El pueblo de Salem, al que sobre todo no hay que confundir con la ciudad del mismo nombre que me pareció bastante rozagante, estaba emplazado dentro del bosque, como una placa de calvicie en una cabellera enmarañada.
Samuel Parris había alquilado tres caballos y un carricoche, y ofrecíamos una estampa lamentable. A Dios gracias, no había nadie para recibirnos. A aquella hora los hombres debían de estar en los campos a donde las mujeres les habrían llevado la comida y los refrescos. Samuel Parris nos enseñó la casa de reunión, un enorme edificio cuya puerta monumental estaba hecha de vigas ensambladas, y continuamos nuestro camino. ¿Cuántos habitantes podía tener Salem? Seguramente apenas dos mil, y llegando de Boston, el lugar parecía en verdad un agujero. Las vacas atravesaban con indolencia la calle principal haciendo tintinear sus esquilas y observé que en las puntas de sus astas llevaban atados unos pedazos de trapo rojo. De un vallado surgía el olor fétido de media docena de cerdos que se revolcaban en un fango negruzco.
Por fin llegamos ante la casa que nos estaba reservada. Se sostenía de soslayo en medio de un inmenso jardín invadido por entero de hierbajos. Dos ceibas negras la flanqueaban como dos cirios y de ellas se desprendía una especie de hostilidad repulsiva. Samuel Parris ayudó a apearse a su mujer, a quien el viaje había fatigado mucho. Yo deposité en el suelo a mi pequeña Betsey, mientras Abigail, sin esperar ayuda, saltaba a tierra y se precipitaba hacia la puerta de entrada. Samuel Parris la detuvo al vuelo y gritó:
—Nada de eso, Abigail. ¿Ha entrado en ti el demonio?
A pesar de la poca simpatía que yo albergaba hacia Abigail, el corazón me dio un vuelco ante el efecto que aquella frase le produjo.
El interior de la casa estaba en consonancia con el exterior: era sombrío y desagradable. Sin embargo, una mano caritativa había encendido el fuego en cada chimenea y las llamas devoraban alegremente los leños. Elizabeth Parris preguntó:
—¿Cuántas habitaciones hay? Tituba, ve a ver las que estén mejor orientadas.
Samuel Parris tuvo naturalmente algo que añadir. Aplastando a Elizabeth con el peso de su mirada displicente:
—La única habitación bien orientada ¿no es la tumba en la cual cada uno de nosotros descansará algún día?
Después se arrodilló para agradecer al Señor el habernos protegido de los lobos y de otros animales salvajes que infestaban los bosques que nos separaban de Boston. Aquella oración interminable acabó por fin cuando la puerta de entrada se abrió con un chirrido que nos sobresaltó a todos. Una mujercita pobremente vestida a la moda puritana, pero con la cara sonriente, se deslizó en la habitación.
—Soy la hermana Mary Sibley. Les he encendido el fuego. También les he dejado en la cocina un pedazo de buey, nabos y una docena de huevos.
Samuel Parris le dio las gracias y preguntó seguidamente:
—¿Es usted, una mujer, la que representa a la congregación?
Mary Sibley sonrió:
—El cuarto mandamiento nos ordena trabajar y derramar el sudor de nuestra frente. Los hombres están en el campo. En cuanto regresen, Deacon Ingersoll, Sergent Thomas Putnam, el capitán Walcott y algunos otros vendrán a saludarles.
Entonces me dirigí a la cocina y pensando en los pobres estómagos de las niñas me dispuse a preparar el trozo de buey salado que la hermana Mary Sibley había tenido la buena idea de traer. Al cabo de un momento vino a mi encuentro y me observó de arriba a abajo.
—¿Cómo es posible que Samuel Parris tenga a su servicio a un negro y a una negra?
Había en sus palabras más ingenua curiosidad que maldad. Yo contesté con ligereza:
—Es a él a quien hay que preguntárselo.
Permaneció silenciosa un momento y luego convino:
—¡Qué extraño por parte de un ministro!
Al cabo de un momento volvió a la carga.
—¡Qué pálida está Elizabeth Parris! ¿De qué adolece?
Dije:
—Nadie conoce exactamente su enfermedad.
—Es de temer que la estancia en esta casa no le haga mucho bien.
Bajó la voz.
—Dos mujeres murieron en la cama de la habitación de arriba. Mary Bayley, la mujer del primer pastor de esta parroquia, y también Judah Borroughs, la mujer del segundo pastor.
A pesar mío lancé una exclamación de inquietud, pues no ignoraba lo mucho que los difuntos desasosegados pueden turbar a los vivos. Tal vez deberían hacer una ceremonia de purificación para ofrecer alguna satisfacción a aquellas pobres almas. Por suerte la casa estaba rodeada de un jardín en el que podía ir y venir a mi gusto. Mary Sibley siguió la dirección de mi mirada y dijo con voz turbada:
—¡Ah, sí, los gatos! Está lleno en Salem, a pesar de que matan a muchos.
En efecto, una verdadera horda de gatos se perseguía por la hierba. Maullaban y se echaban de espaldas, alzando sus nerviosas patas rematadas por afiladas zarpas. Unas semanas antes no hubiera encontrado nada sobrenatural en aquel espectáculo. Ahora, instruida por la buena de Judah White, comprendí que los espíritus del lugar me saludaban. ¡Qué infantiles son los hombres de piel blanca manifestando su poder a través de animales como el gato! Nosotros preferimos animales de otra envergadura: por ejemplo la serpiente, soberbio reptil de oscuros anillos.
Desde el instante de mi llegada a Salem sentí que no iba a ser feliz allí. Sentí que mi vida conocería terribles pruebas y que acontecimientos de un dolor inaudito encanecerían todos los cabellos de mi cabeza.
Cuando cayó la tarde los hombres regresaron de los campos y la casa se llenó de visitantes. Anne Putnam y su marido Thomas, un coloso de dos metros de altura, su hija Anne, que enseguida se puso a cuchichear por los rincones con Abigail, Sara Houlton, John y Elizabeth Proctor, y otros muchos cuyos nombres no sabría citar. Sentí que era la curiosidad más que la simpatía la que atraía a toda esta gente, y que venían a juzgar, a calibrar al ministro con objeto de saber qué papel representaría en la vida del pueblo. Samuel Parris no se dio cuenta de nada y se mostró tal cual era de ordinario: odioso. Se quejó de que no se hubieran cortado, en previsión de su llegada, grandes montones de madera que deberían estar apilados en su granja. Se quejó de que la casa fuera vieja, de que la hierba del jardín le llegara hasta las rodillas y de que las ranas organizaran su estrepito justo debajo de sus ventanas.
No obstante, nuestra instalación en Salem nos proporcionó una dicha cuya brevedad yo no suponía. La casa era tan amplia que cada uno disponía de una habitación propia. John Indien y yo pudimos refugiarnos bajo el techo en una estancia bastante fea y abuhardillada cuyo techo estaba sostenido por un almocárabe de vigas carcomidas. En aquella soledad pudimos de nuevo amarnos sin freno, sin medida, sin temor a ser oídos.
En un momento de gran abandono no me contuve y le susurré a John Indien:
—¡Tengo miedo!
Me acarició el hombro.
—¿Qué será del mundo si nuestras mujeres tienen miedo? ¡Se derrumbará! Su bóveda caerá y las estrellas que forman su constelación se mezclaran con el polvo de los caminos. ¿Tú tienes miedo? ¿De qué?
—Del mañana que nos espera…
—Duerme, princesa. El mañana que nos espera es la sonrisa del recién nacido.
La segunda dicha fue que, debido a la carga de sus deberes, Samuel Parris iba siempre de un lado a otro. Lo veíamos apenas durante las oraciones de la mañana y de la noche. Cuando estaba en casa, se encontraba siempre reunido con hombres con los que discutía ásperamente sobre materias que no parecían religiosas.
—Las sesenta y seis libras de mi salario provienen de las contribuciones de los habitantes del pueblo y son proporcionales a la superficie de sus tierras.
—Debéis suministrarme la leña.
—El día del Sabbat las contribuciones deben ser abonadas en documentos…, etc.
Y a sus espaldas la vida recobraba sus derechos.
En lo sucesivo mi cocina siempre estuvo llena de niñas.
No las quería a todas. Sobre todo no me gustaban Anne Putnam y Mercy Lewis, la joven criada de su edad que la acompañaba a todas partes. Había en aquellas dos chiquillas algo que me hacía dudar de la pureza de la infancia. Después de todo, quizá los niños no estén fuera del alcance de las frustraciones ni de las ansias de la edad adulta. En cualquier caso, Anne y Mercy me recordaban indefectiblemente los discursos de Samuel Parris sobre la presencia del demonio en cada uno de nosotros. Me ocurría lo mismo con Abigail. No dudaba de la violencia que en ella había, del poder de su imaginación para dar un giro particular a los mínimos incidentes que esmaltaban los días, ni de aquel odio (no, la palabra no es demasiado fuerte) que ella sentía hacia el mundo de los adultos, como si no les perdonara el construir un sepulcro para su juventud.
Si no las quería a todas, sin embargo me compadecía de su tez cerúlea, de sus cuerpos tan ricos en promesas pero mutilados como aquellos árboles que más adelante los jardineros se esforzarían en reducir. Por contraste, nuestras infancias de pequeñas esclavas, sin embargo tan amargas, parecían luminosas, alumbradas por el sol de nuestros juegos, de los paseos, de los vagabundeos en común. Hacíamos flotar balsas de corteza de caña de azúcar por los torrentes. Asábamos pescados rosados y amarillos sobre hogueras de leña verde. Bailábamos. Y era esta piedad contra la que no me podía defender la que me hacía tolerar a aquellas criaturas a mi alrededor, la que me empujaba a alegrarlas. No paraba hasta lograr hacerlas reír a carcajadas, hasta que sofocadas exclamaban:
—¡Tituba, oh Tituba!
Sus historias preferidas eran las de espíritus. Se sentaban en círculo a mi alrededor y yo respiraba el olor agrio de sus cuerpos lavados con parsimonia. Me asaeteaban a preguntas.
—Tituba, ¿crees que existen los aojados, es decir, que los hay aquí en Salem?
Afirmé con una carcajada:
—Sí, creo que Sarah Good es una de ellas.
Sarah Good era una mujer todavía joven pero perturbada y medio mendiga a quien los niños temían a causa de la apestosa pipa que llevaba siempre entre los dientes y de las palabras que no cesaba de farfullar como si recitara unas letanías únicamente comprensibles para ella. Aparte de esto, yo lo creía, palabra de honor. Las niñas gritaban:
—¿Lo crees, Tituba? Y Sarah Osburne, ¿también lo es?
Sarah Osburne era una anciana pero no una mendiga. Ella, por el contrario, gozaba de una posición acomodada, era propietaria de una hermosa casa con paneles de roble, pero, para su descrédito, había cometido durante su juventud una falta que yo desconocía.
Inspiraba profundamente haciendo ver que reflexionaba, dejándolas consumirse de curiosidad, antes de declarar sentenciosamente:
—Quizás.
Abigail insistía:
—¿Las has visto a ambas con las carnes desolladas, volando por los aires? Y a Elizabeth Proctor, ¿la has visto?
Me puse seria, pues ama Proctor era de las mujeres más buenas del pueblo, la única que tuvo empeño en hablar conmigo de la esclavitud, del país del que yo venía y de sus habitantes.
—¡Ya sabe que estoy bromeando, Abigail!
Y las despedía a todas. Cuando nos quedamos solas Betsey y yo, ésta me preguntó con su voz aflautada:
—Tituba, ¿existe la gente aojada? ¿Existe realmente?
La tomé entre mis brazos.
—¿Y qué importa? ¿No estoy aquí para protegerlas si intentan hacerles daño?
Me miraba fijamente a los ojos y en el fondo de sus pupilas bailaba una sombra que me esforcé en disipar.
—Tituba conoce las palabras que curan todos los males, que alivian todas las heridas, que desatan todos los nudos. ¿No lo sabe?
Se quedó inmóvil y el temblor de su cuerpo se acentuó a pesar de mis palabras tranquilizadoras. La apreté más fuerte contra mí y su corazón latía desesperadamente como un pájaro enjaulado mientras yo repetía:
—Tituba lo puede todo. Tituba lo sabe todo. Tituba lo ve todo.
Pronto el círculo de jovencitas se amplió. Bajo el impulso de Abigail una serie de espingardas cuyos senos reventaban las blusas y cuya sangre chorreaba por sus muslos durante sus ciclos, se apretujó en mi cocina. No me gustaban nada. Ni Mary Walcott, ni Elizabeth Booth, ni Susana Sheldon. Sus ojos destilaban todo el desprecio de sus padres hacia la gente de nuestra raza. Al mismo tiempo me necesitaban para alegrar el insípido discurrir de sus vidas. Y entonces, en vez de reclamarme me ordenaban:
—Tituba, cántanos una canción.
—Tituba, cuéntanos un cuento. No, éste no nos gusta. Cuéntanos el de los aojados.
Un día las cosas se estropearon. La gorda Mary Walcott daba vueltas a mi alrededor y acabó por decirme:
—Tituba, ¿es cierto que lo sabes todo, que lo ves todo, que lo puedes todo? ¿Eres pues una bruja?
Me enfadé rotundamente.
—No emplee palabras cuyo sentido usted ignora. ¿Saben por ejemplo qué es una bruja?
—¡Pues claro que lo sabemos! Es alguien que ha hecho un pacto con Satanás. Mary tiene razón; ¿es usted bruja, Tituba? Yo creo que sí.
¡Era demasiado! Eché a todas aquellas jóvenes víboras de mi cocina y las perseguí hasta la calle.
—No quiero volverlas a ver. Nunca, nunca jamás.
Cuando se hubieron dispersado me acerqué a la pequeña Betsey y la reñí.
—¿Por qué repiten todo lo que yo les cuento? Ya ven lo mal que lo interpretan.
La niña se ruborizó y se acurrucó contra mí.
—Perdón, Tituba. No les diré nada más.
Desde que estábamos en Salem, Betsey había cambiado mucho. Se ponía nerviosa, se irritaba, estaba siempre al borde de las lágrimas por un sí o por un no, mirando al vacío con las pupilas desorbitadas, con los ojos más grandes que las monedas de medio penique. Acabé por inquietarme. ¿No estarían actuando los espíritus de las dos difuntas muertas en el primer piso en circunstancias desconocidas sobre aquella naturaleza frágil? ¿No debía proteger a la niña como había protegido a la madre?
¡Ay, no!, nada me gustaba en el marco de mi nueva vida; día a día, mis aprensiones se fortalecían y se volvían tan pesadas como una carga de la que no podía librarme. Me acostaba con ella. Se extendía sobre mí por encima del cuerpo musculoso de John Indien. Por la mañana entorpecía mis pasos por la escalera y disminuía la velocidad de mis manos cuando preparaba la insípida sémola de trigo.
Ya no era yo misma.
Para intentar restablecerme usé un remedio. Llené un cuenco de agua que coloqué junto a la ventana de manera que pudiera verlo yendo y viniendo por la cocina, y dentro de él metí mi isla Barbuda. Logré introducirla entera con el oleaje de los campos de caña de azúcar prolongando el de las olas del mar, los cocoteros inclinados al borde del agua y los almendros del país cargados de frutos rojos o verde oscuro. Si no podía distinguir bien a los hombres, divisaba los cerros, las chozas, los molinos de azúcar y las carretas de bueyes azotados por manos invisibles. Distinguía los dormitorios y los cementerios de los amos. Todo esto se movía en medio de un gran silencio en el fondo del agua de mi cuenco y aquella presencia me calentaba el corazón. A veces, Abigail, Betsey o ama Parris, me sorprendían en aquella contemplación y se extrañaban.
—¿Pero qué miras, Tituba?
Más de una vez estuve tentada de compartir mi secreto con Betsey y ama Parris, quienes, yo lo sabía, echaban mucho de menos Barbuda. Siempre me reprimía, movida por una prudencia nuevamente adquirida que me dictaba mi entorno. Y además me preguntaba si su nostalgia y su pesar se podían comparar con los míos. Lo que ellas echaban de menos era la dulzura de una vida más fácil, de una vida de blancas, servidas, rodeadas de atentas esclavas. Aunque el amo Parris había acabado por perder todos sus bienes y todas sus esperanzas, los días transcurridos allí habían sido de lujo y voluptuosidad. Y yo, ¿qué era lo que echaba de menos? Las pequeñas dichas de los esclavos. Las migajas que caen del pan árido de cada día y que les aportan un poco de dulzura. Los instantes fugaces de los juegos prohibidos.
No pertenecíamos al mismo mundo, ama Parris, Betsey y yo, y todo el afecto que sentía por ellas no podía cambiar este hecho. A principios de diciembre, como las ausencias y los atolondramientos de Betsey pasaban de castaño oscuro (era incapaz de recitar el credo y recibía azotes, como es de suponer, por parte de Samuel Parris), decidí empezar dándole un baño.
Le hice prometer que guardaría el secreto y al caer la noche la sumergí hasta el cuello en un líquido al que había dado todas las propiedades del líquido amniótico. Me hicieron falta cuatro días, trabajando en las difíciles condiciones del exilio, para lograrlo. Pero me sentí orgullosa del resultado obtenido. Sumergiendo a Betsey en aquel líquido ardiente, me parecía que las mismas manos que habían dado muerte poco tiempo antes, daban vida, y que me purificaban del asesinato de mi hijo. Le hice repetir las palabras rituales antes de mantener su cabeza bajo el agua y después la saqué bruscamente a la superficie, sofocada y con los ojos llenos de lágrimas. Luego envolví su cuerpo enrojecido en una amplia manta antes de acostarla en su cama. Se durmió como un tronco, sumida en un sueño que hacía tiempo no conocía porque desde hacía varias noches me llamaba repetidamente con su vocecita lastimera:
«¡Tituba, Tituba! ¡Ven!».
Poco antes de media noche, estando segura de no encontrar ni un alma viviente por la calle, salí a arrojar el agua del baño a una encrucijada, tal como estaba recomendado.
¡Cómo cambia la noche según el país donde se vive! En el nuestro la noche es un vientre a la sombra de cual uno se queda sin fuerza y temblando, pero paradójicamente, con los sentidos relajados y sutiles prestos a captar los mínimos susurros de los seres y de las cosas. Salem era una pared negra de hostilidad contra la que iba a golpearme. Animales agazapados en los oscuros árboles ululaban con maldad a mi paso mientras mil miradas malévolas me perseguían. Cosa rara, aquel que debería saludarme con una palabra de consuelo, maulló rabiosamente y arqueó el lomo bajo la luna.
Caminé a paso ligero hasta la glorieta de Dobbin. Una vez allí dejé en el suelo el cubo que llevaba en equilibrio sobre la cabeza y suavemente, con precaución, derramé su contenido en el suelo blanco de escarcha. En el momento en que la última gota de líquido se filtraba en la tierra, oí un rumor en la hierba del talud. Supe que Man Yaya y Abena, mi madre, no estaban lejos. Sin embargo tampoco se me aparecieron y tuve que contentarme con su silenciosa presencia.
Pronto el invierno acabó de cercar Salem. La nieve llegó hasta el alfeizar de las ventanas. Cada mañana luchaba contra ella arrojando grandes cubos de agua caliente y sal. No obstante, por mucho que hiciera, la nieve ganaba siempre la partida. Pronto el sol no se dignó a salir más. Los días se sucedieron en una tenebrosa angustia.