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La peste que asolaba Salem se extendió rápidamente a otros pueblos, a otras ciudades y por turno Amesbury, Topsfield, Ipswich, Andover… entraron en la danza. Semejantes a perros cazadores excitados por el olor de la sangre, los hombres de la policía recorrían las pistas y los caminos campestres para acorralar a aquellos a los cuales la pandilla de nuestras pequeñas arpías, dotadas del don de la ubicuidad, no cesaban de denunciar. Por los rumores de la prisión me enteré de que el número de niños detenidos era tan grande que tuvieron que encerrarlos en un edificio de madera recubierto de paja construido a toda velocidad. Por la noche el clamor de sus gritos mantenía despiertos a todos los habitantes. Me sacaron de mi celda para dejar sitio a unas acusadas que merecían, a pesar de todo, un techo sobre sus cabezas, y desde el patio de la cárcel pude contemplar a partir de entonces los carros tambaleantes abarrotados de condenadas. Algunas se mantenían muy erguidas como queriendo desafiar a sus jueces. Otras, por el contrario, gemían de terror y suplicaban como niños un día más de vida o incluso, una hora. Vi a Rebecca Nurse tomar el camino de Gellows Hill y recordé aquella vez en que me había susurrado con su voz temblorosa: «Tituba, ¿no puedes ayudarme?».

Cómo lamentaba no haberla obedecido, pues ahora sus enemigos triunfaban. Por los rumores de la prisión me enteré de que aquellos mismos Houlton habían desencadenado contra ella el rebaño de cerdos de su rencor. Se agarraba a los barrotes de la carreta y su mirada escudriñaba el cielo como intentando comprender algo.

Vi pasar a Sarah Good que había sido encerrada en distinto edificio al de su hija y que conservaba su aspecto canalla y guasón de siempre. Me miró, atada como un animal a un poste, y me espetó:

—Sabes, prefiero mi suerte a la tuya.

Después de estas ejecuciones del 22 de septiembre regresé a la cárcel.

La tabla en la que me acosté me pareció el más mullido de los jergones y aquella noche soñé con Man Yaya que llevaba un collar de flores de magnolia. Me repitió su promesa: «Saldrás viva de todo esto» y me contuve de no preguntarle: «¿Para qué?».

El tiempo se desperezaba sobre nuestras cabezas.

Es curioso como el hombre se resiste a confesarse vencido.

Por la cárcel empezaron a circular leyendas. Se murmuraba que los hijos de Rebecca Nurse, que habían ido al atardecer a sacar el cuerpo de su madre de la ignominiosa fosa en la que el verdugo la había arrojado, habían encontrado en su lugar una rosa blanca y perfumada. Se cuchicheaba que el juez Noyes que había condenado a Sarah Good acababa de morir misteriosamente vomitando un mar de sangre. Se hablaba de una extraña enfermedad que atacaba a las familias de los acusadores y se llevaba a un gran número de ellos a la tumba. Se contaba… Se adornaban las historias.

Todo era un gran murmullo de palabras, suave y tenaz como el de las olas del mar.

Quizás eran estas palabras las que mantenían de pie a las mujeres, los hombres y los niños; que les ayudaban a hacer girar la rueda de la vida. Sin embargo, un suceso imprevisto perturbó a todas aquellas almas. Aunque ya estaban acostumbrados a ver pasar la carretilla tambaleante de condenados, la noticia de que Gilles Corey había sido atormentado hasta la muerte causó un horror especial. Nunca había sentido mucha simpatía hacia Gilles Corey y su mujer, el ama Martha, quién tenía la mala costumbre de persignarse siempre que se tropezaba conmigo.

Cuando me enteré de Gilles había declarado contra ella no sentí ninguna emoción. ¿No me había traicionado también John Indien pasándose al bando de mis acusadores?

Pero el hecho de que aquel anciano acusador convertido en acusado, había sido tumbado de espaldas mientras los jueces ordenaban amontonar sobre su pecho piedras y rocas cada vez más pesadas, hacía dudar de la naturaleza de aquellos que nos condenaban. ¿Dónde estaba Satanás? ¿Se escondía quizás entre los pliegues de las capas de los jueces? ¿No hablaba tal vez por la boca de los juristas y de los hombres de la Iglesia?

Se decía que Gilles sólo había abierto la boca para reclamar piedras cada vez más pesadas con el fin de acelerar su final, abreviando sus sufrimientos. Pronto surgió un cántico:

Corey, oh Corey

para ti las piedras no tienen peso.

Para ti las piedras son

plumas al viento.

El segundo acontecimiento que sobrepasó en horror al primero fue la detención de George Borroughs. Como dije anteriormente, George Borroughs había sido pastor en Salem antes que Samuel Parris y, de la misma manera que este último, tuvo todas las dificultades del mundo para que le respetaran los términos de su contrato. Mientras su alma emprendía el gran viaje, una de sus esposas se había acostado en una habitación de nuestra casa. La noticia de que aquel hombre de Dios podía estar acusado de ser el favorito de Satanás, sumió a toda la prisión en la más honda consternación.

Dios, aquel Dios por el amor del cual habían abandonado Inglaterra, sus prados y sus bosques, les daba ahora la espalda.

No obstante, a principios de octubre nos enteramos de que el gobernador de la Colonia, el gobernador Phips, había escrito a Londres para pedir consejo sobre la conducta a seguir en relación a los procesos de brujería. Supimos también, poco después, que la Corte de Oyer y Terminer no se reuniría más y que iba a ser constituido otro tribunal cuyos miembros serían menos sospechosos de colusión con los parientes de las acusadoras.

Debo confesar que todo esto no me concernía demasiado. Lo sabía, yo estaba condenada a vivir.