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Como tres grandes aves de rapiña, los ministros ocuparon sus puestos en el comedor. Uno venía de la parroquia de Beverly, dos de la ciudad de Salem. Extendieron sus piernas huesudas hacia el fuego que relucía chispeante y luminoso en la chimenea. Después acercaron a él las palmas de sus manos. Finalmente uno de ellos, el más joven, Samuel Allen, levantó los ojos hacia Samuel Parris y preguntó:

—¿Dónde están las niñas?

Samuel Parris respondió:

—Esperan en el piso de arriba.

—¿Están todas?

Samuel Parris afirmó con la cabeza.

—He rogado a sus padres que las condujeran hasta aquí de buena mañana. Ellos aguardan en la casa de reunión rezando al Señor.

Los tres ministros se levantaron.

—Hagamos lo mismo, pues la tarea que nos incumbe exige el auxilio de Dios.

Samuel Parris abrió su libro y empezó a leer con aquel tono declamatorio y apasionado que tanto le agradaba:

Así habla el Padre eterno:

El cielo es mi trono

y la tierra mi estribo.

¿Qué mansión podrías construirme,

y qué lugar me darías por morada?

Todas estas cosas las ha creado mi mano…

Siguió leyendo durante bastantes minutos, después cerró el libro y dijo:

—Isaías. Capítulo 66.

Fue Edward Payson, de Bervely, quien ordenó:

—¡Háganlas bajar!

Samuel Parris salió apresuradamente y, dirigiéndose a mí, dijo con sorprendente bondad:

—Si eres inocente no tienes nada que temer.

Contesté con una voz que hubiera deseado más firme pero que sonó temblorosa y áspera al mismo tiempo:

—Soy inocente.

Las niñas entraban ya en la habitación. Samuel Parris había mentido al decir que estaban todas pues sólo aparecieron Betsey, Abigail y Anne Putnam.

Más tarde comprendí que había seleccionado a las más jóvenes de las endemoniadas, como se las llamaba, a las más lastimosas, a aquellas a las cuales los corazones de los padres y de esposos no deseaban más que aliviarlas de sus sufrimientos y abreviar sus tormentos.

Pensé para mis adentros que, a excepción de Betsey, diáfana y con los ojos relucientes de terror, Abigail y Anne Putnam no me habían parecido nuca en mejor forma, sobre todo la primera con su aspecto de gato astuto que se dispone a devorar un festín de pájaros indefensos.

Sabía ciertamente que yo estaba fichada pero no podría describir la impresión que sentía en aquel momento. Era la pobre tonta que había confortado a unas víboras en mi seno, que había ofrecido sus pezones a sus bocas triangulares de bífidas lenguas. Estaba confusa. Confiscada como un pesado galeón lleno de perlas de Venecia. Un pirata español me atravesaba el cuerpo con la hoja de su cuchillo.

Edward Payson era, entre los cuatro hombres, el de más edad. Sus cabellos empezaban a encanecer y su piel estaba marchitada y ajada. Preguntó con decisión:

—Dígannos para que podamos ayudarlas, ¿quién las atormenta?

Contestaron después de una pausa calculada, como para dar más énfasis a sus palabras:

—¡Es Tituba!

Turbada por el caos de mis sentimientos las oí pronunciar otros nombres incompresiblemente yuxtapuestos al mío:

—¡Es Sarah Good! ¡Es Sarah Osburne!

Sarah Good, Sarah Osburne y yo no habíamos intercambiado ni una palabra de más desde que vivíamos en Salem. A lo sumo le había regalado a Dorcas Good un pedazo de tarta de manzana o de calabaza cuando pasaba debajo de mi ventana con su aspecto de criatura mal alimentada.

Semejantes a tres enormes aves rapaces, los hombres entraron en mi habitación. Llevaban capirotes negros con agujeros para los ojos y el vaho de su respiración atravesaba la tela. Rápidamente rodearon mi cama. Dos de ellos me agarraron los brazos mientras el tercero me ataba las piernas con tanta fuerza que grité de dolor. Luego uno de ellos habló y reconocí la voz de Samuel Parris:

—Que por lo menos surja algo bueno del infierno que has desencadenado. Para nosotros será fácil acabar contigo. Nadie en el pueblo levantaría el meñique y los magistrados de Boston tienen otras cosas que hacer, pero es lo que haremos si no nos obedeces. Tituba, no vales ni la cuerda para ahorcarte.

Balbuceé.

—¿Qué quieren de mí?

Uno de ellos se sentó en el borde del lecho e inclinándose hacia mí hasta casi tocarme, recalcó:

—Cuando aparezcas delante del Tribunal confiesa que todo esto ha sido obra tuya.

Grité:

—¡Nunca! ¡Nunca!

Me golpeó en plena boca y de ella brotó un hilo de sangre.

—Confiesa que es obra tuya pero que no has actuado sola y denuncia a tus cómplices. Good y Osburne y todas las demás.

—No tengo cómplices ya que no he hecho nada.

Uno de los hombres se sentó descaradamente a horcajadas sobre mí y empezó a golpearme la cara con los puños duros como piedras. Otro me arremangó la falda e introdujo un bastón puntiagudo en la parte más sensible de mi cuerpo riendo sardónicamente.

—Toma, toma, ¡es el pene de John Indien!

Cuando ya no fui más que un montón informe de sufrimientos cesaron de atormentarme y uno de los tres retomó la palabra:

—No eres la única criatura del Anticristo en Salem. Existen otras cuyos nombres vas a pronunciar a los jueces. ¡Óyelo bien!

Empecé a comprender hasta dónde querían llegar. Dije con voz de moribunda:

—¿No han nombrado ya las niñas a mis supuestas cómplices? ¿Qué quieren ustedes que añada a sus palabras?

Rieron.

—Son, como tú dices, palabras de niñas, muy incompletas. Pronto les enseñaremos a no omitir lo esencial. Y serás tú quien iniciará el tema.

Sacudí la cabeza:

—¡Jamás! ¡Jamás!

De nuevo se ensañaron conmigo y sentí como si el afilado bastón me llegara hasta la garganta. Sin embargo lo soporté y seguí gritando:

—¡Jamás! ¡Jamás!

Se retiraron; después, la puerta chirrió y una voz me llamó suavemente:

—¡Tituba!

Era John Indien. Las tres aves de rapiña le empujaron:

—Explícaselo tú que pareces más listo.

Se retiraron y en la habitación permaneció únicamente nuestro dolor y el olor de mi humillación.

John Indien me abrazó. ¡Qué dulce era encontrarse al amparo de sus brazos! Con el pañuelo enjugó como pudo la sangre de mis heridas. Bajó mi falda sobre mis ultrajados muslos y sentí sus lágrimas sobre mi piel.

—¡Mi mujer, mi mujer torturada! Te equivocas otra vez sobre lo esencial. Lo esencial es permanecer con vida. Si te piden que denuncies, denuncia. ¡A medio Salem si te apetece! Este mundo no es el nuestro, y si quieren abrasarlo lo único que importa es que estemos fuera del alcance de las llamas. Denuncia, denuncia a todos los que ellos te sugieran.

Lo rechacé.

—John Indien, quieren que confiese mis culpas. Ahora bien, yo no soy culpable.

Alzó los hombros y me volvió a coger entre sus brazos meciéndome como a un niño obstinado.

—¿Culpable? Sí que lo eres, y a sus ojos lo serás siempre. Se trata de que conserves la vida para ti…, para los hijos que tengamos.

—John Indien, no hables de nuestros hijos porque no engendraré nunca en este mundo siniestro.

Hizo caso omiso de mis palabras y continuó:

—¡Denuncia, mi violada mujer! Y así, paradójicamente, fingiendo obedecerles, véngate, véngame… Deja que saqueen, como el Padre Eterno, sus montañas, sus campos, sus bienes, sus tesoros.

Siempre semejantes a tres aves rapaces, los hombres de la policía del pueblo nos arrestaron a Sarah Good, a Sarah Osburne y a mí. No pudieron enorgullecerse de su hazaña puesto que ninguna de nosotras opuso resistencia.

Sarah Good, colocando las muñecas entre las cadenas, únicamente preguntó:

—¿Quién se ocupará de Dorcas?

Amo y ama Proctor que asistían a la escena con el corazón henchido de piedad, se adelantaron diciendo:

—Vete en paz. La acogeremos entre los nuestros.

Estas palabras elevaron un rumor entre la muchedumbre como si todos fueran de la opinión de que el hijo o la hija de una bruja no pudiera mezclarse con niños sanos. En seguida corrió la voz de que quizás el amo y la ama Proctor mantenían alguna relación dudosa con Sarah Good ya que recordaban que, según su criada, Mary Warren, Elizabeth Proctor clavaba alfileres en las muñecas de cera que encerraba en los armarios. Los hombres de la policía nos rodearon los tobillos y las muñecas con cadenas tan pesadas que apenas podíamos arrastrarlas y nos encaminamos hacia la cárcel de Ipswich.

Estábamos en el mes de febrero, el mes más frío del año, que se revelaba más cruel que nunca. La multitud se apretujó a lo largo de la calle principal de Salem para vernos marchar, los hombres de la policía en cabeza montados en sus caballos y nosotras chapoteando en la nieve enlodada de los caminos. En medio de aquella desolación, se elevaba, sorprendentemente, el canto de los pájaros persiguiéndose de rama en rama en el aire de color de hielo.

Recordé las palabras de John Indien y comprendí su profunda sabiduría. ¡Qué ingenua era al pensar que bastaba con declarar la propia inocencia para demostrarla!

Ingenua al ignorar que hacer el bien a los malvados o a los débiles se convierte en hacer el mal. Sí, me iba a vengar. Las denunciaría y, desde lo alto de este poder que me atribuían, iba a desencadenar la tempestad, a surcar el mar con olas tan altas como murallas, a arrancar de cuajo los árboles, a lanzar al aire, como si fueran briznas de paja, las vigas maestras de las casas y de los hangares.

¿A quién querrían que nombrara?

¡Cuidado!, no me contentaría con citar a las desgraciadas que caminaban junto a mí por el barro. Pegaría fuerte. Les golpearía en la cabeza. Y hete aquí que, en la extrema indigencia en que me encontraba, el sentimiento de mi poder me emborrachaba. Sí, mi John Indien tenía razón. Aquella venganza con la cual había soñado frecuentemente me pertenecía por su propia voluntad no por la mía.

Ipswich se encontraba a unos quince kilómetros de Salem y llegamos justo antes del anochecer. La prisión estaba llena de criminales, asesinos, ladrones de toda clase, de los que la tierra de Massachusetts era tan fecunda como lo eran de peces sus aguas. Un hombre de la policía con la cara roja como una naranja a causa del ron, inscribió nuestros nombres en su libro y después consultó una lista colgada en la pared.

—No queda ni una celda libre, ¡brujas! Por lo cual podéis mantener vuestras reuniones con toda impunidad. Satanás, por lo visto, está de vuestra parte.

Sus acólitos le lanzaron una mirada de reproche: ¿Se puede bromear con un tema semejante? Pero él, entre los vapores del alcohol, no les hizo ningún caso.

Nos amontonaron una sobre otra y tuve que respirar el hedor de la pipa de Sarah Good mientras Sarah Osburne, aterrorizada, no paraba de recitar, con un tono lúgubre, sus oraciones. Hacia la media noche nos despertó un clamor:

—¡Se apodera de mí! ¡Me agarra! ¡Suéltame, criatura de Satanás!

Era Sarah Osburne con los ojos casi fuera de las órbitas. ¿A quién señalaba con el dedo? A mí, evidentemente. Me volví hacia Sarah Good para tomarla como testigo de la audacia y de la hipocresía de nuestra compañera. ¿Empezaba a preparar su defensa a mis expensas? Pero ésta se puso a su vez a gritar mirándome fijamente con sus ojos porcinos.

—¡Me agarra, me agarra! ¡Suéltame, criatura de Satanás!

El hombre de mejillas sonrosadas, completamente borracho, sosegó aquel inmenso jaleo echándome de la celda a patadas. Por fin me encadenó a un gancho colocado en el pasillo.

El agrio viento de la noche soplaba por todas las cerraduras.