Permanecimos durante una semana esperando que se terminaran los preparativos de nuestra comparecencia ante el Tribunal de Salem. Una vez más, a pesar de mis recientes desengaños y del recuerdo de las recomendaciones de John Indien caí en la trampa de la aparente amistad. Tiritaba y sangraba en el pasillo en el que estaba encadenada cuando una mujer introdujo la mano a través de los barrotes de su celda y detuvo a uno de los hombres de la policía:
—¡Aquí hay lugar para dos! Haga entrar a esa pobre criatura.
La mujer que así había hablado era joven, hermosa, no tendría más de veintitrés años. Se había quitado sin pudor la toca y mostraba una lujuriosa cabellera de color ala de cuervo, que, a ojos de algunos, debía simbolizar el pecado y atraer, sin duda alguna, el castigo. Sus ojos también eran negros, no grises como el agua sucia, ni verdes color maldad, sino negros como la sombra bienhechora de la noche. Acercó una jarra de agua, y de rodillas, se esforzó en lavar con esmero mi rostro tumefacto. Embebida en este menester iba hablando para sí misma sin esperar respuesta alguna:
—Tu piel tiene un color magnífico y es capaz, una vez limpia, de disimular tus sentimientos. Miedo, angustia, rabia, repugnancia. Yo no lo he logrado nunca y los arrebatos de mi sangre me han traicionado siempre.
Detuve el vaivén de su mano:
—Ama…
—No me llames «ama».
—¿Cómo debo llamarla entonces?
—Pues por mi nombre: Hester. ¿Y cuál es el tuyo?
—Tituba.
—¿Tituba?
Lo repitió con arrobamiento:
—¿De dónde proviene?
—Mi padre me lo puso al nacer.
—¿Tu padre?
Sus labios formaron un rictus de irritación.
—¿Llevas el nombre que te ha dado un hombre?
En mi extrañeza tardé un instante en responder, y después repliqué:
—¿No sucede igual con todas las mujeres? Primero el nombre de su padre, luego el de su marido…
Dijo pensativa:
—Esperaba que, por lo menos, algunas sociedades escaparan de esta ley. Por ejemplo, la tuya.
Permanecí a mi vez pensativa y añadí:
—Quizás en África, de donde procedemos, fuera así. Pero ya no sabemos nada de África y ha dejado de importarnos.
Se paseaba arriba y abajo de la celda y, como pude comprobar, estaba embarazada. Me quedé sobrecogida. Vino hacia mí y me interrogó con dulzura:
—He oído que te llamaban «bruja». ¿Qué te reprochan?
Llevada, una vez más, por la simpatía que aquella desconocida me inspiraba, me empeñé en explicarle:
—¿Por qué en tu sociedad…
Me interrumpió tajantemente:
—No es mi sociedad. ¿Acaso no estoy proscrita como tú y encerrada entre estas paredes?
Proseguí:
—… en esta sociedad se da a la función de «bruja» una connotación peyorativa y maléfica? La «bruja», si empleamos esta palabra, corrige, endereza, consuela, cura…
Me cortó con una carcajada:
—Entonces no has leído a Cotton Mather.
Hinchó el pecho y recitó con un tono solemne:
—«Las brujas hacen cosas extrañas y malignas. No pueden realizar verdaderos milagros ya que son privilegio, únicamente, de los elegidos y de los trabajadores del Señor».
Reí a mi vez y pregunté:
—¿Quién es ese Cotton Mather?
No contestó y tomó mi cara entre sus manos:
—No puedes haber ejercido el mal, Tituba. Estoy segura de ello. Eres demasiado hermosa. Aunque todos te acusaran, yo proclamaría tu inocencia.
Emocionada por sus palabras me atreví a acariciarle el rostro y murmuré:
—Tú también eres hermosa, Hester. ¿De qué te acusan?
Dijo rápidamente:
—De adulterio.
La miré con espanto, porque conocía la gravedad de esta ofensa a los ojos de los puritanos. Continuó:
—Y mientras me pudro aquí dentro, el que ha engendrado este niño en mi vientre va y viene libremente.
Susurré:
—¿Por qué no le denuncias?
Giró sobre sí misma:
—¡Ay! No conoces el placer de la venganza.
—¿De la venganza? Confieso que no te sigo.
Dijo con pasión salvaje:
—De entre los dos, no soy la más digna de compasión. Por lo menos, si tiene conciencia, cosa que se puede esperar de un hombre de Dios.
Yo estaba cada vez más perpleja. Debió apercibirse de ello ya que vino a sentarse junto a mí sobre el mugriento banquillo de la celda:
—Será mejor que empiece por el principio si quiero que comprendas algo de mi historia.
Inspiró profundamente mientras me tenía pendiente de sus palabras:
—En la bodega del Mayflower, el primer navío que atracó en esta costa, viajaban dos de mis ancestros, el padre de mi padre y el de mi madre, dos huraños «separatistas» que venían a implantar el reino del Dios verdadero. Ya sabes qué peligrosos son semejantes proyectos y omitiré la ferocidad con la que sus descendientes fueron educados. Gracias a ello produjeron una caterva de reverendos que leían los textos de Cicerón, Catón, Ovidio, Virgilio…
La interrumpí:
—No he oído hablar nunca de esa gente.
Levantó los ojos al cielo:
—¡Qué sea para bien! Yo tuve la desgracia de pertenecer a una familia que creía en la igualdad de los sexos y, a la edad en que las niñas juegan sanamente a las muñecas, mi padre me hacía recitar los clásicos. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! A los dieciséis años me casaron con un reverendo amigo de la familia que había enterrado a tres esposas y a cinco hijos. El olor de su boca era tal que me desmayaba, por fortuna, en cuanto me acercaba. Todo mi ser lo rechazaba; sin embargo me hizo cuatro hijos que Dios tuvo a bien llevarse de la tierra. ¡Qué gran favor me hizo!, pues era imposible querer a los retoños de un hombre que odiaba. No quiero ocultarte, Tituba, que las numerosas pociones, decocciones, purgantes y laxantes que ingerí en mis embarazos ayudaron a este feliz desenlace.
Murmuré para mí misma:
—Yo también tuve que matar a mi hijo.
—Por suerte, hace poco más de un año, tuvo que partir hacia Ginebra para entrevistarse con otros calvinistas y tratar el problema de los elegidos y fue entonces… Fue entonces…
Se interrumpió y comprendí que a pesar de sus baladronadas, todavía amaba a su verdugo. Prosiguió:
—La belleza de un hombre tiene algo de indecente. Los hombres no deberían ser guapos, Tituba. Dos generaciones de elegidos estigmatizando la carne y el placer habían dado a luz a aquel ser que hacía pensar, de un modo irresistible, en el placer de la carne. Empezamos a vernos con el pretexto de discutir sobre el pietismo alemán. Más tarde nos encontramos en la cama para hacer el amor y he aquí a lo que he llegado.
Rodeó su vientre con las manos. Pregunté:
—¿Qué va a pasar ahora?
Se encogió de hombros:
—No lo sé… Creo que aguardan el regreso de mi marido para decidir mi suerte.
Insistí:
—¿Qué castigo te pueden infringir?
Se levantó:
—Ya no lapidan a las mujeres adúlteras. Creo que llevan en el pecho una letra escarlata.
Fui yo la que ahora se encogió de hombros:
—¡Si sólo es esto!
Me arrepentí de mi ligereza cuando vi la expresión de su rostro. Aquella criatura tan buena como hermosa sufría un verdadero martirio. Se trataba, una vez más, de una víctima a la que culpabilizaban. ¿Están las mujeres condenadas a esto en este mundo? Intenté, de alguna manera, darle ánimos y esperanza y manifesté:
—¿No estás embarazada? Has de vivir para tu hijo.
Sacudió la cabeza con energía:
—Es necesario que muera conmigo. Simplemente. Ya lo voy preparando para ello por la noche cuando conversamos. Sabes, en este momento nos está escuchando, acaba de llamar a la puerta de mi vientre para atraer mi atención. ¿Quieres que te diga lo que desea? Que nos cuentes un cuento. Una historia de tu país. ¡Complácele, Tituba!
Apoyé la cabeza sobre aquel tierno promontorio de carne, aquella colina viva, a fin de que el pequeño ser que albergaba estuviera cerca de mis labios y comencé a narrar un cuento, y aquellas palabras tomadas del amado ritual, siempre presente, iluminaron nuestro triste recinto.
—¡Tim, tim, leña seca!
»—¿Duerme la corte?
»—No, la corte no duerme.
»—Si la corte no duerme, que escuche pues esta historia, mi historia. Hace mucho tiempo, cuando el diablo todavía llevaba pantalones cortos que descubrían sus rodillas nudosas y llenas de cicatrices, vivía en el pueblo de Wagahaba, en la cima de un puntiagudo cerro, una joven que no tenía padre ni madre. Un ciclón había arrasado la choza de sus padres y la había dejado flotando milagrosamente en una cuna como Moisés sobre las aguas. Estaba sola y triste. Un día, al sentarse en el banco de la iglesia vio, de pie junto al púlpito, a un negro alto, vestido de dril blanco y tocado con un sombrero de paja con una cinta de color negro. Dios mío, ¿por qué las mujeres no pueden vivir sin los hombres? ¿Por qué? ¿Por qué?
»—Padre difunto, madre difunta, necesito a este hombre, si no me moriré.
»—A propósito, ¿sabes si es bueno, si es malo, si realmente es un ser humano, si es sangre lo que llevan sus venas? Puede tratarse de algún humor maloliente y viscoso que afluye a su corazón.
»—Padre difunto, madre difunta, le necesito, si no moriré.
»—Bueno, si lo quieres lo tendrás.
»—Y la joven abandonó su choza y su soledad por aquel desconocido vestido de dril y poco a poco su vida se convirtió en un infierno. ¿No podemos preservar a nuestras hijas de los hombres?
En aquel momento Hester me interrumpió, consciente de la angustia de mi voz:
—¿Qué historia me estás contando, Tituba? ¿Se trata de la tuya? ¡Dímelo, dímelo!
Pero algo dentro de mí me impidió confesar la verdad.
Hester me ayudó a preparar mi declaración. No hay como una hija de reverendo para saber mucho sobre Satanás. Desde la infancia, Hester había compartido con él hasta el pan. Satanás se había revolcado sobre el edredón en su habitación sin fuego mirándola fijamente con sus pupilas amarillentas. Había maullado dentro de todos los gatos negros, y croado encerrado en las ranas. E incluso se había paseado metido en el cuerpo de los ratones grises.
—¡Asústales, Tituba! ¡Dales lo que se merecen! Descríbelo como a un macho cabrío con una nariz en forma de pico de águila, con el cuerpo cubierto de largos pelos negros y con un cinturón hecho de cabezas de escorpiones. Que tiemblen, que se estremezcan, que desfallezcan. Que bailen al son de su flauta que suena en la lejanía. Descríbeles las reuniones de brujas, cada una montada sobre su escoba, con las mandíbulas babeantes pensando en banquetes de fetos y recién nacidos que les será servido acompañado de jarras de sangre…
Rompí a reír:
—Escucha, Hester, ¡todo esto es ridículo!
—Pero ya que lo creen, qué te importa, descríbelo así.
—¿Tú también me aconsejas que los denuncie?
Frunció el ceño.
—¿Quién te ha dado este consejo?
No respondí y se puso seria.
—¡Denunciar, denunciar! Si lo haces te arriesgas a volverte como ellos cuyo corazón no es más que un cúmulo de basuras. Si algunos te han hecho especialmente daño, véngate, si esto te complace. Si no es así, deja planear una nube de dudas a la que, créeme, sabrán darle forma. En el momento oportuno gritarás: «¡Ay, ya no veo nada! ¡Ay, estoy ciega!». Y la jugarreta ya estará hecha.
Dije con ferocidad:
—¡Ah, me vengaré de Sarah Good y de Sarah Osburne que me han denunciado de una forma tan gratuita!
Estalló en carcajadas:
—Eso es. Son demasiado feas para seguir viviendo, no lo dudes. Vamos, empecemos otra vez la lección. ¿Cómo es Satanás? No olvides que tiene muchos disfraces metidos en su bolsa. He aquí por qué los hombres, después del tiempo que hace que lo persiguen, no han sido capaces todavía de echarle mano. A veces es un hombre muy negro…
Ahí la interrumpí:
—Si digo esto, ¿no van a pensar en John Indien?
Tuvo un gesto de irritación, pues Hester se irritaba fácilmente.
—Déjame en paz y no me nombres a tu desgraciado compañero. No vale mucho más que el mío. ¿No debería estar aquí compartiendo tu angustia? Blancos o negros, la vida se porta bien con los hombres.
No hablé más a Hester de John Indien, pues sabía cuales serían sus comentarios sobre él y no me veía capaz de soportarlos.
Sin embargo, en el fondo de mí misma, algo me decía que tenía razón. El color de la piel de John Indien no le había causado tantos quebrantos como a mí el mío, incluso, por muy puritanas que fueran, algunas mujeres no se habían privado de mantener un pequeño y arrullador diálogo con él:
—John Indien, dicen que cantas muy bien y no solamente los salmos.
—¿Yo, ama?
—Sí, sí, cuando labras la tierra de Deacon Ingersoll, dicen que cantas y bailas al mismo tiempo…
Y en mí nacía un rencor quizás injusto.
Mientras ensayábamos mi declaración, Hester y yo hablábamos de nosotras mismas. ¡Oh, cómo me gustaba oírla hablar!
—Me gustará mucho escribir un libro, pero por desgracia las mujeres no escriben. Sólo los hombres nos abruman con su prosa. Hago una excepción con algunos poetas. ¿Has leído a Milton, Tituba? ¡Ah, es verdad que no sabes leer! Paradise lost, Tituba, es la maravilla de las maravillas… Sí, quisiera escribir un libro en el que expondría el modelo de una sociedad gobernada, administrada por mujeres. Daríamos nuestro nombre a nuestros hijos, los educaríamos solas…
La interrumpí burlona.
—¡De todas formas no podríamos hacerlos solas!
Se puso triste.
—No, claro. Necesitaríamos que esos aborrecibles brutos participaran por un momento…
La hice rabiar a sabiendas.
—¡Un momento no demasiado corto! Me gusta tomarme un tiempo…
Acabó por reírse y me atrajo hacia ella.
—Te gusta demasiado el amor, Tituba. Nunca haré de ti una feminista.
—¿Una feminista? ¿Qué es eso?
Me estrechó entre sus brazos y me cubrió de besos.
—¡Cállate! Te lo explicaré más tarde.
¿Más tarde? ¿Habría un más tarde?
Se acercaba el día de nuestra partida hacia Salem, donde íbamos a ser juzgadas. ¿Qué sería de nosotras?
Tenía miedo a pesar de que Hester no cesaba de repetirme que una ley de Massachusetts concede la vida a las brujas que confiesan.
A veces mi miedo era como un niño en el vientre de su madre.
Da vueltas de derecha a izquierda, patalea. A veces era como un malvado animal que me destrozaba el hígado con su pico. Otras veces era como una boa constrictor que me asfixiaba con sus anillos. Había oído decir que habían agrandado la casa de reunión para acomodar en ella, no sólo a los habitantes del pueblo, sino también a los de los alrededores que quisieran tomar parte en el gran festival. Había oído decir que habían montado una tarima en la que nos colgarían a Sarah Good, a Sarah Osburne y a mí, a fin de que todos pudieran contemplarnos. Había oído decir también que los dos jueces nombrados, ambos miembros del Tribunal Supremo de la Colonia, eran famosos por la rectitud de sus vidas y por la intransigencia de su fe: John Hathorne y Jonathan Corwin.
¿Qué podía, pues, esperar?
Aunque me dejaran con vida, ¿de qué me serviría? ¿Podríamos liberarnos John Indien y yo de nuestra servidumbre y navegar rumbo a Barbuda?
Vuelvo a encontrar aquella isla que creía perdida. Su tierra tan rojiza como siempre, sus cerros tan verdes. Sus cañas congo tan cárdenas como antes, ricas de zumo pegajoso, y no menos satinada su cintura de color esmeralda. Pero los hombres y las mujeres siguen sufriendo. Están sumidos en la aflicción. Acaban de colgar a un negro de la copa de ceibo. Las flores y la sangre se confunden. ¡Ay! Olvidaba que nuestra esclavitud no ha terminado. Orejas cortadas, piernas y brazos mutilados. Explotamos en el aire como fuegos artificiales. ¡Vean los confetis de nuestra sangre!
Cuando este estado de ánimo se apoderaba de mí, Hester no podía ayudarme. Por mucho que se esforzara en reconfortarme con sus palabras, no la escuchaba. Entonces, deslizaba entre mis labios un poco de ron cedido por alguno de los hombres de la policía, y yo me adormecía. Man Yaya y Abena, mi madre, venían entonces por turno a reemplazarla y me asistían. Me repetían con ternura:
—¿Por qué tiemblas? Ya te hemos dicho que en todo este asunto serás la única que saldrás con vida.
Quizá. Pero la vida me espantaba tanto como la muerte, sobre todo tan lejos de los míos.
A pesar de la amistad de Hester, la cárcel me dejo una huella imborrable. Aquella flor tenebrosa del mundo civilizado me envenenó con su perfume y nunca más, por su causa, pude respirar de la misma forma. Mi olfato conservaba únicamente la fetidez de tantos y tantos crímenes: matricidios, parricidios, violaciones y robos, homicidios y asesinatos, y sobre todo, el olor de tantos sufrimientos.
El 29 de febrero volvimos a tomar el camino hacia el pueblo de Salem. Durante todo el trayecto Sarah Good me abrumó de injurias y maldiciones. De creerla, mi presencia era la única que había causado tanto daño en Salem.
—Negra, ¿por qué saliste de tu infierno?
Endurecí mi corazón. ¡Ah, sí! Me vengaría de ella sin tardanza.