—Te contemplo, mi pobre mujer rota, después de todos estos años que hemos vivido juntos y creo que no comprendes este mundo de blancos en el que vivimos. Piensas que hay excepciones. Crees que algunos de ellos pueden estimarnos y querernos. ¡Cómo te equivocas! Hay que odiar sin discernimiento.
—John Indien, ¡qué bien te cuadra hablarme de esa manera! Tú que eres como una marioneta en sus manos. Yo tiro de este hilo, tú tiras del otro…
—Llevo una máscara, mujer acorralada. Pintada de los colores que ellos desean. ¿Ojos rojos y saltones? «Sí, amo». ¿Boca hocicona y violácea? «Sí, ama». ¿La nariz aplastada como un sapo? «Como ustedes gusten, señoras y señores». Y detrás de todo esto, soy yo mismo, libre, John Indien. Te observaba chupar a la pequeña Betsey como un caramelo de miel y me decía: «¡Ojalá nunca se sienta decepcionada!».
—¿Crees entonces que no me quiere?
—Somos negros, Tituba. El mundo entero está contra nosotros.
Me acurruqué contra el pecho de John Indien ya que sus palabras no eran demasiado crueles. Finalmente balbuceé:
—¿Qué va a pasar ahora?
Reflexionó.
—A Samuel Parris le preocupa más que a nadie, que el rumor de que las niñas están embrujadas se extienda por todo Salem. Hará venir al doctor Griggs con la esperanza de que se trate de una enfermedad vulgar y común. Las cosas no se estropearán del todo a no ser que el pobre infeliz no pueda curarlas.
—Escucha, John Indien, Betsey no puede estar enferma. La he protegido contra todo…
—¡Ahí está la desgracia! Querías protegerla. Ella explicaba los pormenores, con toda inocencia, estoy convencido, a Abigail y a su corte de pequeñas arpías, y las demás los convertían en puro veneno. Por desgracia ella ha sido la primera víctima.
Estallé en sollozos. John Indien no me consoló, diciendo por el contrario con voz áspera:
—¿Ya recuerdas que eres la hija de Abena?
Aquella frase me hizo recordar un poco de mi identidad.
Por el estrecho tragaluz se filtraba el día sucio como un harapo. Debía levantarme y dedicarme a la cotidianidad de las cosas.
Samuel Parris ya estaba vestido y se disponía a dirigirse a la casa de reunión, pues era el día de Sabbat.
El sombrero negro le ocultaba la mitad de la frente reduciendo su rostro a un triangulo de líneas rígidas. Se volvió hacia mí:
—Tituba, no acuso sin pruebas y me reservo también mi sentencia, pero si mañana el doctor Griggs confirma la influencia del demonio sabrás que clase de hombre soy.
Protesté sarcástica:
—¿A qué llama usted pruebas?
Continuó mirándome fijamente:
—Te obligaré a confesar lo que les has hecho a mis hijas y te haré ahorcar. ¡Qué hermoso fruto colgará de los árboles de Massachusetts!
En aquel momento el ama Parris y las dos chiquillas entraron en la estancia. Abigail llevaba entre las manos el libro de oraciones.
Fue la primera en caer y empezar a gritar. Por un instante Betsey permaneció de pie con el rostro de color escarlata, dudando, creo, entre la afección y el terror. Luego se derrumbó junto a Abigail.
Empecé a gritar a mi vez:
—¡Alto, alto! Saben muy bien, Betsey y Abigail, que nunca les he hecho mal alguno. Sobre todo usted, Betsey. Todo lo que deseaba era ayudarlas y aliviarlas.
Samuel Parris se acercó a mí y la fuerza de su odio era tal que vacilé como si me hubiera golpeado.
—¡Explícate! Has hablado demasiado, ¿qué les has hecho?
También ahora me salvó el grupo de vecinos amotinados como la víspera por todo aquel jaleo. Formaron un círculo respetuoso y mudo de horror alrededor de las niñas que seguían presas de las más indecentes convulsiones. John Indien, que a su vez había aparecido, sin decir una palabra se fue a buscar un cubo de agua a la cocina y, ¡zas!, lo arrojó sobre las pequeñas dementes. Esto las calmó. Se levantaron chorreando, casi contritas. Tomamos, en procesión, el camino hacia la casa de reunión.
El tumulto volvió a empezar en el momento de ocupar nuestros puestos en el banco de oraciones. John Indien tenía la costumbre de entrar el primero seguido por mí, y así el ama Parris y yo rodeábamos a las niñas. Cuando le tocó a Abigail arrodillarse a mi lado, se detuvo, dio un salto atrás que la proyectó hasta el pasillo central y comenzó a chillar.
¡Imagínense el oficio del domingo en Salem! Estaban todos allí, John Putnam, el vendedor de ron, Thomas Putnam, el sargento y Anne, su mujer, Gilles Corey y su esposa Martha, sus hijas Johanna Chibum, Nathaniel Ingersoll, John Proctor y Elizabeth… y otros, muchos otros. Y también reconocí las caras de ojos brillantes de excitación de las chiquillas adolescentes, camaradas de los peligrosos juegos de Abigail y Betsey. Ellas asimismo se morían de ganas de echarse al suelo atrayendo las miradas de toda la concurrencia. Lo presentía, no pararían hasta entrar ellas también en el baile.
Abigail fue la única esta vez en contorsionarse y organizar el escándalo. Betsey no la imitó. Al cabo de un momento Abigail se calló y permaneció postrada con los cabellos escapándose rebeldes de la toca. John Indien se levantó del banco y cogiéndola en sus brazos la llevó hasta la casa. El resto del oficio se desarrolló sin incidentes.
Confieso que soy ingenua. Estaba convencida de que incluso una raza perversa y criminal puede producir individuos sensibles y buenos, como un árbol apergaminado puede dar frutos generosos. Creía en el afecto de Betsey, desviado pasajeramente por no sabía quién, pero que esperaba reconquistar. Aproveché por lo tanto un momento en que el ama Parris había bajado a dialogar con la multitud de curiosos que esperaban impacientes noticias de las niñas, para subir a su habitación.
Estaba sentada junto a la ventana con los dedos inmóviles sobre su tapicería, y en el crepúsculo su carita reflejaba una expresión tal, que se me encogió el corazón. Al ruido de mis pasos levantó la cabeza e inmediatamente sus labios se abrieron para dejar escapar un grito. Me precipité sobre ella y le tapé la boca. Me mordió con tanta ferocidad que la sangre brotó de mi mano y nos quedamos mirándonos cara a cara, mientras un hilillo escarlata humedecía el suelo.
Dije, lo más dulcemente que pude, a pesar del dolor:
—Betsey, ¿quién te ha puesto contra mí?
Sacudió la cabeza.
—Nadie, nadie.
Insistí.
—¿No será Abigail?
Siguió moviendo la cabeza, cada vez más violentamente.
—No, no, ellas sólo me han dicho que lo que me hacías era malo.
Hablé en el mismo tono.
—¿Por qué les habló de ello? ¿No le había dicho yo que este secreto debíamos guardarlo entre las dos?
—¡No podía, no podía! Todas esas cosas que me hacías… —Su labio superior adquirió un rictus espantoso que descubrió sus enfermizas encías—. ¿Tú hacer el bien? Tú eres una negra, Tituba. Tú sólo puedes hacer daño. Tú eres el mal.
Ya había oído estas palabras, o bien, ya había leído su esencia en las miradas. Pero nunca me hubiera imaginado que saldrían de una boca que me era tan querida. Me quedé sin voz. Betsey silbó como si fuera una mamba[6] verde de las islas.
—¿Qué contenía el baño que me hiciste tomar? ¿Quizá la sangre de un recién nacido que habías matado por maldad?
Me quede absolutamente abrumada.
—Aquel gato que alimentabas cada mañana era Él, ¿no es así?
Empecé a llorar.
—Cuando te ibas hacia el bosque era para encontrarte con las demás, tus semejantes, y bailar con ellas, ¿verdad?
Encontré la fuerza suficiente para salir de la habitación.
Atravesé el comedor lleno de excitadas y charlatanas matronas y me retiré a mi cocina. Alguien había hecho desaparecer el cuenco en el que contemplaba los contornos de mi Barbuda y me senté en un taburete, rígida y tensa de dolor. Estando allí encogida y acurrucada apareció Mary Sibley. No sentía más simpatía por ella que por la mayoría de las mujeres del pueblo. Confieso, sin embargo, que una vez o dos me había hablado con bastante compasión del destino que los blancos adjudicaban a los hombres de piel negra. Me cogió por los brazos.
—Escucha, Tituba. Muy pronto la manada de lobos se arrojará sobre ti y se apresurará a relamerse antes de que la sangre se cuaje y pierda su sabor. Debes defenderte y demostrar que estas niñas no están embrujadas.
Me sorprendí y dije desconfiando de aquella inesperada solicitud:
—Me gustaría mucho ser capaz de ello. Por desgracia no conozco la manera de hacerlo.
Bajo la voz.
—Eres la única que lo ignora. Basta con hacerles un pastel. La diferencia estriba en que en lugar de amasar harina con agua has de añadirle orines. Después, una vez que esté cocido en el horno, lo ofreces…
La interrumpí.
—Ama Sibley, a pesar de todo el respeto que le debo, ¡déjese de cuentos!
Con una pirueta se acercó a John Indien que entraba en aquel preciso momento.
—¿Pero ya sabes lo que hacen ellos con las brujas? Me esfuerzo en ayudarla y hete aquí que se ríe en mis narices.
John Indien se puso a mover los ojos de derecha a izquierda y profirió con voz llorosa:
—¡Oh sí, ama Sibley, ayúdeme! ¡Ayude a la pobre Tituba y al pobre John Indien!
Pero yo aguanté firme e insistí:
—Ama Sibley, ¡déjese de cuentos!
Salió muy ofendida y seguida por John Indien, que se esforzaba en vano por apaciguarla. Hacia el final de la tarde todas las que yo había echado de la cocina entraron una detrás de la otra. Sin que faltara ninguna. Anne Putnam. Mary Walcott. Elizabeth Hubbard. Mary Warren. Mercy Lewis. Elizabeth Booth. Susanna Sheldon. Sarah Churchill. Y comprendí que venían a provocarme. Que venían a alimentarse con el espectáculo de mi hundimiento. ¡Y era sólo el principio! Aún caería más bajo, todavía me haría más daño. En este feliz anticipo sus ojos relucían de crueldad. Se tornaban casi bellas dentro de sus uniformes y ridículas vestimentas. Se tornaban casi deseables. Mary Walcott, con las nalgas en forma de baúl de las Indias, Mary Warren, con los pechos en forma de peras prematuramente marchitas, Elizabeth Hubbard con los dientes semejantes a piedras de cantera que se escapaban de su boca.
Aquella noche soñé con Susana Endicott y recordé sus palabras:
—¡Viva o muerta, siempre te perseguiré!
¿Era pues su venganza? ¿Estaba muerta y enterrada en el cementerio de Bridgetown? ¿Había sido su casa vendida al mejor postor y distribuidos sus bienes a los pobres como ella había deseado?
¿Era pues su venganza?
John Indien había regresado a la casa de Deacon Ingersoll y mi cama estaba vacía y fría como la tumba que algunos me cavaban. Aparté la cortina y vislumbré la luna asentada como una amazona en mitad del cielo. Una estela de nubes se anudó alrededor de su cuello y el cielo que la circundaba se volvió color tinta. Me estremecí y me acosté de nuevo.
Pero antes de medianoche mi puerta se abrió y me encontré en un estado de excitación y de angustia tal que de un salto me incorporé de la cama. Era Samuel Parris. No pronunció ni una palabra y se quedó de pie en la penumbra. Sus labios murmuraban plegarias que no podía entender. Durante un tiempo, que me pareció infinito, su silueta alargada permaneció inmóvil apoyada contra la pared. Después se retiró tal como había venido y llegué a creer que todo había sido un sueño, incluso su aparición.
Por la mañana el sueño acabó por acogerme en sus manos bienhechoras, y caritativo conmigo, me ofreció un paseo a través de los cerros de mi Barbuda. Volví a ver la choza en la que había pasado tantos días felices, en aquella soledad que, ahora me daba cuenta, había sido mi mayor dicha. ¡Mi choza no había cambiado!
Apenas se hallaba un poco más deteriorada, un poco más musgosa. El emparrado de ramas de manzano estaba cargado de frutos. La güira mostraba redondeces semejantes al vientre de una mujer encinta. El río Ormonde gorjeaba como un recién nacido.
País, país perdido. ¿Podré alguna vez volver a verte?