Antes de vivir en Salem no había sabido tomar la medida de los estragos que causaba la religión de Samuel Parris y ni siquiera había comprendido su verdadera naturaleza. Imagínese una estricta comunidad de hombres y mujeres aplastados por la presencia del demonio entre ellos e intentando acorralarlo en todas sus manifestaciones. Una vaca que moría, un niño con convulsiones, una joven que tardaba en tener su flujo menstrual, todo era materia de infinitas especulaciones. ¿Quién, habiéndose liado por un pacto con el terrible enemigo, había provocado tales catástrofes? ¿Era por culpa quizá de Bridget Bishop quien no había aparecido por la casa de reunión durante dos domingos consecutivos? No, más bien era por culpa de Giles Corey a quien vieron alimentar a un animal vagabundo una tarde del día de Sabbat. Yo misma me envenenaba con esta atmosfera deletérea y me sorprendía, por una pequeñez cualquiera, recitando unas letanías protectoras o efectuando gestos de purificación. Por otra parte, tenía razones muy precisas para sentirme turbada. En Bridgetown, Susana Endicott ya me había comunicado que, a sus ojos, mi color era señal de mi intimidad con el demonio. De eso podía por supuesto reírme, como podía hacerlo de las elucubraciones de una comadre amargada por la soledad y la proximidad de la vejez. En Salem, esta convicción era compartida por todos.
Había dos o tres servidores negros en el lugar —no sé de donde procedían—, y éramos todos no solamente malvados, sino los emisarios invisibles de Satanás.
Por eso mismo venían furtivamente a nuestro encuentro para intentar saciarse de inconfesables deseos de venganza, a liberarse de odios y de rencores insoportables y a esforzarse en hacer daño por todos los medios. Alguno, de quien se suponía ser un esposo modelo, no soñaba más que en la muerte de su esposa. Otra, que parecía ser la más fiel de las mujeres, estaba dispuesta a vender el alma de sus hijos para suprimir al padre. El vecino quería exterminar a la vecina, el hermano a la hermana. Incluso había niños que deseaban acabar, aun de la manera más dolorosa, con uno u otro de sus progenitores. Y era el olor fétido de todos estos crímenes que intentaban cometer, lo que me estaba convirtiendo en otra mujer. Y por mucho que mirara el agua azul de mi cuenco y que me transportara con el pensamiento a orillas del río Ormonde, algo dentro de mí se iba deshaciendo lenta e inexorablemente.
Sí, me convertía en otra mujer. Una extraña a mis propios ojos.
Un hecho acabó de transformarme. Acuciado sin duda por necesidades económicas y ante la imposibilidad de comprarse una montura, Samuel Parris alquiló a John Indien a Deacon Ingersoll para que le ayudara en las tareas del campo, con lo cual John Indien no volvió a dormir conmigo más que el sábado, víspera de Sabbat, cuando Dios ordena el descanso incluso a los negros. Noche tras noche me acurrucaba bajo una manta, demasiado ligera, en una habitación sin chimenea, jadeando de deseo del ausente. Muy a menudo, cuando regresaba John Indien, a pesar de su robusta constitución que hasta entonces me había colmado de felicidad, estaba tan agotado por haber trabajado como una bestia de carga, que se dormía en cuanto apoyaba la cabeza sobre mi pecho desnudo. Yo le acariciaba los cabellos rizados y ásperos, rebosante de piedad y de rebeldía hacia nuestra suerte.
¿Quién, quién ha hecho el mundo?
En mi impotencia y mi desesperación empecé a acariciar la idea de vengarme. ¿Pero cómo? Tramaba planes que rechazaba de madrugada para reconsiderarlos a la caída de la noche. Ya casi ni comía. No bebía nada. Iba como un alma en pena, envuelta en mi chal de burda lana y seguida por uno o dos gatos negros enviados sin duda por la bondadosa Judah White para recordarme que no estaba completamente sola. No era de extrañar que los habitantes de Salem me temieran. Tenía realmente un aspecto temible.
Temible y repelente. Mis cabellos, que ya no peinaba nunca, formaban una pelambrera alrededor de mi cabeza. Mis mejillas se hundían y mis labios resaltaban impúdicos y tirantes sobre mis encías hinchadas.
Cuando John Indien estaba a mi lado se quejaba con dulzura.
—¡Te abandonas, esposa mía! Antes eras una pradera en la que yo me apacentaba. Ahora, las altas hierbas de tu pubis, la espesura de tus axilas, casi me repugnan.
—Perdóname, John Indien, y continúa queriéndome aun si ya nada valgo.
Cogí la costumbre de caminar a grandes zancadas por el bosque, pues fatigando mi cuerpo me parecía fatigar también mi espíritu, y esperaba conciliar de esta forma el sueño. La nieve blanqueaba los senderos y los árboles de nudosas ramas que parecían esqueletos. Un día, al penetrar en un claro del bosque, tuve la impresión de estar en una cárcel cuyas paredes de mármol me aprisionaban. Vislumbraba el blanco y nacarado cielo por un estrecho orificio que se abría sobre mi cabeza y sentí que mi vida iba a terminar allí, envuelta en aquel resplandeciente sudario. ¿Podría entonces mi espíritu encontrar el camino de Barbuda? Y en caso de que lo consiguiera, ¿estaría condenada a vagar impotente y sin voz como Man Yaya y Abena, mi madre? Recordaba sus palabras: «¡Estarás tan lejos y será necesario tanto tiempo para cruzar el agua!».
¡Ay! Debería haberlas acribillado a preguntas. Debía haberlas forzado a transgredir sus reglas y a revelarme lo que yo no llegaba a adivinar, ya que aquel pensamiento no cesaba de obsesionarme: si mi cuerpo seguía la ley de la especie ¿retomaría mi espíritu liberado el camino del país natal?
Me acerco a la tierra que he perdido. Regreso hacia la yerma fetidez de sus heridas. La reconozco por su olor. Olor a sudor, a sufrimiento y a trabajo. Pero, paradójicamente, es un olor fuerte y cálido que me reconforta.
Una o dos veces, vagando por el bosque, me tropecé con habitantes del pueblo que se inclinaban torpemente sobre hierbas y plantas con miradas furtivas que revelaban las intenciones de sus corazones. Esto me divertía mucho. El arte de hacer daño es complejo. Si se apoya en el conocimiento de las plantas, debe estar asociado a un poder de actuación sobre unas fuerzas evanescentes como el aire, en primer lugar rebeldes, y a las que se trata de conjurar. ¡No se declara bruja quien quiere!
Un día cuando me había sentado sobre la tierra brillante de escarcha arrebujando los pliegues de mi falda contra mis piernas, vi surgir de entre los árboles una pequeña silueta enloquecida y familiar. Era la de Sarah, la esclava negra de Joseph Henderson. Al verme tuvo un movimiento de huida, después, cambiando de opinión, se acercó a mí.
He dicho ya que los negros abundan en Salem, sometidos y subordinados según un coeficiente que el amo fijaba arbitrariamente, peor tratados que los animales de los cuales tenían que ocuparse.
Joseph Henderson, que venía de Rowley, se había casado con una hija de la familia Putnam, la más importante del pueblo. Había sido quizás un matrimonio de conveniencia. En cualquier caso, había resultado poco productivo. A causa de sórdidas razones, la pareja no había recibido las posesiones que esperaba y vegetaba en la pura miseria. Por este motivo, quizás, el ama Priscilla Henderson era siempre la primera en franquear el umbral de la casa de reunión, la primera en entonar las plegarias y la que más pegaba a su criada. Ya nadie se extrañaba de los chichones que poblaban el rostro de Sarah ni del persistente olor a ajos con los que intentaba aliviarse. Se acurrucó junto a mí y exclamó:
—Tituba, ayúdame.
Cogí su manita callosa y rígida como un trozo de madera mal pulido y le pregunté:
—¿Cómo puedo ayudarte?
Su mirada vacilaba.
—Todo el mundo sabe que tus poderes son grandes. Ayúdame a desembarazarme de ella.
Permanecí un momento en silencio y después sacudí la cabeza:
—No puedo hacer lo que ni tu corazón se atreve a proponerme. La que me comunicó su ciencia me ha enseñado a curar y a aliviar más que a hacer daño. Una vez, que como tú, yo deseaba lo peor, me puso en guardia: «No te vuelvas como ellos, que lo único que saben hacer es daño».
Alzó sus frágiles hombros bajo el tosco chal que los cubría.
—La enseñanza debe adaptarse a las sociedades. Ya no estás en Barbuda entre nuestros desdichados hermanos y hermanas. Estás entre unos monstruos que quieren destruirnos.
Escuchándola, yo me preguntaba si era realmente la pequeña Sarah la que así me hablaba o si era el eco de mis más secretos pensamientos lo que resonaba en el gran silencio del bosque. Vengarme. Vengarnos. Yo, John Indien, Mary Black, Sarah y todos los demás. Desencadenar el incendio, la tempestad. Teñir de escarlata la blanca capa de nieve.
Dije con voz turbada:
—No hables así Sarah. Ven a verme a la cocina. Si tienen hambre no faltarán manzanas secas para ti.
Se levantó y el desprecio de su mirada me quemó como si de un ácido se tratará.
Regresé al pueblo sin apresurarme. Sarah me transmitía quizás alguna señal de «lo invisible» y lo mejor sería que pasara tres noches en oración exclamando con todas mis fuerzas:
Cruzad el agua, oh padres míos.
Cruzad el agua, oh madres mías.
¡Estoy tan sola en este lejano país!
Cruzad el agua.
Sumergida en estas angustiosas reflexiones, pasaba sin detenerme ante la casa del ama Rebecca Nurse cuando oí que alguien me llamaba por mi nombre. El ama Rebecca Nurse iba por los setenta años y jamás había visto una mujer tan aquejada de males como ella. A veces sus piernas se hinchaban de tal manera que no podía desplazarse ni un centímetro y permanecía tumbada en la cama como aquellas ballenas que se divisan a veces desde la borda de los barcos negreros. Más de una vez sus hijos me habían llamado y siempre había logrado aliviarla. Aquel día su cara envejecida me pareció menos deteriorada. Dedicándome una sonrisa me dijo:
—Dame el brazo, Tituba, quiero andar unos pasos contigo.
Obedecí. Descendimos a lo largo de la calle que conducía al centro del pueblo todavía iluminado por un sol pálido. Me sentía de nuevo inmersa en mi dilema cuando oí que Rebecca Nurse me murmuraba:
—Tituba ¿no puedes castigarlos? Los Houlton han vuelto a dejar sueltos a los cerdos. Por enésima vez han destrozado nuestro huerto.
Tardé un momento en comprender lo que esperaba de mí. Me invadió la cólera y me desasí de su brazo dejándola plantada frente a una valla.
—¡Ah no! No me volveré como ellos. No cederé. No voy, de ninguna manera, a ejercer el mal.
Al cabo de unos diez días Betsey cayó enferma.
No me sorprendió en absoluto. La había abandonado bastante en las últimas semanas, replegada egoístamente en mí y en mi malestar. Ni siquiera sé si por la mañana rezaba por ella y si le suministraba su saludable tisana de cada día. A decir verdad la veía muy poco. Pasaba la mayor parte del tiempo con Anne Putnam, Mercy Lewis, Mary Walcott y las demás, quienes, despedidas de mi cocina, se encerraban desde entonces en el primer piso para librarse a toda clase de juegos cuya turbia índole no ignoraba. Un día Abigail me enseñó una baraja de tarot que había sacado Dios sabe de dónde y me interrogó:
—¿Crees que se puede leer el futuro en esta cartas?
Me encogí de hombros.
—Mi pobre Abigail, ¡no creerás que con unos trozos de cartón coloreado se puede predecir el porvenir!
Entonces agito una mano en la que el dibujo de las líneas surcaba la palma abultada y rosácea.
—¿Y aquí, se puede leer el futuro?
Alcé de nuevo los hombros y no respondí.
Sí, ya sé que la banda de chiquillas se entregaba a unos juegos peligrosos pero cerré los ojos. Todas aquellas tonterías, cuchicheos y risas incontroladas ¿las estarían vengando quizá de la terrible cotidianidad de su existencia?
«En el pecado de Adán
nos hundimos todos…».
«La mancha está en nuestra frente
no podemos borrarla», etc.
Por lo menos durante unas horas volvían a ser libres y a sentirse ligeras.
Un atardecer, después de cenar, Betsey cayó redonda al suelo y permaneció extendida con los brazos en cruz, los ojos en blanco y un rictus que dejaba al descubierto sus dientes de leche. Me precipité a socorrerla. Sin embargo, apenas mi mano había rozado su brazo, se relajó y emitió un aullido. Me quedé desconcertada. El ama Parris se abalanzó sobre ella y la abrazó cubriéndola de besos.
Yo me volví a la cocina.
Cuando llegó la noche y cada uno se había retirado a su habitación, esperé prudentemente unos instantes antes de volver a bajar la escalera de madera como si fuera un malhechor. Conteniendo la respiración, entreabrí la puerta de Betsey pero, con gran sorpresa, vi que la habitación estaba vacía como si sus padres, para protegerla de algún mal desconocido, se la hubieran llevado con ellos.
Volví a recordar perfectamente la expresión de la mirada que el ama Parris me había lanzado. El mal desconocido que se había apoderado de Betsey no podía venir de nadie más que de mí.
¡La ingratitud de las madres!
Desde que habíamos dejado Bridgetown no había cesado de atender solícitamente al ama Parris y a Betsey. Había vigilado hasta sus estornudos y aliviado sus ataques de tos. Había aromatizado la sémola que comían y salpicado de especias sus caldos. Había salido bajo el viento huracanado para traer una libra de melaza. Había afrontado la nieve por algunas espigas de maíz.
Pero en un abrir y cerrar de ojos todo esto cayó en el olvido y me convertí en una enemiga. Quizás, en verdad, nunca había dejado de serlo y el ama Parris estaba celosa de los lazos que me unían a su hija.
Si hubiera estado menos confusa, hubiera intentado razonar y comprender este cambio. Elizabeth Parris vivía desde hacía meses en la deletérea atmosfera de Salem entre las gentes que me consideraban Satanás y no se privaban de airearlo extrañándose de que, junto con John Indien, fuera tolerada en una casa cristiana. Es probable que tales pensamientos la hubieran contaminado a su vez, incluso si en los primeros tiempos los había rechazado enérgicamente. Pero yo me sentía incapaz de ser objetiva con el dolor que reconcomía. Subí a mi cuarto atormentada y me acosté con mi soledad y mi pesadumbre. La noche pasó.
Al día siguiente bajé la primera como de costumbre para preparar el desayuno. Había huevos recién puestos y los batí para hacer una espumosa tortilla. En aquel momento la familia ocupó sus sitios en la mesa para rezar las plegarias cotidianas. La voz de Samuel Parris se alzó con energía:
—¡Tituba!
Cada mañana me llamaba de la misma manera: con dureza y sequedad. Pero en aquel instante su voz resonó particularmente amenazadora. Me adelanté sin prisas.
En cuanto pisé el umbral de la puerta anudándome estrechamente el chal, pues el fuego recién encendido ahumaba sin dar todavía calor alguno, la pequeña Betsey saltó de su silla y revolcándose en el suelo se puso a gritar.
Sus aullidos no eran humanos.
Cada año en previsión de la Navidad, los esclavos tenían la costumbre de cebar a un cerdo que mataban dos días antes de la cena de Nochebuena con el fin de que su carne, marinada en limón y hojas de bosque de la India, expulsara todas sus impurezas. Degollaban al animal de madrugada, después lo colgaban cabeza abajo de las ramas de una güira. Mientras su sangre chorreaba primero a borbotones, luego gota a gota, el cerdo berreaba con unos alaridos roncos, insoportables, que el silencio de la muerte acallaba bruscamente.
Así gritaba Betsey. Como si de repente aquel cuerpo de niña se hubiera transformado en el de un animal vil habitado por un poder monstruoso.
Abigail permaneció de pie visiblemente desconcertada. Después su mirada que todo lo percibía voló del rostro acusador de Samuel Parris al del ama Parris que no era mucho menos terrorífica. Luego escudriñó mi cara, que debía de expresar una turbación total. Parecía comprender de que se trataba, y entonces, como un ser temerario que se arroja a una charca sin saber lo que esconde su verdosa superficie, saltó de su silla y se tiró al suelo aullando de la misma manera.
Aquel horrible concierto duró unos minutos. A continuación las dos niñas entraron en una especie de catalepsia. Entonces Samuel Parris dijo:
—Tituba, ¿qué les has hecho?
Me hubiera gustado contestar con una carcajada de soberano desprecio antes de marcharme hacia mi cocina. En lugar de ello me quedé pegada al suelo, horrorizada, mirando a las dos chiquillas sin poder pronunciar una palabra. Finalmente el ama Parris murmuró con voz quejumbrosa:
—¡Observa el efecto de tus sortilegios!
Era demasiado. Exploté.
—Ama Parris, cuando usted estuvo enferma, ¿quién la cuido? En el cuchitril de Boston donde estuvo a punto de morir, ¿quién hizo brillar sobre su cabeza el sol de la curación? Sí, fui yo, ¿por qué me habla usted de sortilegios?
Samuel Parris giró sobre sí mismo como una fiera salvaje que descubre una nueva presa y ruge:
—Elizabeth Parris, hable claro. ¿También usted se ha prestado a estos juegos satánicos?
La pobre criatura se tambaleó antes de caer de rodillas a los pies de su marido.
—Perdóneme, Samuel Parris, no sabía lo que hacía.
Ignoro si Samuel Parris se hubiera sentido culpable a su vez si en aquel momento Betsey y Abigail no hubieran salido de su trance para volver a aullar como condenadas.
De repente resonaron unos golpes en la puerta de entrada, provocados por los puños de nuestros vecinos alborotados. El rostro de Samuel Parris se transfiguró; puso un dedo sobre los labios indicando silencio, agarró a las niñas como si fueran haces de leña y las subió al primer piso.
Al cabo de un momento el ama Parris recuperó el aplomo y abrió la puerta a los curiosos balbuceando frases tranquilizadoras.
—No es nada, no es nada. Esta mañana el amo Parris ha decidido castigar a las chiquillas.
Los recién llegados asintieron ruidosamente.
—En mi opinión, esto hubiera debido hacerse con más frecuencia.
El ama Sheldon, cuya hija Susanna se encerraba cada día con Abigail, emitió la primera nota discordante.
—Esto me recuerda a las chicas de Goodwin. ¡Con tal de que no hayan sido embrujadas!
Mientras así hablaba clavó sobre mí su mirada pálida y cruel. El ama Parris logró emitir una risa amarga.
—¿Qué pretendéis con esto, ama Sheldon? ¿Es que ignoráis que el niño es como el pan que hay que amasar? Y creedme, Samuel Parris es un buen panadero.
Todo el mundo se rió a carcajadas. Volví a mi cocina. Después de unos instantes de reflexión las cosas me resultaban más claras. Voluntaria o involuntariamente, consciente o inconscientemente, algo o alguien había vuelto a Betsey contra mí, porque estaba convencida de que en este asunto Abigail no era más que una comparsa muy hábil para olfatear la mejor manera de lucirse en su papel. Era necesario recuperar la confianza de la niña, cosa que no dudaba lograr si podía estar a solas con ella.
A continuación debía protegerme. Ya había tardado mucho en hacerlo. Debía devolver golpe por golpe. Debía exigir ojo por ojo. Las viejas lecciones de Man Yaya ya no estaban vigentes. Quienes me rodeaban eran tan feroces como los lobos que aúllan a la muerte en los bosques de Boston, y yo tenía que volverme como ellos.
Sin embargo, había algo que ignoraba. La maldad es un don que se recibe al nacer. No se adquiere. Los que entre nosotros no han venido al mundo armados de uñas y dientes, son perdedores en todos los combates.