cambiaba nada para mí. Nadie se preocupaba por mi suerte.

Noyes, el jefe de la policía, vino a mi encuentro:

—¿Sabes cuánto debes a la Colonia?

Me encogí de hombros.

—¿Cómo iba a saberlo?

—Todo está calculado.

Y volvió las páginas de un libro.

—Lo ves, aquí está. Diecisiete meses de cárcel a dos chelines y seis peniques por semana. ¿Quién me lo va a pagar?

Con un gesto de ignorancia pregunté a mi vez:

—¿Qué vamos a hacer?

Refunfuñó.

—Buscar a alguien que salde estas deudas y que de resultas te tenga a su servicio.

Reí tristemente.

—¿Quién estará dispuesto a comprar a una bruja?

Esbozó una sonrisa llena de cinismo.

—Un hombre necesitado de dinero. ¿Sabes a qué precio se vende hoy en día un negro? ¡A veinticinco libras!

Con esto finalizo nuestra conversación, y desde aquel momento supe cuál era el destino que me esperaba. Un nuevo amo, una nueva servidumbre.

Empecé a dudar seriamente de la convicción fundamental de Man Yaya según la cual la vida era un don. La vida sólo podría ser un don si cada uno de nosotros pudiera elegir el vientre materno. Por ser engendrado en la carne de una desvalida, de una egoísta, de una zorra que se vengaría en nosotros de los sinsabores de su propia vida, formar parte de la tropa de los explotados, de los humillados, de aquellos a los que se les impone un nombre, una lengua, unas creencias, era un verdadero calvario.

Si algún día he de volver a nacer que sea en el ejercito de acero de los conquistadores. A partir de aquella conversación con Noyes venían cada día unos desconocidos a examinarme. Inspeccionaban mis encías y mis dientes. Palpaban mi vientre y mis pechos. Alzaban mis harapos para observar mis piernas. Después ponían mala cara y decían:

—Está muy delgada.

—¿Dices que tiene veinticinco años? ¡Parece tener cincuenta!

—¡No me gusta su color!

Una tarde obtuve el beneplácito de un hombre. ¡Dios mío, qué hombre! Bajito, con la espalda deformada por una joroba que sobresalía de su hombro izquierdo, con la piel color berenjena y el rostro medio oculto por unas enormes patillas pelirrojas que se juntaban con su puntiaguda barba. Noyes murmuró con desprecio:

—Es un judío, un comerciante con fama de rico. Podría comprar un cargamento de madera de ébano y he aquí que regatea por carne de horca.

No demostré lo injuriosas que fueron para mí aquellas palabras. ¿Un comerciante? ¿Estaría quizá relacionado con las Antillas? ¿Con Barbuda?

De repente observé al judío con los ojos llenos de admiración, como si su enorme fealdad hubiera sido sustituida por la más seductora de las presencias. ¿Simbolizaba de alguna forma la eventualidad con la que yo soñaba?

Me transfiguré y mis ojos relucieron con tanta esperanza y deseo que, confundido sin duda por su significado, dio media vuelta y se alejó renqueando. Tenía, acababa de darme cuenta, una pierna más corta que la otra.

¡Noche, noche, noche más hermosa que el día! ¡Noche proveedora de sueños! Noche, gran lugar de encuentro donde el presente da la mano al pasado, donde se mezclan los vivos con los muertos.

En la celda en la que no quedaban más que la pobre Sarah Daston, vieja y desvalida, y que seguramente iba a acabar su vida entre aquellas paredes, Mary Watkins, que esperaba un amo eventual, y yo, de quien nadie quería nada, logré recogerme para elevar mis ruegos a Man Yaya y a Abena, mi madre. ¡Qué sus poderes reunidos me hagan caer en mano de aquel comerciante cuya mirada me indicaba que también conocía el país de los sufrimientos y que, de un modo que no podía definir, estábamos o podíamos estar en el mismo bando!

¡Barbuda!

Durante los períodos álgidos y más tarde embrutecidos de mi enfermedad, no había pensado mucho en mi tierra natal, pero una vez precariamente recompuestos los pedazos de mi ser, su recuerdo me asediaba de nuevo.

No obstante, las noticias que me llegaban no eran muy alentadoras. El dolor y la humillación se habían adueñado para siempre de la isla. El vil rebaño de negros seguía haciendo girar la rueda de la desgracia. ¡Muele, molino, junto con la caña mi antebrazo, y que mi sangre coloree el azucarado jugo!

¡Y eso no era todo!

Cada día el apetito de los blancos devoraba otras islas vecinas y me enteré también de que en las colonias de América del Sur nuestras manos tejían ahora largos sudarios de algodón.

Aquella noche tuve un sueño.

Mi barco entraba en el puerto con la vela hinchada por la enorme fuerza de mi impaciencia. Me encontraba en el muelle y observaba cómo el casco revocado de alquitrán hendía el agua. Al pie de uno de los mástiles distinguí una forma vaga e imprecisa. Sin embargo, sabía que traía alegría y felicidad. ¿Cuándo llegaría a mi vida? No podía adivinarlo. Sabía que el destino era como un anciano. Camina a pequeños pasos, se detiene para resoplar, continúa andando, se vuelve a detener. Alcanza su meta a su hora. No obstante, me invadió la certidumbre de que las horas más negras habían quedado atrás y que pronto podría respirar libremente.

Aquella noche Hester vino a echarse junto a mí como lo hacía a veces. Apoye la cabeza contra el nenúfar de su mejilla y me apreté contra ella.

Suavemente me sentí invadida por un placer que me llenó de asombro. ¿Se puede experimentar placer apretándose contra un cuerpo igual al de una misma? El placer había tenido siempre para mí la forma de otro cuerpo cuyos huecos albergaban mis protuberancias y cuyas protuberancias se acomodaban en las tiernas llanuras de mi carne. ¿Me estaba indicando Hester el camino de otros goces?

Tres días más tarde Noyes vino a abrir la puerta de mi celda. Detrás de él, pegado a su sombra, se deslizaba el judío, más pelirrojo y patituerto que nunca. Noyes me empujó hasta el patio de la cárcel y allí, el herrero, un hombre macizo con un delantal de cuero, me separó las piernas con brutalidad y colocó un tarugo entre mis tobillos. Luego, con un golpe de mazo tremendamente hábil hizo volar mis cadenas en pedazos. Repitió la misma operación en mis muñecas mientras yo aullaba.

Aullaba con la misma fuerza con que mi sangre, que durante tantas semanas había abandonado mi carne, la volvía a inundar, clavando miles de dardos, miles de botones de fuego bajo mi piel.

Aullaba y aquel aullido, semejante al de un recién nacido aterrorizado, celebró mi regreso al mundo. Tuve que aprender de nuevo a andar. Privada de mis cadenas no lograba mantener el equilibrio y vacilaba como una mujer borracha de alcohol de mala calidad. Tuve que aprender de nuevo a hablar, a comunicarme con mis semejantes, a no contentarme con pronunciar únicamente monosílabos. Tuve que aprender de nuevo a mirar a mis interlocutores a los ojos. También aprendí de nuevo a domar mis cabellos, nido de serpientes silbando alrededor de mi cabeza. Tuve que restregar con ungüentos mi piel seca y agrietada como un cuero mal curtido.

Pocas personas han tenido tanta desdicha: nacer por segunda vez.