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Con frecuencia pienso en el niño de Hester y en el mío. Niños nonatos. Niños a los que, por su bien, les negamos la luz y el sabor salado del sol. Niños que nosotras indultamos pero a los que, paradójicamente, compadezco. Niños o niñas ¿qué importa? A ellos dos les canto mi antigua endecha:

La piedra de la luna ha caído en el agua

en el agua del río,

y mis dedos no han podido recuperarla.

¡Pobre de mí!

La piedra de la luna ha caído.

Sentada sobre la roca al borde del río

yo lloraba y me lamentaba.

¡Oh! piedra dulce y brillante,

reluces en el fondo del agua.

El cazador pasó por allí

con sus flechas y su carcaj:

Hermosa, hermosa, ¿por qué lloras?

Lloro porque mi piedra de luna

yace en el fondo del agua.

Hermosa, hermosa, si únicamente es esto,

te voy a ayudar.

Pero el cazador se sumergió y se ahogó.

Hester, mi corazón se hace pedazos.

Una mañana, como si de una broma se tratara, hicieron entrar en mi celda a una niña. Al principio mis ojos enturbiados por el dolor no la reconocieron. Más tarde recobré la memoria. ¡Dorcas Good! Era la pequeña Dorcas, de unos cuatro años de edad, a la que siempre había visto metida entre las sucia faldas de su madre, hasta que ahora un oficial de policía la había separado de ella.

La pandilla de pequeñas arpías la había denunciado y unos hombres habían trabado con cadenas de hiero los brazos, las muñecas y los tobillos de aquella inocente. Estaba demasiado absorta en mi propia desgracia para prestar atención a la de los demás. No obstante, a la vista de la pobre chiquilla, mis ojos se llenaron de lágrimas. Me miró y me dijo:

—¿Sabes dónde está mi madre?

Tuve que confesar que lo ignoraba. ¿Habría ya sido ejecutada? En la cárcel se rumoreaba que había parido otro hijo, un niño, el cual, hijo del diablo, había regresado al infierno al que pertenecía. No sabía nada más.

Desde entonces canté también para Dorcas, la hija de la mujer que me había delatado vilmente, mi estribillo familiar: «Mi piedra de luna ha caído al agua».