4

—He pasado la noche llamándote. ¿Por qué has llegado tan tarde?

—Estaba en el otro confín de la isla consolando a una esclava cuyo compañero ha muerto torturado. Lo han flagelado. Han vertido pimienta sobre sus llagas y además le han arrancado el sexo.

Este relato, que en otros tiempos me hubiera indignado, me dejo indiferente. Seguí hablando con pasión.

—Quiero que muera a fuego lento entre los sufrimientos más horribles y sabiendo que yo soy su verdugo.

Man Yaya sacudió la cabeza.

—No te dejes llevar por el espíritu de venganza. Utiliza tu arte para servir a los tuyos y aliviarles.

Protesté:

—¡Pero ella me ha declarado la guerra! ¡Me quiere quitar a John Indien!

Man Yaya rió con tristeza.

—Lo perderás de todas formas.

Balbuceé:

—¿Cómo es eso?

No contestó, como si nada quisiera añadir a lo que había afirmado. Mi madre, que asistía a la conversación, viéndome tan trastornada dijo a media voz:

—¡Verdaderamente sería una pérdida lamentable! Ese negro te va a dar muchos disgustos.

Man Yaya le lanzó una mirada de reproche y se calló. Prefería ignorar aquellas palabras y me volví hacia Man Yaya preguntándole sólo a ella:

—¿Quieres ayudarme?

Mi madre habló de nuevo.

—¡Aire y descaro! Este negro no es más que aire y descaro.

Finalmente Man Yaya se encogió de hombros.

—¿Y qué quieres que haga por ti? ¿No te he enseñado todo lo que te podía enseñar? Además, pronto no podré hacer nada más por ti.

Me resigné a mirar cara la verdad y pregunté:

—¿Qué quieres decir?

—¡Estaré tan lejos! ¡Me hará falta tiempo para franquear el agua! ¡Y además será tan difícil!

—¿Por qué tendrás que franquear el agua?

Mi madre se deshizo en llantos. Sorprendentemente. Aquella mujer que mientras vivía me había tratado con tan poca ternura se convertía en el más allá, en una protectora casi abusiva. Algo exasperada le volví la espalda con resolución y repetí:

—Man Yaya, ¿por qué hará falta que franquees el agua para venir a verme?

Man Yaya no contestó y comprendí que, a pesar de su afecto hacia mí, mi condición de mortal la obligaba a una cierta reserva.

Acepté aquel silencio y retorné a mis preocupaciones anteriores.

—¡Quiero que Susana Endicott muera!

Mi madre y Man Yaya se levantaron al unísono y la segunda dijo con un cierto cansancio:

—Aunque muera, tu destino se cumplirá. Y habrás viciado tu corazón. Te habrás vuelto igual a ellos que no saben más que matar y destruir. Atácala únicamente con una enfermedad incomoda, humillante.

Las dos formas se alejaron y permanecí sola meditando sobre la conducta a seguir. ¿Una enfermedad incomoda y humillante? ¿Cuál escoger? Cuando el crepúsculo me trajo de regreso a John Indien, no había llegado todavía a ninguna conclusión. Mi hombre parecía curado de sus terrores e incluso me traía una sorpresa: una cinta de terciopelo morado comprada a un comerciante inglés que él mismo prendió en mis cabellos. Me acordé de las frases negativas de Man Yaya y de Abena, mi madre, hacia él y quise asegurarme.

—John Indien, ¿me quieres?

Contestó dulzón:

—Más que a mi vida. Más que a ese Dios con el que Susana Endicott nos calienta las orejas. Pero también te temo…

—¿Por qué me temes?

—Porque sé que eres violenta. A menudo te veo como un ciclón devastando la isla, derribando los cocoteros y alzando hasta el cielo una oleada de gris plomizo.

—¡Cállate! ¡Hazme el amor!

Dos días más tarde Susana Endicott fue presa de un violento calambre mientras servía el té a la mujer del pastor. Ésta tuvo apenas tiempo de salir al umbral de la puerta para llamar a John Indien que cortaba leña cuando ya un chorro fétido corría a lo largo de los muslos de la matrona y formaba un charco espumoso en el suelo.

Llamaron al doctor Fox, hombre de ciencia que había estudiado en Oxford y publicado un libro, Wonders of the Invisible World. El doctor en cuestión no fue elegido al azar. La enfermedad de Susana Endicott era demasiado repentina para no despertar sospechas. Todavía la víspera, con el chal apretado alrededor de su cintura rígida y con los cabellos cubiertos con una toca, enseñaba el catecismo a los niños. Todavía la víspera marcaba con una cruz azul los huevos que John Indien tenía que vender en el mercado. Quizá, también era posible, había dado parte a su alrededor de las sospechas que yo le infundía. La cuestión es que Fox acudió a examinarla de pies a cabeza. Si éste se sintió asqueado por el espantoso hedor que surgía de entre las sabanas no lo manifestó en absoluto y permaneció cerca de tres horas encerrado con ella. Cuando le oí murmurar con el pastor y con algunos fieles:

—No he encontrado ninguna parte secreta de su cuerpo, pezones, grandes o pequeños, de los que el demonio hubiera chupado. Tampoco he encontrado ninguna mancha roja o azul parecida a una picadura de pulga. Ni siquiera algunas manchas insensibles que una vez hurgadas ya no sangrasen. Así es que no puedo aportar ninguna prueba concluyente.

¡Cómo me hubiera gustado asistir al derrumbamiento de mi enemiga, mugriento bebé envuelto en sucios pañales! Pero su puerta sólo se abría para dejar pasar de puntillas a alguna de sus fieles amigas, bajando o subiendo una bandeja o un orinal.

Dice el refrán: «Cuando el gato no está, los ratones bailan».

El sábado siguiente al encantamiento de Susana Endicott, John Indien dio un baile. Yo sabía que no era como yo, una criatura triste criada con la única compañía de una anciana, pero no me imaginaba que tuviese tantos amigos.

Vinieron de todas partes, incluso de las lejanas provincias de Saint-Lucy y Saint-Philipp. Un esclavo anduvo durante dos días para llegar desde Coblers Rock.

La alta chabine vestida de madrás formaba parte de los visitantes. Se limitó a echarme una mirada encendida de rabia sin acercarse a mí, como si hubiera comprendido que tenía que reservarse para un mayor encontronazo. Uno de los hombres había birlado del almacén de su amo un pequeño tonel de ron que abrimos con un golpe de mazo. Después de que dos o tres cubiletes hubieran rodado de mano en mano, los ánimos empezaron a calentarse. Un congo semejante a una vara de leña nudosa saltó sobre una mesa y a gritos comenzó a proponer adivinanzas.

—Escuchadme, negros. Escuchadme, bien. No soy ni rey ni reina y sin embargo hago temblar al mundo.

La asistencia se reía a carcajadas.

—¡Ron, ron!

—Aun siendo muy pequeño alumbro una choza.

—¡Vela, vela!

—He enviado a Matilda a por el pan. El pan ha llegado antes que Matilda.

—¡Coco, coco!

Estaba aterrorizada y poco acostumbrada a estos excesos ruidosos. Me sentía asqueada por aquella promiscuidad. John Indien me tomó del brazo.

—No pongas esta cara, sino mis amigos dirán que te haces la orgullosa. Dirán que tu piel es negra pero que por encima llevas una máscara blanca…

Susurré:

—No se trata de esto. ¿Y si alguien oye vuestro jaleo y viene a ver lo que pasa?

Rió.

—¡Qué importa! Ya se espera que los negros se emborrachen y bailen y estén de francachela en cuanto sus amos han vuelto la espalda. Realizamos a la perfección nuestro papel de negros.

Esto no me divirtió y él, sin prestarme mayor atención, dio una vuelta en redondo y se lanzó a bailar con ímpetu una mazurca.

La principal atracción de la fiesta tuvo lugar cuando los esclavos se deslizaron hacia el interior de la casa donde Susana Endicott se recocía en su orina y regresaron con una serie de ropas pertenecientes a su difunto marido. Se las pusieron imitando los modos solemnes y pomposos de los hombres de su categoría. Uno de ellos se anudó un pañuelo alrededor del cuello y fingió ser pastor. Simuló abrir un libro, lo hojeó y se puso a recitar en tono de plegaría una letanía de obscenidades. Todo el mundo se reía a carcajadas y John Indien el primero. Después el hombre saltó sobre un tonel e hinchó la voz:

—Voy a casaros, Tituba y John Indien. Quién conozca algún impedimento a esta unión que dé un paso adelante y hable.

La alta chabine vestida de madrás se adelantó y levantó la mano.

—Yo sé de uno. John Indien me ha hecho dos bastardos tan parecidos a él como dos medios peniques entre sí. Me había prometido casarse conmigo.

La farsa podía haberse puesto al rojo vivo. No pasó nada. Bajo una nueva tempestad de risotadas, el improvisado pastor declaró con aires de profunda inspiración.

—En África, de donde venimos todos, cada uno tiene derecho al número de mujeres que sus brazos puedan abarcar. Vete en paz, John Indien, y vive con tus dos negras.

Todo el mundo aplaudió y alguien nos empujó a la chabine y a mí contra el pecho de John Indien que nos cubrió de besos a ambas. Yo fingí reírme pero debo decir que me hervía la sangre en el cuerpo. La chabine voló en brazos de otro bailarín diciéndome:

—Los hombres, querida, están hechos para ser compartidos.

Me negué a contestarle y salí a la veranda.

La bacanal duró hasta la madrugada. Cosa rara, nadie vino a imponernos silencio.

Dos días más tarde, Susana Endicott nos mandó llamar a John Indien y a mí. Estaba sentada en la cama con la espalda apoyada contra las almohadas. Su tez era ya tan amarilla como su orina y su rostro estaba demacrado pero sereno. La ventana estaba abierta en atención al olfato de los visitantes y el olor purificador del mar ahogaba todos los vapores fétidos. Me miró cara a cara y no pude, una vez más, aguantarle la mirada. Me habló insistiendo en cada sílaba:

—Tituba, sé que el estado en el que me encuentro se debe a tu sortilegio. Eres hábil, lo suficientemente hábil para engañar a Fox y a todos los que aprenden su ciencia en libros. Pero a mí no me puedes engañar. Quisiera decirte que hoy triunfas. Sea. Sólo que el mañana me pertenece y me vengaré, ¡ay, me vengaré de ti!

John Indien empezó a protestar, pero no le prestó atención alguna. Volviéndose hacia la pared dio por terminada la conversación.

Al comienzo de la tarde vino a verla un hombre al que yo nunca había encontrado por las calles de Bridgetown ni, a decir verdad, en ningún otro lugar. Alto, muy alto, vestido de negro de pies a cabeza, la piel blanca, yesosa. Cuando se disponía a subir la escalera sus ojos se fijaron en mí, de pie, a media luz, con la escoba y un cubo que estuve a punto de volcar. Ya he hablado mucho sobre la mirada de Susana Endicott. ¡Pero aquélla! Imagínense unas pupilas verdosas y frías, astutas y retorcidas, creando el mal porque lo veían por todas partes. Era como encontrarse frente a una serpiente o algún reptil maléfico, maligno. En seguida me convencí de que aquel Demonio con el que nos calentaban las orejas debía de escrutar de arriba a abajo a los individuos que deseaba extraviar y luego perder. Exactamente igual que este hombre.

Habló y su voz era como su mirada, fría y penetrante.

—Negra, ¿por qué me miras así?

Salí corriendo.

Después, en cuanto tuve fuerzas, me acerqué a John Indien que afilaba cuchillos baja la veranda canturreando. Me apreté contra él y finalmente tartamudeé:

—John Indien, acabo de encontrarme con Satanás.

Se encogió de hombros.

—¡Vaya, ahora hablas como una cristiana!

Luego, reparando en mi turbación, me atrajo hacia él y dijo con ternura:

—Satanás no es aficionado al día y no lo verás andando a la luz del sol. Prefiere la noche…

Viví las horas siguientes llena de angustia.

Por primera vez maldije mi impotencia, pues faltaba mucho para que mi arte fuera completo, perfecto. Man Yaya había abandonado demasiado pronto la tierra de los hombres para tener ocasión de iniciarme a un tercer grado de conocimiento, el más elevado, el más complejo.

Podía comunicar con las fuerzas de lo invisible y, con su apoyo, modificar el presente, pero no sabía descifrar los signos del futuro. Para mí éste era como un astro circular cubierto de árboles frondosos cuyos troncos se enmarañaban hasta el punto de que ni el aire ni la luz podían circular libremente entre ellos.

Lo sentía. Me amenazaban terribles peligros pero era incapaz de nombrarlos y sabía que ni Abena, mi madre, ni Man Yaya podían intervenir para alumbrarme.

Aquella noche hubo un ciclón.

Lo oí venir de lejos, oí como ganaba fuerza y vigor. La ceiba del jardín intento resistir pero hacia la medianoche renunció dejando caer sus ramas más altas con un terrible estruendo. En cuanto a los bananos, se tumbaron dócilmente y por la mañana el espectáculo era de una desolación poco común.

Aquel desorden natural volvía todavía más terroríficas las amenazas proferidas por Susana Endicott. ¿No debería yo intentar deshacer lo que había hecho, quizás un poco apresuradamente, y curar a una matrona que demostraba ser tan tenaz?

Con la muerte en el alma comparecí ante la arpía. Su sonrisa astuta que alargaba su boca incolora no presagiaba nada bueno. Empezó:

—Mi muerte se acerca…

John Indien creyó oportuno prorrumpir en ruidosos sollozos, pero ella continuó sin prestarle atención:

—El deber de un amo en un caso semejante es pensar en el porvenir de los que Dios le ha encomendado: me refiero a sus hijos y a sus esclavos. No he conocido la alegría de ser madre. Pero para vosotros, mis esclavos, he encontrado un amo nuevo.

John Indien tartamudeó:

—¿Un nuevo amo, ama?

—Sí, es un hombre de Dios que se preocupará de vuestras almas. Es un ministro llamado Samuel Parris. Había intentado comerciar en estas tierras pero sus asuntos no funcionaron, por lo cual se va a Boston.

—¿A Boston, ama?

—Sí, está en las colonias de América. Preparaos a seguirle.

John Indien estaba asustado. Pertenecía a Susana Endicott desde su infancia. Ella le había enseñado a leer sus oraciones, a firmar con su nombre. Estaba convencido de que un día u otro le hablaría de su liberación. Pero de repente, en vez de todo esto, le anunciaba su venta. ¿Y a quién, Señor? A un desconocido que iba a cruzar el mar para buscar fortuna en América… ¿En América? ¿Quién había estado alguna vez en América?

En cuanto a mí, comprendí inmediatamente el horrible cálculo de Susana Endicott. Estaba todo enfocado hacia mí, hacia mí sola. A mí me separaba de mi tierra natal, de los que me querían y cuya compañía me era necesaria. Sabía muy bien lo que yo podía replicar, y no ignoraba la parada que podía utilizar. Sí, podía exclamar:

«¡No, Susana Endicott! Soy la compañera de John Indien pero usted no me ha comprado. No posee ningún título de propiedad que me enumere junto con sus sillas, sus cómodas, su cama y sus edredones, por lo cual no puede venderme y el caballero de Boston no se apoderará de mis tesoros».

Sí, pero hablando de esta manera me separaría de John Indien. Susana Endicott era una experta en crueldad, mas ¿cuál de nosotras dos era más temible? Después de todo la enfermedad y la muerte están inscritas en la existencia humana y quizá yo sólo había precipitado su irrupción en la vida de Susana Endicott. ¿Y ella? ¿Qué hacía con la mía?

John Indien se hincó de rodillas y dio a cuatro patas la vuelta a la cama. Todo fue en vano. Susana Endicott permaneció inflexible bajo el baldaquino cuyas cortinas separadas formaban como un cuadro con repliegues de terciopelo.

Bajamos la escalera llenos de congoja.

En la cocina, delante del hogar donde cocía a fuego lento una sopa de verduras, el pastor conversaba con un hombre. Éste se volvió al oír nuestros pasos y reconocí, ante el silencio terrorífico de todo mi cuerpo, al desconocido que tanto me había asustado la víspera. Me invadió un horrible presentimiento y sus palabras pronunciadas con voz monótona y pese a todo cortante como un hacha, sin inflexión pero cargadas de una violencia asesina, vinieron a confirmármelo.

—¡De rodillas, escoria del infierno! Soy vuestro nuevo amo. Me llamo Samuel Parris. Mañana en cuanto el sol abra sus ojos zarparemos a bordo del bergantín Blessing. Mi mujer, mi hija Betsey y Abigail, la pobre sobrina de mi mujer que hemos recogido a la muerte de sus padres, están ya a bordo.