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No fui testigo ocular de la peste que azotó a Salem, ya que después de mi declaración fui encadenada en la granja de Deacon Ingersoll.

El ama Parris fue muy pronto presa de remordimientos.

Vino a verme y lloró:

—Tituba, ¿qué te han hecho, a ti, la mejor de las criaturas?

Intenté alzar los hombros pero no pude moverme, tan fuertes y apretadas eran las ataduras que me aprisionaban. Repliqué:

—Esto no es lo que usted decía hace dos semanas.

Sollozaba cada vez más:

—He sido engañada, he sido engañada. Ahora veo lo que hay detrás. Sí, una conspiración de Parris y de sus seguidores para ensuciar, arruinar…

La interrumpí porque esto no me importaba ya nada, y le pregunté, a pesar mío con gran ternura:

—¿Y Betsey?

Alzó la cabeza.

—La he apartado de este horrible carnaval y la he mandado a casa del hermano de Samuel Parris, Stephan Sewall, que vive en la ciudad de Salem. Es bueno. Creo que a su lado nuestra pequeña Betsey recuperará la salud. Antes de partir me encargó que te dijera que te quería y que la perdonaras.

No contesté nada.

A continuación, el ama Parris me informó de lo que ocurría en el pueblo.

—Sólo puedo compararlo a una enfermedad que al principio parece benigna porque afecta a unas partes del cuerpo que no tienen importancia.

¿No tienen importancia?

Es cierto que yo no era más que una esclava negra. Es cierto que Sarah Good era una pordiosera. Tan grande era su miseria que tuvo que dejar de ir a la casa de reunión por no poder vestir adecuadamente. Es cierto también que Sarah Osburne tenía mala fama ya que había recibido prematuramente, en su cama de viuda, al obrero irlandés llegado para ayudarla en la explotación de su hacienda. Pero, a pesar de todo, al oír cómo nos mencionaba, con aquella tremenda frialdad, el corazón me dio un vuelco.

Sin sospechar por un momento los sentimientos que en mí despertaba, el ama Parris prosiguió:

—… luego, gradualmente, ataca a miembros y órganos vitales. Las piernas ya no funcionan, los brazos tampoco. Al final el corazón y el cerebro resultan también afectados. Martha Corey y Rebecca Nurse han sido detenidas.

Abrí la boca, sobrecogida. El ama Rebecca Nurse. ¡Era inaudito! Si la fe de Dios pudiera tomar forma humana, se encarnaría en aquella mujer. El ama Parris continuó:

—Emocionó al propio juez Hathorne y el primer jurado emitió un veredicto de inocencia. No obstante no pareció suficiente y ha sido conducida a la ciudad donde deberá comparecer ante otro tribunal.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Es horrible, mi pobre Tituba! Si hubieras visto a Abigail y a Anne Putnam, sobre todo a Anne Putnam, revolcarse por el suelo diciendo a gritos que la pobre vieja las torturaba y que ellas imploraban su piedad, tu corazón se hubiera llenado de dudas y horror. Y ella tranquila y serena, recitaba el salmo de David:

El padre Eterno es mi pastor, nada me faltará.

Necesito descansar en sus verdes pastos,

me dirige hacia unas aguas apacibles,

restaura mi alma.

Escuchando los estragos que el mal causaba en Salem, me mordía los puños pensando en John Indien.

En efecto, las acusadas no cesaban de mencionar a un «hombre negro» que las obligaba a escribir en su libro. Un espíritu perverso podía muy bien caer en la tentación de identificarlo con John Indien. ¿No sería éste a su vez perseguido? Sin embargo, tamaña preocupación parecía carecer de fundamento. Las pocas veces que franqueaba el umbral de la granja en la que yo gemía, John Indien presentaba un aspecto saludable y bien alimentado, y sus ropas se veían limpias y planchadas. Incluso llevaba ahora una recia capa de lana que le envolvía todo el cuerpo y le abrigaba. Y las palabras de Hester me volvían a la memoria: «Blancos o negros, la vida trata demasiado bien a los hombres».

Un día lo acucié con tantas preguntas que John Indien dijo un tanto irritado:

—¡No te preocupes por mí!

Insistí y bajó la voz:

—Se aullar con los lobos.

—¿Qué quieres decir?

Se dio media vuelta y me miró sin pestañear. ¡Ay, cuánto había cambiado mi hombre! Nunca había sido muy valiente, ni muy fuerte, pero sí cariñoso. Ahora, una expresión astuta deformaba su rostro, estirando de una manera inquietante sus ojos hacia las sienes y alumbrándolos con un fuego malicioso, hipócrita. De nuevo balbuceé:

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, mi desgarrada mujer, que no soy como tú. ¿Crees que únicamente Abigail, Anne Putnam y las demás arpías saben berrear, contorsionarse y caer como una pieza al suelo y jadear: «¡Ay, me pellizcas, me haces daño! Déjame ya»?

Le miré un instante sin comprender. Después la luz me iluminó. Murmuré:

—John Indien, ¿tú también finges ser atormentado?

Inclinó la cabeza afirmativamente y dijo en tono presuntuoso:

—Hace unos días tuve mi mayor hora de gloria.

Imitó, por turno, a los jueces y a las muchachas sentadas en semicírculo:

—John Indien, ¿quién te atormenta?

»—Primero el ama Proctor y después el ama Cloyse.

»—¿Qué te hacen?

»—Me traen el Libro.

»—John Indien, di la verdad: ¿Quién te atormenta?[9]

—Porque el juez Thomas Danforth dudaba de mí como nunca había dudado de nadie. ¡Asqueroso racista!

Me desmoroné. Sentía vergüenza. Pero ¿por qué? ¿No había sido coaccionada yo también? ¿No había tenido que mentir para salvar el pellejo? ¿Y era la mentira de John Indien más fea que la mía?

Sin embargo, por mucho que quisiera convencerme a mí misma de lo contrario, a partir de aquel momento mis sentimientos hacia John Indien empezaron a cambiar. Me parecía que había pactado con sus verdugos. ¡Quién sabe! Si yo me encontraba en aquella plataforma de infamia, objeto de desprecio y terror, acuciada por jueces rencorosos, ensordecida por fingidos alaridos de angustia, ¿habría sido él capaz de gritar: «¡Ay, ay, Tituba me atormenta! ¡Sí, sí, mi mujer es una bruja!»?

¿Se daba cuenta John Indien de lo que yo experimentaba? ¿O había otra razón? Lo cierto es que sus visitas cesaron. Me llevaron otra vez a Ipswich. Los habitantes de los pueblos vecinos Topsfield, Beverly, Lynn, Malden, se precipitaban a los caminos para verme tropezar, amarrada a la silla del caballo del robusto mariscal Herrick, y me apedreaban. Los árboles desnudos parecían cruces de madera y mi calvario no se terminaba nunca.

A medida que avanzaba, un sentimiento violento, doloroso e insoportable destrozaba mi corazón.

Tenía la sensación de ir desapareciendo poco a poco, de disolverme por completo.

Sentía que en aquellos procesos de las brujas de Salem que harían correr tanta tinta, que excitarían la curiosidad y la piedad de las futuras generaciones y aparecerían ante todos como el testimonio más autentico de una época crédula y bárbara, mi nombre figuraría únicamente como el de una comparsa sin interés. Se mencionaría aquí y allí que «una esclava originaria de las Antillas practicaba probablemente el hodo». Nadie se preocuparía de mi edad ni de mi personalidad. Se me ignoraría.

A finales de siglo circularían peticiones, se abrirían juicios que rehabilitarían a las víctimas y restituirían a sus descendientes sus bienes y su honor. Yo no sería nunca una de ellas. ¡Condenada para siempre, Tituba!

No existiría ninguna biografía solícita e inspirada que describiera mi vida y mis tormentos.

Y esta futura injusticia me indignaba. ¡Era más cruel que la muerte!

Llegamos a Ipswich justo a tiempo para ver cómo se balanceaba al extremo de la cuerda el cuerpo un condenado, por no sé qué crimen, y contemplar a la multitud allí congregada gritando de satisfacción y aplaudiendo el castigo, según ella tan merecido.

Al entrar en la prisión mi primera gestión fue rogar que me pusieran en la misma celda que Hester. ¡Ah, qué claro había visto dentro de John Indien! No era más que un pobre hombrecito sin amor, sin honor. Mis ojos se llenaban de lágrimas y sólo Hester podía consolarme.

Pero el hombre de la policía, amante del ron, me hizo saber sin levantar la vista del registro, que esto no sería posible. Insistí con la energía de la desesperación:

—¿Por qué, por qué, señor abogado?

Tuvo a bien interrumpir sus garabatos y dijo mirándome fijamente:

—No es posible porque ya no se encuentra aquí.

Me quedé desconcertada mientras miles de suposiciones se atropellaban en mi espíritu. ¿Habría sido indultada? ¿Habría regresado su marido de Ginebra y la había hecho poner en libertad? ¿La habían trasladado al hospicio para dar a luz? Ignoraba los meses que llevaba de embarazo y quizás estaba ya de parto. Logré balbucear:

—Señor abogado, tenga la bondad de decirme lo que ha sido de ella porque no hay en el mundo un alma más seráfica que la suya.

El hombre de la policía exclamó sorprendido:

—¿Seráfica? Pues bien, por muy seráfica que te parezca, a estas horas ya está condenada, pues se ha ahorcado en su celda.

—¿Ahorcado?

—Sí, ahorcado.

Profiriendo alaridos fracturé la puerta del vientre de mi madre. Reventé con mis puños llenos de rabia la bolsa de sus aguas. Me asfixiaba jadeante en aquel líquido oscuro. Quise ahogarme en él.

¿Ahorcado? Hester, Hester, ¿por qué no me has esperado?

Madre, ¿no tendrá fin nuestro suplicio? Si ha de ser así no volveré a ver la luz del día. Permaneceré agazapada entre tus aguas, sorda, muda, ciega, como un alga adherida a las paredes de tu vientre.

Me engancharé de tal forma que no podrás expulsarme jamás y regresaré a la tierra contigo sin haber conocido la maldición del día. ¡Madre, ayúdame!

¿Ahorcada? ¡Me hubiera ido contigo, Hester!

Después de muchas deliberaciones me transportaron al hospicio de la ciudad de Salem, ya que en Ipswich no existía ninguno. Durante los primeros tiempos no distinguí la noche del día. Se confundían en el mismo círculo de dolor. No me habían liberado de mis cadenas, pues temían, no que atentara contra mi vida, cosa que hubiera sido para todo el mundo una feliz solución final, sino que, en un ataque de violencia, agrediera a mis compañeros de infortunio. Vino a visitarme un tal doctor Zerobabel que estudiaba las enfermedades mentales y esperaba ser nombrado profesor de la Universidad de Harvard. Recomendó que se experimentara conmigo una de sus pociones.

«Coger leche de una mujer que alimenta a un varón. Coger también a un gato, cortarle una oreja o parte de ella. Dejar fluir su sangre en la leche. Hacer que la paciente beba de esta mezcla. Repetir la dosis tres veces al día».

¿Me hizo realmente efecto aquella medicación? Acabé por pasar de un estado de extrema agitación a un torpor que fue tomado por el preludio de la curación. Abrí los ojos que mantenía cerrados con obstinación. Empecé a alimentarme. Sin embargo no podía pronunciar ni una palabra.

Como el coste de mi mantenimiento en el hospicio era demasiado elevado y la ciudad de Salem, a la que yo no pertenecía, no podía seguir sufragando los gastos, me volvieron a internar en la cárcel.

Allá encontré infinidad de caras que no reconocí, como si todo lo anterior a la muerte de Hester se hubiera borrado de mi memoria.

Una mañana, no sé por qué causa, recobré el habla y la memoria. Me informé de todo lo que ocurría a mi alrededor. Supe que Sarah Osburne había muerto en la cárcel pero no experimente ningún sentimiento de piedad.

En aquella época de mi vida, la tentación de poner fin a mis días me asediaba continuamente. Me parecía que Hester me había dado un ejemplo que debía seguir. Por desgracia, no tenía el valor suficiente para hacerlo.

Me trasladaron de la cárcel de Ipswich a la de la ciudad de Salem, sin que pudiera llegar a comprender las razones. Una vez ya lejana mi estancia con Samuel Parris y su familia, la ciudad me había dejado un recuerdo bastante grato. Aquella estrecha península encerrada entre dos ríos insolentes rivalizaba con Boston, y los barcos atestaban sus muelles. Sin embargo existía (y mi estado de ánimo me permitía comprobarlo) una especie de nube grisácea cargada de austeridad que flotaba sobre las casas. Pasamos delante de una escuela flanqueada por un patio en el cual unos chiquillos melancólicos esperaban, encadenados a unos postes, los azotes que sus maestros les iban a propinar. En el centro de Court Street se erigía una maciza construcción cuyas piedras habían sido traídas de Inglaterra a un alto precio. Allí se impartía la justicia de los hombres. Bajo sus arcadas se encontraba una multitud de hombres y mujeres silenciosos e inquietos. La cárcel, a su vez, era un edificio oscuro con tejado de paja y de troncos, y su puerta estaba cubierta con planchas de hierro.