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Permanecimos un año en Boston, pues Samuel Parris esperaba que sus correligionarios, los puritanos, le ofrecieran una parroquia. Por desgracia no llegó ni una sola proposición. Se debía, creo yo, a la personalidad de Parris. Por muy fanáticos y tenebrosos que fueran los que compartían su fe, lo eran menos que él, y su alta y envarada silueta sumada a la reprimenda y a la exhortación que siempre tenía en los labios, les asustaba. Las escasas economías que había traído de su incursión en el mundo del comercio en Barbuda se derritieron como la cera y nos encontramos en terribles apuros. A veces sólo teníamos para comer todo el día manzanas resecas. No había leña para calentarnos y temblábamos de frío.

Fue entonces cuando John Indien encontró trabajo en una taberna llamada The Black Horse. Su tarea consistía en ocuparse del fuego de las enormes chimeneas delante de las cuales los clientes se calentaban, y en barrer y vaciar basuras. Regresaba a primera hora de la madrugada apestando a brandy y a stout pero con restos de comida disimulados entre sus ropas. Me explicaba con voz cansina y semidormida:

—Reina mía, si supieras la vida que lleva esta ciudad de Boston a dos pasos de los censores de la Iglesia como nuestro Samuel Parris, no lo creerían ni tus propios ojos. Prostitutas, marineros con anillas en las orejas, capitanes con los cabellos grasientos bajo sus tricornios e incluso gentileshombres conocedores de la Biblia con mujer e hijos en su hogar. Todo el mundo se emborracha, blasfema, fornica. ¡Oh, Tituba! No puedes comprender la hipocresía del mundo de los blancos.

Lo acostaba y él seguía hablando.

Gracias a su buen carácter no tardo en hacerse numerosos amigos y me repetía sus conversaciones. Me hizo saber que la trata se intensificaba. Los nuestros eran arrancados de África a miles. Me dijo que no éramos el único pueblo que los blancos reducían al esclavismo sino que también avasallaban a los indios, primeros habitantes de América como de nuestra querida Barbuda.

Le escuchaba con estupor y rebeldía.

—En The Black Horse trabajan dos indios. Tendrías que ver cómo los tratan. Me han contado como han sido desposeídos de sus tierras, como los blancos han diezmado sus rebaños y han derramado entre ellos «el agua de fuego» que en poco tiempo conduce a un hombre a la tumba. ¡Ay, los blancos!

Estas historias me dejaban perpleja e intentaba comprender.

—Han hecho tanto daño a sus semejantes, a unos porque tienen la piel negra, a otros porque la tienen roja, que quizá por eso experimentan un sentimiento muy fuerte de maldición y condenación.

John era incapaz de responder a mis reflexiones que por otra parte le tenían sin cuidado. De todos modos él era ciertamente el menos desgraciado.

Samuel Parris no me confiaba en manera alguna sus pensamientos, pero al verlo, encerrado en casa como un animal en su jaula, rezando interminablemente u hojeando su temible libro, me era fácil adivinar su curso. Su presencia constante actuaba sobre nosotros como una amarga poción. Se acabaron los furtivos y tiernos diálogos, las canciones tarareadas a media voz. En lugar de esto se empeñó en enseñar las letras a Betsey y se sirvió de un formidable cartón.

A. En la caída de Adán
Estamos todos arrastrados
B. Sólo la Biblia
Puede salvar nuestras vidas
C. La cabra trisca en el monte
Pero también embiste…

Y así sucesivamente. La pobre Betsey, tan frágil e impresionable, palidecía y sentía escalofríos.

A mediados de abril, cuando el tiempo empezó a aclararse, Parris tomó la costumbre de salir después de comer para dar un corto paseo. Yo aprovechaba para llevar a las niñas al jardincito que se extendía detrás de la casa y allí, ¡qué juegos, qué corros endiablados! Las desembarazaba de la odiosa toga que les envejecía la cara, les desabrochaba el cinturón a fin de que su sangre se calentara y de que el sano rocío del sudor inundara sus cuerpecitos. De pie, en el umbral de la puerta, Elizabeth Parris me recomendaba débilmente:

—Cuidado, Tituba. ¡Qué no bailen! ¡Qué no bailen!

Sin embargo un minuto más tarde, se contradecía y palmoteando seguía el ritmo con arrebato ante nuestros trenzados.

Obtuve autorización para conducir a las pequeñas hasta Long Wharf en donde contemplábamos los barcos y el mar. Al otro lado de aquella extensión líquida, un punto: Barbuda.

¡Qué extraño es el amor al país! Lo llevamos en nosotros como nuestra sangre, como nuestros órganos. Y basta que estemos separados de nuestra tierra para que experimentemos un dolor que surge de lo más profundo de nosotros mismos sin disminuir jamás. Volvía a ver la plantación de Darnell Davis, la altiva mansión y sus columnatas en la cumbre del cerro, las calles con las chozas hormigueantes de dolor y de animación, niños con el vientre hinchado, mujeres envejecidas prematuramente, hombres mutilados, y aquel triste cuadro que había perdido de vista se me antojaba ahora precioso mientras la lágrimas corrían por mis mejillas.

En cuanto a las niñas, insensibles a mi estado de ánimo, jugaban en los charcos de agua salada, se empujaban, se caían de espaldas muertas de risa entre los cordajes, y yo no podía dejar de imaginar la cara que pondría Samuel Parris si asistiera a semejantes escenas. Toda su vitalidad reprimida día a día, hora a hora, exudaba, y era como si aquel demonio tan temido las hubiera por fin poseído. De las dos, Abigail era la más desenfrenada, la más violenta, y yo me maravillaba una y otra vez de sus dotes de disimulo. En cuanto regresábamos a casa era la más rígida y lacónica, perfecta a los ojos de su tío. ¿Sería capaz de repetir con él las palabras de su libro santo? Sus mínimos gestos estaban teñidos de reserva y de compunción.

Una tarde, volviendo de Long Wharf, fuimos testigos de un espectáculo cuya terrible impresión no se me ha borrado nunca. Salíamos de Front Street cuando vimos la plaza situada entre la cárcel, el Tribunal y la casa de reunión, abarrotada de gente. Iba a tener lugar una ejecución. La muchedumbre se apretaba a los pies de la tarima elevada sobre la que habían erigido la horca. A su alrededor se agitaban unos hombres siniestros tocados con sombreros de ala ancha. Al acercarnos divisamos a una mujer, una anciana, puesta en pie con una cuerda ciñéndole el cuello, bruscamente uno de los hombres apartó la pieza de madera en la que descansaban sus pies. Su cuerpo se tensó como un arco. Se oyó un grito espeluznante y su cabeza se inclinó cayendo hacia un lado.

Yo también grite arrodillada en medio del gentío excitado, curioso, casi alegre.

Era como si hubiera sido condenada a revivir la ejecución de mi madre. No, no era una anciana la que se balanceaba ante mis ojos. Era Abena en la flor de la vida y con la belleza de sus formas. Sí, era ella y yo tenía otra vez seis años. Y la vida estaba por empezar desde aquel momento.

Aullaba, y cuanto más aullaba, más deseo experimentaba de seguir aullando, de gritar mi sufrimiento, mi rebeldía, mi rabia impotente. ¿Qué clase de mundo era éste que había hecho de mí una esclava, una huérfana, una paria? ¿Qué mundo era aquel que me separaba de los míos? ¿Quién me obligaba a vivir entre aquella gente que no hablaba mi lengua, que no compartía mi religión, en un país grosero y poco afable?

Betsey se precipitó hacia mí abrazándome con sus brazos delgaduchos.

—¡Cállate! ¡Cállate, por favor, Tituba!

Abigail, que había correteado entre la muchedumbre implorando explicaciones aquí y allá, vino hacia nosotras y dijo fríamente:

—Sí, cállate. Ha tenido lo que merecía, no era más que una bruja. Había embrujado a los niños de una honorable familia.

Logré levantarme y encontrar el camino de regreso a casa. Toda la ciudad hablaba de aquella ejecución. Los que la habían presenciado explicaban a los que no la habían visto cómo la mujer Glover había chillado al ver la muerte, semejante a un perro ladrando a la luna, y cómo su alma se había escapado bajo la forma de un murciélago mientras un puré nauseabundo, prueba contundente de la vileza de su ser, descendía a lo largo de sus piernas huesudas. Yo no había visto nada parecido. Había asistido a un espectáculo de una barbarie total.

Fue justo después de este incidente cuando me di cuenta de que llevaba un hijo en mis entrañas y decidí matarlo.

Durante mi triste existencia, aparte de los besos robados a Betsey y de los secretos interminables con Elizabeth Parris, los únicos momentos de felicidad eran los que pasaba con John Indien.

Lleno de barro, tiritando de frío, ebrio de cansancio, cada noche mi hombre me hacía el amor. Como dormíamos en un reducto contiguo a la alcoba de los amos Parris, debíamos reprimir cualquier suspiro, cualquier palabra o quejido para que nada pudiera revelar la naturaleza de nuestras actividades. Paradójicamente, nuestras furiosas efusiones e intercambios eran más apasionados que nunca.

Para una esclava, la maternidad no es una dicha. Se limita a dar a un mundo de servidumbre y de abyección, un pequeño inocente cuyo destino será imposible de cambiar. Durante toda mi infancia había visto cómo las esclavas asesinaban a sus recién nacidos introduciendo una larga espina en el huevo todavía gelatinoso de su cráneo, seccionando con una hoja envenenada el cordón umbilical o abandonándolos por la noche en algún lugar transitado por espíritus irritados. Durante toda mi infancia había oído cómo las esclavas se intercambiaban pociones de recetas, de lavativas, de inyecciones que esterilizaban para siempre las matrices transformándolas en tumbas tapizadas de sudarios escarlatas.

En Barbuda, donde cada rincón me era conocido, donde cada planta me era familiar, no hubiera tenido ningún problema para desembarazarme de un fruto inoportuno. Pero aquí, en Boston, ¿cómo iba a hacerlo?

A menos de media legua de la salida de Boston se alzaban unos bosques frondosos que decidí explorar. Una tarde logré escaparme de la casa, dejando a Betsey enfrentada a su terrorífico abecedario y a Abigail ocupada en su tapicería sentada junto al ama Parris, pero con el espíritu visiblemente en otra parte.

Una vez fuera constaté con sorpresa que aquellos parajes poseían un cierto encanto. Los árboles que habían permanecido tanto tiempo esqueléticos como tristes husos se estaban llenando de yemas. Las flores cubrían los prados, y los campos verdosos se extendían hasta el infinito como un mar tranquilo.

Cuando estaba a punto de introducirme en el bosque, un jinete de silueta oscura y rígida con la cara oculta por la sombra de su sombrero interpeló:

—¡Eh, negra! ¿No tienes miedo a los indios?

¿Los indios? Les temía menos a los «salvajes» que a los seres civilizados entre los cuales vivía y que ahorcaban a los ancianos en los árboles.

Me incliné sobre un arbusto aromático que se parecía mucho al taronjil de múltiples virtudes. En aquel momento alguien pronunció mi nombre:

—¡Tituba!

Me sobresalté. Era una anciana de rostro informe como una hogaza de pan y sin embargo bastante agradable. Me extrañe:

—¿Cómo sabes mi nombre?

Sonrió misteriosamente.

—Te he visto nacer.

Mi extrañeza se acrecentó.

—¿Vienes de barbuda?

Su sonrisa se hizo más ancha.

—He estado siempre en Boston. Llegué con los primeros viajeros y desde entonces no los he abandonado nunca. Bueno, basta de charla. Si te retrasas demasiado Samuel Parris se dará cuenta de que has salido y pasarás un mal rato.

Yo seguía interrogándola perpleja:

—No te conozco. ¿Qué quieres de mí?

Se marchó hacia el interior del bosque y viendo que yo permanecía inmóvil se volvió y me espetó:

—No te hagas la tonta: soy una amiga de Man Yaya. Mi nombre es Judah White.

La vieja Judah me indicó el nombre de cada planta con sus propiedades. Grabadas en la mente tengo algunas de las recetas que me reveló.

Para librarse de las verrugas hay que frotarlas con un sapo vivo hasta que la piel del animal las absorba.

Durante el invierno, para prevenir las molestias causadas por el frío hay que beber infusiones de cicuta. (Atención, este jugo es mortal y puede ser utilizado para otros fines).

Para evitar la artritis hay que llevar en el dedo anular de la mano izquierda un anillo hecho de patata cruda.

Todas las heridas pueden ser curadas con emplastos de hojas de col y las ampollas con puré de nabo crudo.

En caso de bronquitis aguda hay que colocar la piel de un gato negro sobre el pecho del enfermo.

Para calmar un rabioso dolor de muelas: mascar, si es posible, hojas de tabaco… Hacer lo mismo en caso de dolor de oídos.

Para todas las diarreas: tres veces al día infusiones de moras.

Regresé a Boston algo más reconfortada y aprendí a considerar amigos a algunos de los animales a los que antes nunca hubiera prestado atención: el gato de pelaje negro, la lechuza, la mariquita y el mirlo burlón.

Meditaba sin cesar las palabras de Judah: «Sin nosotros, ¿qué sería del mundo? ¿Eh? ¿Qué sería? Los hombres nos detestan y sin embargo le damos nuestros instrumentos sin los cuales su vida sería triste y limitada. Gracias a nosotros pueden modificar el presente y a veces leer el porvenir. Gracias a nosotros pueden tener esperanza. Tituba, somos la sal de la tierra».

Aquella noche un chorro de sangre negra expulsó a mi hijo de mi matriz. Le vi mover los brazos como un renacuajo desesperado y estallé en sollozos. John Indien, a quien no había confesado mi secreto, creyó en un nuevo golpe de suerte y lloró también. La verdad es que estaba medio borracho después de haber vaciado muchos bocks de stout con los marineros que frecuentaban la taberna Black Horse.

—¡Reina mía! He aquí que nuestro báculo de la vejez se rompe. ¿Sobre qué tendremos que apoyarnos cuando ambos tengamos joroba en este país sin verano?

Me recuperé con dificultad del asesinato de mi hijo. Sabía que lo había hecho por su bien. Sin embargo la imagen de aquella carita cuyos contornos reales no conocería nunca, me perseguía. Por una extraña aberración, el grito que había emitido la mujer Glover al enfilar el pasillo de la muerte venía de las entrañas de mi hijo, martirizado por la misma sociedad, condenado por los mismo jueces. Betsey y Elizabeth Parris, constatando mi estado de ánimo, redoblaban sus atenciones y sus caricias hacia mí, cosa que en otros tiempos hubiera llamado la atención de Samuel Parris. Pero éste estaba constantemente envuelto en un humor cada vez más tétrico, pues las cosas iban de mal en peor. El único dinero que entraba en la casa era el que ganaba John Indien haciendo chisporrotear el fuego en las chimeneas de The Black Horse. Nos moríamos literalmente de hambre. Las caras de las niñas se adelgazaban y sus cuerpecitos flotaban dentro de sus vestidos.

Llegó el verano.

El sol iluminó los tejados grises y azulados de Boston. Hizo brotar hojas en las ramas de los árboles. Introdujo en el mar largas agujas de color de fuego. A pesar de la tristeza de nuestras vidas la sangre empezó a bullir en nuestras venas.

Unas semanas después, Samuel Parris nos anunció con voz sombría que había aceptado la oferta de una parroquia y que íbamos a trasladarnos al pueblo de Salem, a unas veinte millas aproximadamente de Boston. John Indien, que como de costumbre estaba al corriente de todo, me explicó porque Samuel Parris parecía tan poco entusiasmado. El pueblo de Salem tenía muy mala reputación en Bay Colony. Por dos veces, dos ministros, el reverendo James Bayley y el reverendo George Borroughs, habían sido expulsados por la hostilidad de gran parte de los parroquianos que se negaban a satisfacer las necesidades de sus ministros. El salario anual de sesenta y seis libras era una miseria sobre todo teniendo en cuenta que la madera no estaba incluida y los inviernos eran rigurosos en el bosque. Y además, en los alrededores de Salem vivían los indios, ariscos y salvajes, decididos a dejar sin cuero cabelludo a todas las cabezas que se atrevían a acercarse demasiado.

—Nuestro amo no ha terminado sus estudios…

—¿Estudios?

—Sí, de teología, para convertirse en pastor. Sin embargo, él querría que se le tratara como al reverendo Increase Mather o como al mismo John Cotton.

—¿Quiénes son esas gentes?

Ahora John Indien se turbó visiblemente.

—¡Y yo que sé, hermosa mía! Sólo oigo citar sus nombres.

Aún pasamos largas semanas en Boston. Tuve tiempo de hacerme un recordatorio con las principales recomendaciones de Judah White.

«Antes de ocupar una casa, o inmediatamente después de haberla ocupado, poner en los rincones de cada habitación ramas de muérdago y hojas de mejorana. Barrer el polvo de oeste a este y quemarlo con cuidado antes de esparcir afuera las cenizas. Rociar los suelos de orina fresca con la mano izquierda.

»Al ponerse el sol quemar ramitas de populara índica[5] mezcladas con sal gorda.

»Lo más importante: preparar el jardín y reunir todos los simples necesarios. En su defecto hacerlos crecer en cajones llenos de tierra. No dejar de escupir encima cuatro veces por la mañana al despertarse».

No quiero ocultar que en muchos casos todo esto me parecía infantil. En las Antillas, nuestra ciencia es más noble y se apoya más en las fuerzas que sobre las cosas. Pero en fin, como me recomendaba Man Yaya: «Si llegas al país de los lisiados, sin piernas, arrástrate por el suelo».