No tardé en darme cuenta de que alguien compartía el espanto y la repugnancia que me inspiraba Samuel Parris: su mujer Elizabeth.
Era una joven de extraña belleza cuyos hermosos cabellos rubios disimulados bajo una severa toca no dejaban de relucir por ello como un halo luminoso alrededor de su cabeza. Iba envuelta en mantas y chales como si temblara a pesar de la atmósfera tibia y viciada del camarote. Me sonrió y, con una voz tan agradable como el agua del río Ormonde, me dijo:
—¿Eres tú, Tituba? ¡Qué cruel debe ser para ti estar separada de los tuyos! De tu padre, de tu madre, de tu pueblo…
Aquella compasión me sorprendió. Hablé con dulzura:
—Por suerte tengo a John Indien.
Su delicado rostro se contrajo.
—¡Bienaventurada si crees que tu marido puede ser un compañero amable y si el contacto de su mano no te produce un escalofrío a lo largo de la espalda!
En aquel momento se interrumpió como si hubiera hablado demasiado.
La interrogué:
—Ama, no parece usted encontrarse bien. ¿Qué le ocurre?
Rió sin alegría.
—Más de veinte médicos se han sucedido junto a mi cabecera y no han podido encontrar la causa de mi enfermedad. Todo lo que sé es que mi existencia es un suplicio… Cuando estoy de pie la cabeza me da vueltas. Siento nauseas como si llevara un hijo en mis entrañas, y el cielo me ha concedido de la gracia de darme sólo uno. De vez en cuando unos dolores insoportables me recorren el vientre. Mis menstruaciones son un martirio y siempre tengo los pies como dos bloques de hielo.
Con un suspiro se recostó sobre la estrecha litera y se cubrió con la manta de áspera lana hasta el cuello. Me acerqué a ella y me hizo señal de sentarme a su lado murmurando:
—¡Qué bella eres, Tituba!
—¿Bella?
Pronuncié aquella palabra con incredulidad pues el espejo que me habían tendido Susana Endicott y Samuel Parris me había persuadido de lo contrario. Algo se desató en mí y exclamé movida por un impulso irresistible:
—Ama, ¡déjeme cuidarla!
Sonrió y me tomó las manos.
—Muchas antes que tú lo han intentado y no lo han logrado. Pero es verdad que tus manos son dulces. Dulces como dos flores cortadas.
Bromeé:
—¿Ha visto usted alguna vez flores negras?
Meditó un instante y luego contestó:
—No, pero si existieran serían como tus manos.
Puse la mano sobre su frente paradójicamente helada y húmeda de sudor. ¿Cuál era su mal? Creí adivinar que era el espíritu que arrastra al cuerpo como ocurre con la mayoría de los males de los hombres. En aquel momento la puerta se abrió de un brutal empujón y Samuel Parris entró. No sabría decir cuál de las dos, el ama o yo, estaba más confusa, más aterrorizada. La voz de Samuel Parris no se elevó en absoluto. La sangre no invadió su rostro de yeso. Dijo simplemente:
—Elizabeth, ¿estás loca? ¿Le permites a esa negra sentarse a tu lado? ¡Fuera, Tituba, y de prisa!
Obedecí.
El aire frío del puente actuó sobre mí como una reprimenda. ¿Cómo? ¿Iba a dejar que este hombre me tratara como una bestia sin decir nada? Cambiando de opinión me encaminaba ya hacia el camarote cuando me crucé con las miradas de dos chiquillas vestidas con largos trajes negros sobre los cuales contrastaban unos estrechos delantales blancos, y adornadas con unas tocas que no dejaban escapar ni una sola hebra de sus cabellos. No había visto nunca unas muchachas emperifolladas de aquella manera. Una era el vivo retrato de la pobre reclusa que acababa de dejar. Ella me interrogó:
—¿Eres tú Tituba?
Reconocí las graciosas entonaciones de su madre.
La otra niña, dos o tres años mayor que ella, me miraba fijamente con un aire insoportable de arrogancia.
Dije suavemente:
—¿Sois las niñas Parris?
Respondió la mayor de ambas.
—Ella es Betsey Parris, yo soy Abigail Williams, la sobrina del pastor.
No he tenido infancia. La sombra del cadalso de mi madre ha oscurecido todos los años que hubieran podido estar consagrados a la inconsciencia y a los juegos. Por razones seguramente muy distintas a las mías, sospechaba que Betsey Parris y Abigail Williams habían sido también privadas de su infancia, desposeídas para siempre de aquel capital de ligereza y de dulzura. Sospechaba que nunca les habían cantado nanas, explicado cuentos, llenado la imaginación de aventuras mágicas y bienhechoras. Sentí profunda piedad hacia ellas, sobre todo de Betsey, tan encantadora y tan indefensa. Le dije:
—Venga, la voy a meter en la cama. Parece estar muy cansada.
La otra chiquilla, Abigail, se interpuso vivamente:
—¿Qué estás diciendo? Aún no ha rezado sus oraciones. ¿Quieres que mi tío la azote?
Alcé los hombros y seguí mi camino.
John Indien estaba sentado en la parte trasera del puente en el centro de un círculo de marineros encandilados a los que explicaba algún cuento. Cosa extraña, John Indien, que había llorado todas las lágrimas de su cuerpo cuando los contornos de nuestra querida Barbuda se habían borrado entre la bruma, ya se había consolado. Efectuaba mil pesadas tareas para los marineros y así se procuraba monedas con las que se mezclaba en sus juegos y bebía su ron. Ahora les enseñaba con voz afinada una vieja canción de esclavos:
Mougué, e mougué eh:
Coq-là chanté cokiyoko…
¡Ay! ¡Qué frívolo era el hombre que mi cuerpo había escogido! Pero quizá no lo hubiera amado si hubiera estado hecho también de un triste tejido de luto como aquel con que a mí me fabricaron.
Cuando vio que me acercaba se apresuró a aproximarse a mí dejando plantado al coro de sus alumnos, que protestó ruidosamente. Me cogió los brazos y murmuró:
—¡Qué hombre más extraño es nuestro amo! Un comerciante frustrado que en el ocaso de su existencia recomienza su vida allí donde la había dejado…
Le interrumpí:
—No tengo ningunas ganas de escuchar cotilleos.
Dimos la vuelta al puente y nos resguardamos detrás de un rimero de troncos de azúcar de caña que navegaban hacia el puerto de Boston. La luna estaba alta, y ese tímido astro igualaba en claridad al sol. Me apreté contra John Indien y nuestras manos buscaban nuestros cuerpos cuando un paso firme estremeció el suelo de madera y los troncos. Era Samuel Parris. Al contemplar nuestra postura, un poco de sangre surcó sus pálidas mejillas y escupió como si se tratase de un veneno:
—Es cierto que el color vuestra piel es la señal de vuestra condenación, sin embargo mientras estéis bajo mi techo os comportaréis como cristianos. ¡Venid a rezar!
Obedecimos. Ama Parris y las dos niñas, Abigail y Betsey, estaban ya arrodilladas en uno de los camarotes. El amo permaneció de pie, levantó los ojos al techo y empezó a bramar. No comprendí gran cosa de aquel discurso a excepción de las palabras tantas veces escuchadas: pecado, mal, demonio, Satanás, Diablo… El momento más penoso fue el de la confesión. Cada uno tuvo que confesar en voz alta sus pecados del día y oí tartamudear a las pobres chiquillas:
—He mirado cómo bailaba John Indien en el puente.
—Me he quitado la toca y he dejado que el sol acariciase mis cabellos.
John Indien confesó a su manera habitual toda clase de payasadas y se zafó del asunto ya que el amo se limitó a decirle:
—¡El señor te perdona, John Indien! Vete y no peques más.
Cuando llegó mi turno me invadió una especie de rabia que no era otra cosa que la otra cara del terror que me inspiraba Samuel Parris y dije con voz firme:
—¿Por qué confesarme? Lo que pasa por mi cabeza y en mi corazón sólo a mí me atañe.
Me pegó.
Su mano, seca y cortante, hirió mi boca que empezó a sangrar. A la vista del hilillo rojo, el ama Parris tomó fuerzas, se levantó y dijo con rabia.
—Samuel, no tienes derecho…
Le pegó a su vez. Ella también sangró. Aquella sangre selló nuestra alianza. De vez en cuando una tierra árida y desolada da una flor de suave colorido que embalsama e ilumina el paisaje a su alrededor. Sólo a esto puedo comparar la amistad que no tardó en unirme al ama Parris y a la pequeña Betsey. Juntas inventamos mil artimañas para encontrarnos en ausencia de aquel demonio que era el reverendo Parris. Yo peinaba sus largos cabello rubios que, una vez liberados de la sujeción de las trenzas y los moños, les caían hasta las rodillas. Frotaba, con un aceite cuyo secreto me había confiado Man Yaya, sus pieles malsanas y macilentas que poco a poco se doraban bajo mis manos.
Un día en que le estaba dando un masaje me atreví a preguntar al ama Parris:
—¿Qué opina su rígido esposo ante la transformación de su cuerpo?
Se echó a reír.
—Mi pobre Tituba, ¿cómo quieres que se dé cuenta?
Levanté los ojos al cielo.
—Pensaba que nadie mejor que él podría apercibirse.
Rió más fuerte.
—¡Si supieras! Me posee sin quitarse su ropa ni despojarme de la mía, acuciado por la prisa en acabar con este acto odioso.
Protesté:
—¿Odioso? Para mí es el acto más hermoso del mundo.
Rechazó mi mano mientras yo le explicaba:
—Sí, ¿no es que perpetúa la vida?
Sus ojos se llenaron de terror.
—¡Cállate, cállate! Es la herencia de Satanás en nosotros.
Parecía tan turbada que no insistí más. Generalmente mis conversaciones con el ama Parris no tomaban ese cariz. Se complacía con los cuentos que entusiasmaban a Betsey: los de la araña Anansa, los de los rehenes, los de los soukougnans, el de la bestia de Man Hibé que caracolea sobre su caballo de tres patas. Me escuchaba con el mismo fervor que su hija. Sus hermosos ojos de color avellana estaban sembrados de estrellas de felicidad. Preguntaba:
—¿Puede llegar a hacerse Tituba? ¿Puede un ser humano abandonar su piel y pasearse en espíritu a leguas de distancia?
Yo afirmaba:
—Sí, se puede.
Insistía:
—Sin duda se necesita un mango de escoba para desplazarse.
Me reía a carcajada limpia.
—¡Qué idea tan tonta! ¿Qué quiere hacer con un mango de escoba?
Se quedó perpleja.
No me gustaba que la joven Abigail viniera a turbar mis entrevistas a solas con Betsey. Había algo en aquella niña que me infundía un profundo malestar. Su manera de escucharme, de mirarme como si yo fuera un objeto espantoso y sin embargo atractivo. De una manera autoritaria reclamaba precisiones sobre todo.
—¿Cuáles son las palabras que los espíritus o la gente prisionera deben pronunciar antes de abandonar su piel?
—¿¿Cómo se las arreglaban los soukougnans para beber la sangre de sus víctimas?
Yo respondía con evasivas. En realidad temía que explicara estas conversaciones a su tío Samuel Parris y que la luz de placer que aportaban a nuestras vidas se apagara. Pero no dijo nunca nada. Tenía una extraordinaria facultad del disimulo. Jamás, después de las oraciones de la noche, hizo alusión alguna a lo que a los ojos de Parris hubiera aparecido como un pecado inexplicable. Se limitaba a confesar.
—He permanecido en el puente para que las olas me salpicara.
—He arrojado al mar la mitad de mi sémola.
Y Samuel Parris la absolvía.
—Vete, Abigail Williams, no peques más.
Poco a poco, por consideración a Betsey, la acepté en nuestra intimidad.
Una mañana, mientras servía al ama Parris un poco de té, que su estómago toleraba mejor que la sémola, me dijo suavemente:
—No cuentes todas estas historias a las niñas. Las hace soñar y los sueños no son buenos.
Me encogí de hombros.
—¿Por qué los sueños no han de ser buenos? ¿No son mejores que la realidad?
No contestó y permaneció largo rato silenciosa. Al cabo continuó:
—Tituba, ¿no crees que ser mujer es una maldición?
Me enfadé:
—Ama Parris, no habla usted más que de maldiciones. ¿Hay algo más hermoso que el cuerpo de una mujer? Sobre todo cuando el deseo de un hombre lo enloquece…
Gritó:
—¡Cállate, cállate!
Fue nuestra única disputa. Y no llegué a comprender la causa.
Una mañana llegamos a Boston.
Digo que era por la mañana y sin embargo el color del día no lo indicaba en absoluto. Un velo grisáceo caía del cielo y envolvía en sus pliegues el bosque de mástiles de los barcos, los montones de mercancías apiladas en el muelle y la silueta masiva de los depósitos. Soplaba un viento helado y John Indien, como yo, tiritaba bajo las ropas de algodón. A pesar de sus chales ama Parris y las niñas hacían lo mismo. Sólo el amo permanecía con la cabeza erguida bajo su sombrero negro de ala ancha, igual a un espectro en la luz sucia y borrosa. Bajamos al muelle. John Indien sucumbía bajo el peso de los equipajes mientras Samuel Parris se dignaba ofrecer el brazo a su esposa. Yo tomé a las niñas de la mano.
Nunca hubiera imaginado que existiera una ciudad como Boston, poblada de casas tan altas, una muchedumbre tan numerosa pisoteando las calles empedradas y atestadas de carricoches arrastrados por bueyes y caballos. Observé varios rostros de mi color y comprendí que allí también los hijos de África pagaban su tributo a la desgracia.
Samuel Parris parecía conocer perfectamente el lugar, pues ni una sola vez se detuvo a preguntar el camino a seguir. Calados hasta los huesos llegamos por fin ante una casa de madera de una sola planta cuya fachada estaba adornada con almocárabes de vigas de un color más claro. Samuel Parris soltó el brazo de su mujer y dijo como si se tratara de la más suntuosa de las viviendas:
—¡Es aquí!
El lugar olía a cerrado y a húmedo. Al ruido de nuestros pasos dos ratones huyeron velozmente mientras que un gato negro que dormitaba entre el polvo y la ceniza se levantó perezosamente y pasó a la habitación contigua. No sabría describir la impresión que aquel desgraciado gato produjo a las niñas así como a Elizabeth y Samuel Parris. Este último se precipitó sobre un libro de plegarias y se puso a recitar una oración interminable. Cuando se hubo calmado un poco se enderezó y comenzó a dar órdenes:
—Tituba, limpia esta habitación. Después prepara las camas. John Indien, ven conmigo a comprar leña.
John Indien, una vez más, adoptó aquel lenguaje que yo detestaba tanto:
—¿Salir, amo? ¡Con este viento y esta lluvia! ¿Quiere usted gastarse ya el dinero para comprar las tablas de mi ataúd?
Sin decir una palabra Samuel Parris se quitó la amplia capa de paño negro que llevaba y se la arrojó.
En cuanto los dos hombres hubieron salido, Abigail interrogó con voz jadeante:
—Tía, era el demonio, ¿verdad?
El rostro de Elizabeth Parris se crispó.
—¡Cállate!
Yo, intrigada, la interrogué:
—Pero ¿de qué están hablando?
—Del gato. Del gato negro.
—¿Y qué tiene que ver el gato? No es más que un animal a quien nuestra llegada ha sobresaltado. ¿Por qué habláis sin cesar del demonio? Los invisibles que andan a nuestro alrededor sólo nos atormentan si los provocamos. Y seguramente a una edad como la vuestra esto no es de temer.
Abigail protestó:
—¡Mentirosa! ¡Pobre e ignorante negra! El demonio nos atormenta a todos. Todos somos sus presas. Nos condenamos todos, ¿verdad, tía?
Cuando vi el efecto que esta conversación producía en el ama Parris y sobre todo en la pobre Betsey la interrumpí rápidamente.
No sé si fue a causa de aquellas palabras o del frío que reinaba en la casa a pesar del fuego encendido por John Indien, que aquella noche la salud del ama Parris empeoró. Samuel Parris vino a despertarme hacia medianoche.
—Creo que va a morir.
No había emoción en su voz. Era el tono de una atestiguación forense.
¿Morirse mi pobre y dulce Elizabeth? ¿Y dejar solas a las niñas con el monstruo de su marido? ¿Morirse mi atormentado corderito sin haber aprendido que la muerte no es más que una puerta que los iniciados saben mantener abierta de par en par? Salté de la cama apresurándome a socorrerla. Pero Samuel Parris me detuvo.
—¡Vístete!
¡Pobre hombre, que a los pies del lecho de muerte de su mujer pensaba en la decencia!
Hasta entonces no había recurrido a ningún elemento sobrenatural para curar a Elizabeth Parris. Me contentaba con abrigarla y hacerle tragar a la fuerza bebidas muy calientes. La única libertad que me había permitido había consistido en introducir un poco de ron en sus tisanas. Aquella noche decidí echar mano de mi talento.
Sin embargo me faltaban los elementos necesarios para la práctica de mi arte. Los árboles de reposo de los invisibles. Los condimentos de sus manjares preferidos. Las plantas y las raíces de la curación.
En este país desconocido e inclemente, ¿qué iba a hacer?
Decidí usar subterfugios.
Un arce cuyo follaje tiraba a rojizo hizo las veces de ceiba. Unas hojas de acebo aceradas y brillantes reemplazaron las hierbas de Guinea. Unas flores amarillas e inodoras sustituyeron al salapertuis, panacea de todos los males del cuerpo y que sólo crece a media altura de los cerros. Mis plegarias hicieron el resto.
Por la mañana los colores retornaron a las mejillas del ama Elizabeth Parris. Pidió un poco de agua para beber. Hacia el mediodía consiguió alimentarse un poco. Por la noche se durmió como un bebé recién nacido.
Tres días más tarde me dedicó una sonrisa tibia como el sol a través del tragaluz.
—Gracias, Tituba. Me has salvado la vida.