12

El doctor Griggs y yo manteníamos excelentes relaciones. Sabía que yo había hecho maravillas aliviando el decaimiento del ama Parris y que gracias a mí el ama era capaz de cantar los salmos del domingo en la casa de reunión. Sabía también que había curado las toses y las bronquitis de las chiquillas. Incluso una vez vino a pedirme una cataplasma para una llaga maligna que su hijo tenía en el tobillo.

Hasta entonces no parecía encontrar malicia alguna en mis facultades. Sin embargo aquella mañana cuando empujó la puerta de Samuel Parris evitó mirarme y comprendí que se estaba preparando para incorporarse al bando de mis acusadores. Subió la escalera que conducía al primer piso y en el rellano le oí conversar en voz baja con amo y ama Parris. Al cabo de un momento la voz de Samuel Parris resonó:

—Tituba, debes estar presente.

Obedecí.

Betsey y Abigail estaban en la habitación de sus padres sentadas uno junto a la otra en la amplia cama cubierta por un edredón. Apenas entré en el dormitorio ambas se arrojaron al suelo lanzando desenfrenados alaridos. El doctor Griggs no se dejó impresionar. Puso sobre la mesa una serie de gruesos libros encuadernados en piel que abrió por unas páginas cuidadosamente y empezó a leer con mucha seriedad. Después se volvió hacia el ama Parris y le ordenó:

—¡Desnúdelas!

La pobre desgraciada parecía desconcertada y me acordé de las confidencias que me había hecho acerca de su marido: «Mi pobre Tituba, me posee sin quitarse su ropa ni despojarme de la mía».

El doctor Griggs repitió en un tono que no admitía demora ni contradicción:

—¡Desnúdelas!

Ella tuvo que obedecer.

No me entretengo en describir las dificultades con las que topó para desnudar a las chiquillas que se movían cual gusanos cortados en dos y que gritaban como si las estuviesen despellejando vivas. De todas formas consiguió hacerlo y los cuerpos de las niñas aparecieron, el de Betsey perfectamente infantil, el de Abigail ya acechado por la adolescencia con la incipiente vellosidad del pubis y las rosadas aureolas de los pezones. El doctor Griggs las examinó minuciosamente a despecho de los abominables epítetos que Abigail le dedicaba sumando a sus aullidos las más viles injurias. Por fin Griggs se volvió hacia Samuel Parris y dijo con compasión:

—No constato desorden alguno ni en el bazo ni en el hígado, ni congestión de la bilis ni calentamiento de la sangre. En una palabra: no encuentro ninguna causa física. Debo convenir que la mano del demonio se ha posado con toda certeza sobre ellas.

Aquellas palabras fueron acogidas por una salva de ladridos, de bufidos, de rugidos. Alzando la voz para dominar el tumulto el doctor Griggs continuó:

—Pero no soy más que un humilde practicante de pueblo. Acudan, por amor a la máxima verdad, a colegas más sabios que yo.

Dicho esto recogió sus libros y se marchó.

Bruscamente se hizo el silencio en la sala como si Abigail y Betsey se hubieran percatado de la enormidad que había sido proferida. Después Betsey estalló en sollozos lastimeros en los que parecían mezclarse el miedo, el remordimiento y una infinita lasitud.

Samuel Parris se reunió conmigo en el rellano y de un empellón me lanzó contra la pared. Luego se abalanzó sobre mí y me cogió por los hombros. No me había dado cuenta de lo fuerte que era. Sus manos eran como garras de aves rapaces y no había aspirado nunca desde tan cerca el hedor que emanaba de su cuerpo. Recalcó:

—Tituba, se ha demostrado que eres tú quien realmente ha embrujado a mis hijas. Te lo repito: te haré ahorcar.

Tuve la fuerza suficiente para protestar.

—¿Por qué piensa en mí cuando se trata de sortilegios? ¿Por qué no piensa en sus vecinos? Mary Sibley parece saber mucho sobre ellos, interróguela.

Empezaba ya a comportarme como un animal acorralado que muerde y araña a quien puede.

La cara de Samuel Parris se tornó rígida y su boca se redujo a delgado y sanguinolento rasgo. Aflojó sus contraídos miembros.

—¿Mary Sibley?

Sin embargo, estaba escrito que Samuel Parris no podría pedirle explicaciones a Mary Sibley, al menos en aquel momento, pues de repente una manada de vociferantes comadres entró en la planta baja. El mal se extendía y había alcanzado a otras muchachas de la aldea. Una después de otra, Anne Putnam, Mercy Lewis, Mary Walcott habían caído bajo lo que se había dado en llamar la influencia del Demonio.

Del norte al sur de Salem, sobre las cárceles de madera que eran las casas, sobre los corrales de los animales, se elevaba un rumor informe de voces. Voces de «poseídas». Voces de padres aterrorizados. Voces de servidores o de allegados intentando prestar auxilio. Samuel Parris parecía exhausto:

—Mañana iré a Boston a consultar con las autoridades.

Yo no tenía nada que perder y arremangándome la falda sobre los chanclos de madera que me ensangrentaban los pies corrí a casa de Anne y Thomas Putnam. Thomas Putnam era, sin lugar a dudas, uno de los hombres más ricos de Salem. Aquel formidable coloso, con su sombrero de un metro de circunferencia y su capa de espeso paño inglés, contrastaba fuertemente con su mujer, a la que todos en voz baja calificaban de loca. Más de una vez su hija, la pequeña Anne, me había hablado de lo mucho que su madre deseaba hablar conmigo sobre las visiones que tenía.

—¿Qué visiones?

—Ve cómo algunos se asan en el infierno.

Es comprensible que, después de tamaños despropósitos, yo prefiriese evitar cualquier contacto con Anne Putnam.

De entre la muchedumbre que atestaba la planta baja nadie me prestó atención y pude, con toda tranquilidad, observar las evoluciones de la pequeña Anne. En un momento dado se enderezó y señalando la pared con el índice dijo en tono teatral:

—¡Allí, allí! Lo veo con su nariz semejante al pico de un águila, sus ojos cual bolas de fuego y todo su cuerpo recubierto de largos pelos. Allí, allí, ¡lo estoy viendo!

¿Qué es lo que uno podía esperar? Pues, naturalmente, que aquel gentío de adultos se riera en sus narices antes de calmar sus eventuales terrores infantiles. En lugar de ello, la asistencia se precipitó en todas direcciones y cayó de rodillas recitando salmos y oraciones. La única en ponerse en jarras y echar la cabeza hacia atrás para soltar un irónico relincho fue Sarah Good.

E incluso añadió dirigiéndose a mí:

—¿Por qué no sale a bailar con él? Si alguna de sus criaturas se encuentra en esta habitación, mi opinión es que usted es una de ellas.

Después, tomando a su pequeña Dorcas de la mano, se retiró. Ojalá yo hubiera hecho lo mismo, porque en el movimiento que produjo su salida acompañada de aquellas burlonas palabras, todos miraron a su vecino y me descubrieron en el rincón en el que me había refugiado.

Fue el ama Pope quien me lanzó la primera piedra:

—¡Vaya neófita nos ha aportado Samuel Parris! En verdad no ha logrado hacer brotar oro y se ha conformado con esta higuera maldita.

El ama Pope, una mujer sin marido como tantas en Salem, pasaba la mayor parte de su tiempo divulgando de casa en casa un montón de chismes. Sabía siempre por qué tal o cual recién nacido había fallecido, por qué el vientre de una recién casada permanecía vacío como un odre… y en general todo el mundo la huía. Sin embargo aquella vez logró la unanimidad. Ama Huntchinson siguió su ejemplo y recogió la segunda piedra.

—Desde que apareció en el pueblo con sus ropajes de luto en su equipaje, comprendí que había abierto la puerta de la desgracia. Y ahora la desgracia se cierne sobre nosotros.

¿Qué hubiera podido decir para defenderme?

Con gran sorpresa por mi parre, Elizabeth Proctor, que lo observaba todo con la mayor aflicción, se atrevió a levantar la voz:

—Absténganse de condenar antes de que haya llegado la hora de juzgar. No sabemos si se trata de un embrujamiento…

Diez voces cubrieron la suya.

—¡Sí, sí! ¡El doctor Griggs lo ha reconocido!

Ama Proctor alzó con valentía los hombros:

—¿Y qué? ¿Nadie ha visto alguna vez equivocarse a un médico? ¿No fue el mismo Griggs quien mando al cementerio a la mujer de Nathaniel Bayley al tratarle la garganta cuando su sangre estaba envenenada?

Le dije:

—No se preocupe tanto por mí, ama Proctor. ¡El veneno del sapo no ha disminuido nunca el perfume de la rosa!

Hubiera podido con toda seguridad elegir una comparación más adecuada, pues mis enemigas la aprovecharon enseguida gritando muertas de risa:

—¿Quién es la rosa? ¿Eres tú? ¿Eres tú? Pobre Tituba, te equivocas, sí, te equivocas sobre tu color.

Aunque Man Yaya y Abena, mi madre, no me hablaban más, yo las presentía a mi alrededor en algún que otro momento. Con frecuencia, por la mañana, una sombra frágil se agarraba de las cortinas de mi habitación antes de ovillarse a los pies de mi cama y de comunicarme, impalpable como era, una sorprendente claridad. Entonces reconocía a Abena por la fragancia a madreselva que se extendía por mi miserable reducto. El olor de Man Yaya era más intenso, algo parecido a la pimienta y también más insidioso. Man Yaya no me transmitía calor pero daba a mi espíritu una especie de agilidad, es decir la convicción de que, a fin de cuentas, nada lograría destruirme. Para hacer un esquema somero, digamos que Man Yaya me aportaba la esperanza y Abena, mi madre, la ternura. Sin embargo es evidente que ante los grandes peligros que me amenazaban hubiera necesitado una comunicación más estrecha. Palabras. A veces nada vale tanto como las palabras. A veces mentirosas, a menudo traidoras, pero no por ello menos repletas de irremplazables bálsamos.

En un pequeño cercado, detrás de nuestra casa, yo criaba aves de corral, por lo que John Indien me había construido un gallinero. Con frecuencia había sacrificado algún ave en honor de mis amados seres invisibles. No obstante, de momento, necesitaba otros mensajeros. Dos casas más allá, la anciana ama Huntchinson se enorgullecía de su rebaño de corderos, sobre todo de uno de ellos, inmaculado y con la frente marcada con una estrella. Al alba, cuando sonaba la corneta que anunciaba a todos los habitantes de Salem que ya era hora de honrar a su dios, un pastor que ella había alquilado para las tareas ganaderas tomaba el camino de la dehesa comunal situada al otro extremo del pueblo, seguido por dos o tres perros. El ama Huntchinson había tenido incluso algunas desagradables pendencias pues se negaba a pagar las tasas de pastoreo. ¡Esto era Salem! Una comunidad en la que todos robaban, hacían trampas y saqueaban envolviéndose en la capa del nombre de Dios. Y por mucho que la lay marcara a los ladrones con una B[7], cortara orejas, arrancara lenguas, los crímenes proliferaban.

Todo esto para explicar que no tuve ningún escrúpulo en robar a una ladrona.

Desaté la cuerda del corral y me deslicé entre los animales somnolientos y rápidamente inquietos. Cogí el cordero. Se resistió a la presión de mi mano, reculando con energía, pero yo era más fuerte y tuvo que seguirme.

Lo llevé hasta la linde del bosque.

Nos estuvimos mirando durante un breve instante, él, la víctima; yo, el verdugo tembloroso, suplicándole que me perdonara y que aunara mis plegarias a su sangre sacrificada en el holocausto. Después lo degollé con un tajo nítido y contundente. Cayó de rodillas mientras la tierra se humedecía alrededor de mis pies. Unté mi frente con aquella sangre fresca. Después extraje las vísceras del animal sin que el hedor de órganos y de excrementos me molestara lo más mínimo. Corté su carne en cuatro partes iguales y las presenté a los cuatro puntos cardinales antes de dejarlas como ofrendas para los míos.

Luego permanecí postrada entre plegarias y encantamientos que se atropellaban en mi cabeza. ¿Iban por fin a hablarme aquellas de las que yo sacaba fuerzas para vivir? Las necesitaba. Ya no tenía mi tierra, sólo tenía a mi hombre. Por tanto las necesitaba, a ellas, las que me habían hecho nacer. Pasó un tiempo, para mí incalculable. A continuación surgió un rumor de entre la maleza. Man Yaya y Abena, mi madre, estaban delante de mí. ¿Iban a romper por fin aquel silencio contra el que chocábamos como si fuera una pared? Mi corazón latía desesperadamente. Por fin Man Yaya habló:

—¡No pierdas la cabeza, Tituba! Ya sabes que la mala suerte es la hermana gemela del negro. Nace con él, se acuesta con él, le disputa el mismo pecho marchito. Le quita el pan de la boca. Sin embargo el negro resiste. Y los que desean verlos desaparecer de la superficie de la tierra perderán el tiempo. Serás la única en sobrevivirlos.

Supliqué:

—¿Volveré algún día a Barbuda?

Man Yaya se encogió de hombros y únicamente dijo:

—¡Vaya pregunta!

Después, con un ligero ademán de despedida, desapareció. Abena, mi madre, se demoró unos momentos más emitiendo su cuota habitual de suspiros. Por fin también se desvaneció sin aportarme explicación alguna.

Me alcé del suelo un poco más serena. A pesar del frío, las moscas atraídas por el olor a sangre y a carne fresca empezaron a revolotear. Regresé al pueblo donde ya resonaban los toques de corneta del amanecer. No me había dado cuenta del largo rato transcurrido, embebida como estaba en mis plegarias. A Sarah Huntchinson la había despertado el pastor que se había percatado de inmediato de la desaparición del rey de su rebaño, y ésta, con los cabellos enmarañados debajo de su toca, gritaba rabiosa:

—Algún día la venganza de Dios caerá sobre los habitantes de Salem como en Sodoma y Gomorra. Ni diez hombres justos podrán evitar al pueblo el castigo supremo. ¡Ladrones, caterva de ladrones!

Llegué a simular hipócritamente que compartía su emoción y ella, bajando la voz, me arrastró hasta un rincón de su jardín:

—Ayúdame, Tituba. Ayúdame a encontrar al que me ha hecho daño y castígalo. Que su primera criatura, si la tiene, muera de algo parecido a las viruelas. Si todavía no ha nacido, que su mujer nunca se la dé. Porque tú puedes hacerlo, lo sé. Dicen por todas partes que no hay bruja más temible que tú.

La miré sin pestañear, repleta de la fugitiva arrogancia que me habían insuflado Man Yaya y Abena, mi madre, y respondí:

—Las más temibles no son las más nombradas. Ha vivido usted suficiente, ama Huntchinson, para saber que no hay que escuchar las habladurías.

Rió con maldad:

—¡Qué razonable eres, negrita mía! No lo serás tanto cuando te balancees colgando de una soga.

Regresé a casa tiritando.

Parecerá extraño, quizá, que pudiera temblar pensando en la muerte. Pero ahí está la ambigüedad de mis semejantes. Poseemos un cuerpo mortal y en consecuencia somos presa de todas las angustias que acosan a la mayoría de las personas. Tememos el sufrimiento igual que ellos. Como a ellos nos asusta la terrible antecámara que remata la vida terrenal. Por mucho que sepamos que sus puertas se abrirán ante nosotros para alcanzar una distinta existencia, esta vez eterna, la angustia nos ahoga. Para traer de nuevo la paz a mi corazón y a mi espíritu, tuve que repetirme varias veces las palabras de Man Yaya:

—De entre todos, serás la única superviviente.